El llamado Inés Garland El primer signo lo tiene cuando decide irse

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El llamado
Inés Garland
El primer signo lo tiene cuando decide irse a la
cama y cierra el libro. Una intranquilidad en el cuerpo,
como si la sangre corriera más rápido y le faltara el
aire. Apaga las luces de la casa. Su marido ya está durmiendo
cuando ella entra en el cuarto. Las sábanas se
mueven apenas al ritmo de su respiración. La cadencia
tranquila la exaspera. Ella debería acostarse también.
Pero no puede. Se le acerca y lo huele. La piel de
su marido tiene un olor dulce, familiar, el olor de alguien
que nunca tiene miedo; tan agobiante con sus
certezas. Ella debería descansar en esa ausencia total
de ambigüedad que tanto la oprime, pero va de un
lado a otro del cuarto, con pasos largos. Vuelve a mirarlo.
Se sienta en un rincón y piensa otra vez que debería
meterse en la cama, dormir. Pero de un salto está
en la puerta y sale en silencio. Antes de irse pasa por
el cuarto de su hijo y lo besa en la boca, apenas.
Hay poca gente en la calle. Ella corre. Escucha
sus propios jadeos. Tiene sed. A través del vidrio de
un café moderno ve a unos adolescentes tomando cerveza.
Podría comprar una botella de agua, pero la luz
de neón le lastima los ojos. Uno de los adolescentes la
mira. Ella no sabe si la ve o es el reflejo de sí mismo en
el vidrio lo que lo atrae. Es tan joven, tiene la piel
muy blanca, caderas angostas y una mirada desolada
escondida detrás de una falsa arrogancia. Ella siente
un nudo en la garganta. Corre otra vez. Una pareja
pasa abrazada. El perfume de la mujer es denso como
un terciopelo.
Entra en un bar porque siente que se va a morir
de sed. Busca un rincón oscuro y pide agua, dos botellas
de agua que toma una después de la otra, del pico,
a grandes tragos. Un hombre la mira y se acerca. Tiene
los ojos brillosos, parece oscilar en el espacio como
si el bar fuera un barco en el medio del mar. Ella lo deja
acercarse. El hombre está perdido, no tiene adónde
ir, no tiene casa ni mujer. Todo eso sabe ella con sólo
mirarlo. La piel gris del hombre ya está muerta.
Buscan un hotel por las calles vacías del centro.
Caminan entre la basura y se detienen frente a
unas bolsas rotas —hay servilletas manchadas, cáscaras
de fruta y saquitos de té secos tirados en la vereda.
El hombre la mira extraviado, parece haber olvidado
adónde iban. Ella lo toma de la mano y lo guía. Tiene
que reprimir las ganas de correr, el tranco lento la
crispa. Frente a la puerta del hotel el hombre dice algo
pero las palabras se le enredan en la boca pastosa y
ella no lo entiende. El adolescente de caderas angostas
cruza sus pensamientos como un espejismo. Le
gustaría que fuera él quien la sigue a los tumbos por
la escalera.
Cuando salen del hotel todavía es de noche
pero un pájaro canta en la oscuridad. Ella deja atrás
al hombre; atraviesa las calles del centro con un trote
suave y los ojos entrecerrados. El parque aparece de
golpe, al final de la calle, cruzando la avenida. Las copas
de los árboles se recortan contra el cielo iluminado
de la ciudad. Antes de llegar un vaho húmedo y
frío la envuelve como una tela, lo siente en los párpados,
en los hombros desnudos, en los tobillos, y la
promesa fresca del pasto bajo los pies la hace tirar las
sandalias en la vereda. Se interna bajo un grupo de
árboles y se sienta contra el tronco rugoso de un álamo.
La corteza le raspa la piel y ella se suelta los breteles
del vestido para dejarse la espalda desnuda. Cierra
los ojos.
La primera luz del amanecer enciende el pasto
de gotas de rocío. El mundo recupera su relieve. Ella
busca sus sandalias y apura el paso. Hay gente en la
calle que empieza su día. Una mujer pasa a su lado
con la pollera planchada y los labios recién pintados.
El portero del edificio está lavando la vereda y le hace
una inclinación de cabeza al verla entrar.
El living de su casa está en silencio. Su hijo
duerme con un pie fuera de las sábanas. El pijama se
le enroscó en el torso y le dejó la piel desnuda; su manito
abierta sobre el ombligo. La transpiración le mojó
el remolino de pelo sobre la frente redonda y una
gota se desprendió, bajó por el costado de la cara y está
suspendida en el borde, debajo de la oreja. Ella se
agacha y con mucha suavidad lame la gota, el gusto
salado de su hijo. Se pondría a cantar. Pero la respiración
tranquila de su marido es un señuelo poderoso.
Va al baño. Se pone el camisón. Se lava la cara sin mirarse
en el espejo. Se queda parada en el borde de la
cama. Algún día no va a volver. Se le llenan los ojos de
lágrimas. Quizás algún día no se quiera ir.
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