Juan José Millás - Bibliotecas Públicas

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Biblioteca Jovellanos
Puerto de Vega
Ayuntamiento de Navia
Reseña Literaria de abril
Por Simón García López
JUAN JOSÉ MILLÁS:
LO QUE SÉ DE LOS HOMBRECILLOS
A Juan José Millás he tenido la
oportunidad y la suerte de haberle visto y
escuchado en tres ocasiones. Cada una
diferente y especial a su manera, y de ellas
guardo un recuerdo o percepción curiosa y
singular de su forma de ser, que de una u otra
forma siempre encuentro en sus novelas. De la
primera ocasión guardo el recuerdo de su
cercanía y sobre todo de su sentido del humor;
de la segunda, su aparente seriedad y su
capacidad de observación, y de la tercera…
La tercera fue un caso aparte.
Nos habíamos reunido un numeroso
grupo de personas para escucharle en el
Edificio Antiguo de la Universidad de Oviedo,
aquella en la que una solemne estatua de
Feijoo nos da la bienvenida a tan alto lugar de conocimiento, hoy en día entregado a
la celebración de casposos eventos “literarios” donde lo que menos importa es la
literatura y lo que más una autoadulación eterna de señores, dones, eminencias,
ilustrísimos, altísimos, etc., a los que tres pitos les importa el autor protagonista del
evento y mucho menos su obra. Allí pude ver con el paso del tiempo a
personalidades tan importantes como Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina o el
ya mencionado Juan José Millás. Teniendo en cuenta el contexto someramente
presentado, cabe destacar que una vez comenzado el acto, entre presentaciones de
señores, dones, eminencias, ilustrísimos y altísimos, se pierde tranquilamente una
media hora, tiempo más que suficiente para que los menos cultivados aprendan la
vida y obra del personaje en cuestión. Para los más observadores y avispados, esta
media hora representa una oportunidad irrepetible para conocer a través de los
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gestos la parte más oculta y nunca mostrada del carácter de un escritor. Sólo alguien
que haya estado allí sabe de lo que estoy hablando. Es algo único e indescriptible.
Cada uno de los tres reaccionó de manera muy diferente dejando entrever
ciertos y sutiles aspectos de su personalidad. Por ejemplo, durante la soporífera
introducción, Mario Vargas Llosa se mantuvo impertérrito, escuchando y aguantando
el tirón con un aplomo encomiable que ninguno de los que allí nos encontrábamos
pudimos imitar; Antonio Muñoz Molina, directamente, se mosqueó. Su cara era un
poema y la situación llegó al culmen del despropósito cuando el típico tonto a las
tres del público le hizo una pregunta personal acerca de su relación con su esposa,
la también escritora, Elvira Lindo. Su respuesta no dejó lugar a dudas respecto a su
malestar. Y por último, Millás o lo que es lo mismo, la pilla mirada de un niño velada
por el cinismo adquirido gracias a los años de un adulto inteligente y observador. Eso
fue Millás ese día. Una mirada que haciendo partícipe al auditorio fue capaz de
ridiculizar a todos los dones, señores, eminencias, ilutrísimos, altísimos, y demás
cantamañanas, sin que éstos, obnubilados o adormecidos por tanta retórica estúpida
se enterasen absolutamente de
nada. Así es Millás, un tipo
inteligente e irónico, sagaz y
observador, un creador que
hace honor a aquella regla
nunca escrita y que siempre se
debería de cumplir, de que para
escribir antes se ha de observar.
Lo que sé de los
hombrecillos es una muestra
clara de todo lo que es Millás, o
por lo menos, de todo aquello
que yo creo que es Millás. Es la
novela de una persona que
observa, piensa e imagina de
una manera ilimitada. Es la
novela del mundo que le rodea,
centímetro a centímetro, y que
explora cada recoveco de la
existencia humana, tanto física
como moralmente.
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Lo que sé de los hombrecillos es la historia de un profesor de universidad que
de buenas a primeras descubre que su mundo está poblado por unos pequeños
hombrecillos vestidos con trajes de ejecutivo. Un día, nuestro profesor se encuentra
con que esos mismos hombrecillos crean a partir de sus propios tejidos un pequeño
hombrecillo con el que estará unido en una particular simbiosis y que lo llevará hacia
una vorágine de nuevas tentaciones de las que le será difícil escapar.
Una de las cosas que desde el principio más me ha llamado la atención de la
novela es su capacidad de describir lo cotidiano introduciendo en ella la ficción de
una manera tan natural que ni te das cuenta de que lo que está diciendo es una
locura. Por ejemplo. El profesor se despierta y decide hacerse el desayuno: “Me dirigí
a la cocina, llené el agua del depósito de la cafetera tras asegurarme de que no
había ningún hombrecillo en su interior, coloqué el café en el receptáculo y la
encendí. Luego pelé dos plátanos, que partí en rodajas y que coloqué en un plato,
junto a dos rebanadas de melón también troceadas.”
Cuando en el colegio, y para mi desgracia también en la facultad, te obligaban
a hacer un análisis oracional, el sujeto era un parte concreta de la oración (si es que
estaba y no era elíptico, aunque si era elíptico estaba igual pero no, cosas de la
gramática) y el predicado otra. En este párrafo, se podría analizar en un juego propio
de la creación literaria qué es ficción y qué no. Pues bien, la ficción es la frase “tras
asegurarme de que no había ningún hombrecillo en su interior”. El resto bien podría
ser la descripción no literaria de la cotidianeidad de cualquier ser humano, la
realidad, pero el juego literario implica que por arte de magia, ese elemento que
Millás introduce de manera tan sutil, transforme todo el contexto en literatura. Esta
manera de narrar la historia se utiliza a lo largo de toda la obra. Otro ejemplo nos lo
encontramos mientras el profesor prepara un asado: “Al quedarme solo abrí el horno
para ver cómo iba el cordero, y aunque lo había revisado antes de encenderlo para
cerciorarme de que no había ningún hombrecillo en su interior, pensé con inquietud
en la posibilidad de que alguno hubiera podido caer en el asado, cuya base era de
patata y cebolla.”
En una de sus conferencias, Millás habló de la necesidad de renovar el
lenguaje literario. El lenguaje y las fórmulas se habían quedado obsoletas, demasiado
manidas y abogaba por la introducción de nuevos campos semánticos para
rejuvenecer la expresión y la creación. Por ejemplo los de la ciencia.
Desde siempre ha existido una especie de disputa o separación entre el
ámbito científico y el literario. Entre la gente de letras y la de ciencias. Incluso el
sistema impone que esto sea así. Puedes estudiar una cosa pero no las dos a la vez.
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Si eres de letras, letra y si eres de ciencias, ciencia. El sistema no contempla que a
una persona a la que le encanta la filosofía o la lengua, le pueda gustar la biología o
la química. Ese es uno de los múltiples fallos de nuestro sistema educativo del que
uno de los más flagrantes me parece aquel que obliga al profesorado a tener un
tanto por ciento (bastante elevado) de aprobados, independientemente de que el
alumnado lo merezca o no. Hay que aprobarlos y no se hable más. Todo por
estadística, para presentar en Europa. Si esto no se hace, la comunidad manda a un
inspector rápidamente a controlar a ese díscolo profesor. No importa que estudien o
no, que aprendan o no, que se desarrollen o no, lo que importa es el número al final
del curso. Así nos va.
Volviendo al tema, como Millás no entiende que ciencia y letras estén
separadas, se empeña en cada obra en incorporar el lenguaje científico. De esta
manera, campos semánticos propios de la biología o la astronomía inundan su
literatura.
Además Millás no se recrea en la expresión ni en la construcción de
complicadas estructuras oracionales. Utiliza un lenguaje adecuado y concreto. Se
excede lo justo cuando debe y se economiza de la misma manera.
Una de las preguntas más interesantes que nos plantea la obra es la de hasta
dónde somos capaces de llegar y con qué capaces de disfrutar si llegamos a
liberarnos de todos los prejuicios sociales que nos rodean. El hombrecillo funciona en
la obra como el alter ego negativo del profesor, su cara oculta, aquella que sus
costumbres o las costumbres impuestas no le permiten desarrollar. Y el dilema moral
surge por doquier. ¿Somos lo que creemos ser o lo que nos dejan ser?
No puedo dejar de dar referencia a tres películas que curiosamente no hace
mucho que he visto y que se me han venido a la mente leyendo la obra.
La primera es El increíble hombre menguante de Jack Arnold (1957), historia
que cuenta las desventuras de un hombre que tras tener la desgracia de toparse con
una nube radioactiva comienza a decrecer.
El tercer hombre de Carol Reed (1949), de donde indiscutiblemente Millás
toma para su novela la famosa escena de la persecución en la noche por las
enrevesadas calles de Praga: “[…] me vi corriendo con desesperación por aquellas
calles estrechas (que ahora me recordaron a las de Praga), perseguido por varios
hombrecillos cuya carrera provocaba un zumbido semejante al del revoloteo de los
insectos. Y aunque me faltaba la respiración y mis pulmones parecían a punto de
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reventar, corrí y corrí en medio de la noche hasta encontrar refugio en un portal
abierto en le que me colé cerrando la puerta tras de mi.”
Y por último, La invasión de los ultracuerpos de Philip Kaufman (1978), película
de la que me acordé sobre todo por los ultrasonidos que los hombrecillos emiten
entre ellos en situaciones de desconcierto.
En definitiva, Lo que sé de los hombrecillos es una obra corta, de rápida
lectura, inteligente, sagaz y concreta. Un paso más hacia delante en su obra y un
nuevo regalo para sus lectores.
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