Subido por María García Vilches

Corona

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Corona
a la Virgen Dolorosa
Semana Santa
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Ofrecemos esta corona a la Virgen Dolorosa
para acompañarle en esta Semana Santa
evocando su amor y su dolor
durante la vida, pasión y muerte
de su Hijo, Jesucristo Nuestro Señor.
Por la seal...
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Primer dolor:
“Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso...”
“Movido del Espíritu Santo, vino al templo, y al entrar los padres con el
Niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre Él, Simeón le
tomó en brazos y bendijo a Dios...” “Y dijo a María, su madre: Este
niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para
blanco de contradicción. Y una espada atravesará tu alma.”
El destino de la Virgen no tiene otra íntima razón de ser que el destino
de Jesús. El sufrimiento de María, tendrá como motivo único los dolores
del Hijo, su persecución, su muerte.
El significado hondo de la purificación no puede ser distinto de ese que
inspira su actitud de ofrenda al presentar al Hijo: para ella, incapaz de la
menor mancilla, purificarse suponía nada más despojarse de Jesús, ofre1
cérselo al Padre para el sacrificio. Nunca el más inmolado sacerdote
estuvo tan identificado con su hostia como Nuestra Señora en el
momento de este tremendo ofertorio. Ser Madre del Mesías, de Aquel
que había de ser luz de las naciones y gloria de Israel, era también ser
madre del “siervo de Yavhé”, azotado y escarnecido, cubierto de
oprobios. Ésta será la espada: la condolencia de María con los acerbos
dolores de Cristo, su adhesión inalterable al Salvador crucificado.
Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías.
Segundo dolor:
José recibió en sueños el aviso de que Herodes quería matar al Nio
Jesús, y le ordenó que tomara al Niño y a su madre y huyesen a Egipto.
Irritado Herodes mandó matar a todos los niños de Belén y sus
contornos, de dos años para abajo.
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Jesús, María y José tomaron presurosos el camino de Egipto. Después
nada se sabe. El viento borró sus huellas. Los apócrifos aseguran que al
paso de María y de José las palmeras se inclinaban para ofrecer
gentilmente sus dátiles a tan ilustres viajeros.
Lo cierto y seguro es que Dios, que podía haber dado muerte fulminante
a Herodes, o podía haber mudado de repente su corazón, prefirió usar,
para salvar a su Hijo, las vías más ordinarias. Añadir milagros sería
como poner galones de fino terciopelo a la humilde vestidura de un
pobre. O mejor aún, equivaldría a pretender vestir con nuestras telas,
siempre míseras, al Señor de majestad que se cubre con un manto de sol.
La verdad de aquella peregrinación por tierras extranjeras debió de ser
muy otra; las penalidades muy graves, y la inquietud de los fugitivos,
muy angustiosa. El camino no sería fácil: los días por aquellas arenas
serían muchos y la sed se haría un tormento creciente.
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Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías.
Tercer dolor:
“Cuando Jesús era ya de doce aos, al subir sus padres a Jerusalén
para la fiesta de la Pascua, el Nio Jesús se quedó en Jerusalén sin que
sus padres lo echasen de ver. Buscáronle entre parientes y conocidos, y
al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya. Al cabo de tres
días le encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores,
oyéndolos y haciéndoles preguntas. Le dijo su Madre: Hijo, ¿por qué
has hecho esto con nosotros? Mira que tu padre y yo andábamos
buscándote angustiados. Y Él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No
sabías que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?”
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Tras la dolorosa sorpresa de la respuesta de su hijo, María comprende
que el “Padre” al cual éste aludía sostenía con él una correspondencia
infinitamente superior a la que su maternidad carnal establecía.
Pero aunque estas palabras parecen alejar a María, lo que ellas hacen es
asociarla más estrechamente a su misión mesiánica. El dolor que este
suceso había infligido a la Madre servía para que comenzase a ejercer ya
su título de corredentora.
Aquel apartamiento que exteriormente se subrayaba contribuía a unirlos
en un estrato más hondo.
Es inevitable pensar también en el dolor de Jesús, pues su condición de
Hijo de Dios no era un estorbo para sentir vivamente aquellos dolores
que todo hijo experimenta al ver sufrir a sus padres.
Y juntos de nuevo, regresaron a Nazaret...
Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías.
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Cuarto dolor:
María sale al encuentro de Jesús en la Vía Dolorosa.
“Después que se burlaron de Él, le quitaron el manto, le pusieron sus
vestidos y lo llevaron a crucificar” (Mt. 27,31)
La piedad cristiana, introdujo en la marcha penosísima de Jesús camino
del Calvario un breve paréntesis de consuelo para el Señor: el encuentro
con su Madre.
No sabemos si fue éste un encuentro silencioso o si se cruzó entre ambos
alguna palabra. Sabemos, sí, que María no pudo decir nada destinado a
disuadir a su Hijo del camino emprendido. Pero, ¿no podemos imaginar
en sus palabras un acento específicamente maternal, algo que le
recordase a Jesús aquellas advertencias que recibió cuando era pequeño,
cuando ella le recomendaba no exponerse a ningún peligro?
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Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías.
Quinto dolor:
“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, María la de Cleofás y
María Magdalena. Viendo, pues, a la madre y a su lado, de pie, al
discípulo a quien amaba, dijo Jesús a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo.
(Jn. 19,25-26)
Ya está Jesús clavado en la cruz, levantado por encima de la tierra. Sobre
su cabeza el cielo implacable. Son las doce del mediodía. María se halla
junto a la cruz. Esto ya no es, como el encuentro en la calle de la
Amargura, una suposición espontánea de la piedad, sino un dato del
evangelio. Destaca la presencia de la madre en el Calvario si la
contrastamos con el discreto y misterioso apartamiento en que ha vivido
durante los años públicos de su Hijo. Ahora que Jesús es nada más un
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moribundo impotente, la madre encuentra de nuevo su sitio junto a Él.
Aquí, en esta hora tremenda, va ella otra vez a ser madre. Será madre
nuestra por el sacrificio de esa maternidad en orden de la redención. Juan
es ya desde ahora hijo de María, y en Juan, los hombres todos.
“Luego dice al discípulo: He ahí a tu madre.” Jesús no solamente nos
entrega a su Madre, sino que desea que participemos de su misma piedad,
amando a la María con sus mismos afectos, con su mismo corazón.
He aquí que la Virgen Madre, cuidadosa de sus hijos y por ellos
bendecida, es como una mano: una mano que sirve para acariciar y ser
acariciada.
Nos unimos a este dolor de María al pie de la Cruz rezando un
padrenuestro y siete avemarías.
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Sexto dolor:
Jesús muerto es colocado en los brazos de María.
Una vez obtenida la autorización de Pilatos, el cuerpo de Cristo fue
descolgado de la cruz.
Y antes de que José de Arimatea tomara el cuerpo y lo envolviera en una
sábana limpia para colocarlo en su propio sepulcro, nuevamente la
piedad se figura una escena: el cuerpo muerto de Jesús es depositado en
los brazos de su madre, mientras sus discípulos lo ungían para darle
sepultura.
María contempla a su Hijo con infinito dolor, con infinito amor. Y mira
esas llagas que ya no se cerrarán jamás, que toda la eternidad estarán
abiertas, irrestañables, porque nunca se agotará el amor de Dios por los
hombres.
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El amor que no cabe en ninguna parte, y mucho menos en nuestro
entendimiento, se ha albergado todo entero en ese corazón herido y
traspasado. Dirá S. Buenaventura: “Tu corazón, Jesús, es el rico tesoro,
la piedra preciosa que, como en un campo cavado, hemos descubierto
en tu cuerpo herido.”
Este amor es el que ahora hiere, traspasa e inunda también el corazón de
María.
Nos unimos a este dolor rezando un padrenuestro y siete avemarías.
Séptimo dolor:
Una vez que Jesús es sepultado, María baja del monte acompañada de
los discípulos y santas mujeres.
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La existencia de la Virgen tuvo como especial contenido la fe: caminó
en la fe. El modo como quiso Cristo asociarla a su obra redentora fue
precisamente esa docilidad en la media tiniebla, ese rostro anhelante
hacia lo ignorado, esos pasos resueltos por un sendero que sólo Dios de
antemano conocía.
Todo estaba oculto para ella, como ahora lo está el cuerpo de su hijo en
el sepulcro. Con muy delicados modos compara San Agustín el sepulcro
nuevo, virginal, “en el que todavía nadie había sido colocado” con el
vientre sin estrenar de Nuestra Señora. Al otro lado de la piedra redonda,
el cuerpo de Jesucristo espera. Y María, Señora de la soledad y Madre de
la fe, también espera.
Nos unimos a este dolor esperanzado de la Santísima Virgen rezando un
padrenuestro y siete avemarías.
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ORACIÓN:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por Jesucristo tu Hijo escogisteis a
María para que fuese nuestra Madre, concédenos que compadecidos de
sus penas seamos de verdad hijos suyos y experimentemos los efectos de
su maternal protección, para que lleguemos un día a gozar de la patria
prometida. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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