¿La fe ayuda a disfrutar de la vida?

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Cuestión 4
¿La fe ayuda a disfrutar de la vida?
(por Alfonso Aguiló)
(Tomado de www.interrogantes.net)
Afortunadamente, Dios no es kantiano
—Pero si el hombre hace el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o para conseguir el premio
del cielo, o para encontrar un consuelo divino en la tierra..., ¿no está entonces actuando de forma egoísta?
La moral exige cierta abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el fin que se busca. Desear el
propio bien, y esperar gozar de él en el futuro, no tiene por qué ser egoísmo.
Si Dios fuese kantiano —decía C. S. Lewis—, y por tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a Él
impulsados por los más puros y mejores motivos, entonces nadie podría salvarse. Kant pensaba que
ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley
moral, es decir, sin contar para nada con el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra.
Y, ciertamente, a veces la opinión popular parece estar de parte de Kant. Parece como si perdiera
valor la actuación de una persona que hace lo que le gusta hacer. Las mismas palabras “pero a él le gusta
hacerlo” suelen indicar “y por tanto no tiene mérito”. Sin embargo, frente a Kant se alza la verdad
subrayada por Aristóteles: “cuanto más virtuoso se vuelve el hombre, tanto más disfruta de los actos de
virtud”.
Afortunadamente, Dios no es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el miedo al
castigo no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos de recompensas. Unas pueden ser
adecuadas a determinada acción, y otras no. El dinero, por ejemplo, no es recompensa natural para el
amor, y por eso llamaríamos mercenario al hombre que se casara por dinero. En cambio, el matrimonio
parece un premio apropiado para quien ama verdaderamente a una persona, y no llamaríamos mercenario
a un enamorado por desear conquistar a su pareja y llegar a casarse. Una recompensa apropiada y
conveniente a una acción, no tiene por qué envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación.
El atractivo del bien
—De acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de su boda, y en cambio los
hombres no siempre anhelan hacer el bien.
En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil
sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante
la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia.
No hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.
Pero es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. En muchos ocasiones,
simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien.
Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un
buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la
cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico o una chica empiezan a estudiar la tabla periódica de
elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas leyes
físicas o matemáticas, o han de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, esos chicos no
siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O,
por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente
casarse con el objeto de sus amores.
Algunos de esos chicos —no demasiados— estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese
lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas,
agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y
es cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos. Pero no conviene ser utópicos. Ya irán
descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su
necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá
indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va
teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y
agradecerán por sí misma.
Los educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por aprender,
haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando. Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en
un premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación.
Y algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo
está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos
falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de
hacer el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No
es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende de
nuestra capacidad de descubrir el bien y de decidirnos por él.
¿Qué tipo de persona quiero ser?
Cuando alguien se plantea qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se enfrenta a cuestiones
importantes.
Su acierto en el vivir estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No basta con pensar un poco en
ellas, pues muchas personas fracasan en su vida —escribió Santo Tomás Moro— no por haberse negado a
pensar en esas cuestiones, sino por haber pensado poco en ellas.
—Entonces, ¿hay que estar planteándose continuamente cómo debemos ser?
Continuamente quizá no, porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de modo
habitual esas preguntas sobre el sentido de nuestra vida, o si escondemos zonas de nuestra vida a la luz de
esas cuestiones fundamentales, estaríamos acotando en nosotros una especie de área de autoengaño.
—Pero aunque pienses en eso, no es fácil aclararse en lo que debes hacer.
A veces puede haber dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el bien y el mal acabe
apareciendo con claridad para quien busca con rectitud. No se trata, como es lógico, de dividir la
humanidad entre santos y demonios: la cuestión es dejarse guiar o no por la honestidad. Además, también
se aprende de los errores.
—Pero hay una fuerte presión del ambiente, y a veces casi parece que ser bueno equivale a ser
tonto.
A veces puede parecerlo, y efectivamente la presión del ambiente tiene mucha fuerza. Ya lo decía
Chesterton: “¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos del conformismo...; y tan duro,
en cambio, atreverse a ser lo que se es, y a creer lo que se cree, por la fidelidad a nuestra propia alma...!”.
Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia él.
El mal en sí es algo negativo, y no puede, por tanto, ejercer atracción ninguna sobre el hombre. Lo que
sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos
atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la inteligencia, pues, al
fin y al cabo, la manera más inteligente de utilizar la inteligencia es ser éticamente bueno.
Tenemos el mal pegado al cuerpo, y la lucha contra él no es nada sencilla. Por eso no debemos
menospreciar ninguna ayuda. Y la de Dios es importante.
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