Kant - Crítica razón práctica

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INMANUEL KANT (1724-1804)
Apuntes Razón Práctica 2012
Crítica de la Razón Práctica: Formulación de una ética universal.
La razón pura en su uso teórico no puede decir nada acerca del yo, del mundo ni de
Dios, y, por lo mismo, es incapaz de orientar al hombre en el problema de qué es lo que
debe hacer en la vida.
En opinión de Kant, hay tres preguntas que el ser humano se plantea siempre en su
obrar: qué puedo saber, qué debo hacer y qué me cabe esperar, preguntas que se pueden
resumir en una única: qué es el hombre. La razón pura en su uso teórico puede responder
a la primera, pero no a las otras dos, no nos dice cómo debemos vivir, ni tampoco si
podemos o no esperar otra vida después de ésta, aunque sean quizá preocupaciones más
importantes para cada individuo. Esas preguntas no tienen solución según Kant desde el
uso teórico de la razón, pero hay otro uso de la razón: el uso práctico. No se trata de dos
razones distintas, sino de dos usos diferentes de la misma razón, que es teórica o
especulativa cuando se ocupa del conocimiento y es práctica cuando se ocupa de regular
la conducta. Y es la razón práctica la encargada de contestar a las preguntas de qué debo
hacer y qué me cabe esperar.
En la Crítica de la Razón práctica Kant se va a preguntar cuáles son las condiciones que
hacen posible el deber, partiendo del hecho de que hay deber. En la Crítica de la Razón
práctica parte del hecho de la razón práctica, que es la existencia del deber moral, extensión
de la razón humana según Kant. La Crítica de la Razón pura también partió de un Faktum
del conocimiento, que era la ciencia newtoniana.
Kant distingue dos tipos de éticas: las materiales y las formales. Las éticas materiales
son prácticamente todas las que han existido: se caracterizan porque definen la felicidad
que el ser humano debe alcanzar (creen que uno será feliz con el placer sensible, por
ejemplo, o en la unión con Dios – Sto. Tomás-, o con el conocimiento intelectual – Platón-)
y de esta manera atribuyen bondad o maldad a los actos en función de que acerquen o no
a esa felicidad (si piensas que la felicidad es el placer sensible, no parece que te acerque a
ella estar rezando de rodillas, pero si la defines como unión con Dios, puede que sí), por lo
cual los actos no son buenos o malos en sí mismos, sino en función de sus resultados. Kant
piensa que estas éticas dividen a la Humanidad, porque ninguna definición de felicidad es
aceptada por todos, y además nos suelen convertir en seres heterónomos, porque
normalmente uno “se apunta” a un grupo que piensa eso mismo (a los platónicos, a los
cristianos…) y deja de pensar por sí mismo qué debe hacer, para hacer lo que hacen ellos.
Por otra parte, si una ética se compone de imperativos (así como la ciencia de enunciados
sobre el mundo), esa órdenes de las éticas materiales siempre son hipotéticas, en el sentido
de que tienen la forma “Si quieres X, haz Y”¸ siendo X su definición de felicidad e Y la
acción concreta (por ejemplo: si quieres placer sensible, cómete un helado; si quieres unión
con Dios, reza de rodillas). Y los imperativos hipotéticos de las éticas materiales nunca
podrán suscitar la llamada del deber en todo el mundo, sólo en quienes estén de acuerdo
con la definición de felicidad en la que ellos se basan (“reza de rodillas” sólo suscita deber
moral en quien cree que la felicidad es la unión con Dios, en nuestro simplificado ejemplo,
pero no en quien define la felicidad como el placer de los sentidos). De manera que las
éticas materiales adolecen de un grave fallo: causan división en la Humanidad, mientras
que Kant está buscando una armonía ética universal en la Humanidad, de un modo
paralelo a la coincidencia teórica que la ciencia logra en la Razón Pura de todos nosotros.
Para remediar los fallos de las éticas materiales, Kant propone un nuevo modelo de
ética: una ética formal que no definirá qué es la felicidad (demasiado personal eso, y
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demasiado sometido a variables cuestiones empíricas), sino que dará el marco dentro del
cual cada uno podrá buscar su propia felicidad de una manera compatible con las demás
personas. Esa ética formal sólo tendrá un imperativo, que ya no tendrá forma hipotética (si
quieres X, haz Y), sino forma categórica (haz Y). El imperativo categórico de la ética
kantiana es formal: no te dice qué debes haces, sino cómo debes hacer lo que hagas en tu
búsqueda de la felicidad. Y dice que “al obrar, actúa de manera que puedas querer que la
máxima que rige tu acción sea una máxima de acción universal”. En lenguaje normal: que
cuando hagas algo, piensa si puedes querer que todo el mundo lo haga. De esta manera, si
definimos nuestra felicidad como robar y matar, nuestra razón práctica, si la usamos,
enseguida nos dirá que no podemos querer vivir en un mundo de asesinos y ladrones;
mientras que si definimos nuestra felicidad como ayudar al prójimo, nuestra razón
práctica nos dirá que ojalá que los demás también lo definan así. En suma: aunque para
Kant la felicidad sea una cuestión individual que la ética formal no debe definir, no es por
eso su ética un relativismo moral, porque cualquier felicidad propuesta debe pasar por el
filtro del imperativo categórico, que es nuestra misma razón práctica reflexionando sobre
nuestro obrar.
La ventaja de una ética formal es clara: nos convierte en seres autónomos, que debemos
pensar qué hacemos con nuestra vida, y a la vez hace posible la coincidencia moral de
todos los seres humanos, que podrán buscar cada uno su felicidad (comer helados, o rezar)
sin estorbarse los unos a los otros. A su vez el imperativo categórico suscita la llamada del
deber en cualquier ser racional, sin que tenga que aceptar una definición previa de
felicidad, porque se dirige a la razón práctica directamente, sin requisitos previos (“piensa
si eso que haces puedes querer que todo el mundo lo haga”, sería la orden). El imperativo
categórico posibilita que la ética kantiana sea universal, porque no se basa en gustos,
creencias o tradiciones particulares, sino en la razón práctica, que es la misma en todos
nosotros. Al mismo tiempo, hace posible que veamos a los demás como semejantes a
nosotros, no como enemigos u obstáculos, y de esa manera favorece que tratemos a los
demás como fines en sí mismos, en lugar de tratarlos (cosa tan frecuente hoy) como
medios para conseguir algo. En el imperativo categórico está implícito el reconocimiento
de la dignidad de cualquier ser humano por el mero hecho de que piensa (pertenecemos a
la misma comunidad racional). Se basa en una semejanza, no en marcar una diferencia,
como hacen las éticas materiales. Kant soñaba, como buen ilustrado, en una sociedad
donde todos actuáramos racionalmente y por tanto nadie usara a los demás como
instrumentos para conseguir algo, sino que nos tratáramos todos como cada uno quiere
que le traten, como un ser humano. A esa meta de la ética la llamaba “el reino de los fines”,
algo tan difícilmente alcanzable aquí como la verdad absoluta lo es en la ciencia empírica,
pero que de la misma manera debía ser el objetivo final de nuestro obrar, como lo es de la
ciencia saber la verdad total.
Por tanto, si queremos que el deber moral tenga un carácter universal (es decir, que
todos los seres humanos orienten su deber hacia lo mismo), éste sólo puede tener carácter
de imperativo categórico según Kant, ya que sólo los mandatos de este tipo afectan y
obligan a todos los hombres, puesto que los imperativos hipotéticos, los que provienen de
las éticas materiales (aquellas que definen concretamente qué es la felicidad, los cuales
están bajo la condición de aceptación de una definición y de esta manera dividen a la
humanidad, o cualesquiera otro tipo de mandatos) poseen o bien un valor subjetivo, o
bien, condicionado. Y por su carácter de imperativo categórico, la ley moral universal sólo
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puede provenir de la razón, ya que si no fuera así sus mandatos serían hipotéticos, y sólo
obligarían a quienes quisieran alcanzar los fines que en ellos se propusieran. Además,
tiene que ser a priori, puesto que sólo lo que es “a priori” es universal y necesario. En
relación con ella, toda voluntad se encuentra en una relación de dependencia que encierra
una obligación o deber. Por eso la ética kantiana es una ética formal: no define la felicidad
ni da instrucciones concretas de comportamiento, sino que da el marco formal dentro del
cual cada uno debe regular su conducta de acuerdo con el imperativo categórico. Las
éticas materiales, por el contrario, nos convierten en seres heterónomos al guiarnos paso a
paso en la vida.
Por tanto, el imperativo categórico fomenta la autonomía moral, que cada uno defina en
cada momento las normas que tiene que seguir, contraria a la heteronomía. Si se formula
la pregunta correcta la conciencia moral habla clarísimamente, y en todo ser humano con
la misma voz.
El imperativo categórico es fundamental para formar una ética universal. Por encima de
las costumbres de cada uno todos somos seres humanos, así podemos atender a normas y
órdenes reconocidas como buenas por todos, independientemente de lo particular. Uno
tiene que dejar aparte lo particular (tradiciones, creencias, deseos…) cuando se le presenta
un dilema ético, si quiere actuar en consonancia con los demás seres humanos. Y ese
acuerdo universal puede lograrlo la razón práctica. Cuando la razón común y lo particular
están en conflicto hay que hacer caso a la razón. La razón aplicada a lo práctico no
encuentra verdades, es una manera de regular el comportamiento, por eso ante una
conducta moralmente correcta, cada uno la reconoce, pero no puede formularla en
verdades teóricas demostrables.
Hay que señalar que toda persona que actúe siguiendo el imperativo categórico siempre
tratará a los demás seres humanos como fines en sí mismos, nunca como meros
instrumentos que pueda usar para sus propósitos particulares. Porque al dejarse llevar por
los dictados de la razón reconocerá a los demás como semejantes, al razonar con ellos y
comprobar que formamos la misma comunidad racional. Sólo anulando la razón y
dejándose uno llevar por otras instancias (pasiones, deseos, caprichos, creencias…) usará a
los demás como objetos. Si la rectora de nuestros actos es la razón, todos nos
reconoceremos como partes de la misma comunidad racional de semejantes, donde lo lógica
será tratar a los demás con la dignidad que uno quiere para sí, no la de un instrumento al
servicio de fines.
La razón práctica lleva a cada uno a responder ante sí mismo sobre la bondad de sus
actos, que es ante quien uno tiene que dar respuestas. Y lo que la razón práctica juzga en
cada acto no es el resultado sino la intención, porque es en la propia razón de cada uno
donde estará la bondad o maldad, no en el resultado conseguido, que es una cuestión
empírica que puede escapar a nuestro poder.
No se trata, pues, de que la razón descubra un “deber” que sea necesario realizar para
conseguir el perfeccionamiento de la naturaleza humana, o una convivencia pacífica, o la
felicidad, o cualquier otro objetivo. El deber proviene de la razón, y obrar moralmente
consiste en cumplir la ley por respeto a la ley misma, en cumplir el deber porque es deber.
La bondad o malicia de las acciones depende de la intención de la voluntad al actuar. Si el
hombre al actuar posee una motivación distinta de la del puro cumplimiento del deber su
actuación no será moralmente buena, por no ser racional, y eso aunque cumpla la ley.
La moral de Kant es una moral formal en la que lo importante no es tanto “lo que” se
hace, el contenido, sino la intención, la forma, el cómo se actúa. De esta manera, los
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imperativos categóricos no pueden poseer un contenido concreto y afirman sólo la mera
forma del deber, respetando la absoluta autonomía de la voluntad. Son imperativos
meramente formales. El ejemplo más claro del carácter formal de los imperativos
kantianos lo tenemos en el que señala como el más importante: “Obra de tal modo que la
máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de legislación
universal”. En este imperativo no se dice qué (contenido) es lo que hay que hacer o lo que
hay que evitar, simplemente se señala cómo (forma) hay que actuar.
Las dos características fundamentales de una ética así entendida son la autonomía y la
universalidad. En una ética en la que el hombre sólo obra bien cuando cumple los
mandatos de su razón, porque provienen de su razón, en la que obrar moralmente consiste
en que la voluntad se someta a la razón, el hombre es totalmente autónomo (se obedece a
sí mismo al cumplir la ley) y es, posiblemente, la única compatible con la dignidad
humana. Por otra parte, al provenir de la razón y ser la razón patrimonio de todos los
seres humanos, la ética kantiana es una ética universal.
En su análisis de las acciones, la razón las divide en tres:
Contrarias al deber. Son irracionales y se dejan llevar por lo particular.
Conformes al deber. Cumplir el mandato de la conciencia, el deber, por alguna
ventaja empírica. Cumples por el deber pero no por el deber mismo.
Por deber. Cuando se sigue el imperativo categórico sin hacer caso a lo empírico,
sin hacer caso a ningún tipo de recompensa o castigo.
Una de las últimas cuestiones que se plantea Kant es qué es lo que me cabe esperar. Y lo
hace analizando el hecho moral cuya naturaleza acabamos de describir. Nos encontramos,
pues, dentro del uso práctico de la razón, y éste es el motivo de que Kant vaya a hablar de
postulados y no de argumentos. Los argumentos pertenecen al uso teórico de la razón, al
ámbito de la ciencia. Los postulados son (para Kant) las condiciones indispensables para
la existencia de un hecho; los postulados de la razón práctica son, en concreto, las
condiciones indispensables para la existencia de ese deber moral universal, expresión de la
razón humana, cuya existencia es, como ya hemos dicho, un hecho, “el hecho de la razón
práctica”.
La razón, en su uso práctico, presupone las tres ideas de la metafísica, sin demostrarlas,
pues esas ideas tienen utilidad para regular nuestro comportamiento, igual que la tenían
para hacer progresar nuestro conocimiento:
Yo: se presupone la libertad y la persona o el sujeto, sin ellos, el deber no tiene
sentido. La existencia del orden moral exige, en primer lugar, la libertad. El “deber”
por parte del ser humano supone “el poder”. Si el hombre no tuviera un dominio
sobre sus actos, si no pudiera determinar su comportamiento desde su voluntad, no
tendría sentido que existiera una norma que se le impusiera como deber desde su
razón. Sobre el Yo, la razón práctica además postula su inmortalidad, pues un
deber que no se pueda realizar carece de sentido, es una contradicción. Todo deber
exige el poder ser realizado. Sin embargo, esto es imposible en esta vida. La pureza
de intención que supone el cumplimiento del deber por el puro respeto a su carácter
de deber es algo que el hombre no puede realizar plenamente por mucho que se lo
proponga. Para que el deber tenga sentido es, pues, necesario que exista otra vida
donde se alcance esa perfección y donde el hombre realice el deber sólo por ser
deber. La perfecta moralidad exige, también, la inmortalidad.
Mundo: se presupone como escenario coherente y organizado de la acción moral.
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Dios: presupuesto como el enlace entre la virtud y la felicidad. La virtud kantiana
consiste en hacer caso al deber, eso está en mi mano; mientras que la felicidad es
una cuestión empírica, no está en mi mano del todo tenerla o no. El deber y la
felicidad no pueden ser como dos líneas paralelas que nunca se encuentren, no
tendría sentido que una vida virtuosa se quedara sin recompensa. Tiene que existir,
por lo mismo, un ser que garantice que el cumplimiento del deber va a hacer al
hombre feliz, y este ser, sin el cual el deber no tendría sentido, es Dios.
Sobre estas ideas de la metafísica solo cabe una Fe racional, actuar como si existieran,
sin saberlo de verdad. Algo totalmente contrario a una fe dogmática (que pretende
demostrar, o tener demostrado), como suelen ser las creencias más habituales,
peligrosamente cercanas para Kant a un dogmatismo que demasiadas veces cae en el
fundamentalismo. La Fe racional jamás podría caer en el fundamentalismo, porque
consiste precisamente en un uso regulativo de sus postulados. Es decir, en ser conscientes
de su valor, pero también de su falta de demostración racional. Por eso puede decirse que
toda la obra kantiana es una lección de modestia para la razón, tanto en su uso científico
como en su uso moral. Marca sus límites, y señala el especial valor que tiene esta facultad
cuando no sale de ellos.
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