FEBRERO 2013 ¿LA FE AYUDA A DISFRUTAR DE LA VIDA? Si el hombre hace el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o para conseguir el premio del Cielo, o para encontrar un consuelo divino en la tierra..., ¿no está entonces actuando de forma egoísta? La moral exige cierta abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el fin que se busca. Desear el propio bien, y esperar gozar de él en el futuro, no tiene por qué ser egoísmo. AFORTUNADAMENTE, DIOS NO ES KANTIANO Si Dios fuese kantiano –decía C. S. Lewis–, y por tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a Él impulsados por los más puros y mejores motivos, entonces nadie podría salvarse. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley moral, es decir, sin contar para nada con el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra. Y, ciertamente, a veces la opinión popular parece estar de parte de Kant. Parece como si perdiera valor la actuación de una persona que hace lo que le gusta hacer. Las mismas palabras pero a él le gusta hacerlo suelen indicar y por tanto no tiene mérito. Sin embargo, frente a Kant se alza la verdad subrayada por Aristóteles: Cuanto más virtuoso se vuelve el hombre, tanto más disfruta de los actos de virtud. Afortunadamente, Dios no es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el miedo al castigo no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos de recompensas. Unas pueden ser adecuadas a determinada acción y otras no. El dinero, por ejemplo, no es recompensa natural para el amor, y por eso llamaríamos mercenario al hombre que se casara por dinero. En cambio, el matrimonio parece un premio apropiado para quien ama verdaderamente a una persona, y no llamaríamos mercenario a un enamorado por desear conquistar a su pareja y llegar a casarse. Una recompensa apropiada y conveniente a una acción, no tiene por qué envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación. EL ATRACTIVO DEL BIEN De acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de su boda y, en cambio, los hombres no siempre anhelan hacer el bien. En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que, incluso, puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia. No hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos crímenes y desatinos. Pero es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. Y muchas veces, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien. Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que sólo quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico empieza a estudiar la tabla periódica de elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o ha de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, ese chico, o esa chica, no siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores. Algunos de esos chicos –no demasiados– estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes más altos, pero no conviene ser utópicos, ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma. Los educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando. Motivar a los alumnos hacién- doles pensar en un premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación. guntas sobre el sentido de nuestra vida, o si escondemos zonas de nuestra vida a la luz de esas cuestiones fundamentales, estaríamos acotando en nosotros una especie de área de autoengaño. ¿QUÉ TIPO DE PERSONA QUIERO SER? Algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende radicalmente de nuestra capacidad de descubrir el bien y decidirnos por él. —Pero aunque pienses en eso, no es fácil aclararse con qué debes hacer. A veces puede haber dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el bien y el mal acabe apareciendo con claridad para quien busca con rectitud. No se trata, como es lógico, de dividir la humanidad entre santos y demonios; la cuestión es dejarse guiar o no por la honestidad. Además, también se aprende de los errores. Cuando alguien se plantea qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se enfrenta a cuestiones importantes. Su acierto en el vivir estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No basta con pensar un poco en ellas, pues muchas personas fracasan en su vida, escribió Tomás Moro, no por haberse negado a pensar en esas cuestiones, sino por haber pensado poco en ellas. —Entonces, ¿hay que estar planteándose continuamente cómo se debe ser? Continuamente quizá no, porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de modo habitual esas pre- —Pero hay una fuerte presión del ambiente, y a veces casi parece que ser bueno equivale a ser tonto. A veces puede parecerlo, y efectivamente la presión del ambiente tiene mucha fuerza. Ya lo decía Chesterton: ¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos del conformismo...; y tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es, y a creer lo que se cree, por la fidelidad a nuestra propia alma...! Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia él. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la inteligencia, como ha escrito José Antonio Marina: La manera más inteligente de utilizar la inteligencia es ser éticamente bueno. ¿CAMINAR SOBRE EL AGUA? Ha escrito un pensador español que quien en aras de la libertad pretendiera caminar sobre las aguas, sólo conseguiría ahogarse. Y si esto sucede en el orden físico, algo parecido ocurre en el orden moral. Es verdad que los efectos de transgredir las leyes morales no suelen ser tan patentes como ir en contra de las leyes físicas, pero no por eso las consecuencias son menos destructoras. Transgredir las leyes físicas, como, por ejemplo, al pretender caminar sobre las aguas, acarrea unas consecuencias fácilmente comprobables. Pero el hecho de que sean más fácilmente comprobables no implica que por eso sean más ciertas, simplemente, son más fáciles de entender. Es cierto que somos libres. Somos libres de tirarnos volando desde un tercer piso. Somos libres de intentar caminar por el agua. Pero eso no significa que sea lo más sensato, porque no tenemos alas ni aletas. Somos libres para caminar desnudos por el polo norte, pero no es lo más aconsejable si la naturaleza no nos ha dado una protección térmica como la de la foca o el pingüino. Necesitamos de nuestra libertad, pero debemos contar siempre, además, con la realidad de nuestra naturaleza. Si no, podremos demostrar que somos muy libres, pero no habremos demostrado mucha sensatez. —Pero no todo el mundo coincide en cuáles son las exigencias morales de la naturaleza del hombre. Todo ser humano tiene un conocimiento íntimo, natural, de la ley moral, con los consiguientes deberes para con uno mismo, con los demás y con la propia naturaleza. Otra cuestión es que podamos engañarnos al percibirlo o al llevarlo a la práctica. ¿AGUAFIESTAS DE LA VIDA? Hay personas que creen, como dice aquel dicho popular, que todo lo que nos gusta está prohibido o engorda. Piensan que la virtud, o la religión, son realidades que vienen a aguarles la fiesta de la vida. Las ven como una ingrata secuencia de restricciones, obligaciones y renuncias. Sólo se fijan en el lado antipático que siempre presenta cualquier esfuerzo, y no advierten el lado atractivo de la virtud, su rostro amable, su efecto liberador. Solamente haciendo el bien se puede realmente ser feliz, decía Aristóteles. Todo lo que Dios exige, nos lo exige precisamente porque es lo que más nos conviene. Dios no ha señalado una serie de exigencias morales con el sencillo objeto de fastidiarnos. Sería un error asociar la voluntad de Dios, o el premio en el más allá, a una supuesta resignación a la infelicidad en esta tierra. Si la vida es un don de Dios, y la felicidad eterna es su destino, tiene razón Aristóteles cuando dice que la felicidad está unida a cumplir ese designio divino. Alfonso Aguiló