Enrique Marty: una reinterpretación desde el absurdo “Todo es absolutamente absurdo” Con esta rotunda afirmación, Enrique Marty argumenta su trabajo y determina que todo aquel que busque una mirada “seria” en el sentido de “equilibrada” sobre la realidad, se equivoca. Marty se refiere a su obra como un tratado filosófico en el que no expresa con palabras toda su construcción discursiva, pero sí con herramientas abstractas: las imágenes. Con sus piezas no enuncia un aséptico realismo, una descripción comedida de la realidad, sino que la muestra en toda su crudeza. Se inscribe así en el grupo de creadores que han sido capaces de enfrentarse a mirada sobre la realidad idealizada que dependía de una construcción dual del mundo en la que el orden, la perfección y la belleza pertenecían a una categoría superior y modélica frente a lo imperfecto, desmesurado o monstruoso. Esa visión platónica, en crisis desde la irrupción de la sombra de la sospecha en el pensamiento occidental, se desintegra con la continua exposición y ensalzamiento del caos como verdadero (des)orden del mundo. Las taxonomías son humanas, recordemos. En esta veneración del caos, Marty se suma a los pensadores de lo dionisíaco, fuente del arte para Nietzsche: el descontrol, lo sensorial, la pulsión desatada o el deseo sexual son también naturales y forman parte esencial de la realidad. Una cara B que ha sido negada mucho tiempo y reducida a la mera mención por pecaminosa. El hombre contemporáneo debe aún aceptar lo absurdo de la existencia actualizando el mito camusiano de Sísifo o las teorías del absurdo de Antonin Artaud. Como Artaud, Marty quiere morder al espectador, (con)moverle y hacerle entender que ese arte que muestra una realidad cruel y terrible nos está confrontando con la inmensidad de crueles y terribles posibilidades de nuestro entorno más inmediato. El hombre es el Sísifo que, cada vez, ha de cargar con la piedra hasta lo alto del monte para volver a recogerla de nuevo. No hay descanso, no hay remanso de paz: desde la propia sociedad hasta la familia, todo es desvelado sin misericordia en su crudeza; no hay ternura ni rastro de ese neodecorativismo que todo parece hoy impregnarlo. Por eso el homenaje en el Museo Lázaro Galdiano al Heliogábalo (1934) de Artaud: ejemplo de la desmesura sexual en el poder, triunfo báquico de Oriente frente a Occidente. Un torso desnudo cuya enorme corona-capirote se va derritiendo sobre él mismo en diálogo con Procesión de los disciplinantes (1812-1819) de Goya perteneciente a la colección. Todo es absurdo. La obra que vertebra y da sentido a toda la reinterpretación de Marty a la colección de Lázaro Galdiano es El Aquelarre (1797-1798) en el que el macho cabrío pintado por Goya es sustituido en la pieza de Enrique Marty por el retrato de Lázaro Galdiano, entendido como un demiurgo que comprende verdades que nos transmite por medio de su acumulación de obras y objetos de todo tipo, un hombre rodeado en vida de retratos de personajes extraños que en esta relectura se convierten en seres próximos al coleccionista, cuya cercanía ha generado una extraña familiaridad. Para entender Reinterpretada I conviene comenzar por las piezas que se dispusieron en el exterior de edificio: murales pintados al estilo decimonónico que irrumpían en el espacio público reivindicando en éste una presencia mayor del arte y atrayendo las miradas de los transeúntes. En estos murales se aprecia ya el sello de identidad del artista, en el que el sarcasmo y la ironía se entremezclan con lo obsceno, lo grotesco, lo abyecto o lo siniestro. Escenas aparentemente plácidas y hasta costumbristas son desgarradas por miradas demoníacas, siluetas fantasmales, personajes desagradables y la presencia continua de un Thánatos que no se rinde ante la vida. Y sin embargo las vanitas de Marty retoman el gusto barroco por el ensalzamiento de la vida a través de la puesta en relieve de lo efímero y lo caduco. “Carpe diem!” parecen gritar esos bodegones y esas escenas familiares. Porque, ante todo, Marty no se considera un pesimista, sino todo un vitalista, si bien desde el nihilismo más desconfiado. Precisamente, el recurso al trampantojo -típicamente barroco-, al engaño o al camuflaje, es del que se ha servido también Marty cuando infiltró en la colección de Galdiano toda una serie de esculturas de gran formato, de acuarelas, óleos y pequeños ídolos que dialogaban con las obras del coleccionista en un intento de la nueva museología por actualizar y acercar el arte al público. El artista proponía al espectador el reto de encontrar todas las piezas escondidas a lo largo de la visita, en un juego socarrón. De esta manera, la actitud voyeurista se incrementa y la experiencia de la colección se expande. Voyeurismo en el que se hace especial hincapié en la serie Escena revelada, que no es sino el siguiente paso al Etant donnés (1946-1966) de Duchamp: ya no hay velo, de nuevo sólo cruda realidad. Una muerte que acecha. Es incuestionable el interés de todas las piezas pictóricas realizadas exprofeso para esta muestra, que continúan la línea de trabajo de Marty y releen más o menos directamente la colección en una suerte de remake posmoderno (o neobarroco, como diría Javier Panera) con un estilo muy de Solana o de Ensor. Sin embargo, es la interpretación de Zeus/Poseidón del Museo de Atenas la que nos parece que atrapa con mayor acierto los ideales y la búsqueda del artista. De la misma serie que el Retrato de Europa –una especie de jinete del Apocalipsis que hemos podido ver en la retrospectiva que le ha dedicado el Da2-, esta rescritura del ideal griego clásico de corte apolíneo ya no es un cuerpo perfecto ni mantienen una actitud divina ni heroica. Porque, como dice el artista en uno de sus vídeos con el que pretende recoger rizomáticamente todo su universo de la crueldad, “todo el mundo no tiene ningún sentido” -All your world is pointless, (work in progress) (2014)-.