Corona a la Virgen Dolorosa Semana Santa 1 Ofrecemos esta corona a la Virgen Dolorosa para acompañarle en esta Semana Santa evocando su amor y su dolor durante la vida, pasión y muerte de su Hijo, Jesucristo Nuestro Señor. Por la seal... 0 Primer dolor: “Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso...” “Movido del Espíritu Santo, vino al templo, y al entrar los padres con el Niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre Él, Simeón le tomó en brazos y bendijo a Dios...” “Y dijo a María, su madre: Este niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para blanco de contradicción. Y una espada atravesará tu alma.” El destino de la Virgen no tiene otra íntima razón de ser que el destino de Jesús. El sufrimiento de María, tendrá como motivo único los dolores del Hijo, su persecución, su muerte. El significado hondo de la purificación no puede ser distinto de ese que inspira su actitud de ofrenda al presentar al Hijo: para ella, incapaz de la menor mancilla, purificarse suponía nada más despojarse de Jesús, ofre1 cérselo al Padre para el sacrificio. Nunca el más inmolado sacerdote estuvo tan identificado con su hostia como Nuestra Señora en el momento de este tremendo ofertorio. Ser Madre del Mesías, de Aquel que había de ser luz de las naciones y gloria de Israel, era también ser madre del “siervo de Yavhé”, azotado y escarnecido, cubierto de oprobios. Ésta será la espada: la condolencia de María con los acerbos dolores de Cristo, su adhesión inalterable al Salvador crucificado. Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías. Segundo dolor: José recibió en sueños el aviso de que Herodes quería matar al Nio Jesús, y le ordenó que tomara al Niño y a su madre y huyesen a Egipto. Irritado Herodes mandó matar a todos los niños de Belén y sus contornos, de dos años para abajo. 2 Jesús, María y José tomaron presurosos el camino de Egipto. Después nada se sabe. El viento borró sus huellas. Los apócrifos aseguran que al paso de María y de José las palmeras se inclinaban para ofrecer gentilmente sus dátiles a tan ilustres viajeros. Lo cierto y seguro es que Dios, que podía haber dado muerte fulminante a Herodes, o podía haber mudado de repente su corazón, prefirió usar, para salvar a su Hijo, las vías más ordinarias. Añadir milagros sería como poner galones de fino terciopelo a la humilde vestidura de un pobre. O mejor aún, equivaldría a pretender vestir con nuestras telas, siempre míseras, al Señor de majestad que se cubre con un manto de sol. La verdad de aquella peregrinación por tierras extranjeras debió de ser muy otra; las penalidades muy graves, y la inquietud de los fugitivos, muy angustiosa. El camino no sería fácil: los días por aquellas arenas serían muchos y la sed se haría un tormento creciente. 3 Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías. Tercer dolor: “Cuando Jesús era ya de doce aos, al subir sus padres a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, el Nio Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen de ver. Buscáronle entre parientes y conocidos, y al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya. Al cabo de tres días le encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y haciéndoles preguntas. Le dijo su Madre: Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira que tu padre y yo andábamos buscándote angustiados. Y Él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabías que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” 4 Tras la dolorosa sorpresa de la respuesta de su hijo, María comprende que el “Padre” al cual éste aludía sostenía con él una correspondencia infinitamente superior a la que su maternidad carnal establecía. Pero aunque estas palabras parecen alejar a María, lo que ellas hacen es asociarla más estrechamente a su misión mesiánica. El dolor que este suceso había infligido a la Madre servía para que comenzase a ejercer ya su título de corredentora. Aquel apartamiento que exteriormente se subrayaba contribuía a unirlos en un estrato más hondo. Es inevitable pensar también en el dolor de Jesús, pues su condición de Hijo de Dios no era un estorbo para sentir vivamente aquellos dolores que todo hijo experimenta al ver sufrir a sus padres. Y juntos de nuevo, regresaron a Nazaret... Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías. 5 Cuarto dolor: María sale al encuentro de Jesús en la Vía Dolorosa. “Después que se burlaron de Él, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos y lo llevaron a crucificar” (Mt. 27,31) La piedad cristiana, introdujo en la marcha penosísima de Jesús camino del Calvario un breve paréntesis de consuelo para el Señor: el encuentro con su Madre. No sabemos si fue éste un encuentro silencioso o si se cruzó entre ambos alguna palabra. Sabemos, sí, que María no pudo decir nada destinado a disuadir a su Hijo del camino emprendido. Pero, ¿no podemos imaginar en sus palabras un acento específicamente maternal, algo que le recordase a Jesús aquellas advertencias que recibió cuando era pequeño, cuando ella le recomendaba no exponerse a ningún peligro? 6 Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías. Quinto dolor: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Viendo, pues, a la madre y a su lado, de pie, al discípulo a quien amaba, dijo Jesús a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. (Jn. 19,25-26) Ya está Jesús clavado en la cruz, levantado por encima de la tierra. Sobre su cabeza el cielo implacable. Son las doce del mediodía. María se halla junto a la cruz. Esto ya no es, como el encuentro en la calle de la Amargura, una suposición espontánea de la piedad, sino un dato del evangelio. Destaca la presencia de la madre en el Calvario si la contrastamos con el discreto y misterioso apartamiento en que ha vivido durante los años públicos de su Hijo. Ahora que Jesús es nada más un 7 moribundo impotente, la madre encuentra de nuevo su sitio junto a Él. Aquí, en esta hora tremenda, va ella otra vez a ser madre. Será madre nuestra por el sacrificio de esa maternidad en orden de la redención. Juan es ya desde ahora hijo de María, y en Juan, los hombres todos. “Luego dice al discípulo: He ahí a tu madre.” Jesús no solamente nos entrega a su Madre, sino que desea que participemos de su misma piedad, amando a la María con sus mismos afectos, con su mismo corazón. He aquí que la Virgen Madre, cuidadosa de sus hijos y por ellos bendecida, es como una mano: una mano que sirve para acariciar y ser acariciada. Nos unimos a este dolor de María al pie de la Cruz rezando un padrenuestro y siete avemarías. 8 Sexto dolor: Jesús muerto es colocado en los brazos de María. Una vez obtenida la autorización de Pilatos, el cuerpo de Cristo fue descolgado de la cruz. Y antes de que José de Arimatea tomara el cuerpo y lo envolviera en una sábana limpia para colocarlo en su propio sepulcro, nuevamente la piedad se figura una escena: el cuerpo muerto de Jesús es depositado en los brazos de su madre, mientras sus discípulos lo ungían para darle sepultura. María contempla a su Hijo con infinito dolor, con infinito amor. Y mira esas llagas que ya no se cerrarán jamás, que toda la eternidad estarán abiertas, irrestañables, porque nunca se agotará el amor de Dios por los hombres. 9 El amor que no cabe en ninguna parte, y mucho menos en nuestro entendimiento, se ha albergado todo entero en ese corazón herido y traspasado. Dirá S. Buenaventura: “Tu corazón, Jesús, es el rico tesoro, la piedra preciosa que, como en un campo cavado, hemos descubierto en tu cuerpo herido.” Este amor es el que ahora hiere, traspasa e inunda también el corazón de María. Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías. Séptimo dolor: Una vez que Jesús es sepultado, María baja del monte acompañada de los discípulos y santas mujeres. 10 La existencia de la Virgen tuvo como especial contenido la fe: caminó en la fe. El modo como quiso Cristo asociarla a su obra redentora fue precisamente esa docilidad en la media tiniebla, ese rostro anhelante hacia lo ignorado, esos pasos resueltos por un sendero que sólo Dios de antemano conocía. Todo estaba oculto para ella, como ahora lo está el cuerpo de su hijo en el sepulcro. Con muy delicados modos compara San Agustín el sepulcro nuevo, virginal, “en el que todavía nadie había sido colocado” con el vientre sin estrenar de Nuestra Señora. Al otro lado de la piedra redonda, el cuerpo de Jesucristo espera. Y María, Señora de la soledad y Madre de la fe, también espera. Nos unimos a este dolor esperanzado de la Santísima Virgen rezando un padrenuestro y siete avemarías. 11 ORACIÓN: Dios Todopoderoso y Eterno, que por Jesucristo tu Hijo escogisteis a María para que fuese nuestra Madre, concédenos que compadecidos de sus penas seamos de verdad hijos suyos y experimentemos los efectos de su maternal protección, para que lleguemos un día a gozar de la patria prometida. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. 12