1. Verificaciones cotidianas Mario Carlos Zerbino Una verificación cotidiana, que no por cotidiana es menos dura, en tanto revela las condiciones de extrema crueldad en las que se desarrolla el oficio docente, permite que aquellos que trabajamos en el campo de la educación o en el de la salud nos encontremos con el dato cierto de que una parte considerable de los modos habituales de intervención existentes en las instituciones no están dando respuesta a las nuevas formas del malestar, en tanto son modos de intervención que siguen operando desde perspectivas teóricas que funcionan como si nada hubiera cambiado. En este sentido hemos encontrado que, más que de “fracaso escolar” o de “problemas de aprendizaje”, o bien, sumados a estos viejos problemas escolares, hoy debemos enfrentar los conflictos derivados de un triple problema: 1. Las fracturas en la transmisión cultural entre las generaciones, siendo la escuela uno de los ámbitos privilegiados para observar los efectos de esta fractura en el campo de la transmisión de conocimientos. 2. El despliegue (y la tendencia a la consolidación) de una “concepción carnicera de la filiación”1, como legado cultural activo y operante de la lógica del fascismo en el mundo occidental. 3. Y, ligada a la misma herencia mencionada antes, la consolidación de una nueva religión: el cientificismo, como degradación de un discurso científico cada vez más ligado a las políticas neoliberales y a la lógica del mercado. Estas tres cuestiones operan como obturadores de toda posibilidad de desplegar nuevos modos de abordaje, en tanto insisten en pensar que las respuestas que hay que buscar son de orden “técnico-científico”, entendiendo por “científico” todo aquello que vaya de la mano de la supresión del “sujeto” y de lo “subjetivo”. 1 Ver Pierre Legendre. El asesinato del cabo Lortie. Tratado sobre el padre. Siglo XXI. En este sentido, una de las consecuencias más significativas (y paradójicas) de los abordajes que se amparan en este paradigma es su búsqueda sistemática de lo que se llama “culpas objetivas”. Y uno de sus resultados más sorprendentes es la relación inversa entre inversiones en el desarrollo de recetas técnicas e incremento de las curvas de fracaso y de violencia. En este sentido, entonces, vale la pena recordar acá algo que señalaba el psicoanalista Jacques Lacan: “Lacan dice que nosotros, contemporáneos, vivimos en la civilización del odio, donde nadie asume la vivencia del odio. Se trata de un odio acéfalo, en el sentido de que hay todo tipo de catástrofes y, sin embargo, nunca hay responsables de nada, incluso se han creado teorías para disculpar a todo el mundo: por ejemplo afirmar que se deben a la estructura económica o social, lo que en política o en derecho se llama la culpa objetiva: la culpa objetiva irresponsabiliza y por eso ha hecho estragos en la ética contemporánea porque efectivamente nadie es responsable de nada”. Ahora bien, situados en este campo, uno de los modos de intervención fundamental que se sigue de esta lógica es el que opera de acuerdo con la tendencia a acentuar las diversas formas de fragmentación social, como paso previo a la consolidación de lo que hemos denominado procesos segregativos. 2 ¿De qué modo opera esto? Uno de los modos privilegiados es el agrupamiento de “casos” de acuerdo a la clase de “desviación objetivamente detectada”, para posibilitar, luego, algún tipo de tratamiento. Esto, si se quiere, en el mejor estilo de lo que se conoce como “racionalidad instrumental”. Por supuesto, todo bajo el paraguas del viejo paradigma de la “rehabilitación” que, y no está de más decirlo enfáticamente, es un paradigma francamente decadente y ya “caído en desgracia” en casi todo el mundo, aunque sobrevivan restos de él por todas partes. 2 En la mayor parte de los casos en contra de la voluntad y de las creencias mismas de los que las proponen, que generalmente lo hacen desde perspectivas ligadas a la voluntad de “hacer el bien”. Este modo de “abordaje” produce efectos tragicómicos, tales como la proliferación de programas y posgrados de “especialización en violencia familiar”, la formación de verdaderos ejércitos de “expertos y especialistas en violencia escolar”, o en “fracaso escolar”. La organización de “servicios de adicciones y toxicomanías” o de “ayuda al suicida”, etcétera.3 Sin cuestionar el trabajo abnegado y muchas veces altamente eficiente de cientos de profesionales que trabajan en la mayoría de ellos, no podemos menos que llamar la atención acerca de que estos modos de abordaje, inspirados en los modelos de “especialización” y de separación por “Facultades”, “disciplinas” y “subdisciplinas”, y sostenidos desde concepciones sustancialistas, llevan a la multiplicación indefinida de proyectos, programas, servicios, organizados en función de cada uno de los rasgos de goce que podríamos imaginar hacia el infinito, consolidando la tendencia al despedazamiento y a la fragmentación subjetiva.4 En pleno despliegue de los nuevos procesos segregativos que caracterizan nuestra época, consideramos que es necesario diseñar dispositivos y modos de intervención que en lugar de centrarse en los individuos, en los casos y en las familias, se centren en las situaciones, y sobre todo en las situaciones institucionales en los que estos casos, estos individuos y estas familias devienen un “problema”. Esto no significa, de ningún modo, abandonar los abordajes “individuales”, sino todo lo contrario: se trata de insistir en el carácter singular e irreductible de cada modalidad de goce, rechazando las políticas de segregación que convierten a determinadas modalidades sintomáticas en patológicas, mientras sostienen a otras como modelos hegemónicos de la virtud y del bien. 5 3 Un paciente, viejo concurrente a toda clase de grupos de autoayuda existente en Buenos Aires y lector sistemático de esta clase de literatura, con varios intentos de suicidio encima, me comentaba alguna vez que uno de los consejos principales que le dieron en un programa de especialización en suicidios era que “había que vivir cada día como si fuera el último”. Otro paciente me contaba que en otro programa similar (de “ayuda al suicida”), le aconsejaron ver una película en la que la protagonista tenía un “intento fallido de suicidio que le fracasaba”. 4 Un padre, que venía por primera vez a verme con su hija de 15 años, solicitando tratamiento para ella, lo primero que me responde, cuando le pregunto su nombre es: “Yo soy alcohólico”. Insisto en preguntarle el nombre y me dice, antes de responder mi pregunta: “Sí, pero soy alcohólico”. Cuando le pregunto a la hija su nombre, en la misma entrevista, me responde: “Y yo soy anoréxica”. 5 El denominado “Caso del padre Grassi” es especialmente interesante en este sentido, en tanto el mismo personaje que le arrancaba el cuero cabelludo a sus hijos estaba habilitado socialmente para hacerse cargo de Pero tampoco significa que de lo que se trata es de sostener como normalidad la fragmentación y la disgregación del lazo social, desde discursos presuntamente “tolerantes con la diferencia”, y que, en verdad, no hacen más que impulsar el agrupamiento segregativo de los diversos núcleos humanos en función de cada rasgo de goce (como una de las formas encubiertas de las nuevas formas del racismo posmoderno), colaborando activamente, de modo voluntario o involuntario, y muchas veces con las mejores intenciones, en la proliferación de nuevos ghettos. Consideramos que se trata, en todo caso, de sostener simultáneamente el derecho a la singularidad y la convicción de que la complejidad de las nuevas situaciones tiene un tratamiento posible y deseable dentro del lazo social, y desde instituciones que puedan sostenerse a partir de la existencia misma de la diferencia, como motor de su funcionamiento. Pensar el fracaso escolar y la violencia, junto con otros síntomas contemporáneos, como algunos de los resultados principales de los nuevos procesos segregativos que tienen efectos sobre la subjetividad de la época, y frente a los cuales hay que desplegar nuevos dispositivos, nos lleva a proponer un perfil formativo diferente para todos aquellos que trabajan en el campo de la educación y de la salud. Este perfil diferente tiene que constituirse a partir de una ruptura: Es indispensable romper con la separación entre los que piensan y los que ejecutan los diseños pensados por otros: este es un primer movimiento de subjetivación sin el cual las mejores políticas y las mejores intenciones están condenadas a fracasar. Estamos haciendo referencia a una orientación de trabajo y a la construcción de una serie de dispositivos de intervención, que intentan articular las siguientes cuestiones: 1. La necesidad imperiosa de construir instancias de trabajo efectivamente colectivo, como uno de los nombres de la ampliación sostenida de la democracia. más de seis mil chicos, ocupando un lugar de responsabilidad central dentro de la institución, más allá de discutir las prácticas del mismísimo “padre” Grassi. 2. La reformulación de los modos de transmitir cultura y de establecer vínculos entre las generaciones. 3. La superación de la serie de oposiciones antagónicas establecidas a partir de la separación entre tareas de ejecución técnica y tareas de elaboración teórico-conceptual. 4. La combinación de orientaciones de trabajo centralizadas, articuladas y coherentes, con la necesidad de un amplio grado de autonomía local para resolver de manera ágil, creativa y singular los problemas que cotidianamente se presentan en un colectivo de trabajo. Hay una serie de rasgos que son centrales para pasar desde aquellas viejas políticas localizadas en intervenciones de “rehabilitación” y centradas sobre “casos” considerados como “desviantes”, hacia políticas centradas en la complejidad de cada situación, partiendo de los fragmentos (esto quiere decir, partiendo no de lo que debería haber y no hay, y de la queja alrededor de lo que no está, sino de lo que efectivamente existe, aún cuando sean fragmentos, para transformarlos en situaciones). Estas referencias o rasgos que deben tener estas políticas y estos dispositivos de intervención, que vamos a agrupar en tres ejes, son especialmente indispensables para todos aquellos que trabajamos en zonas o en situaciones de alta complejidad: 1. El carácter de dispositivo en red que organiza su funcionamiento, estableciendo puntos de ruptura y de cruce entre las viejas fronteras inter e intrainstitucionales, inter e intradisiciplinarias, en aquellas situaciones cuya complejidad exija la necesidad de este cruce (como por ejemplo: salud-educación, psicoanálisis-antropología-teoría social, universidad-sistema escolar, etcétera). 2. La interpelación sistemática de las políticas “macro”, ubicando sus respuestas en el lugar y el momento mismo donde lo “macro” muestra sus fracturas, sus insuficiencias, sus ineficacias y sus impotencias. Es decir, construcción de coordenadas espacio-temporales diferentes de las que organizan la vida cotidiana en las grandes instituciones que surgieron con la Modernidad, la escuela y el hospital entre ellas. 3. Producción de abordajes desarticuladores del discurso cínico que caracteriza a nuestra época, y que ha adquirido un carácter prácticamente hegemónico en la vida institucional contemporánea. Este abordaje imposibilita el ejercicio del “como sí”, característico del discurso cínico, poniendo en cuestión, simultáneamente, tanto la cultura del simulacro como la cultura de la queja, que es su partenaire inseparable. E instaura la necesidad de producir subjetividad ahí donde antes sólo se producían “planillas”, “memos”, “circulares”, y, en particular, “actuaciones”... Según Celio García, uno de los imperativos de la clínica de lo social es su apuesta sistemática por la producción de subjetividad: “es necesario evaluar lo que un sujeto puede y lo que de tal poder él tiene capacidad de querer. Es necesario no doblegarse, en nombre de la impotencia de la voluntad, sobre la posibilidad de lo posible. El enemigo de la clínica de lo social sería la idea del pobre hombre, de la víctima que ha de ser mantenida bajo protección del sistema”. 6 Cuando ocurren catástrofes, inundaciones, terremotos, huracanes, lo mínimo esperable de las instituciones y de las personas que han sido afectadas en menor medida por ellas es que modifiquen sus rutinas habituales, para intervenir, de algún modo, solidariamente, en aquellos lugares que han sido afectados. En general, lo esperable de estas intervenciones es que deberían realizarse de modo tal que las situaciones críticas encuentren alguna solución en el menor tiempo posible, o, al menos, que permitan algún tipo de tratamiento, como uno de los modos de reducir el dolor y de intentar restablecer, con la mayor rapidez y con la mayor eficacia posibles, condiciones mínimas para seguir viviendo dignamente. En estas situaciones a nadie, sensatamente, se le ocurriría quedarse sentado en su propia casa o en su propia institución, esperando cómodamente que aquellos que 6 “Clínica de lo social - salud, sujeto-ciudadano”, Celio García, en Cuaderno de Pedagogía Rosario, Año III, Nº 6, Octubre de 1999. fueron afectados por una explosión estremecedora, un incendio o un terremoto acudan ordenadamente a pedirnos asistencia. En nuestro país, afortunadamente, no está ocurriendo nada de esto. Sin embargo, somos contemporáneos de un proceso sistemático de devastación social, económica, política e institucional: indudablemente uno de los más graves de nuestra historia. No se trata simplemente de una “crisis”, especie de eufemismo con el que se intenta ocultar los rastros de las responsabilidades personales, políticas e institucionales en aquello que nos ocurre. Y tampoco se trata de algo que empezó ayer. Esta “catástrofe” no es natural y esto hace una diferencia importante. A pesar de los intentos de mostrarla como una especie de desgracia de la que nadie es responsable (o de la que todos somos responsables, con lo que estamos en lo mismo), tiene responsables históricos claramente identificables. En estas condiciones, del mismo modo que cuando ocurren catástrofes naturales, no sería sensato seguir con nuestras rutinas profesionales como si nada hubiera ocurrido, esperando que aquellos que más padecen sus efectos lleguen hasta nosotros para que les demos algún tipo de asistencia. Indudablemente, se podría decir que la diferencia radica en que en las catástrofes naturales los heridos y los muertos no pueden caminar para llegar por sus propios medios hasta los centros de atención dispuestos para el caso. Sin embargo, esta consideración reposa sobre una idea extremadamente ingenua acerca de la naturaleza de los nuevos procesos segregativos que padecemos. Y, sobre todo, se apoya en una idea extremadamente ingenua acerca de los efectos de devastación y de estrago generalizado que estos procesos producen sobre la subjetividad humana. Estos efectos no pueden ni deben ser reducidos a aquellos problemas estructurales vinculados a la pobreza, a la marginalidad y a la desocupación. También es necesario entender que los efectos mencionados no quedan reducidos a una pequeña zona geográfica: su modo de distribución y de expansión obedece a una lógica diferente a la de la lógica geográfica. Los nuevos dispositivos que proponemos intervienen ahí donde ocurren los problemas, dando cuenta de las dimensiones sociales e institucionales del síntoma, y evitando la reducción habitual del problema a sus determinaciones meramente individuales. Se trata de generar una lógica de intervención que logre sortear las dificultades que surgen, en esta época y en este momento, de las intervenciones ordenadas, planificadas y centralizadas desde las instituciones macro, en tanto que son intervenciones que, por sus características, no logran operar con eficacia en situaciones críticas, en las que los tiempos y las urgencias son otros. Para que esta lógica opere es necesario diseñar e implementar estrategias nuevas para enfrentar dos problemas de larga data: el fracaso escolar y la desigualdad educativa, generada a partir de la existencia de profundas diferencias en los puntos de partida del proceso educativo que se ofrece a segmentos diferenciados de la población. Tradicionalmente, estos problemas han sido imputados o bien a factores sociales “extra-escolares” (origen de clase, diferencias en el capital cultural de la población, etc.), y en tanto tales han sido abordados desde una perspectiva sociológica o política; o bien a factores individuales (maduración, cociente intelectual, etc.), y en tanto tales han sido objeto de reflexión de la psicología o la psicopedagogía. Estos modos de enfocar el problema han obturado durante mucho tiempo la posibilidad de elaborar definiciones, construir explicaciones y diseñar nuevas estrategias de intervención. Además, estos nuevos diseños y estas nuevas estrategias no pueden ser pensados desde campos disciplinarios cercados y estancos que, para colmo de males, tienden a entrar en disputas interdisciplinarias entre ellos por presuntas hegemonías teóricas. Cuando desarrollamos prácticas educativas en situaciones de alta complejidad nos enfrentamos con la evidencia de lo imposible de su abordaje si no se lo efectúa desde dispositivos que vayan más allá de las instancias institucionales tradicionales que, con sus rutinas de trabajo sectorizado, desarticulado y jerárquico, demoran inevitablemente aquellas respuestas que deberían ser inmediatas. A modo de ejemplo, y en relación directa con los objetivos de esta propuesta, demorar seis meses el inicio de tratamiento psicológico o psicopedagógico de un niño por “falta de turnos” es un problema que no debería existir. La multiplicación masiva de problemas llamados “de conducta”, “de aprendizaje”, “de fracaso escolar”, y la consecuente derivación de estos “niños con problemas” a instituciones de salud para diversos tipos de tratamiento, ha llegado, a un punto crítico, tanto por su carácter masivo como por su ineficacia como forma de resolver los problemas presentados. La mayoría de los centros de salud y de los hospitales a los que estos niños son derivados atraviesan situaciones críticas y se encuentran desbordados por una cantidad cada vez mayor y más compleja de demandas impensables hasta hace poco tiempo atrás. A esto debemos sumarle las dificultades y las complicaciones que se producen, en muchos casos, por la desarticulación y el desencuentro entre las diversas instancias institucionales que habitualmente intervienen: hospitales, escuelas, familias, juzgados, defensorías, por nombrar solamente algunas de ellas. Simultáneamente es posible verificar que en general, y como ya se señaló, muchos de los dispositivos existentes no están dando respuesta a las nuevas formas del malestar, operando desde referencias teóricas y prácticas que funcionan como si nada hubiera cambiado. Este hecho es agravado por las escasas articulaciones con aquellos centros de investigación existentes en la Universidad de Buenos Aires, y en otras universidades nacionales, que tienen, como objetivo, la producción y la transferencia de nuevos conocimientos, junto con la formación de recursos humanos que puedan estar a la altura de la época. Es indispensable acortar de manera decidida las distancias existentes entre las instituciones que producen nuevos conocimientos sobre la situación actual (como por ejemplo las Universidades públicas) y los lugares donde los problemas ocurren. La responsabilidad por esta desarticulación y, sobre todo, por sus efectos, no puede seguir recayendo sobre las escuelas y los docentes. Pero esto recae sobre el docente (y sobre el sistema educativo en su conjunto) de diversos modos: incrementando los niveles de exigencia cotidianos, obligándolo a dar respuestas en campos y en situaciones críticas para las que no fue ni formado ni convocado originalmente, deteriorando notablemente sus condiciones de trabajo y desviándolo, de manera inevitable, de su trabajo educativo específico. Es sabido que existe una demora insostenible a la hora de comenzar a trabajar sobre los problemas que se presentan. Este trabajo que no se realiza, o que se realiza mal, con superposición de diagnósticos contradictorios y sobreabundancia de tiempos muertos en el ir y venir entre las diferentes instancias institucionales recae sobre el docente, incrementando su malestar e impidiendo situar con precisión las condiciones en que los problemas podrían tener algún tipo de tratamiento posible, más allá de la queja generalizada. De este modo hemos encontrado que, más que de “fracaso escolar” o de “problemas de aprendizaje”, o bien, sumados a estos viejos problemas escolares, hoy debemos enfrentar, como se señalaba antes, aquellos conflictos derivados de las fracturas en la transmisión cultural entre las generaciones, siendo la escuela uno de los ámbitos privilegiados para observar e intervenir sobre los efectos de esta fractura en el campo de la transmisión de conocimientos. Y sobre todo, más que de “problemas de conducta” a rectificar, situando al psicólogo, al psicopedagogo o al trabajador social en línea sucesoria con las viejas tecnologías disciplinarias o, lo que es peor aún, obligándolo a desarrollar una especia de ortopedia social tragicómica y desmedida, se trata de trabajar sobre las consecuencias psíquicas de la emergencia de nuevas formas de violencia y de segregación, que aparecen junto con dificultades significativas para la constitución de identidades, y con la ruptura de lazos sociales solidarios. Estos abordajes, estas nuevas respuestas que la época y las nuevas generaciones requieren de nosotros, no serán posibles sin poner en relación nuestras prácticas cotidianas con las transformaciones espaciales, temporales y subjetivas que están ocurriendo bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas.