Nacer de nuevo

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mentalidad nueva
Nacer de nuevo
Pensamientos 118 - mayo de 2013
Nacer de nuevo
Quien ha hecho la experiencia salvífica del nuevo nacimiento
al Reino de los cielos sabe que ha dado un paso decisivo, que
se ha liberado de todo lo que le rodea y de sí mismo, y que vive
centrado en la vida divina de la Santísima Trinidad.
Entonces sí que se anuncia con valentía la palabra de Dios, es
decir: se da testimonio de la presencia de Dios en la comunidad
de fe y en la propia persona.
Quien nazca de nuevo no probará la muerte, a pesar de sentir
en la propia carne el aguijón de la propia debilidad.
fundador del Seminario del Pueblo de Dios
GLOSA
Seguro que Nicodemo, al acercarse en plena noche a Jesús, no se esperaba las palabras que escuchó de sus labios: «El que no nazca de nuevo
no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Y luego: «El que no nazca de agua
y Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (v. 5). Estas afirmaciones
del Señor dejan sorprendido y pensativo al anciano fariseo, porque el
nue­vo nacimiento que Jesús pide le parece algo imposible, inalcanzable:
«¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo?» (v. 4).
Probablemente, también a nosotros nos puede desconcertar el
plan­teamiento del Maestro, pero sabemos que se trata de una vivencia
fundamental de la vida cristiana. Por ello Casanovas nos dice: Quien ha
he­cho la experiencia salvífica del nuevo nacimiento al Reino de los cielos sabe
que ha dado un paso decisivo.
Jesucristo quiere hacer entender a Nicodemo, y a todo aquel que
quiera seguirle, que para captar realmente quién es Él hay que estar
dis­puesto a acoger una novedad de vida radical que sólo Dios puede
dar (cf. Lc 5,36-38). Es decir, hay que recibir la fe como un don del Cielo,
que nos pide dejar el pasado y adentrarnos en un futuro guiado por la
ini­ciativa del Espíritu Santo.
Benedicto XVI dice: «Afirmar “creo en Dios” nos impulsa a ponernos
en camino, a salir continuamente de nosotros mismos, justamente como
Abraham, para llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza
[...] de la presencia de Dios en la historia, también hoy, una presencia
que trae vida y salvación y nos abre a un futuro con Él en busca de una
plenitud de vida que nunca conocerá el fin» (Audiencia del miércoles 23
de enero de 2013).
Así pues, la fe auténtica lleva a una nueva existencia centrada, no
en el propio yo, sino en la presencia de Dios, que nos regala su misma
vida trinitaria, vivida en la humanidad de los creyentes que se aman en
Jesucristo. Por eso es absolutamente necesario un nuevo nacimiento,
pa­ra liberarnos de lo que nos ata a la «carne» y no nos deja volar con el
im­pulso del Espíritu. En definitiva, es la conversión que nos pide Jesús
(cf. Mc 1,15), que significa un cambio de mentalidad de raíz y, al mismo
tiempo, un cambio de actitudes, que nos permitan acoger, como hijos
de Dios, la vida del Reino.
Ahora bien, nacer de Dios conlleva dejar los criterios y las actitudes
del hombre viejo, encerrado en sí mismo y en su mundo caduco, para
vivir abiertos a la novedad de su amor. Debemos morir, por tanto, de
todo lo que es terrenal, despojándonos del hombre viejo, con el fin de
revestirnos de la luz del hombre nuevo (cf. Col 3,5 ss), porque «todos los
que la recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen
en su nombre: los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni
de deseo de hombre sino que nacieron de Dios» (Jn 1,12-13).
El autor nos recuerda que quien nazca de nuevo no probará la muerte
(cf. Jn 8,52). En efecto, nacer de nuevo nos introduce en el misterio de la
Pascua de Jesús: morimos en Él para resucitar en Él, y de esta manera se
nos libera de la ley del pecado y de la muerte que atenazaba nuestra vida;
recibimos así, a manos llenas, las primicias del Espíritu (cf. Rm 8,2). En esta
nueva existencia el pecado, la debilidad y los límites de la historia ya no
tienen la última palabra sobre nosotros; ya no pueden someternos una
y otra vez a la vida caduca y finita, abocada a la muerte del alma. Ahora,
nacidos del Espíritu de Pentecostés, llevamos sus mismas arras, que son
las promesas de Dios: porque allí donde abundó el pecado sobreabundó
aún más la gracia (cf. Rm 5,20). La debilidad y las limitaciones nos ayudan
a ser humildes y pacientes con los demás y con nosotros mismos, y los
propios pecados, que queremos confesar cada día, nos mueven a pedir
perdón y a perdonar con entrañas de misericordia, a los hermanos y a
aquellos que nos han ofendido.
Liberados así por el Señor y movidos por su Espíritu sentimos el im­pul­
so de llevar a todo el mundo el anuncio de la liberación que nos regala
el evangelio de Jesús: Entonces sí que se anuncia con valentía la palabra
de Dios, es decir: se da testimonio de la presencia de Dios en la comunidad
de fe y en la propia persona.
Josevi Forner
Seminario del Pueblo de Dios
C. Calàbria, 12 - 08015 Barcelona
Tel. 93 301 14 16
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