Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario Los prejuicios se forman cuando creemos que conocemos a alguien, pero no lo conocemos. Categorizamos a las personas en un grupo sin pensar en ellos individualmente. El conocer a alguien se deben eliminar los prejuicios. Vamos a encontrar debilidades en esa persona, pero también vamos a encontrar fortalezas. Cuando conocemos a un individuo, podemos amar a esa persona, aunque no siempre estemos de acuerdo. Esta semana pasada los sacerdotes de nuestra diócesis nos reunimos en nuestra asamblea anual. Nuestro presentador nos colocó en cuatro grupos basándose en el año de nuestra ordenación: antes de Vaticano II, durante el concilio, los primeros años después del concilio, y los que no habían vivido la experiencia de Vaticano II. Cada grupo reflexionó en las fortalezas y debilidades, y hicimos preguntas a los otros grupos. Todo esto pasó con respeto y nueva percepción. Como resultado, nos conocimos más como individuos y menos estereotipos. Como sacerdotes no siempre estamos de acuerdo, pero dejamos de hacer juicios de las generaciones diferentes, una vez que escuchamos porque pensaban así. Estoy seguro que no es ninguna sorpresa para ustedes saber que cada sacerdote tiene sus debilidades. Sabemos eso. Lo reconocemos en nosotros, y tratamos de mejorar. La Carta a los Hebreos describe a Jesucristo como un sumo sacerdote quien ha pasado a los cielos. En el tiempo cuando esta carta fue escrita, el único sacerdocio estaba en el Templo de Jerusalén, donde el sumo sacerdote una vez al año entraba al santuario para llevar los pecados del pueblo. Ese santuario representaba lo más cercano al cielo. Jesús, a través de su ascensión, entró al cielo, el santuario real, donde ofrece perdón por nuestros pecados. En el tiempo del Templo de Jerusalén, la gente probablemente pensaba sobre los sacerdotes de la manera que hacen los católicos hoy en día: ellos conocían a sus sacerdotes. Conocían sus fortalezas. Conocían sus errores. Sin embargo, el sacerdote tenía la responsabilidad de ellos, así que lo aceptaron. No siempre estuvieron de acuerdo con él, pero él era su sacerdote. Jesús era un sumo sacerdote diferente porque él nunca pecó, aunque se enfrentó a las mismas tentaciones a que nosotros nos enfrentamos. Él era Dios, así es que él nunca cedió. Pero también era humano, así que él se compadece de nosotros cuando pecamos. La humanidad de Jesús da mucho consuelo a los Cristianos. Creemos en un Dios quien nos entiende, no en un Dios quien está totalmente ajeno a nosotros. Cuando pecamos, sabemos que Dios nos va ofrecer su perdón. Cada uno de nosotros tiene la experiencia que puede ayudarnos a entender las tentaciones de otros, aun cuando ellos fallan. Las generaciones en el sacerdocio católico hoy en día son similares a las generaciones que hay dentro de las familias. En cada familia hay miembros que no se llevan muy bien con los demás. Cada generación tiene sus fortalezas y sus debilidades; entonces es más fácil formarse prejuicios sobre personas. Lo que ayuda es cuando las generaciones pasan tiempo juntas, conociéndose como individuos, no como estereotipos. Entonces podemos amarnos los unos a los otros mejor, aunque no estemos siempre de acuerdo.