¿Ha creado Craig Venter vida en el laboratorio?

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¿Ha creado Craig Venter vida en el laboratorio?
Ramón Muñoz Chápuli
Catedrático de Biología Animal. Universidad de Málaga.
chapuli@uma.es
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El pasado día 20 de mayo la revista Science publicó un artículo
que ha causado una auténtica conmoción, probablemente más por
sus aplicaciones tecnológicas y sus implicaciones filosóficas que por
el avance que supone para el conocimiento científico [Gibson et al.,
2010; con acceso en la dirección web de la revista,
www.sciencemag.org]. El artículo, firmado por un equipo de 25
investigadores del Instituto Craig Venter, dirigido por el propio Craig
Venter, lleva el sello de la polémica en la cuidadosa elección de la
primera palabra del título: “Creation of a bacterial cell controlled by a
chemically synthesized genome”. ¿Ha creado Craig Venter realmente
un ser vivo? ¿Finalmente los científicos han creado vida en el laboratorio? Yo creo que independientemente de las aplicaciones tecnológicas que pueda tener este acontecimiento, lo que nos proporciona es un excelente motivo para replantearnos los fundamentos del
fenómeno vital, desde una perspectiva científica y filosófica.
Empecemos por los hechos. Los investigadores del Instituto
Craig Venter eligieron primero como modelo una bacteria, Mycoplasma genitalium, que es capaz de vivir con un reducidísimo número de genes. Se trata de una bacteria parásita de los epitelios genitales y respiratorios de los primates, descubierta en 1980, y que puede
producir infecciones. En 2008, el grupo de Venter ya había sido
capaz de sintetizar el genoma completo de M. genitalium (582 kb),
un genoma capaz de replicarse como un plásmido en células de
Saccharomyces. Sin embargo, los investigadores no consiguieron
extraer el plásmido para insertarlo en células de M. genitalium desprovistas de su cromosoma original. Debido a la lentitud del crecimiento de M. genitalium, el grupo decidió cambiar de especie modelo, utilizando M. mycoides ssp capri, un micoplasma de cabra,
como donante y M. capricolum ssp capricolum como receptor. Después de vencer problemas técnicos relacionados con la metilación
del DNA, que no se producía de forma normal en la células de
Saccharomyces, el grupo se encontró en condiciones de proceder a
la síntesis del genoma completo de M. mycoides, al cual se le añadieron unas “marcas de agua”, unas secuencias específicas que permitieran su identificación segura sin interferir con el funcionamiento
de ningún gen. El proceso se realizó en tres etapas, comenzando
con la síntesis de fragmentos de 1 kb, que se ensamblaron en fragmentos intermedios de 10 kb que fueron secuenciados para detectar errores. Los fragmentos libres de error se recombinaron a su vez
para generar grandes moléculas lineales de DNA de 100 kb que
finalmente fueron ensambladas, tras muchos ensayos, en una molécula circular de 1.077.947 bp. Esta molécula representa el genoma
sintético compelto de M. mycoides. Todavía quedaba el paso final, el
transplante del cromosoma sintético a células de M. capricolum
desprovistas de su genoma. Y este último paso fracasó durante
semanas. Finalmente fue identificada la causa, una delección de un
solo par de bases en uno de los intermediarios de 100 kb que causaba un cambio en el marco de lectura de un gen esencial para la
replicación del cromosoma. Corregido el error y transplantado el
cromosoma, las células de M. capricolum comenzaron a reproducirse normalmente en el cultivo utilizando como instrucciones genéticas las contenidas en el cromosoma sintético de M. mycoides. Las
“marcas de agua” que se habían insertado en dicho cromosoma no
dejaban lugar a dudas: un organismo vivo funcionaba por primera
vez en la historia con instrucciones genéticas sintetizadas químicamente.
Hasta aquí los hechos, y a partir de ahora las implicaciones, las
interpretaciones y, por supuesto, la polémica. Una polémica alenta-
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da por los mismos autores del artículo, no sólo por la intencionada
elección de la palabra “creación”, como dijimos antes, sino también
desde su último párrafo, en el que anticipan que su trabajo seguirá
planteando cuestiones filosóficas con implicaciones éticas y sociales, y animan a la discusión. La cuestión central es, ¿hasta qué punto
el artículo describe un caso de creación de vida? Aportemos elementos para el debate.
Un primer nivel de discusión es que el título del artículo, en
concreto su primera parte, “Creation of a bacterial cell” no es correcto,
puesto que los investigadores no han creado una célula ex novo,
sino que han insertado un genoma artificial en una célula “natural”
preexistente, desprovista de dicho genoma. Pero también puede
replicarse a esto que a medida que la bacteria se reproduce, sus
componentes originales “naturales” serán sustituidos por componentes (proteínas, lípidos, etc.) cuya síntesis está dirigida por el
genoma sintético, y que por tanto no tendrían un origen “natural”.
La contrarréplica se basaría en afirmar que en ningún momento se
produce “creación” de los elementos de la célula, sino sólo su renovación. Es evidente que un genoma por sí sólo no puede “crear” los
elementos de una célula partiendo tan sólo de moléculas sencillas
(aminoácidos, monosacáridos, ácidos grasos), sino sólo garantizar la
perpetuación de la maquinaria responsable de renovar los componentes celulares complejos que preexisten en la célula. La discusión
podría seguir, pero lo que se pone de manifiesto una vez más en
este debate es cómo el “genoma-centrismo” condiciona nuestra
visión de la Biología. Seguimos tentados de pensar que la vida es el
simple resultado de la traducción de instrucciones genéticas codificadas, sin tener en cuenta el contexto celular en el que dicho código
se interpreta, y que muchas veces (por ejemplo durante las primeras
etapas del desarrollo) desempeña funciones esenciales. La música,
por utilizar una alegoría, no es sólo una partitura de papel, ni una
serie de surcos en un disco de vinilo, ni una miríada de pequeños
orificios sobre la superficie plástica de un CD. La música no está en
el código en el que se transcribe, ni en ninguna de las partes del
reproductor del CD que lo traduce, ni siquiera en la vibración de las
moléculas del aire comprendidas entre el altavoz y nuestro tímpano.
La música es una representación que ocurre en nuestra mente, y
que depende de todos los elementos citados y de otros más, algunos de ellos localizados en el ámbito de nuestra cultura colectiva y
nuestra experiencia personal. Imaginemos que mandamos al espacio un CD con las baladas de Chopin. Una especie de extraterrestres
inteligentes que recuperaran el CD carecería por supuesto de un
reproductor de CDs, tal vez no exista en su mundo un gas que permita la propagación de sonidos, es más que probable que no tengan oídos ni cultura musical. A pesar de tener todas las instrucciones codificadas necesarias... ¿qué probabilidad hay de que llegasen
a conocer y a valorar la música del genial compositor polaco?
Lo que acabamos de decir podría interpretarse como que la vida
debe ser algo más que un conjunto de moléculas que interaccionan
entre sí de forma compleja de acuerdo con instrucciones codificadas
en el DNA. Esta postura, denominada frecuentemente como “vitalismo” tiene una larga historia en el pensamiento occidental, como
después comentaremos. Y sin embargo, lo que planteamos es exactamente lo contrario. Nuestra propuesta para la reflexión es que si
los experimentos de Craig Venter y su grupo han generado polémica es porque a pesar de nuestra formación científica, a pesar de un
reduccionismo metodológico que nos permite abordar el estudio
de la vida centrándonos en procesos moleculares, seguimos contru-
Septiembre-Octubre 2010
yendo en nuestra mente una representación de la vida que todavía
contiene elementos vitalistas de origen cultural.
Vamos a proponer un experimento mental que ilustre este punto. Imaginemos que nuestra tecnología llega a un punto en el que
somos capaces de construir pequeños autómatas capaces de obtener su energía del sol mediante células fotoeléctricas. Imaginemos
que dichos autómatas, siguiendo las instrucciones contenidas en su
software, son capaces de desplazarse para recolectar elementos
minerales de su medio, y procesarlos químicamente en su interior
para reconstruir sus partes dañadas o desgastadas. Es más, sigamos
imaginando que dichos procesos reparativos llegan a tal refinamiento que los autómatas son capaces de construir pequeñas réplicas de sí mismos, a las que dotan con una copia de su software.
Supongamos que hemos previsto que el software genere de forma
aleatoria pequeños cambios que lleven a modificaciones en los
mecanismos de los autómatas, lo que les lleva a una diversificación
evolutiva. Finalmente los autómatas obtienen energía y procesan
elementos químicos para construir sus cuerpos, se reproducen y
evolucionan. ¿Estaremos dispuestos a aceptarlos como seres vivos?
Estoy convencido de que muchos lectores de Encuentros en la Biología responderán negativamente. ¿Por qué? Porque no se trata de
vida basada en el carbono, dirán unos. Porque se trata de objetos,
no de seres vivos, por más que imiten procesos de dichos seres,
argüirán otros. Porque les falta la auténtica vida, pensarán casi todos... En resumen, porque carecen de algo esencial para poder ser
considerados seres vivos.
Creo que este experimento mental pone de manifiesto dónde
está el punto clave del debate. Aristóteles, en su estudio de las causas de los seres vivos, llegó a la conclusión de que dichos seres estaban animados, es decir, provistos de un ánima o alma que él no
interpretaba ni como lo hacía Platón (un espíritu inmortal) ni como
luego hicieron los cristianos, reservando la posesión de un alma
inmortal para los humanos. El alma, para Aristóteles, era la fuerza
vital, el impulso que animaba a todos los seres vivos y los distinguía
de los seres no vivos. Esta idea aristotélica de alma puede señalarse
como el origen del pensamiento vitalista. Distintos tipos de ánima
(vegetativa, sensitiva, racional) explicarían para Aristóteles las diferentes propiedades de los seres vivos (crecimiento y reproducción,
capacidad de percibir sensaciones, capacidad de razonar). El argumento es tan potente que se impuso a las visiones puramente mecanicistas de Demócrito o Epicuro, y alimentó a los epigeneticistas
de los siglos XVII y XVIII en su debate con los preformacionistas. Los
primeros insistían en la existencia de fuerzas organizativas en el
desarrollo embrionario, impulsos vitales dando forma a la materia,
mientras que los segundos concebían a los organismos como minúsculos mecanismos de relojería que en ausencia de toda fuerza
formativa, lógicamente, deberían estar preformados desde el principio de los tiempos. El preformacionismo quedó experimentalmente refutado en la segunda mitad del XVIII, pero el enfoque experimental de la Fisiología a lo largo del siglo XIX no consiguió aportar
la menor evidencia acerca de la naturaleza o esencia de la fuerza
vital que defendían los vitalistas. Al contrario, los golpes al vitalismo
se fueron sucediendo implacablemente desde finales del XVIII. Primero fue la refutación del flogisto, un supuesto fluido impalpable y
energético contenido en la materia orgánica. Lavoisier demostró
que la combustión de dicha materia era un fenómeno químico, que
excluía la existencia del flogisto. Friedrich Wöhler (1800-1882) sintetizó en 1828 la urea, el primer caso en el que una sustancia orgánica
era producida con medios químicos. En una carta a Berzelius,
Wöhler confesaba que había sido testigo de una gran tragedia de la
ciencia, “la muerte de una bella hipotesis por un hecho feo”, es decir, la
constatación de que lo orgánico no necesitaba de ninguna fuerza
especial para su síntesis. Por su parte, uno de los más grandes fisiólogos de la época, Justus von Liebig, escribía en 1837: “La extraordinaria y hasta cierto punto inexplicable producción de urea sin la asistencia de funciones vitales por la cual nos encontramos en deuda con
Wöhler, debe ser considerada uno de los descubrimientos con los cuales
ha comenzado una nueva era en ciencia”.
Otro golpe fatal al vitalismo fue el asestado por Eduard
Büchner (1860-1917), quien demostró en 1897 que la fermentación
alcohólica, un proceso fisiológico realizado por levaduras vivas,
podía realizarse a partir de extractos de las mismas levaduras. La
“vida”, por tanto, no era un requisito para la ejecución de un proceso
fisiológico, es decir “vital”. Buchner recibió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1907 por su descubrimiento. Diez años después
murió en la Primera Guerra Mundial, mientras servía en un hospital
de campaña.
El último rastro de un vitalismo “científico” se localiza en el campo de la Embriología. Hans Driesch (1867-1941) realizó a finales del
XIX unos célebres experimentos con embriones de erizos de mar,
separando partes de los mismos, a pesar de lo cual se formaban
erizos completos. Según Driesch, esto demostraba la naturaleza
epigenética del desarrollo, la existencia de fuerzas formativas que
eran capaces de actuar sobre la materia celular imprimiéndole forma. Estos resultados le influyeron hasta tal punto que Driesch abandonó la embriología y se dedicó a la Filosofía Natural, defendiendo
posturas vitalistas sobre bases científicas. Fue preciso que transcurriera casi un siglo para poder explicar en términos no epigeneticistas, sobre bases puramente moleculares, la naturaleza regulativa del
desarrollo. De hecho, los avances de la Biología del siglo XX y lo que
llevamos del XXI han permitido explicar multitud de fenómenos
vitales en términos de interacciones moleculares complejas, sin
recurrir a fuerzas o impulsos vitales.
Y a pesar de todos estos avances en la dirección contraria del
vitalismo, nos cuesta trabajo conceder el estatus de seres vivos a los
autómatas de nuestro experimento mental, probablemente porque
todavía mantenemos en nuestra representación de la vida la impronta histórica del vitalismo, la asunción, carente de toda evidencia
empírica, de que la vida se caracteriza por una esencia irreductible,
no explicable por las moléculas (esto es, por la materia) y sus interacciones. Si fuéramos capaces de sacudirnos esta representación
probablemente apreciaremos el trabajo de Craig Venter y su equipo
en su justa medida. Es técnicamente complejo y es científicamente
admirable, pero también es esperable, que sustituir una molécula
de DNA por su equivalente sintético permita a una célula sobrevivir
y reproducirse. Será aún más complejo y admirable, pero también
técnicamente factible, sintetizar otros componentes moleculares de
una célula viva y sustituirlos por sus equivalentes “naturales”. Es
cuestión de tiempo y de inversiones, pero no de imposibilidades
técnicas.
Es probable que cada uno tenga ya una respuesta a la pregunta
que encabeza este artículo. La mía es que de momento Craig Venter
no ha creado la vida, sino que ha demostrado, exactamente igual
que hicieron en su momento Wöhler o Büchner, que no existen
fronteras esenciales entre lo vivo y lo no vivo. Mi respuesta es que
algún día sí será posible “crear” un ser vivo, esto es, sintetizar sus
componentes y ensamblarlos de forma que funcionen. Pero siempre
será imposible crear “vida”, mientras entendamos por tal cosa la
representación, impregnada de vitalismo, que nos hacemos de los
procesos que animan a los seres vivos.
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