26 de diciembre

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—De fama al menos, todo el mundo conoce La cabaña del tío Tom,
esta obra meritoria que ayudó tanto a acelerar la abolición de la
esclavitud en los Estados Unidos. Como drama, no hay día que no se
represente La cabaña del tío Tom en algún teatro de la Unión; y el
escándalo que atrajo sobre el nombre de la autora del libro, la señora
Beecher, sus pretendidas revelaciones a propósito de los amores
secretos é incestuosos que devoraron la vida de Lord Byron, no ha
bastado a nublar el renombre de que goza la novelista afortunada
que logró poner de relieve, en momento oportuno, los sufrimientos y
miserable vida de los esclavos americanos en un libro que hace más
impresión por que no se ve en él exageración, ni se nota esfuerzo. No
fue el menor mérito de la escritora ir refrenando su indignación, y
conteniendo su ira, a medida que describía las torturas de sus
personajes. Eso hubiera dañado la obra. En las novelas, como en los
poemas y en los dramas, si el escritor no es actor permanente y
visible, afloja su libro y compromete su éxito cada vez que su
personalidad asoma en su obra.—Y ese libro famoso, cuyos héroes
están como vivos en la memoria de ingleses y norteamericanos,
acaba de publicarse en Londres de manera que puede venderse a
centavo cada ejemplar.—Baratura mayor no se vio nunca; ni la de las
mejores novelas de Walter Scott que se están vendiendo en el mismo
Londres a seis centavos [el] tomo.
—Comienza a hacerse notoria, más que por sus talentos como
actriz, por sus aventuras como mujer, una joven dama francesa, Mlle.
Rhea. Habla y representa en inglés con tanta fluidez y gracia como en
francés. En San Petersburgo goza de una fama semejante a la de la
Bernhardt en París. Las economías que está realizando el nuevo Zar
en la imperial casa, la han hecho salir de Rusia, donde de señorita de
compañía ascendió merced a su voz melodiosa, rostro bello y
apostura arrogante a puesto de actriz a la moda. Muerto Alejandro II,
que la favorecía, decidió salir de San Petersburgo, y apareció en un
teatro de Londres, donde ganó fama en un papel donde es allí
dificilísimo ganarla, en el papel de Beatriz, chispeante como un fuego
de artificio en la lindísima comedia de Shakespeare: “Como U. quiera”
¡Quién lo dijera! Nada hay tan familiar a los críticos, ni al público
teatral de Inglaterra, como la obra shakesperiana. Los tiempos, como
los años a los árboles monumentales, no hacen más que añadir a su
hermosura. No sucede en Inglaterra con Shakespeare como en
España, por ejemplo, con Lope, Calderón, Moreto o Tirso, que son
muy gustados de los eruditos, y poco amados del público común. Los
dramas de Shakespeare son celebrados, saboreados y oídos con el
mismo fervor y atención con que se oirían cosas de presente, y nunca
vistas. Así los que sacan inspiraciones del alma humana, que es la
honda fuente eterna, vivirán siempre presentes en el alma humana.
Mlle. Rhea está ahora en Nueva York.
—La reina Victoria ha dejado ya que un rayo del sol de la vida
penetre en sus negras tocas de viuda. Por primera vez desde la
muerte de su esposo, ha ido a presenciar un drama en el teatro
privado de uno de sus hijos, y le sirvió de compañera en una pieza de
baile. Ni está de más, ya que de la Reina se habla, decir algo de uno
de los escándalos de la Corte. Publicó hace poco Henri Labouchère, el
periodista que con Edmund Yates, goza de más fama entre los
ingleses, un cuentecillo en apariencia insípido, en que se decía que la
doncella que servía en el mostrador de bebidas del Hotel Corona y
Cetro en Windsor, y, unida luego a un escocés, fue a los Estados
Unidos, a servir en el Hotel Confederación, disgustó a sus nuevos
marchantes, volvió a sus nativos lares, y se consoló con las
atenciones de una persona de la curia. Pues ahora quieren los
enemigos de Labouchère que se le condene como culpable de alta
traición, porque esa historia que refiere alude nada menos que a la
princesa Luisa, que fue de gobernadora al Canadá, y ha vuelto a
Inglaterra, con su esposo el marqués de Lorne, siendo conocida la
amistad que une a estas altas personas con el reverendo Duckworth.
—Es cosa de ver el modo con que los bordeleses toman vino:
porque en la misma Francia es fama, que no hay quien sepa gustar el
rico zumo como ellos. El que tiene la botella, anuncia, con tono
respetuoso, al verter el vino en el vaso: “Chateau Giscourt” o “Les
Combes”, o “Margaux de 1849”. El catador toma silenciosamente el
vaso entre el pulgar y el índice, lo levanta a la altura de sus ojos,
hace girar con un ligero movimiento del codo el vino en el vaso, lo
que hace percibir el aroma del líquido, que el bebedor aspira con
deleite, mira una vez y otra vez el color trasparente y rubio de la
dulce pócima y lo bebe deliberadamente poco a poco y a pequeños
sorbos. Luego vienen los comentarios científicos: el anfitrión mira a
sus huéspedes ansioso: los huéspedes se consultan con los ojos: los
adjetivos de encomio o de anatema se siguen en tropel. Si es
desfavorable el juicio, se oirá decir que el vino es rebelde, duro, sin
alma, desagradable, antipático, imperativo: si el vino ha parecido
bueno a los catadores lo declaran amable, rico, fiero, dulce,
perfumado, insinuante, incomparable.
La Opinión Nacional. Caracas, 26 de diciembre de 1881
[Mf. en CEM]
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