Érase una vez un tren Cristina Perona Vega Así como empezaban los cuentos de antaño te voy a narrar una pequeña historia de un tren de trocha angosta que fue parte importante en los comienzos de esta villa llamada Puente Alto. Cuando se iniciaba el verano de 1909, en nuestro hemisferio y paralelamente en la vieja Europa germinaban las sinrazones de la Primera Guerra Mundial, aquí en Santiago se constituía una Sociedad anónima que se llamaría “Ferrocarril del Llano del Maipo” cuyo objetivo era trasladar los productos agrícolas de este sur hacia el gran mercado santiaguino. Tendría una vigencia de veinte años. Así las frías letras de una escritura pública daban inicio a un singular medio de transporte de esa época que fue fundamental en el progreso de nuestro pueblo tan venido a menos en ese entonces. Su estación principal era la Estación Pirque, allá en Plaza Italia en Santiago, cuya edificación semejaba ser la hermana menor de las otras dos grandes estaciones, Central y Mapocho. Para los puentealtinos de entonces la nuestra era la más importante, y se ubicaba en un sitio al norte de la Plaza Manuel Rodríguez, el que actualmente ocupan edificios de departamentos, y el Supermercado Monserrat. La construcción distaba mucho de parecerse, puesto que sólo eran dos edificaciones como casonas campesinas una frente de la otra que se utilizaban como administración y bodegas. Pero lo interesante para nuestra historia local radica en la vida que impulsaba este convoy, porque la distancia que había entre ambos terminales en su trayectoria de ida o regreso siempre fueron los veinte kilómetros que nos separaban de la capital. Era todo un espectáculo en su comienzo ver salir o esperar la llegada de la locomotora humeante, de negro humo, a veces, con tres, cuatro o cinco vagones de pasajeros u otros vagones de carga. Posteriormente estas máquinas fueron reemplazadas por locomotoras eléctricas. Corrían los pasajeros para asegurarse su lugar en el viaje que atravesaba todos los campos que eran entonces Puente Alto y La Florida, su trazado iba paralelo a lo que hoy es Vicuña Mackenna y sus estaciones eran tan campesinas como éramos nosotros mismos: Estación San Carlos, La Nieves, Población Granjas, El Peral, Los Quillayes, María Elena, San Jorge, San José de la Estrella, José Miguel Carrera, Trinidad, Santa Amalia, Enrique Olivares, Rojas Magallanes, Bellavista, Mirador Azul, Pedreros, Vaconia, RCA Víctor, Rodrigo de Araya, Santa Elena, Ñuble, San Eugenio, Diez de Julio, Irarrázabal, Santa Isabel y Baquedano. Muchas de estas estaciones mantienen sus nombres en los actuales paraderos de Vicuña Mackenna y en la Línea cinco del Metro. Una hora y media duraba este viaje porque el tiempo de entonces no tenía prisa. Y el tiempo de parada en cada estación demoraba lo mismo que las copuchas que llevaban y traían los maquinistas. En las primeras décadas del reciente siglo pasado era prepararse para un gran paseo, la gente se engalanaba para ir a la capital, mujeres con sombreros y guantes, hombres con levita y sombrero ocupaban los primeros carros, atrás los de medio pelo, pero ajenos a esas trivialidades de la época estaba la intacta belleza del paisaje de esta zona, la cordillera nevada en invierno se veía plena, al alcance de la mano, las zarzamoras que crecían como murallas naturales a lo largo de la vía nos indicaban el paso de la primavera y el verano engalanando el paisaje con las silvestres flores del camino que cambiaban sus tonos, de acuerdo a la época estacional que se vivía. Todo era campo en sus comienzos. En plena época de los cuarenta fue famoso el carro de los estudiantes que partía a las siete de la mañana con una carga turbulenta de jóvenes universitarios, normalistas y liceanos que ocupaban los primeros carros de este tren rumbo a sus aulas en el Gran Santiago, allí surgieron como parte de la ruta grandes amistades y amores que se traspasaban de un carro a otro, muchas veces sin importar si a aquellos que ocupaban los primeros vagones les correspondía alternar con quienes ocupaban los últimos vagones donde viajaba gente humilde, trabajadores de casa o construcciones. Este tren para muchos de esta época era parte de la vida social de un pueblo que pronto se transformaría en Departamento. Famoso fue para estos estudiantes un revisor y cobrador de boletos, cuya característica era un gran porrón rojo en su nariz quien debió soportar cada día las bromas y burlas de sus queridos pasajeros. También como en toda época este medio de transporte no estuvo exento de accidentes en la ruta, como aquel choque de dos máquinas en el viaje de la mañana en la Estación Bellavista producto de un error en el cambio de rieles. Felizmente sólo hubo lesionados leves, pero que de estación en estación los transformaban en catástrofe de proporciones... Pero corrían los años y lentamente las primeras micros de Don Manuel Izurieta y los coches de la época, sobre el camino que se empezaba a pavimentar, fueron mirando a menos a este romántico trencito que dándose cuenta que su función estaba terminando emprendió su retirada final en 1962, dejando un gran dejo de nostalgia en todos aquellos pasajeros que alguna vez subieron a él. Así termina la historia de este convoy que fue sobrepasado por la modernidad, la velocidad y el apuro que tenemos por dejar atrás la nostalgia que simboliza su monótono y lento traca – traca.