Puede decirse pues que en relación con todos sus usuarios, el estructuralismo es esencialmente una actividad, es decir la sucesión regulada de un cierto número de operaciones mentales: podría hablarse de actividad estructuralista como se ha hablado de actividad surrealista (por otra parte quizá el surrealismo haya producido la primera experiencia de la literatura estructural, algún día habrá que volver a tratar este punto). Pero antes de ver cuáles son estas operaciones, hay que decir algo acerca de su fin. El objetivo de toda actividad estructuralista, tanto si es reflexiva como poética, es reconstruir un «objeto», de modo que en esta reconstrucción se manifiesten las reglas de funcionamiento (las «funciones») de este objeto. La estructura es pues en el fondo un simulacro del objeto, pero un simulacro dirigido, interesado, puesto que el objeto imitado hace aparecer algo que permanecía invisible, o, si se prefiere así, ininteligible en el objeto natural. El hombre estructural toma lo real, lo descompone y luego vuelve a recomponerlo; en apariencia es muy poca cosa (lo que mueve a decir a algunos que el trabajo estructuralista es «insignificante, carente de interés, inútil, etc.»). Sin embargo, desde otro punto de vista, esta poca cosa es decisiva; pues entre los dos objetos o los dos tiempos de la actividad estructuralista, se produce algo nuevo, y esto nuevo es nada menos que lo inteligible general: el simulacro es el intelecto añadido al objeto, y esta adición tiene un valor antropológico, porque es el hombre mismo, su historia, su situación, su libertad y la resistencia misma que la naturaleza opone a su espíritu. Vemos pues por qué hay que hablar de actividad estructuralista: la creación o la reflexión no son aquí «impresión» original del mundo, sino fabricación verdadera de un mundo que se asemeja al primero, no para copiarlo, sino para hacerlo inteligible. Roland Barthes, «La actividad estructuralista», in: id., Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Barcelona: Ed. Seix Barral, 1967, 295sq.