Europa, un gran continente gastronómico OCIO RAFAEL ANSÓN de vida de los hombres y las colectividades (con los evidentes beneficios de los que disfrutamos quienes nos encontramos en el espacio natural de la dieta mediterránea) y que el arte de comer y beber resulta en nuestro tiempo un componente fundamental (quizás el primero de todos) del arte de vivir. a cultura gastronómica europea lleva ya varios años atravesando una etapa realmente positiva que, felizmente, parece no tocar ni mucho menos a su fin. Sometida durante mucho tiempo a un proceso de uniformización que ahora nos parece remoto y que solamente consiguió empobrecerla, hoy el esfuerzo de un buen número de creadores y de difusores (junto con una imparable preocupación colectiva) ha permitido que renazca en todo su esplendor que es, por encima de todo, diverso. Precisamente es la variedad dentro de un escenario relativamente limitado la razón última de su impresionante riqueza. L En el trascurso del I Encuentro Europeo de Gastronomía que tuvo a Madrid como escenario a finales de 1992, organizado por la Academia Internacional, todos los expertos pudieron constatar la buena salud de las “cocinas” de Europa, tanto las tradicionales y populares como aquellas dotadas de un aire más renovador. El Encuentro fue una cita fundamental en la historia de la cocina europea y sirvió además como punto de partida para la creación de una “Comunidad Gastronómica Europea” que hoy prácticamente constituye una feliz realidad, y cuyo fin último es el de mejorar la calidad de vida en cada uno de los pueblos y regiones que la componen. Prácticamente desde Andalucía hasta los Cárpatos, desde el Mar Egeo hasta Escandinavia, estamos asistien- do a un riguroso y festivo fenómeno de revitalización y puesta al día de las tradiciones culinarias locales, una apuesta profundamente enriquecedora que responde a las demandas de un público cada vez más exigente en lo que atañe a las cosas del comer y que no se conforma con ofertas estandarizadas sin mayores alicientes. Al Encuentro de Madrid siguió, cuatro años más tarde, el Compromiso de Venecia de 1996, suscrito por Marcelino Oreja, comisario europeo responsable de Asuntos culturales, y los tres presidentes de la Academia Internacional de Gastronomía, el Conde Nuvoletti, Michel Genin y yo mismo, en donde se reafirma que “el arte de la mesa es una de las características básicas que jalonan la evolución de los pueblos de Europa y que, en cuanto tal, constituye una forma Así queda justificada además la más importante aspiración de la gastronomía, que es, a la vez, ciencia y arte: la de ser reconocida por todos como parte esencial del patrimonio cultural de un país, lo que permite además que se convierta en uno de los objetivos principales de las sociedades y los Estados. No es necesario recordar, en este sentido, la influencia que la alimentación tiene en la calidad de expresión cultural de dichos pueblos”. envidiados océano. al otro lado del Además, la Comisión Europea se compromete a favorecer la realización de los principales proyectos de la Academia Internacional de Gastronomía, a saber, “la puesta en marcha de la sección Europa de la proyectada Biblioteca Universal de Gastronomía y, más concretamente, la creación de la red teleinformática de cocina europea y la traducción a idiomas europeos; la organización de la participación de expertos europeos en la reunión internacional sobre Cultura y Cocina; y la creación de la Ruta Europea del Arte de la Buena Mesa”. Al fin y al cabo, los grandes profesionales de la restauración son la punta del “iceberg” de este gran movimiento que se extiende por todos los rincones y reivindica las fórmulas regionales en detrimento de esa cocina que se había convertido en una especie de “cajón de sastre” exento de rigor y, sobre todo, de capacidad de sorpresa. Los restauradores europeos son los mejores del mundo y entre ellos figuran por derecho propio nuestros Juan Mari Arzak, Santi Santamaría, Hilario Arbelaitz o Ferrán Adriá. “D’Artagnan y los tres mosqueteros” de la cocina española. Todos ellos han accedido al liderazgo a base de rigor, fantasía y creatividad, así como a una exigente selección de la materia prima y una interpretación muy personal de las tradiciones locales. Sus aportaciones, junto con las de los grandes cocineros de otros países, confirman el aura brillante de la restauración continental, perfectamente integrada en la herencia sociocultural de cada país, de la que los cocineros se manifiestan francamente respetuosos, renunciando en casi todos los casos (tan sólo se admite alguna ligera apoyatura “exótica”) a la utilización de fórmulas con otros orígenes. Este buen momento culinario que atraviesa el Viejo Mundo (el mejor de los mundos en las cosas del comer) se puede observar en la calle, en los mercados, en las casas de comidas más modestas y hasta en los propios hogares, pero sobe todo se aprecia en la creatividad de los grandes cocineros europeos, especialmente franceses y españoles, junto con algún que otro inglés, italiano y alemán, todos los cuales ejemplifican el esplendor de las cocinas locales y están dando vivas muestras de magisterio al frente de los fogones. Piénsese en nombres míticos como los de los franceses Robuchon y Ducasse, el suizo Girardet, el alemán Winkler, el inglés Marco Pierre White o el belga Wynants, por citar tan sólo un ramillete de profesionales internacional despersonalizada Y existen una serie de propósitos comunes a cada uno de los países, que se pusieron de manifiesto en la Declaración de Madrid de 1992, consecuencia del citado I Encuentro, que marcó un antes y un después en el mundo de la restauración. A partir de aquel día de hace casi un lustro, se constata generalmente que la alimentación es un hecho unitario que puede contemplarse desde diversos aspectos: el económico, agrícola e industrial; el nutritivo, que afecta a la salud; el cultural y el culinario, que se refiere al placer, y que influye en la calidad de vida y en el arte de vivir de las personas. Pero también ha sido importante el Compromiso de Venecia, por el que la cocina recibe un tratamiento privilegiado en las más altas instancias de la Unión Europea. que ha contribuido a conseguir la integración entre modernidad y OCIO Además, en todos los países existe hoy en día el convencimiento de que la ciencia de la nutrición y el arte de la gastronomía deben ser estudiados conjuntamente en su dimensión humana y científica, para acabar con el peligro de desaparición del patrimonio cultural que representa la tradición culinaria de los pueblos de Europa, conservada a lo largo de muy diversas generaciones. El vino también forma parte de la historia y de las tradiciones de la humanidad y especialmente de Europa, por lo que hay una exigencia cada vez mayor de proteger todo cuanto le rodea. Y la gastronomía en sentido más general debe ocupar el lugar que le corresponde en las aspiraciones de la calidad de vida de todos los europeos. En fin, que las cocinas populares forman parte del patrimonio cultural de nuestro continente, y deben ser conservadas de la misma forma que otras expresiones del arte y de la cultura. La Comunidad Gastronómica Europea es ya una feliz realidad y España ha desempeñado un papel de protagonista en su constitución, tradición, ciencia y cultura, arte y placer. Porque la buena mesa, independientemente de donde se ubique, es, sobre todo, lugar de encuentro y de convivencia, de paz y de entendimiento entre los hombres. Es una satisfacción ver cómo las Academias gastronómicas reivindican las cocinas populares y tradicionales, la necesidad de conservar los usos y costumbres locales y el valor de la cocina sencilla y económica. Gracias a este esfuerzo, Europa vive un extraordinario momento culinario, al que también ha contribuido el nivel de exigencia y de preocupación de cada uno de sus ciudadanos. Sin la permanente demanda de calidad, variedad y renovación por parte de los consumidores, el escenario actual probablemente no sería tan rico.