Traducción al español del original: Della stessa forza di Dio: Scalabrini, un vescovo negli anni difficili dell’Ottocento (Alba, Cuneo: Edizione San Paolo, S.R.L., 2011). 1ª edición en español Copyright ©2013 Misioneros de San Carlos - Scalabrinianos 27 Carmine St., New York, NY 10014-4423 – Estados Unidos 1 Coordinación de Edición: P. Peter Polo, c.s. Traducción: P. Pio Battaglia, c.s. P. Sergio Morotti, c.s. Revisión de textos: Cristina Castillo Carrillo Diseño y diagramación: Lineth Maytee Barrios Meléndez Roberto Italo Zanini POR EL PROPIO PODER DE DIOS Beato Juan Bautista Scalabrini El Obispo de las migraciones modernas 5 6 Índice Introducción Prólogo Capítulo 1 En el regazo de mi madre Capítulo 2 Serás Obispo Capítulo 3 Una noche en el gallinero Capítulo 4 El gran enemigo Capítulo 5 “Vamos a salvar un alma” Capítulo 6 Todo para el bien de las almas Capítulo 7 La montaña de carbón Capítulo 8 Sacerdotes Capítulo 9 Pocos, pero buenos Capítulo 10 El seminarista en el almacén de trigo Capítulo 11 ¡Si quiero, puedo! Capítulo 12 Por aquellos que no oran Capítulo 13 Por el propio poder de Dios Capítulo 14 Penitencia Capítulo 15 En nombre de Dios, ¡velen por los jóvenes! 9 15 29 33 43 51 55 59 67 73 79 87 97 103 109 115 119 7 Capítulo16 Apóstol del catecismo Capítulo 17 Bajo el manto de la Virgen Capítulo 18 El catequista del nuevo milenio Capítulo 19 El primer Congreso de Catequesis Capítulo 20 El gran designio de la Providencia Capítulo 21 Desde los Apeninos hasta el Orinoco Capítulo 22 Los Misioneros de San Carlos Capítulo 23 Dos santos a la conquista de América Capítulo 24 Scalabrini, Toniolo y la Sociedad San Rafael Capítulo 25 El sacerdote y el policía Capítulo 26 El Columbus hospital Capítulo 27 Las Hermanas Scalabrinianas Capítulo 28 Perdonando al enemigo Capítulo 29 El caso Miraglia Capítulo 30 El amigo Bonomelli Cronología 8 127 133 139 147 153 161 169 175 181 189 197 201 209 215 225 232 Introducción “Hay libertad de emigrar, pero no de obligar a emigrar” sostenía el beato Juan Bautista Scalabrini, para quien la problemática migratoria llegó a ser inspiración y motor de sus actividades pastorales. Roberto Italo Zanini nos lleva a través de los años de apostolado del beato Scalabrini, con una prosa que además de estar fielmente apegada a los hechos goza de una gran fluidez que motiva una seria reflexión sobre la visión futurista, gran empeño y dedicación al trabajo de este Obispo incansable, quien en su afán por ayudar a los desfavorecidos fue remontado por el Espíritu al alcance de obras que parecían imposibles Los tiempos de Scalabrini, ciertamente difíciles, estuvieron signados por grandes cambios tecnológicos y sociales en Europa. En Italia la división entre Estado e Iglesia tocaba puntos muy álgidos y la política italiana en general era bastante compleja, agravada por las querellas entre transigentes e intransigentes, dos sectores del laicado católico en fuerte contraste. Desde su diócesis en Piacenza, fue coprotagonista de cambios trascendentales en la Iglesia, que han perdurado a través del tiempo. El Catecismo y los menos favorecidos dentro de la sociedad fueron siempre su norte; su espíritu misionero lo llevó a involucrarse activamente con el drama de quienes forzados por la guerra y el hambre dejaban el País con rumbo a tierras ignotas; tal fue su celo que, a finales del siglo pasado, fue definido por el Papa Juan Pablo II como “Apóstol y Padre de los Migrantes” 9 El inicio de su vida se remonta a la primera mitad del siglo XIX en el seno de una numerosa familia de sólidos principios religiosos y morales; como él mismo lo refería, en el regazo de su madre aprendió a amar a la Virgen María y a seguir los lineamientos de una vida de caridad cristiana, que lo llevó a elegir desde su adolescencia el camino eclesiástico. Como auténtico hijo de la espiritualidad de su tiempo, estuvo siempre enamorado de la Sagrada Eucaristía, del Crucifijo y de la oración. En 1905 es investido como Obispo de Piacenza y su trabajo pastoral se torna arduo, al punto que su salud tiende a deteriorarse, pero éste no es impedimento para continuar con sus visitas pastorales; con especial devoción llega hasta los puntos más lejanos de la diócesis en donde confiesa, bautiza y da comunión a miles de fieles que esperan su visita con gran entusiasmo y fe. Las condiciones de estas visitas no son lo que podríamos llamar óptimas; se suceden vicisitudes difíciles, como las condiciones muy pobres de algunas parroquias, los párrocos no siempre fieles a su servicio, el clima inclemente en algunas oportunidades y el agotamiento producido por de largas travesías a lomo de mula o caballo por caminos tortuosos. Pero el Obispo Scalabrini no da un paso atrás, el Señor le ha encomendado una misión y él la lleva a cabo salvando obstáculos con firme fortaleza de espíritu. La educación católica le inquietaba, su perspectiva era unificarla en toda Italia y, de ser posible, en el mundo; su intuición original del catecismo único y universal revela una acción que se adelanta a su época. Al mismo tiempo, señala que todos los cristianos, no sólo los sacerdotes, están llamados a la tarea de la evangelización, por lo cual invita a los laicos a que constituyan el cuerpo docente para las Escuelas de Catecismo. 10 En Septiembre de 1873 inicia su trabajo en lo que sería el Pequeño Catecismo propuesto para los jardines de infancia, que ve la luz en 1875; en 1877 publica El Catequista Católico, para difundir y enseñar la catequesis cristiana, seguido en el mismo año, por El Catequista Católico – Consideraciones, que podría definirse como la síntesis de todos sus estudios y sus experiencias en la enseñanza de la religión católica. De lo anterior brotan una organización y un método de enseñanza que pueden servir como modelo aún en nuestros días. Con el apoyo y bendición del Papa León XIII, a mediados de 1889, organiza el Primer Congreso Nacional de Catequesis; de allí surge un Comité Permanente, encargado de planificar el Segundo Congreso; lamentablemente, en esa segunda ocasión Scalabrini no llega a estar presente, pues las fechas se fueron dilatando y sólo en 1910, 5 años después de su muerte, se logra llevar a cabo con la bendición del nuevo Pontífice, Pio X. Su celo apostólico y su vocación misionera lo llevaron a fundar en 1986 la Sociedad de San Rafael, integrada por religiosos y laicos trabajando juntos en la asistencia a los migrantes. Seguidamente, nace la Congregación de los Misioneros de San Carlos dedicada a trabajar para y con los emigrantes; acompañarlos en su travesía allende los mares, guiarlos, protegerlos, confortarlos y llevarles la Palabra de Dios en su nuevo destino. Entre 1887 y 1889 salen hacia las Américas los primeros misioneros, cuyo objetivo es el mismo de la vida del beato Scalabrini como sacerdote y obispo: “Ganar almas para Jesucristo”. Destaca en su discurso a los misioneros que salen el 10 de Diciembre de 1890: “Muestren siempre que su celo iguala sólo su desinterés, que en Dios y sólo en Él han puesto toda su esperanza, que de Dios y sólo de Él esperan su recom11 pensa y que nunca dejarán sus trabajos apostólicos mientras haya infelices para consolar, ignorantes para instruir, pobres para evangelizar y almas para salvar”. Entre los objetivos que se proponen los misioneros, según el primer Reglamento, podemos citar: - ir a cualquier lugar donde lo requiera la necesidad de los migrantes; - construir iglesias y capillas donde los italianos se han asentado; - crear escuelas donde, además del estudio del catecismo, se enseñe el idioma italiano, la matemática y algunos conocimiento de Italia; - organizar comités en los puertos de embarque y desembarque para “ayudar, dirigir y asesorar a los migrantes”; - acompañar a los emigrantes en su viaje por mar, “para ejercer el ministerio sagrado en su favor y asistirlos en caso de enfermedad”. Tras haber intentado infructuosamente trabajar con las Hermanas de madre Cabrini, y las de la madre Merloni, en 1985 deviene el nacimiento de las Misioneras de San Carlos, en Brasil; éstas se trasladan a Italia el año 1936 y a los Estados Unidos en 1941. A las Misioneras les acompaña una profunda convicción de tener que continuar, por encima de todo, con su misión, en plena fidelidad con los ideales del obispo Scalabrini y de su co-fundador, el padre José Marchetti. La migración ha sido inherente al ser humano a través de la historia. El hombre ayer se vio obligado a movilizarse buscando mejores condiciones de seguridad, clima y recursos; si a esos motivos le aunamos el calentamiento global, la violencia y el agotamiento del medio ambiente, se puede concluir que la búsqueda de mejores condiciones de vida es más vigente que nunca. En una pluralidad de razas, idiomas 12 y nacionalidades los misioneros, misioneras y laicos Scalabrinianos, como se les conoce hoy en día, conscientes de la escalada de la cifra de víctimas de la movilidad humana (cerca de 45 millones) están presentes en 32 países de los cinco continentes, abrazando a todos los migrantes del mundo, en cumplimiento fiel de aquellos principios que el beato Scalabrini les inculcará a los primeros enviados. Visionario y vigente, podrían ser los términos acertados para describir al Beato Scalabrini, quien vislumbró hace cerca de dos siglos los alcances de la migración a través del tiempo. Con su tradicional espíritu moderno, su empeño, dedicación y amor hacia los más desprotegidos alcanzó metas que aún hoy gozan de plena validez. P. Matteo Didonè, c.s. Superior Provincial Provincia San Carlos Borromeo Misioneros de San Carlos - Scalabrinianos 13 14 Prólogo “Es desconcertante. Cuatro millones de personas que trabajan ardientemente, con ferrocarriles aéreos... Aquí las ideas nuevas y grandiosas fermentan verdaderamente. Viendo esta actividad incesante y frenética, ahora puedo explicar las innumerables riquezas de esta tierra bendita, la creatividad y la efervescencia de sus mentes, y hasta la excentricidad de este pueblo”. Es agosto de 1901. Scalabrini se encuentra en los Estados Unidos desde algunos días, en el primero de sus dos viajes entre los emigrantes italianos. En 1905 realizará el segundo a Brasil, que se concluirá algunos meses antes del último y definitivo viaje hacia la eternidad. Está en Nueva York. Después de visitar las misiones fundadas por sus misioneros en esta ciudad, de conversar con los sacerdotes locales, con las Hermanas Cabrinianas y con las de Santa Ana, con el obispo de Nueva York, Corrigan y con muchísimos inmigrantes italianos, Scalabrini recorre en barco la bahía del río Hudson. La vista de la ciudad es impresionante; desde allí la gran pobreza y las contradicciones sociales de la ciudad están ocultas. No puede ver a las miles de personas desesperadas que llegan de todas las naciones casi todos los días y que él mismo había visto llegar. No puede detectar la tragedia de los suburbios de personas de color y del odio racial. Él percibe sólo la extraordinaria e imponente grandeza del sueño americano; razón por la cual millones de italianos y europeos han abandonado sus tierras sin nada, para llegar a ese lugar. Después de haber convencido a los directores de Propaganda Fide que su viaje no provocaría la susceptibilidad de los obispos americanos, quienes más bien auspiciaban desde hace tiempo su visita, el 8 de julio Scalabrini se embarca en Génova en el buque “Liguria”. Al día siguiente el barco llega 15 en Nápoles para embarcar a otros centenares de migrantes. Scalabrini aprovecha la oportunidad, va a Capua y visita al amigo cardenal Capecelatro, quien durante muchos años ha puesto siempre una buena palabra para mediar entre sus impulsivas iniciativas y la Santa Sede. El 20 empieza la travesía. El 21, leemos en una carta, muy similar a un diario, enviada a su secretario don Camilo Mangot: Es domingo, “celebro la Santa Misa en cubierta, frente a un mar en calma; todos los pasajeros participan devotamente. No le puedo decir lo que experimento y siento; son emociones celestiales”. En el momento de la consagración Scalabrini se conmueve, nadie lo nota; sin embargo, cuando mirando el altar levanta la hostia consagrada, le salen unas lágrimas. Él mismo lo confiesa con toda modestia en situaciones similares: “No puedo contener las lágrimas”. Su gran sueño se está realizando: él mismo presenta el Cristo a la inmensa multitud de pobres, oprimidos, desheredados, que fueron obligados a abandonar a Italia para ir a tierras desconocidas, donde muchos de ellos encontrarán la muerte sin hallar mejor suerte. El domingo e incluso durante la semana, si el tiempo lo permite, el obispo celebra en cubierta; si el viento es demasiado fuerte o está lloviendo, “en un salón repleto de gente”. Cada día enseña el catecismo a los niños y jóvenes que han de recibir los sacramentos. Desciende a las cubiertas inferiores para asistir y hablar con las personas hacinadas en tercera clase. Arregla lo mejor que puede un lugar para las confesiones y cada día crece el número de los que quieren reconciliarse con Dios. En el barco hay 1200 pasajeros, los mismos que el domingo 28 asisten a la Misa: “Mañana espléndida; celebración de la Primera Comunión y Confirmación. Me pongo los mejores ornamentos con báculo y mitra. El altar se instala en la parte más alta de la cubierta; predico antes de la Misa, muchos lloran. Estamos en pleno océano...”. Parece la crónica de un experto periodista de nuestros días: veloz, rítmica, 16 centrada en lo esencial. Y lo esencial para este obispo que ha superado los 60 años, duramente probado por enfermedades y dificultades de cualquier especie, es guiar los hombres a Dios. “Salvar a las almas”, como está en la terminología de los grandes santos. Y él no lo oculta, lo recalca, ese es su objetivo principal. En su segundo viaje, un poco más largo, Scalabrini disfruta la experiencia atesorada en el primero. El navío “Ciudad de Génova”, sale de Nápoles; los emigrantes son aproximadamente 500. Consigue también a unas monjas y unos misioneros, con ellos organiza a bordo cursos de catecismo para todas las edades, asignando a las religiosas sobre todo a las muchachas y a sus madres. El domingo 19 de junio celebra la Eucaristía; todavía están en el Mediterráneo. “El barco parece un monasterio, celebro una misa pontifical casi solemne y hablo emocionado, conmoviendo a los pasajeros. El Evangelio se ajustaba al evento... las palabras de Jesús Duc in altum, “Mar adentro” me inspiraban nobles pensamientos; uno se vuelve elocuente aún sin serlo. Muchas personas reciben la Sagrada Hostia. Es un espectáculo celestial”. Como Pedro, también él avanza mar adentro y echa las redes; Scalabrini es un pescador de hombres, lo siente fuertemente y quiere serlo. Mucho más ahora que siente la carga de la edad y no alcanza a ocultarla; multiplica sus esfuerzos. Enseña el catecismo a los adultos y a los niños; confiesa, celebra la Misa, escucha las intimidades de la gente, predica una o dos veces diarias, administra los sacramentos. “Hoy, 26 de junio, celebro la santa Misa en la cubierta rodeado de casi todos los pasajeros y doy la comunión a un buen número de ellos... Veo que algunos se emocionan, tal vez nunca habían visto a un obispo hablándoles tan cerca. Hoy fiesta de la Primera Comunión para unos 20 jóvenes, algunos de ellos cercanos a los 18 años, administraré también la Confirmación 17 a otros tantos; quién sabe si tendrán la oportunidad de recibirla en otro momento; la mayoría de ellos irán a instalarse en el interior de Brasil y quizás nunca más se encontrarán con un obispo” El ritmo de todo el viaje sigue igual, inclusive durante las tormentas, como si él supiera que su tiempo se estaba acabando. En realidad tiene muy poco tiempo para esa gente, a la que nunca volverá a ver. El 3, 4 y 5 de julio distribuye la comunión y administra la confirmación a niños y jóvenes que había preparado en los días anteriores; el viento es fuerte, el barco oscila, “unos misioneros sostienen el cáliz, otros el misal y otros el altar. Yo me esfuerzo por mantener el equilibrio; celebro y doy la Primera Comunión a unos 15 muchachos. Hablando con ellos, me aferro al altar con una mano y con la otra a una baranda”. En los días anteriores, atravesando Gibraltar y doblando hacia el sur a lo largo de la costa de Marruecos, en uno de los pocos momentos libres, Scalabrini reflexiona sobre el cristianismo, sobre el futuro que se revela aún más problemático que el presente, sobre la dificultad de ser personas auténticas de fe, de volver a la fe de los primeros cristianos, firme, alegre, entusiasta, no propensa a manipulaciones. “...Desaparecida la costa de España, navegamos a lo largo de la costa de África misteriosa. Miro por largas horas aquellas tierras que un día fueron muy prósperas, con los ojos como clavados por una fuerza superior, a la merced de una tristeza arcana. Reflexiono sobre el vigor de la vida católica en los primeros siglos del cristianismo; pienso en las famosas iglesias de la provincia de Cartago, de Numidia, de Bizacene, de los grandes hombres que las alumbraron con el esplendor de sus virtudes apostólicas y con su doctrina: Cipriano, Agustín, Fulgencio... Pienso en los Concilios donde asistieron 18 hasta 270 obispos africanos. Pienso lo que fue y lo que es y me sale espontáneo de los labios: illuminare iis qui in tenebris et in umbra mortis . Conmovido pensaba y decía; ¿por qué nosotros los sacerdotes no vamos a evangelizar a esos pueblos y a sembrar con nuestra sangre la semilla fecunda de los cristianos?” Estas palabras serían hoy consideradas “políticamente incorrectas”; sin embargo, son capaces de ir directamente al meollo de la cuestión, que representa el punto central de los intereses de Scalabrini: o bien el cristiano recibió el mandato de evangelizar, y tiene entonces que cumplirlo; o no lo recibió, y en tal caso no vale la pena ser cristiano. El barco, ya lejos de Europa, se aleja también de África, dejando atrás el rastro negro del humo de carbón, con su carga de personas con sus esperanzas puestas en el lejano Brasil. Por aquellas personas el obispo de Piacenza había luchado contra la indiferencia del Estado, había hecho aprobar leyes, sensibilizado a la jerarquía eclesiástica; había estimulado a los laicos cristianos a intervenir, había dado nuevo incentivo a tres jóvenes congregaciones de Religiosas; había indicado nuevas y radiosas metas a una gran santa, había fundado una congregación de sacerdotes misioneros que se extendería por todo el mundo y había sentado las bases para el nacimiento de una congregación de Religiosas que propiamente en Brasil tiene su corazón palpitante y se hace siempre más numerosa y fecunda en la enseñanza, en la asistencia a los huérfanos y a los enfermos. Estas personas son su vida, al igual que las parroquias, sacerdotes, fieles e infieles de su diócesis. ¿Cuántas personas que no conocían a Cristo, fueron convertidas por él? ¿Cuántos jóvenes desesperados, cuántos sacerdotes desviados? ¡Muchos! Y aún hay más que lo están esperando... 19 Es su manera de ser sacerdote; miles de cosas por hacer y muchas más que lo esperan. En una de sus numerosas cartas al amigo Jeremía Bonomelli, obispo de la cercana Cremona, escrita en Caverzago en Val Trebbia el 8 de Agosto de 1902, durante su quinta visita pastoral a todas las parroquias y pequeñas comunidades de la diócesis de Piacenza, escribe: “Regresaré a la ciudad el 12 para la fiesta de la Asunción y volveré a salir el 16 para regresar nuevamente a la ciudad la noche del 24, y aislarme en los Ejercicios Espirituales que finalizarán el 28. Luego estaré en Cremona el 28 y el 29... Esta es la 123ª parroquia que visito este año. Es una locura, pero quiero recuperar el tiempo perdido el año pasado (debido a su visita a los Estados Unidos). Mi salud, gracias a Dios, es siempre muy buena. Me dicen que rejuvenezco; sí, la juventud de la flor que brota en la mañana, hermosa y llena de vida y por la noche es como si estuviera muerta. Pero no importa, siempre y cuando lleguemos a nuestro destino”. Su salud, sin embargo, no es buena en absoluto. Sus viajes a lomo de mula de una montaña a otra con todo tipo de clima, resultan ser para él un gran agotamiento. Además sufre de una hidrocele avanzada, que le hace difícil montar a caballo. Por un sentido de pudor y por naturaleza no le da importancia; sin embargo, al final del invierno de 1904, cuando comienza a organizarse para su segundo viaje a América, se encuentra con la oposición tenaz de sus colaboradores más cercanos y de sus familiares, especialmente de su hermano Ángel. Ellos bien saben las dificultades que encontrará y tratan de disuadirlo; Scalabrini, que es fluido en francés, comprende y es capaz de expresarse en inglés y alemán, conoce el español, escribe en griego antiguo y en latín, como respuesta empieza a estudiar portugués. El 13 de junio sale de Piacenza y es recibido en audiencia por Pio X; el Papa se informa de todo, dice que espera con impaciencia sus relaciones al regreso del viaje, lo anima, le promete que cada día lo recor20 dará en la Misa y que a las siete de cada mañana le enviará una bendición especial. El aprecio es mutuo. Scalabrini insiste sobre la necesidad de tener plenas facultades para ejercer su ministerio como obispo también en aquellas tierras, “para el bien de los italianos”, aunque estén bajo la jurisdicción de los Ordinarios locales. Pío X aprueba todas sus solicitudes; luego, ante las peticiones siempre más detalladas del obispo, bromea diciendo: “Escuche Scalabrini, vamos a hacer esto, ponga en su maleta mi vestido blanco”. El 17 de junio está en Nápoles para embarcarse; el 7 de julio llega a Río de Janeiro, toma otro barco para ir a Santos y a Sao Paulo, donde llega la mañana del 9. De ahí se traslada en tren y llega al orfanato Cristóbal Colón, que sus misioneros y sus hermanas habían fundado casi diez años antes. Rechaza las invitaciones del obispo y del abad del monasterio benedictino local, quienes querían ofrecerle un lugar más decoroso. Él prefiere el orfanato; como hizo en las misiones de América del Norte, prefiere quedarse con sus sacerdotes y las personas atendidas por ellos. Realmente es un obispo famoso, ya muy conocido tanto en Europa como en América. Tres años atrás a su llegada a Nueva York, le dieron la bienvenida con un desfile de 60 carrozas; cuando llegó a Boston, un mes más tarde, los periódicos hablaron de una bienvenida real; en Washington Teodoro Roosevelt, que acababa de convertirse en presidente, tras el asesinato de su predecesor McKinley por un anarquista bohemio, le recibe con todos los honores y él, famoso obispo, cuenta una especie de parábola para explicar el desprecio a que están sometidos los italianos, a causa del cual muchas veces cometen delitos. Es la historia de un pobre inmigrante, que él vio desembarcar algunos días antes: “Vi a un guardia ordenar a un inmigrante que se apresurara a salir; no podía correr porque llevaba dos grandes maletas y porque frente a 21 él había mucha gente. El guardia procedió entonces a darle un terrible golpe en las piernas con un grueso palo; el italiano, sin decir nada, dejó las maletas, se le acercó y le propinó dos fuertes bofetadas. Después murmuró: “Si hubiese tenido una pistola, lo hubiera matado”. Y ciertamente hubiera hecho algo malo. Pero, ¿por qué los funcionarios son tan crueles con obreros tranquilos, tratándolos como animales, si no peor, en lugar de inspirar en ellos, a su llegada, un poco de confianza en el nuevo país?” Scalabrini no se tranquiliza; sus visitas pastorales no conocen treguas. Durante tres meses y diez días en América del Norte, viaja miles de kilómetros; duerme en el tren. Pronuncia 340 discursos; confirma miles de jóvenes. Cambia continuamente de clima, comida y costumbres. Se somete a un ritmo de relaciones incesante. Va a Canadá, regresa a Cleveland, dos días después está en Detroit y luego en St. Paul, Minnesota. Unos días mas tarde en Kansas City, confirma por tres horas seguidas. Un salto más, y lo vemos en St. Louis, después en Cincinnati y en Columbus, Ohio. Llega a Washington para encontrarse con Roosevelt. De regreso a Nueva York, hace una parada a Newark, New Jersey, donde inaugura un orfanato. Allí celebra su última Misa en suelo norteamericano. La iglesia está totalmente llena; miles de personas se quedan fuera. Cuando, llevando el Santísimo, sale a la plaza para bendecir a los que no pudieron entrar, el pueblo se arrodilla como si fuera un solo hombre. El alcalde de la ciudad, un protestante, es sacudido por esta muestra de fe en la Eucaristía; al final de la celebración, hablando con Scalabrini, le confiesa: “Otro espectáculo como este y me convierto en católico”. Y en Brasil la música no cambia; el territorio es vasto y, a diferencia de Los Estados Unidos, las comunicaciones son pésimas. Se viaja por ríos y a lomo de mula por días enteros; 22 el clima es agotador, insectos y fiebres están al acecho a cada recodo del río. Se mueve de una hacienda a otra y en cada estación se sorprende siempre más de cómo sus misioneros son capaces de desarrollar un trabajo tan arduo. En las proximidades de Río Claro se encuentra con la mejor hacienda agrícola de la región, donde se queda tres días. El propietario, un conde de Prates, pasa por ser un buen católico, pero lo único que ha hecho es construir una iglesia en su propiedad, donde los trabajadores italianos pueden reunirse para orar, celebrar la misa y recibir los sacramentos dos veces al año, cuando llega uno de sus misioneros. En este lugar, el 30 de julio de 1904, escribe: “Ahora que veo cómo están las cosas, tengo que llamar a mis misioneros verdaderos héroes. Casi todos ellos están fuera predicando, confesando y moviéndose durante meses de una hacienda a otra con inmensas dificultades. Si tuviera a disposición un centenar de verdaderos sacerdotes, ¡cuanta gloria para Dios y cuanto bien para estas sencillas almas abandonadas, que se acercan al millón!” Regresa a Río y sale para el estado de Paraná; después de un viaje de seis días llega a Curitiba, donde se queda unas dos semanas y entra en la selva para visitar algunas aldeas de indios. Su intención es reanudar la evangelización de los indígenas. Menciona esta idea a Pío X, con su habitual entusiasmo y pide al obispo local la autorización necesaria. Unos meses más tarde, de regreso a Piacenza, relata este episodio a Antonio Fogazzaro, durante una conversación en su residencia episcopal. El escritor inmortalizó este encuentro en un relato breve, que describe la reunión con los indios. Scalabrini de hecho se dedica a la visita de algunas aldeas; le gustaría ir más al interior, pero falta el tiempo y la resistencia física. Del jefe de la tribu local recibe un regalo extraordinario: las vinajeras para la Misa, usadas por los misioneros jesuitas, que habían sido expulsados por el gobierno portugués; se las transmitieron de padre a hijo, así como lograron trasmitirse 23 algunos destellos de fe cristiana. En ese encuentro el jefe de la tribu le pide expresamente a Scalabrini que le trasmita al “Gran Sacerdote”, es decir al Papa, su deseo de tener algunos sacerdotes. Scalabrini, como recuerda el mismo Fogazzaro, junto a la petición, entrega al Papa las históricas vinajeras. Otra semana de viaje por río y llega a Puerto Alegre. Dos días más tarde viaja por el río Estrela y llega a Encantado, la primera parroquia Scalabriniana del estado de Río Grande do Sul. Allí, pasando de una ciudad a otra, durante veinte días consagra unas iglesias y administra algo así como 8.500 Confirmaciones. Predica en italiano; sin embargo, se le ocurre hacerlo también en portugués, en el santuario de la Virgen de Caraballo, ante la presencia de millares de personas. Muchas de ellas, conscientes de la presencia del obispo, pasaron la noche al aire libre en espera de la misa del día siguiente. Regresa a Porto Alegre y de allí pasa a Rio Grande; toma el barco para Buenos Aires, donde lo está esperando su hermano Pedro, también él un inmigrante, a quien no veía desde hace treinta y seis años. Cuarenta mil confirmaciones, cientos de miles de personas consoladas, docenas de iglesias consagradas… Se trata de estadísticas impresionantes que incluirá en su informe al Papa, que lo recibe en Roma con profunda gratitud. A finales de enero de 1905 Pío X quiere reunirse más de una vez con Scalabrini, “para beneficiarse –le escribe en la invitación– de sus consejos y de sus santas sugerencias”. Quiere que le detalle su viaje a Brasil; está ansioso por conocer la situación en ese país tan lejano. Los dos se han convertido en buenos amigos, después de cierta desconfianza en su mayoría causada por la mala fe de la prensa, que se remonta a cuando el Papa era obispo de Mantua y patriarca de Venecia. Como consecuencia del informe de su primer viaje a América 24 y de los buenos logros pastorales conseguidos, Pío X por fin empieza a comprender lo que realmente mueve el corazón de Scalabrini; entre santos al final logran entenderse. El encuentro con el Papa antes del viaje a Brasil y las bendiciones cotidianas prometidas por él, los acercaron todavía más. En los momentos difíciles del viaje el obispo se siente “sostenido” por la cálida acogida y por las palabras del Pontífice; lo alienta especialmente la bendición cotidiana a las siete de la mañana. Escribe a Mangot: “La recibo cada mañana de rodillas, y ella me infunde una seguridad, tranquilidad y serenidad que no sentí en mi otro viaje”. En los largos meses de mar y de selva amazónica se sintió mal un sólo día y, a su regreso, pregunta en broma a Pío X si tal vez ese día se había olvidado bendecirlo. Cuatro meses más tarde, al enterarse del grave deterioro de salud del obispo de Piacenza, el Papa le envía otra bendición adicional, la cual, sin embargo, no tiene ningún efecto terapéutico. Scalabrini es consumido por el cansancio y la enfermedad lo está venciendo. Le leen la bendición en un breve momento de lucidez el día antes de su muerte. Al recibir la noticia, Pío X llora, y su primer comentario es: “Hemos perdido uno de nuestros mejores obispos”. Algún tiempo atrás, había expresado su intención de elevarlo a la dignidad de cardenal y parece que sólo estuviese esperando el momento oportuno. Pasan ocho años, en 1913 en Como, se erige un monumento a Scalabrini, en la iglesia parroquial de San Bartolomé, donde fue párroco en los primeros años de sacerdocio, y San Pío X envía un autógrafo con palabras de un gran significado, que resumen como pocas la esencia de la vida y de la misión del obispo: “Sabio, manso y fuerte, incluso en situaciones difíciles siempre defendió, amó e hizo amar la Verdad, y nunca la abandonó ante amenazas o halagos”. 25 En una de las más conocidas cartas pastorales de Scalabrini, la del 16 de Octubre de 1896, todas estas características se concentran en la que él llama la acción Católica, entendida como la participación de los católicos en la sociedad. “Es justamente este el objetivo de la acción Católica: promover, con una organización que responda a las exigencias de los tiempos, este movimiento de retorno, presente ya en la conciencia de todas las personas honestas; llevar a Jesucristo a las escuelas, costumbres, familia y sociedad. Nuestra finalidad no es hacer política, como nuestros adversarios quisieran hacernos creer; nosotros queremos ante todo resanar el tejido moral... Queremos por el bien del pueblo, organizar instituciones benéficas, ampliar la ayuda mutua, favorecer la industria, facilitar el comercio, y acrecentar las obras de caridad, las cuales son más necesarias en nuestros días. Queremos también que la religión de nuestros padres sea respetada, que sea honrado el día del Señor, que se respeten nuestros derechos y los derechos sagrados de la Iglesia. Queremos que se aprecie el sacerdocio, que se eduque la juventud con sólidos y sanos principios morales, que los bienes públicos sean administrados por hombres que tengan sana moral y teman a Dios.Queremos la verdadera grandeza de nuestra patria; que la acción católica sea disciplinada y unida, porque solamente en la unión está el secreto de la victoria...”. Como sacerdote y obispo quiere ser pastor de almas a toda costa, sirviendo a la gente en todas sus necesidades: morales, físicas, económicas, sociales y espirituales. Si a los conceptos expresados en este texto de 1896, añadimos su extraordinario espíritu de oración, su profunda espiritualidad similar a la de un místico, su tierno amor a la Eucaristía, e igualmente su humilde devoción mariana, bien podemos entender cómo un simple hombre, probado por la enfermedad frecuente y por episodios de intenso agotamiento físico, haya tenido éxito en el logro de las labores asombrosas e iniciativas 26 que caracterizan su obra. Al término de su viaje a Brasil, pudo comentar: “Conforme a la necesidad, nuestros misioneros son apóstoles, médicos, campesinos, artesanos, consejeros: allí está el secreto de su éxito. Ellos conocen a cada una de sus ovejitas”. Es exactamente lo que quiere; sin embargo, nunca está satisfecho y siempre piensa en nuevos proyectos. Padre Domingo Vicentini, uno de los primeros scalabrinianos y superior general, al volver de Brasil con el fundador, cuenta que en el barco, una vez recuperado de la fatiga del viaje, “enriquecido por las nuevas experiencias y satisfecho con los frutos conseguidos, seguía imaginando cosas aún mayores”. Ideas y proyectos que sólo en parte logrará agrupar en un memorándum, enviado a Pío X pocos días antes de su muerte, en el cual propone instituir una específica Congregación eclesial para la atención de los migrantes de todas las nacionalidades, y al mismo tiempo sentar las bases para la presencia de los Misioneros Scalabrinianos y de las Hermanas Scalabrinianas en todo el mundo, con el fin de ayudar a cualquiera que sea forastero en tierra ajena. 27 28 Capítulo 1 En el regazo de mi madre Si bien es cierto que la vocación es parte integrante de la vida de una persona y lo que importa es la educación, la sensibilidad, el desarrollo moral y la voluntad de responder positivamente a la llamada, entonces para Juan Bautista Scalabrini todo empezó dentro de su familia el mismo día de su nacimiento, el 8 de Julio de 1839, en Fino Mornasco, cerca de Como. Su padre, Luis, tiene una modesta tienda de vinos en la plaza principal. La madre, Colomba Trombetta, es recordada expresamente por la gran fe y devoción a Cristo Crucificado y a la Virgen; fe y devoción que trata de inculcar en sus hijos. Juan Bautista es el tercer hijo; antes que él habían nacido Antonio y José, en 1834 y 1836 respectivamente. Ambos sufren reveces financieros, y Juan Bautista tiene que ayudarles más de una vez a encontrar la solución. En 1841 nace María Magdalena, llamada Nina; ella tuvo ocho hijos, de los cuales dos sacerdotes: Atilio Bianchi, quien trabaja por mucho tiempo en la secretaría particular de Benedicto XV y luego se hace monje en el monasterio de Camáldoli; el segundo, Alfonso, se convierte en párroco de Rebbio. En 1844 nace Josefina, llamada Pina, quien se quedó por mucho tiempo cerca del hermano, cuando era sacerdote y luego obispo. Cuatro años más tarde es el turno de Pedro, el primero de los dos hermanos “rebeldes” de Juan Bautista; en 1868 se va para Argentina, donde como docente de historia natural, se convierte en director de tres museos. Con Pedro, admirador de Augusto Comte, Juan Bautista tiene una animada correspondencia, dirigida a traerlo de regreso a la fe y a las enseñanzas de su madre; lo mismo ocurre con su hermano Ángel, nacido en 1851, profesor de cierta reputación con ideas liberales. En 29 un primer momento ingresa al seminario, pero luego es expulsado por haber escrito un breve poema con fuertes connotaciones nacionalistas. La última es Luisa, nacida en 1854, muy similar a Juan Bautista en la sensibilidad y la caridad. Es la única de sus siete hermanos y hermanas que en 1937 puede testimoniar en el proceso de beatificación. De hecho, Pedro y Ángel no heredan de sus padres el fervor de la fe que caracteriza a la familia Scalabrini; sin embargo, los dos mantienen un rico intercambio de ideas con el hermano sacerdote, en particular Ángel, muy estimado y muy conocido como profesor; no es ningún secreto que abandonó la carrera política para no perjudicar a Juan Bautista. Estamos en los años siguientes a la unificación de Italia y es fuerte el conflicto entre el Estado y la Iglesia. Cuando le proponen a Ángel presentarse como candidato para el parlamento, él se niega porque el hermano le había advertido que, simplemente por el hecho de presentarse a las elecciones, no podría recibirlo más en su residencia episcopal. Sólo más tarde Ángel recibe importantes cargos del gobierno e incluso se hará cargo de todas las escuelas italianas en el extranjero; todo sucede por pura casualidad con un viaje a Brasil, donde va para resolver una disputa sobre una herencia familiar. En Argentina, vive su hermano Pedro quien está realizando una brillante carrera universitaria y es en Brasil, como hemos visto, donde llega a su fin la trayectoria pastoral de Juan Bautista. Su hermano José es menos afortunado; en 1874 emigra a Argentina con su familia, seguido un mes más tarde por Antonio, que deja a su esposa y seis hijos en casa, bajo la tutela económica del hermano sacerdote, pero mientras Antonio regresa a Fino Mornasco casi dos años después, logrando una estabilidad financiera para su familia, de José no hay noticias, tragado quizás por Suramérica como decenas de miles de emigrantes en aquellos años. Sólo mucho más tarde sus nietos se ponen en contacto con los familiares de Italia, y así nos enteramos que murió en un naufragio frente a las costas de Perú. 30 La vocación a la solicitud pastoral hacia los migrantes nace en Scalabrini de su propia experiencia familiar, al igual que desde pequeño aprende a cultivar en familia la oración, la caridad y el amor al prójimo. Por otro lado, no es un ningún secreto que incluso su interés por la actividad catequética (que, como veremos, culmina con la organización del Primer Congreso Nacional de Catequesis y la redacción de un manual muy actual para los más pequeños), nazca precisamente, de su frecuente regreso a los recuerdos de la formación religiosa que recibió de su madre en edad temprana. Habla de ella en forma explícita en una carta de 1875, en la que le recuerda a su hermano Pedro la enseñanza cristiana: “Acuérdate de conservar los santos principios que nos enseñó nuestra madre, que yo he recogido en el librito que recibirás en pocas semanas y que te ayudará a ser siempre fiel a Dios”. El Pequeño Catecismo se publicó en esos mismos meses, en el décimo aniversario de la muerte de su madre. Ella había muerto el 4 de mayo de 1865, a los dos años de la ordenación sacerdotal de Juan Bautista. Dedicó el pequeño catecismo “a la bendita y dulce memoria de mi madre Colomba..., un modelo para las mujeres católicas, muy querida por todos, pero especialmente por los más pobres”. En este contexto Scalabrini madura la devoción a la Eucaristía, al Crucifijo y a la Virgen que están a la base de su intensa espiritualidad; con orgullo afirma haber asimilado estas devociones “en el regazo de mi madre”. Siendo obispo, en un discurso sobre el Crucifijo pronunciado en la catedral de Como, subraya: “Para los hijos de San Abundio (patrono de Como) la veneración del Santo Crucifijo se ha sentido siempre como una verdadera necesidad del alma; siendo todavía niños en el regazo de nuestras madres, hemos aprendido a invocarlo y nuestro amor por él se entrelaza con los recuerdos más dulces de nuestra vida”. Años más tarde, en otro discurso, recuerda que, “en familia, en medio de la alegre reunión 31 doméstica en la noche, a la hora indicada por su madre, se interrumpían los trabajos, toda la familia se arrodillaba frente a la imagen de la Virgen bendita y se rezaba el Santo Rosario”. El pequeño Juan Bautista asimila rápidamente esta espiritualidad y la hace suya, hasta el punto (como su hermana Magdalena le dirá más tarde a su hijo don Atilio Bianchi) de convertirse en un líder para sus compañeros de juego y de clase; los reúne en grupos pequeños y, como ocurrió con otros sacerdotes bien conocidos por su vocación temprana, se divierte celebrando la misa, improvisando pequeños altares, incluso con “sermones” inspirados en la Sagrada Escritura. Más tarde, estudiando secundaria, sus palabras captan la atención no sólo de sus compañeros, sino también de los vecinos y de los que trabajan cerca. Magdalena recuerda que su padre regañaba a su hermano porque, a menudo, durante la noche, en vez de dormir, rezaba. En la escuela aprende con extrema facilidad y es siempre el primero de la clase, gracias también a su comportamiento tranquilo y educado. En conclusión, desde la infancia es un modelo de esas virtudes que, como sacerdote y obispo, nunca dejan de sorprender a sus colaboradores y a otras personalidades bien conocidas por su vida de santidad, como por ejemplo don Guanella, su amigo, compañero de clase y de seminario, don Orione, Francisca Cabrini o escritores como Antonio Fogazzaro, semejante a él en la sensibilidad religiosa. Tiene dieciocho años cuando en 1857 entra en el seminario de Como; su ordenación sacerdotal tiene lugar el 30 de Mayo de 1863. 32 Capítulo 2 Serás Obispo En este momento no se pueden pasar por alto algunos, vamos a llamarlos, presagios de la misión a la cual Scalabrini parece estar destinado; a saber, algunos acontecimientos grandes y pequeños, transcurridos entre la fecha de su ordenación sacerdotal y la de su consagración episcopal, el 30 de Enero de 1876. El primer episodio se remonta en 1863; recién ordenado, Scalabrini comunica a sus familiares la voluntad de ser misionero, así que va a Milán y se presenta al Instituto para las Misiones Extranjeras, donde es acogido con los brazos abiertos. Su sueño es ir a las Indias, como se decía entonces, para ir como Misionero a Oriente; pero, el obispo de Como, monseñor Marzorati le prohíbe marcharse. Scalabrini volverá a este episodio muchos años más tarde, cuando siendo obispo, no deja de apremiar a sus colegas en el episcopado. Era frecuente entonces que a los jóvenes sacerdotes diocesanos se les impidiera ir a misión; Scalabrini por lo contrario siente que es necesario examinar estas elecciones desde una perspectiva diferente, porque “estoy convencido que uno de los medios más eficaces para conservar la fe entre nosotros, es procurarla a los pueblos que todavía no la tienen”. Lo singular, como veremos más adelante, es que incluso Santa Francisca Xavier Cabrini deseaba ir como misionera al Lejano Oriente, junto con sus hermanas, al igual que el santo jesuita del cual lleva el nombre. Va precisamente Scalabrini a convencerla, no sin dificultad, considerando el orgulloso carácter de la santa, de la utilidad de ir a América para asistir a los migrantes. La razón que llevó al obispo de Como a retener a Juan Bautista en la diócesis se aclara cuatro meses más tarde, cuando lo nombra director de disciplina (vicerrector) y profesor en el seminario. Se trata de una experiencia fundamental 33 para el joven sacerdote, que lo conducirá, siendo obispo, a dar particular atención a la formación de los sacerdotes. Más tarde, en agosto de 1867, ocurre otro interesante episodio; durante el período de verano, cuando la actividad en el seminario está suspendida, Scalabrini ofrece sus servicios en las parroquias de Como, aquel verano se encuentra trabajando en su ciudad natal, donde estalla una epidemia de cólera. En esos años el cólera, más que la fiebre tifoidea, causaba centenares de víctimas en la gran llanura y en las áreas cercanas; en Fino Mornasco los enfermos son muchos. La peor situación está en Portichetto, que tiene sesenta habitantes; al término del “terrible mal”, como se lee en los pocos epitafios de aquel tiempo, llegados hasta nosotros, la población se reduce a quince. Juan Bautista presta todo tipo de asistencia, remplazando al párroco, demasiado anciano para ese compromiso. Por su dedicación desinteresada el Gobierno le confiere una medalla de bronce dos años más tarde en el mes de mayo. Antes de regresar a su trabajo en el seminario está obligado a cuarenta días de aislamiento; se trata de una experiencia muy frecuente para los misioneros Scalabrinianos que asisten a los migrantes italianos en las Américas. En una epidemia similar padre Giuseppe Marchetti, cofundador de las hermanas Scalabrinianas, muere en Brasil, más o menos a la edad que tenía Scalabrini cuando servía en Portichetto. Los pocos años de trabajo de Scalabrini en el seminario son recordados por sus exalumnos como extraordinariamente eficaces. Se afirma que los apuntes de sus lecciones en las clases de liceo fueron transmitidos de un estudiante a otro por muchos años; este hecho es confirmado por monseñor Giuseppe Cattaneo, que entra en ese seminario en 1869 recibido por el propio Scalabrini, y que, elegido párroco de Fino Mornasco en 1902, se dedicará a recoger historias y anécdotas sobre la familia y la juventud de su antiguo maestro: “Sabía moderar amor y buena disciplina... nos hizo sentir el aliento 34 fresco y la corriente viva del pensamiento y del sentimiento moderno... Invitaba a los jóvenes a resguardarse de ciertas hipótesis hábiles y seductoras que no tenían algún fundamento... en cambio acogía los progresos de la verdadera ciencia”. En este tiempo nace la amistad con Jeremía Bonomelli, que se convertirá en obispo de Cremona y en su mejor amigo. Bonomelli es invitado a dirigir un retiro a los seminaristas de Como; a partir de ese momento los dos comienzan una correspondencia, un intercambio leal y continuo de ideas que nos da, no sólo una visión de la espiritualidad y del pensamiento de dos grandes hombres de nuestra historia reciente, sino también una clave prodigiosa para interpretar las luchas de la Iglesia y del nuevo Estado italiano a finales del siglo XIX. En el seminario, Scalabrini inicia una relación valiosa de amistad con uno de los profesores, el canónico P. Serafín Balestra, arqueólogo famoso y amante del arte, quien se dedica desde hace tiempo a la asistencia de los sordomudos, tanto que inventa un método fónico, u “oral puro” para que aprendan a comunicarse, método que se difunde rápidamente por Europa. Scalabrini va con él a visitar a los sordomudos y continuará ayudando y sosteniendo la obra de Balestra incluso como obispo. En la pobreza casi absoluta, el canónico visita las instituciones de acogida de toda Europa para “seguir mi vocación de ayudar a los pobres sordomudos”. A veces, completamente sin dinero, le pide a su amigo que lo ayude a emprender otro viaje, porque “dejar inacabada una obra bien encaminada es para mí un pecado imperdonable”. Se trata de cartas conmovedoras de un cura pobre, que para seguir su ideal se encuentra sufriendo privaciones de todo tipo. Balestra intuye de inmediato que Scalabrini posee todo lo necesario para ser obispo; al joven colega profesor le dirige una cita poética suya: “Si sigues tu estrella, no puedes dejar de llegar a puerto glorioso”. A menudo Balestra le recuerda que ha na35 cido precisamente para gobernar. Scalabrini, siendo párroco, se ocupa de la pastoral para los sordomudos y visita frecuentemente el instituto cercano de las Canosianas para ayudarlas a enseñar a algunas muchachas afectadas por este hándicap. Sin embargo, hay un aspecto en la vida del canónico Balestra que resulta ser aún más profético para nuestro relato. En 1885, después de haber viajado por Europa, quiere llevar su obra a Suramérica; sale para Argentina, en Buenos Aires se pone de inmediato a trabajar en el establecimiento de un instituto para sordomudos; sin embargo, después de un año es víctima de graves calumnias que lo llevan a la ruina financiera. Sin ningún medio de sustento y probablemente sufriendo una depresión severa, termina pidiendo limosna por la calle; ingresa al hospital italiano, donde muere el 26 de Octubre de 1886, no sin antes haber dictado un epitafio muy amargo: “Aquí yace el canónico Serafino Balestra. Vivió difundiendo la Palabra. Murió sin tener a nadie con quien intercambiarla”. Son palabras elocuentes, no sólo porque se refieren a la misión sacerdotal de Balestra y a su empeño de trasmitir la palabra a los sordomudos, sino también porque son bastante emblemáticas del fracaso de muchos emigrantes, que dejaron su tierra natal y se esfumaron en la corriente de la indiferencia humana. Estas son narraciones de degradación humana que están en la raíz del compromiso de Scalabrini en las Américas. Los grandes méritos de Balestra serán reconocidos sólo después de su muerte. En 1896 en Buenos Aires le erigen un monumento en el décimo aniversario de su muerte; ocho años más tarde Scalabrini, llegando a la capital argentina al concluir su visita a Brasil, rinde homenaje público a la memoria de su amigo y maestro, destacando que él y sus misioneros iban a continuar en América la obra iniciada en favor de los sordomudos. Scalabrini se ve atrapado en la primera discusión en el seminario entre transigentes e intransigentes, cuestión que 36 afectará fuertemente su vida y su obra. La dinámica es la misma, mientras algunos colegas lo elogian a capa y espada, otros lo acusan de ideas liberales. La ciudad de Como se había encontrado al centro de las operaciones militares de la tercera guerra de independencia italiana. En 1886, de primavera a otoño, las tropas de Garibaldi habían ocupado el seminario, usándolo como cuartel, y se había enardecido el debate interno entre profesores y clérigos. El hecho es que el 12 de Mayo de 1870, también a consecuencia de haber sido acusado de ser un liberal, Scalabrini es nombrado párroco de San Bartolomé, en las afueras de Como, una zona que no goza de buena reputación. No se sorprende en absoluto por esta decisión y reconoce inmediatamente los aspectos positivos, como resultado de una carta a su hermano Pedro: “Me encuentro bien. La población, de 6.000 almas, me quiere y me respeta, y estoy muy feliz de haber abandonado la dirección del seminario, que se estaba volviendo pesada... Puedo obrar mucho el bien y mi voz es escuchada... En general me siento orgulloso de mis feligreses. A pesar de ser considerados los peores de la ciudad, yo no los cambiaría por otros”; lo único que no lo satisface es la iglesia parroquial, demasiado pequeña para las necesidades. Treinta años después estará feliz de participar en la ceremonia de la colocación de la primera piedra de la nueva iglesia, con la cual él mismo había contribuido generosamente. En poco tiempo organiza el catecismo, se preocupa de capacitar adecuadamente a los maestros, prepara para ellos un manual que más tarde se convertirá en el famoso y ya citado “Pequeño catecismo” que publicará en 1875; se dedica intensamente a visitar a los ancianos y enfermos. Funda un oratorio masculino y una guardería para los niños; se relaciona bien con toda su gente, tanto es así que sesenta años 37 después, el párroco de la época, monseñor Esteban Piccinelli, se maravilla porque la gente conservaba “todavía viva” la memoria del párroco Scalabrini. Crea una asociación para el cuidado de los enfermos, inspira el nacimiento de una sociedad de ayuda mutua y apoya el movimiento católico obrero, que se inició en 1873 por obra de monseñor Andrea Miotti en la diócesis de Como. Como hemos visto, el interés de Scalabrini para asuntos sociales es evidente ya en los primeros meses de su sacerdocio. Pronto toma conciencia de la triste situación de los agricultores, puesto que siempre sobre ellos repercute la menor crisis política, cualquier enfermedad e inclemencia del tiempo;¸busca empleo para las personas necesitadas, llama a las puertas de los industriales. En un folleto de 1899 sobre cuestiones sociales, recuerda “las tristes jornadas en que, visitando a los enfermos y subiendo las escaleras inestables, yo no escuchaba el sonido fuerte del telar. Eran días tristes en todos los aspectos, porque con la miseria llegaban a menudo el desorden y el deshonor a las familias”. Estas son las razones por las cuales, en los años que siguieron, insistirá frecuentemente con industriales, parlamentarios y ministros sobre la necesidad de ayudar a los agricultores que decidieron emigrar, de trabajar en toda forma para que esto no ocurra y de hacer todo lo posible para ayudar y guiar a los italianos en el extranjero, tanto material como espiritualmente, ya que la migración es un fenómeno inherente a la naturaleza de las cosas. Cuando Scalabrini es nombrado obispo, a finales de 1875, casi nadie se sorprende; el párroco de San Bartolomé tiene sólo 35 años, pero ha demostrado sobradamente que es digno de la sede episcopal. En una carta enviada al mismo Scalabrini, el canónico Francisco Goggia de Biella afirma que cinco años antes, pasando por Como y al final de una larga 38 conversación con él, se convenció que llegaría a ser un excelente obispo. En Mayo de 1875, P. Pedro Caminada, vicario parroquial de Scalabrini en San Bartolomé, tiene un presentimiento; el cura tiene que reponerse y se va a Salsomaggiore, en la diócesis de Piacenza, para un período de descanso. Para entonces la ciudad había adquirido cierta fama para tratamientos térmicos, y la relativa prosperidad –combinada con un desafortunado desacuerdo entre el pueblo y el párroco local– había alejado a los fieles de la vida parroquial. P. Pedro va todos los días a rezar a la Virgen de las Gracias;¸un día le parece oír una voz y en él se materializa un pensamiento, una especie de revelación que, según sus propias palabras, suena aproximadamente así: “Dirás a tu párroco que va a ser obispo de Piacenza. Que se acuerde entonces de Salsomaggiore”. Una vez en casa, P. Pedro relata el episodio, Scalabrini minimiza y bromea al respecto: “Hijo mío, regresaste de Salso curado del cuerpo, pero enfermo de la mente”. Lo cierto es que más allá del donaire, Scalabrini, convertido en obispo, muestra su preocupación por la parroquia del pueblo termal y durante su primera visita pastoral se queda por un largo tiempo ante aquella imagen de la Virgen de las Gracias. En los meses siguientes trata de resolver el problema del párroco, Don Carlo Tizzoni, que ya había sido suspendido de la administración de los bienes eclesiásticos por su predecesor en Piacenza, Mons. Ranza, y que él destituye a través de la intervención directa de la Santa Sede. La secuencia de acontecimientos que lleva a Pío IX a optar por Scalabrini como Obispo de Piacenza no sólo es instructiva, sino también profética e incluso paradójica, pero en realidad puede ayudarnos a entender cómo la Divina Providencia, en su trato con los hombres, es a menudo obligada a seguir sus caminos intrincados. Decisivas en la elección del Papa habrían sido, probablemente, las conferencias sobre el Concilio Vaticano I y la infalibilidad del papa, que el joven párroco 39 dio en la catedral de Como, publicadas en 1872, con una segunda edición el año siguiente. El dogma de la infalibilidad había sido proclamado dos años antes y en Suiza, cerca de Como, se había desatado una protesta en la Iglesia que produjo el cisma de los Viejos Católicos. Scalabrini tiene la intención de reafirmar los principios católicos, responder a ciertos periódicos y “a la perfidia de algunos apóstatas”, que quieren retomar, promover y distorsionar los acontecimientos suizos. El libro agrada a Pio IX, quien se persuade de la “segura doctrina romana” de su autor; también le agrada a don Bosco, que está sirviendo como una especie de intermediario entre el Estado italiano y la Santa Sede, respecto a la aceptación del gobierno de los obispos nombrados recientemente y su poder temporal (el “exequátur”); en este contexto el fundador de los salesianos recomienda a Scalabrini al Papa. Más o menos al mismo tiempo, Lúcido María Parocchi, obispo de Pavía y más tarde cardenal, toma en consideración una acotación explícita, que le envió don Davide Albertario, director de L’Osservatore Cattólico. Más adelante, cuando la sede de Piacenza queda vacante por la muerte de monseñor Antonio Ranza, el 20 de Noviembre de 1875, Parocchi, a petición de Pío IX, recomienda a Scalabrini. Lo interesante es que tanto Parocchi como Albertario quieren premiar la ortodoxia católica de Scalabrini y su fidelidad al Papa; sin embargo, precisamente el intransigente Albertario será el más implacable detractor de Scalabrini desde los primeros años de su episcopado, acusándolo, con enconadas campañas mediáticas, de adherirse a ideas liberales y transigentes. Esta sucesión de eventos en la vida de Scalabrini se manifiesta incluso en la elección del lugar donde él iba a ser ordenado obispo, a saber, en la capilla de la Congregación para la Propagación de la Fe. La nota de su nombramiento es enviada al párroco de San Bartolomé el 13 de Diciembre; 40 en un primer momento Scalabrini pide ser eximido del cargo. Después, en su primera carta pastoral a los sacerdotes y al pueblo de Piacenza, escribe: “acepté resignado el ministerio impuesto, sin querer investigar las razones de la bondad de Dios y con la seguridad que me da la firme esperanza, en que aquel que obra su voluntad y planes en mí no dejará nunca de guiarme y ayudarme”. En enero pide directamente a Pío IX ser consagrado por el cardenal Alejandro Franchi, prefecto de la Congregación para la Propagación de la Fe, en la iglesia del Colegio Urbano de la misma Congregación, en plaza de España en Roma. La elección sucede principalmente por el deseo del cardenal, que había conocido al joven Scalabrini en Milán, cuando se había presentado con la intención de entrar en el Instituto para las Misiones Extranjeras; así, cuando se trató de consagrarlo obispo, quiso hacerlo personalmente. Esta es una muestra más de cómo la Providencia actúa en los hombres que confían en ella, conformando la voluntad de Dios a sus deseos más íntimos. Ese día el nuevo obispo recibe un regalo de Pío IX, un báculo que lleva el lema Charitatis potestas (El poder de la Caridad), con la invitación del Papa: “Sea esta la regla de su gobierno espiritual”. 41 42 Capítulo 3 Una noche en el gallinero Cuando Scalabrini anunció su primera visita pastoral a las cientos de pequeñas y grandes comunidades de su diócesis, el territorio de Piacenza contaba con 365 parroquias. De estas, al menos doscientas no eran accesibles por carreteras transitables; sólo se podía llegar a caballo, en mula o a pie; estas modalidades eran más o menos la misma cosa. Los numerosos senderos tortuosos y, a veces, las condiciones atmosféricas, aconsejaban desmontar y llevar el animal por la brida. Para el obispo esto no era un problema; él está listo para enfrentar cualquier tipo de adversidades. El 4 de Noviembre de 1876 anuncia su intención de realizar la visita y el 8 de diciembre comienza su peregrinación por pueblos y montañas. Él mismo resalta: “He iniciado solemnemente en la fiesta de la Inmaculada Concepción y tengo la intención de continuar sin interrupción para ver y abrazar lo más pronto posible a todos los venerables hermanos en Cristo y a mis queridos hijos; hablar con ellos personalmente y proveer a sus necesidades espirituales”. En las décadas anteriores, sus antecesores habían descuidado estas visitas a la diócesis; Scalabrini, entrando en Piacenza, se inspira en San Carlos Borromeo, que, apenas llegado a la diócesis de Milán, joven también él y como él débil en salud, comienza a visitar casa por casa el vasto territorio ambrosiano, algo que no se había hecho durante siglos. Otro obispo, el beato Paolo Burali, discípulo de San Carlos, había hecho lo mismo en Piacenza. Scalabrini ve en estos dos santos sus modelos pastorales; al igual que ellos se mueve con todos los medios disponibles sin importar las fatigas y enfermedades, al igual que ellos insiste, en cada oportunidad, en la devoción eucarística y en la necesidad de que todos tengan una buena educación religiosa. Anuncia seis visitas pastorales; logra iniciar y llevar a 43 término cinco de ellas, siempre con mucho éxito y excelentes resultados desde la perspectiva humana y espiritual, hasta convertirse en objeto de sarcasmo y ataques gratuitos por la prensa anticlerical, de inspiración masónica. Por ejemplo en la edición del 15 de julio de 1879, el Piccolo, que describe la acogida que había recibido Scalabrini en una de sus visitas, utiliza clichés muy forzados sobre los “cruzados victoriosos, sucios y repugnantes” y retrata la población jubilosa como una turba “que representa la ignorancia... la fuerza bruta y el fanatismo”. En este contexto se explican también los motivos que el prefecto de Piacenza presenta en 1877 para suspender la procesión del Corpus Christi. Una situación similar ocurre de nuevo en 1882; de todas maneras el obispo logra realizar la procesión el domingo siguiente, aunque con cierto temor a disturbios, como confiesa en una carta del 14 de Junio a Bonomelli: “Mañana voy a celebrar la procesión de la octava del Corpus Christi fuera de la iglesia, espero que todo proceda sin dificultad; pero los tiempos son terribles. ¡Dios me ayude!”. El Progreso del 29 de Mayo de 1880 aprovecha la ocasión de esa procesión para hablar de “mascaradas medievales”, que sería mejor realizar dentro de la iglesia para evitar “el lamentable espectáculo de las rutinarias cofradías con sus miembros viejos y decrépitos, el gentío de niños y niñas, algunas santurronas, una manada de clérigos fanáticos y una decena de imberbes y flácidos alumnos del Círculo Católico”. Los viajes ingratos por carreteras intransitables y senderos montañosos son frecuentes. El testimonio de los presentes, los propios escritos de Scalabrini y hasta los periódicos de la época, están llenos de historias increíbles, que describen incidentes y eventos insólitos, así como las recepciones extraordinarias o controvertidas, que recibió en las aldeas más pobres y aisladas. En su diario personal, en fecha 19 de Julio de 1877, 44 Scalabrini escribe que su secretario, monseñor Camilo Mangot “fue pateado por una mula, que lo mantuvo en cama por varios días causándole secuelas por varios meses”, incluso “el doméstico cayó del caballo, pero sin graves consecuencias”. El 18 de junio de 1885, durante su segunda visita pastoral, escribe a Mangot desde el pueblo de Borgotaro que su acompañante, monseñor Jerónimo Bianchi, cayó de su caballo “y que aparte de las contusiones, se rompió el brazo izquierdo”. Durante su cuarta visita un empinamiento del caballo le causa a Scalabrini una fuerte contusión y una herida, que como consecuencia producen el fastidioso hidrocele, del cual sufrirá por el resto de su vida y que, descuidado, lo llevará a la muerte. Dos incidentes inusuales, ocasionados por desatención e ignorancia de la gente, además de por la pobreza de los pueblos visitados, se resolvieron por suerte sin consecuencias graves; pero los periódicos locales se valen para etiquetarlos como un atentado. El primero es reportado por el Corriere Piacentino a finales de octubre de 1879, como “el suceso de Iggio”. El artículo corrige la noticia, publicada también por otro periódico en días anteriores, referente a un supuesto disparo contra el obispo. En realidad todo era parte de los festejos de los habitantes que recibieron a Scalabrini con fuegos artificiales, gritos de júbilo y disparos de rifles de caza. Un balín había golpeado el ojo del caballo del párroco, que se encontraba al lado de la cabalgadura del obispo; el pobre animal se había asustado, ocasionando nerviosismo en los demás animales y la consecuente caída de sus jinetes, de modo que se pensó en lo peor. Otro episodio curioso ocurrió tiempo después en Vicobarone, donde se conservan todavía las vinajeras para el agua y el vino de la misa que fueron la causa directa. Hechas con metal no apto para contener alimentos, pero de aspecto agradable, son elegidas por el párroco para proporcionar, en me45 dio de tanta pobreza, un poco de esplendor a la celebración presidida por el obispo. Sin embargo, la alteración del vino, causada por la oxidación, produce efectos desagradables en Scalabrini, que ocasiona un clamor de intento de envenenamiento. Las historias sobre el mal tiempo, unas verdaderas tormentas, que acontecen durante las visitas a las parroquias de montaña, merecerían un capítulo aparte. En algunos casos viene espontáneo relacionarlas con el suceso evangélico de la tempestad calmada, leyéndolas como obstáculos interpuestos por la acción del mal, con el fin de contener la extraordinaria capacidad del obispo de llevar paz y consuelo a las almas. Incluso la forma en que Scalabrini enfrenta estas situaciones y cómo sale de ellas, pueden ser fácilmente interpretadas en esta óptica. La vida de los santos, además, está salpicada por hechos similares. Muchos teólogos, entre ellos Benedicto XVI, leen ese pasaje evangélico de la misma manera; interpretan la furia de los elementos como una especie de oposición del maligno a la acción salvífica del bien supremo que opera a través de Jesús entre los hombres. Es curioso que dos notables sucesos de este género sucedan en la misma zona a veinte años de distancia, durante el verano de 1877 y 1897. En el primer caso Scalabrini se encuentra en la parroquia de Cogno San Bassano. Él mismo cuenta que en la mañana del 2 de Julio, cuando se despierta para ir, como programado, a visitar la fracción de Olmo, “encontré que estaba lloviendo fuerte, sin esperanza de cesar”. Todos quieren esperar que el tiempo se aclare; los testigos recuerdan que Scalabrini está preocupado porque hay gente que lo está esperando, así que decide ir de todos modos. “No querían que me fuera, sin embargo, yo subí a caballo con la ropa de invierno del párroco y con una gran bufanda de lana al cuello, de manera que nadie se hubiera imaginado ver al obispo en ese traje”. Lo acompaña por el camino únicamente el párroco que 46 viene con otra cabalgadura. La distancia no es corta. El tiempo en vez de mejorar empeora; después de una hora de viaje bajo una lluvia torrencial, comenzó a soplar un viento impetuoso, relámpagos y truenos recordaban el Sinaí. Los caballos se desbocaron asustados, sobre todo cuando los rayos caían cerca. El camino se había convertido en un riachuelo; sin embargo, con la ayuda de Dios, después de tres horas llegamos a Olmo”. Los dos viajeros encuentran que la gente está esperando al obispo, pero nadie lo reconoce vestido de esta manera. “¿Dónde está el obispo? ¿Porqué no ha venido?”. “Un momento” –contesta sonriendo Scalabrini, después de comentarios hechos con una ironía típicamente campesina– “Me cayó tanta agua que podría empujar un molino”. Sin revelar su identidad, pregunta por la casa cural. Entra, se cambia los vestidos empapados de agua y se va a la iglesia donde se pone los ornamentos sagrados y las insignias de obispo. El asombro de la gente es enorme; el pueblo entero asiste a la celebración. Sólo mucho más tarde, después del mediodía, “volvió el buen tiempo y llegaron también los que se habían quedado en Cogno”. Como decíamos, veinte años más tarde la escena se repite casi análoga: la lluvia torrencial, las insistencias del séquito para que no salga y él que se monta sobre la mula y se va de todos modos; sin embargo, esta vez la salida es desde Pradovera después de las celebraciones de la mañana y el destino es Cogno para las celebraciones de la tarde. Y no debemos pensar que llegando a estas pequeñas poblaciones, Scalabrini, aparte de las festivas acogidas de la gente, esperaba encontrar buenas comidas y alojamiento confortable. A menudo la pobreza de los párrocos es tal que 47 no pueden proporcionar una cama o una comida digna de tal huésped. Un día de verano llega al pueblito de Scópolo cuando ya es tarde. Está muy cansado, sin fuerzas, al borde de una crisis de agotamiento físico; tiene necesidad de comer, sin embargo, ni el párroco ni la gente habían preparado algo. El dueño de la taberna se las arregla para remediar un poco de caldo. El séquito del obispo se queja, pero él no; al contrario él reanima a los sacerdotes que lo acompañan y los invita a tener compasión del párroco anciano que “fue cogido de sorpresa”. Estos episodios se repiten con frecuencias y más o menos de la misma manera; hay ocurrencias, sin embargo, que van mucho más allá de lo que podría considerarse normal. En una de las aldeas de la parte superior del valle del Nure, el anfitrión es un sacerdote muy pobre, la casa cural es pequeña; hay espacio no más que para el cuarto pequeño del cura y una mísera cocina. Las dificultades encontradas durante el día han provocado un retraso de algunas horas con respecto a lo planeado. Habría tenido que regresar a la rectoría del vicariato, más abajo en el valle, pero ya es demasiado tarde para viajar y él está muy cansado; de todos modos al día siguiente tendría que volver, ya que no había podido celebrar los servicios religiosos, oír confesiones, entretenerse con la gente y visitar a los enfermos, como siempre lo hacía en cada pueblo, así que se queda, aunque sería mejor decir que se ve obligado a quedarse. Una obligación probablemente admitida por el mismo párroco. El pobre sacerdote ya entrado en años, por un lado es honrado por la presencia del obispo y por otra parte no sabe de verdad que ofrecerle; Scalabrini se niega a dormir en la habitación del párroco, nunca lo ha hecho y, por respeto, nunca lo haría. El sacerdote entonces decide arreglar de prisa una habitación pequeña, aún más miserable que el resto de la casa, si eso fuera posible. La cena es menos frugal que de costumbre; en el plato 48 del obispo aparecen dos huevos y un pescado del torrente, quizás un poquito más grande de lo normal, pero no de la mejor calidad. Conversando con el párroco sobre la situación de la parroquia, Scalabrini encuentra la manera de alabar la comida, anticipándose a posibles comentarios de los dos sacerdotes que lo acompañan, intuyendo, por los gestos de sus caras, que no habrían sido halagadores. Al día siguiente le resultará mucho más difícil dar las gracias por cómo pasó la noche. La pequeña habitación, que el párroco había preparado para él, con una litera reparada, un colchón de paja y sábanas muy lejos de su color original blanco; era muy parecida a un gallinero en el tamaño y la suciedad. De hecho, las gallinas estaban del otro lado de la pared en la cual se apoyaba la litera y, si bien todos los signos claramente visibles de las aves habían sido cuidadosamente eliminados del piso y las paredes, no hubo tiempo suficiente para refrescar las paredes con cal blanca que hubiera con toda probabilidad eliminado los signos menos visibles: piojos, chinches y otros insectos simpáticos. En una palabra, la noche del obispo había sido deleitada por tanta compañía, que no había pegado ojo y si lo hubiera logrado, el gallo lo hubiera despertado, ya que a partir de las dos de la mañana, consideró necesario que todos supieran quién era el verdadero amo de la casa. 49 50 Capítulo 4 El gran enemigo “No tengo nada que temer ni que esperar de los hombres. No me importan los chismes. Un hombre investido de la alta dignidad de obispo, tiene la obligación especial de no perder nunca de vista los ejemplos y las enseñanzas de Jesucristo; este es el secreto de mi paz”. Scalabrini ha sido obispo sólo un año, cuando en enero de 1877, escribiendo a la Beata Rosa Gattorno, amiga y fundadora en Piacenza de las Hermanas Hijas de Santa Ana, hace una breve evaluación de su actividad pastoral, destacando su compromiso para recuperar y fortalecer las raíces de la fe: “La gloria de Dios y la salvación de las almas, esta es mi bandera, y la suya también, venerable madre; del resto se encargará Nuestro Señor”. Él tiene el firme propósito de evangelizar y plena confianza en la Divina Providencia, a pesar de todo y de todos. Para él es suficiente “ver con tanto regocijo el despertar de las almas”. Por extraño que parezca, tal vez no hay otra afirmación que suene más moderna en la siempre brillante modernidad del pensamiento y acción de Scalabrini. La esencia de su santidad y de su plena estatura como obispo y como hombre está toda aquí. No detenerse nunca frente a un obstáculo, más bien encontrar siempre el coraje para enfrentar abiertamente al que, en palabras de San Pedro, merodea por las calles del mundo como “león rugiente”. Concepto que, ahora como entonces, es fácilmente identificable en el laicismo anticatólico y en la consecuente difusión de estilos de vida totalmente adversos a Jesucristo. Del resto, como narró el párroco diocesano don Calzinari en la causa de beatificación, Scalabrini solía utilizar a este propósito una expresión paradójica muy clara: “Subiría hasta al lomo del diablo, si supiera que me llevará a salvar un alma”. Una característica, señaló Calzinari, que lo hizo muy similar a san Juan Bosco, “a quien tuve la suerte de 51 conocer”. La consecuencia lógica de todo esto es la aparición de siempre nuevas personas en la lista de los que consideran a Scalabrini un verdadero enemigo de la civilización. “El enemigo más poderoso de nuestra sociedad en el norte de Italia es el Sr. Scalabrini, obispo de Piacenza; con su apertura, sus formas atractivas y su inteligencia, se sobrepone a todos y todo el mundo lo sigue ciegamente. Tres de nuestros hermanos murieron profanados por él mediante los ritos eclesiásticos; la logia masónica de Piacenza, un día floreciente, se encuentra en ruinas debido a sus engaños. Debemos oponernos por cualquier medio a la obra de ese enemigo formidable y destruirlo en el sentido masónico de la palabra”. Este texto es tomado de un acta de la logia masónica de Piacenza, pero, pasando por alto el contexto en que fue escrito, nos hace comprender la eficacia asombrosa de la acción pastoral del obispo. Parece que en una reunión de masones, celebrada en Milán en 1881, se habla de la necesidad de contener a Scalabrini para evitar el riesgo de que un día pueda ser nombrado jefe de la diócesis ambrosiana. Y unos años más tarde, en 1903, las cosas evidentemente no han cambiado si “Il Piccolo”, considerado el rotativo del más puro laicismo de Piacenza, juntando la acción de Scalabrini a la del obispo de Cremona, Bonomelli, escribe: “...las armas del clericalismo reaccionario se han mitigado para siempre... Sin duda la masonería es demasiado fuerte para ocuparse de los Bonomelli y de los Scalabrini... No puede ocurrir que los clericales tengan éxito en su juego de dividir estas dos inmensas fuerzas que tanto temen y que ya son dueñas absolutas del campo: masonería y socialismo”. Ya hemos señalado lo que hace Scalabrini tan odiado; no sólo convierte masones entusiastas y muchos anticlericales, sino que logra reavivar la fe en la gente de Piacenza, cons52 truyendo un renovado espíritu misionero y pastoral entre sus sacerdotes, centrado totalmente en la revitalización del culto eucarístico. Sobre todo, el obispo sabe poner a cualquiera, desde el primer encuentro, frente a sus responsabilidades. Aunque acogedor y disponible en las relaciones humanas, sus palabras y acciones tienen el raro don de hacer que la gente piense y tome decisiones; si hablamos con monseñor obispo, en seguida nos preguntamos dónde es apropiado estar. Con la capacidad típica de los grandes santos logra sembrar en la mente de su interlocutor la semilla de la duda, de manera que aclara inmediatamente qué significa estar en el camino de la verdad o pertenecer al mundo. El gran discurso eucarístico del Evangelio de Juan ha penetrado tanto en él que es parte de su vida cotidiana. El que lo conoce lo entiende de una vez. La invitación a la conversión, aunque no manifestada, es siempre explícita y siempre a nivel del interlocutor. Fuerte con los fuertes, débil con los débiles, culto con los cultos, humilde con los humildes. Como auténtico apóstol iluminado por el Espíritu Santo, sabe hablar los idiomas de los hombres, llegando directamente a sus corazones. Lo hace siempre con compasión e inteligencia. Una capacidad que también don Orione destacó en el proceso de beatificación: “Monseñor Scalabrini era uno de aquellos hombres que intentaban entrar en el campo adversario, concediendo lo más posible, sin comprometer lo esencial, con el fin de ganar los ánimos para realizar el mayor bien posible. En este sentido mi frase favorita es: entrar con la suya y salir con la nuestra”. 53 54 Capítulo 5 “Vamos a salvar un alma” “Si viene aquí le vuelo los sesos”. Estamos a comienzo de los años 90 de 1800. En una habitación del centro de Piacenza, un hombre muy conocido en la ciudad por su hostilidad hacia la Iglesia y la adhesión total a la ideología laicista, está viviendo sus últimos días, está gravemente enfermo. Todos conocen su juramento masónico y que por consiguiente rechaza abiertamente los consuelos de la fe; tan abierta y orgullosamente que muestra a todos los que lo visitan, el revolver que tiene en la mesa de noche, aclarando el propósito de matar con sus manos al sacerdote que sólo se hubiese atrevido cruzar el umbral de su habitación. La insólita historia llega a los oídos del obispo, quien decide ir en persona. “Voy yo”. El párroco refiere el hecho al obispo e intenta advertirle sobre los riesgos; pero Scalabrini le explica que su decisión es irrevocable, y si el pistolero se está muriendo, tiene que darse prisa. Unas horas más tarde sube las escaleras de Via Diritta, hoy Via XX Settembre. Supera la resistencia de los amigos del hombre, que tratan de defender su juramento masónico. Entra en la habitación del enfermo con la debida precaución: el resultado es increíble. Conmovido por la disponibilidad del obispo, dispuesto a arriesgar su vida por él, lo acoge amablemente, se confiesa y acepta recibir la unción de los enfermos. El eco de esta conversión es muy fuerte, porque se trata del enésimo caso y, como ya hemos observado, la prensa liberal está siempre dispuesta a fustigar los “atrasados” hábitos de los católicos y las supuestas violaciones del secreto religioso de las personas por parte de Scalabrini. Más o menos 55 diez años antes el periódico “Il Progresso” ataca duramente al obispo porque se atreve a interferir en las decisiones de los que quieren morir fuera de la Iglesia. El 9 de Diciembre de 1882 publica un artículo furioso, titulado: “Es hora de acabar con eso”. Concepto que se retoma explícitamente en el texto: “Hoy, monseñor Scalabrini visita personalmente al pobre Labbó para inducirlo a renegar los principios en los cuales vivió y a morir con todos los sacramentos. ¡Es hora de acabar con eso! No podemos tolerar que se le conceda, después de reiteradas protestas de la prensa liberal, visitar a una persona en agonía que ya ha manifestado el deseo de morir en paz sin los auxilios espirituales de la religión católica”. Y no se trata sólo de personas sencillas; se dice que in cluso muchos personajes famosos se dirigen a Scalabrini, incluyendo a personalidades del gobierno. Entre los episodios documentados hay dos de particular interés. El primero se refiere al ex ministro Emilio Visconti-Venosta. Para encontrarlo Scalabrini va en tren a Parma. Allí, en la estación, encuentra a un cura de su diócesis al cual justifica con toda simplicidad su presencia “fuera de su jurisdicción”: “Vamos a salvar un alma”. A menudo le ocurre que debe hacerlo en secreto, porque muchos de estos personajes no quieren que su conversión sea pública; como el alcalde de Piacenza Luis Arrigoni, quien todo hubiera deseado, menos que se supiera que se había convertido. En esa ocasión Scalabrini se encuentra en una parroquia de campaña en visita pastoral, recibe la noticia que el alcalde está enfermo de neumonía y que la situación es grave. Gracias a un amigo común, quien se interesa en el caso, encuentra la manera de llegar a él; en plena noche se va de San Polo, donde se encuentra, y llega a la ciudad en casa de Arrigoni, sin que nadie se dé cuenta. El encuentro es cordial y el alcalde acepta recibir los sacramentos. 56 Particularmente curioso, porque se refiere a un famoso estadista anticlerical de 1800 y porque confirma como la ideología laicista, aunque impuesta con la fuerza a las instituciones y al pueblo italiano, es poco creída interiormente incluso por parte de muchos que hicieron de ella su bandera, es el relato del intento del ex primer ministro De Pretis de consagrar su boda con el rito católico. Lo podemos leer en “Il Piccolo” del 11 de Septiembre de 1887 en un artículo con un título justamente sorprendente: “¿De Pretis católico?”. Según el relato, confirmado como verdadero también durante el proceso de beatificación, en los últimos meses de vida De Pretis contacta a Scalabrini por medio de uno de sus cuñados para preguntarle si está dispuesto a casarlo religiosamente con su esposa Amalia. El arreglo procede ágilmente. Scalabrini informa que está muy dispuesto y solicita como única condición el permiso del obispo de Tortona de la diócesis a la que pertenece De Pretis. De hecho se pide y se obtiene el permiso; se decide también que el matrimonio se va a celebrar en la capilla interna de la curia de Piacenza, donde De Pretis y su esposa llegarían lo más secretamente posible. Falta definir la fecha. El ministro está enfermo y se espera que se recupere en salud; sin embargo, De Pretis muere sin poder realizar su deseo. Es un episodio que ciertamente valdría la pena profundizar para comprender la verdadera entidad del anticlericalismo en la historia italiana, pero también para comprender las características de los sacerdotes como Scalabrini que durante decenios supieron abrir brechas profundas y a menudo resolutivas en las convicciones religiosas de muchos personajes de nuestra historia. Ciertamente no sorprende que la facilidad de relación de Scalabrini con estas personas haya suscitado alguna sospecha en la Iglesia. En el curso del proceso canónico, el Promotor de la fe pregunta varias veces a los testigos si están 57 convencidos de la sinceridad de estas relaciones. La respuesta del primer biógrafo, Francisco Gregori, está en perfecta concordancia con los testimonios de todos los que tuvieron la posibilidad de frecuentar al obispo de Piacenza: “Yo sé que no rehusaba mantener relaciones con esas personas; sé también que ellos de buena gana correspondían a sus modos corteses. Monseñor Scalabrini estaba movido por un principio superior que era el de la salvación del alma... Yo mismo vi diplomas de agregación a la masonería retirados por él después de la conversión”. Gregori afirma también haber visto cartas de amenazas y otros documentos desafiantes que demuestran cómo esa forma de acción pastoral fuese fuertemente atacada justo por su eficacia. En una carta de 1879 al cardenal Nina, el mismo Scalabrini cuenta haber “asistido a un pobre moribundo de la secta socialista, que, alcanzado por la gracia de Dios, murió arrepentido con los consuelos de la religión. Después de la confesión me reveló los proyectos infernales que tenían, si lograban realizar los atentados contra los reyes”. El mismo Scalabrini, en la carta ya mencionada a la madre Gattorno, afirma haber visto “con mucha satisfacción el despertar religioso” en su diócesis y asegura sentirse “evidentemente” asistido por Dios. Para probarlo confiesa: “Dos pobres masones, uno era gran maestro, me llamaron a su lecho de muerte y se marcharon de este mundo reconciliados, entregándome sus horribles insignias. Muchos otros regresaron al Señor. Mil veces bendito el Sagrado Corazón de Jesús y nuestra Madre Inmaculada”. 58 Capítulo 6 Todo para el bien de las almas Durante una visita pastoral al arciprestazgo de Bardi en 1894 Scalabrini escribe a monseñor Mangot: “Estas personas de montaña realmente no saben qué hacer para agradarme y mostrarme su veneración afectuosa”. Un mes más tarde desde San Quírico añade: “He terminado la visita a las nueve parroquias que residen en Borgotaro. En cada una tuve grandes consolaciones, en algunas grandísimas. Aquí hay fe; todos se acercan a los Santos Sacramentos y reconocen de verdad en el obispo al representante de Dios”. En Julio, tres años después anota todavía más entusiasta desde Óbolo: “He terminado el arciprestazgo de Béttola, de donde salí verdaderamente conmovido... Adornos, disparos de trikitraki y de escopetas, iluminaciones, fogatas, fuegos artificiales, gritos de ¡viva!, comuniones generales muy numerosas; en conclusión todo el bien de Dios. Es un pueblo de sentimientos vivos”. Luego, con una punta de tristeza observa: “Ojalá todas las parroquias fueran atendidas con sentido de amor y fe”. Esta es la gran preocupación de Scalabrini. Recorre su diócesis por todas partes para encontrar a su gente, tanta como pueda, con la firme confianza de llevar la esperanza de la fe al mayor número posible; es la misma ansiedad que lo impulsa a preocuparse por la fe de los migrantes y lo lleva a visitarlos en las Américas. Un impulso interior hacia la obra misionera de la cual le gustaría que fueran impregnados todos sus colaboradores, sus sacerdotes y las personas que tienen la causa de Cristo en el corazón. He aquí entonces la gran tristeza en sus palabras cuando se da cuenta que sus sacerdotes son los primeros en dejar de animar la vida de la fe y, a veces dan incluso mal ejemplo. Y si en algunos casos llega a reprenderlos abiertamente y a veces hasta removerlos 59 públicamente de sus cargos, a todos recuerda con insistencia la necesidad de conjugar la enseñanza religiosa con la trasparencia de la vida espiritual, llevando al centro de la actividad de la parroquia el culto eucarístico. De la Eucaristía emana el alma de la misión, la fuerza del testimonio, la capacidad de confiar en Dios para ir más allá de los propios límites, para poder dirigirse a las personas con ese cariño y disponibilidad que logran abrir las puertas de los corazones. A donde quiera que llegue, ya sea pueblo, ciudad o seminario, lo primero que pide es ir “a saludar al dueño de la casa”, una expresión que recuerda mucho a Santa Bakhita, la ex esclava africana que justo a finales del ochocientos inicia en Italia, primero en Venecia y luego en Schío, su extraordinario recorrido de fe, sin desistir nunca y durante toda su vida, de dirigirse a Dios con el apelativo veneciano El Parón. Y al igual que Bakhita, cuando entra en una iglesia se detiene por mucho tiempo de rodillas y si puede, lleva una flor para adornar el altar. Si la gente espera con impaciencia la llegada del obispo en sus comunidades, es porque él sabe entrar en empatía, en comunicación con las personas; aquellas personas sencillas, pobres, cansadas por los trabajos más humildes, prematuramente envejecidas, obligadas a enfrentar toda clase de dificultades, se quedan admiradas por la disponibilidad de este hombre que parece estar siempre dispuesto a desafiar las más duras situaciones, hasta el mal tiempo y las enfermedades, simplemente para pasar un día con ellos, comer con ellos, dormir como ellos, rezar con ellos, pasar horas y horas escuchando sus confesiones, confortar, visitar incluso al enfermo más humilde en la más miserable morada. Sobre su salud, en particular, la crónica registra muchas enfermedades repentinas; algunas son muy graves y afligen a Scalabrini durante las celebraciones y en los viajes. Su deseo de llegar a cada rincón de su diócesis lo impulsa a ir mucho 60 más allá de su resistencia física. De la correspondencia con el obispo Bonomelli y con el secretario Mangot, así como de algunos pasajes de su diario, aflora la tendencia a descuidar sus propias necesidades para llevar a cabo su misión. Tanto Bonomelli como Mangot siguen insistiendo en que se tome un descanso, un período de reposo en un centro termal. Él, sin embargo, es intrépido, continúa con sus compromisos y descuida su salud hasta el punto di sufrir episodios graves de agotamiento físico. Entre 1882 y 1884, durante la segunda visita pastoral, parece hostigado por enfermedades de todo tipo. El verano de 1884 es crucial. En un telegrama a Bonomelli, fechado 25 de Junio, le dice que, literalmente, “estuvo sólo a un paso de la tumba”. Tanto es así que los médicos lo obligan, y él acepta complaciente, a pasar dos semanas de descanso en Montecatini, pero el beneficio no es suficiente. El día de la Asunción es obligado a interrumpir la homilía en catedral; se restablece, pero tiene una recaída que lo obliga a la inactividad hasta diciembre. La correspondencia con Bonomelli arroja nueva luz sobre otro período difícil para la salud del obispo de Piacenza. En Octubre de 1889, concluidas ya las fatigas a causa de la difícil organización y la celebración del congreso catequístico, contrae el tifus. Después de un mes de tratamiento, aún no está seguro sobre sus piernas, sufre de temblores en las manos y escribe al amigo: “No estoy ni muerto ni moribundo..., pero de veras el mal no fue leve... me quitó la gana de todo regocijo”. Los médicos insisten, quieren que descanse; él antepone sus obligaciones, sin embargo, de hecho es incapaz de retomar la visita pastoral antes del mes de Mayo. En el verano de nuevo se ve obligado a rendirse. Se toma un largo descanso, “medicina muy amarga”, en Lévico y en Rabbi. Los médicos no quieren que regrese a su trabajo en la diócesis. En Octubre regresa a Piacenza, pero no pasan dos semanas 61 y de nuevo se ve obligado a una pausa, esta vez en el campo; esta situación provoca ansiedad incluso en la población de Piacenza, hasta el punto que en Septiembre la Unión Católica Obrera organizó una peregrinación al santuario de Fontanellato para pedir a la Virgen que interceda por la salud del obispo. Sufre, pero no se concede descanso; lo único que le interesa es “ver cómo el espíritu religioso sigue aún vivo y actuando poderosamente en los corazones de nuestra buena gente”. Los testigos hablan de los “frutos extraordinarios” producidos durante sus visitas. Francesco Gregori habla de “gente endurecida en el mal que volvía a Dios, escándalos que desaparecían, uniones ilegítimas que se regularizaban, odios inveterados que se acababan y por todas partes un florecimiento de obras religiosas y un nuevo despertar de vida cristiana”. Él mismo, describiendo los resultados de su primera visita pastoral a la Santa Sede, habla de “enemigos de Cristo y adversarios de la religión reconciliados con Dios”, de “grupos de pecadores conducidos del lodo de los vicios a una vida nueva, de cristianos descuidados que empezaron una vida fervorosa y en ella perseveran”, y del nacimiento “de un ejército bien entrenado de cuatro mil catequistas”. Scalabrini quiere ser sacerdote, pastor de almas y pescador de hombres; por esta razón pone gran énfasis al sacramento de la confesión, que él ve como una oportunidad para llegar a los individuos, uno por uno. Se sienta en el confesionario y escucha a los penitentes durante horas, nada más sencillo y a la vez más extraordinario. En una visita al pueblo de Scópolo despierta tanto fervor en la población que “alguien pensaba que hubiese descendido el Espíritu Santo”. Dondequiera que vaya, él predica, celebra y confiesa. Lo realiza con tanta intensidad que no deja a nadie indiferente. De una noticia de crónica sabemos que en 1878, durante la primera visita al pueblo de Fiorenzuola, “él mismo junto con otros dieciocho 62 sacerdotes escuchó las confesiones hasta altas horas de la noche y el domingo por la mañana dio comunión al pueblo durante tres horas seguidas”. Años más tarde, durante la cuarta visita, “siete sacerdotes no fueron suficientes para escuchar las confesiones de todos; el confesionario del mismo Monseñor fue sitiado hasta la medianoche. Al día siguiente, fiesta de San José, distribuyó la comunión durante más de dos horas”. Su interés por los asuntos espirituales es tan intenso que él quiere que su llegada sea precedida casi siempre por una misión parroquial o un retiro espiritual, confiados casi siempre a los padres Lazaristas o Capuchinos. La gente lo espera y él retribuye ofreciéndose completamente. En Junio de 1900, monseñor Pietro Piacenza, uno de los sacerdotes que lo acompañan, describe así el interminable número de eventos en una visita típica: “Confesiones hasta muy tarde por la noche... por la mañana de pie muy temprano, una vez más confesiones, una homilía muy breve, y Misa... Después de la celebración visita la sacristía, los ornamentos y los objetos de culto; mientras tanto los muchachos se disponen en los bancos para la Confirmación... El obispo dice unas palabras para ellos y los padrinos y administra el sacramento; después de hacer una primera ronda, en algunos lugares tiene que hacer una segunda y una tercera... El obispo realiza una inspección meticulosa de la iglesia... pasa después a la rectoría, inspecciona el archivo, mira los registros, revisa las cuentas... En la tarde la iglesia está llena, con dificultad se puede entrar... el obispo está con los niños del catecismo, su lugar preferido; los escucha, les habla, los bendice... Conmemora a los difuntos... y monseñor Scalabrini no conoce forma mejor de hacerlo que llevar todo el pueblo hasta el cementerio... La procesión regresa a la iglesia... su último sermón y la bendición a la gente que con tristeza lo ve marcharse... él ya está sobre el caballo para volver a empezar el día siguiente en otra parroquia...”. Al final de su cuarta visita, caracterizada, como hemos visto, 63 por enfermedades y largas convalecencias, Scalabrini subraya: “Me causaron gran alegría las comuniones generales, que llegaron a 187 mil. He confirmado a 60 mil niños...”. Son cifras que incluyen casi toda la población de su diócesis. Después hay que añadir “la bendición de 27 cementerios”, la consagración de numerosas iglesias y así sucesivamente. Su interés es ser todo para todos, como San Pablo. Considerando su mala salud, en la cuarta visita obra y trabaja convencido que será la última; no obstante convoca una quinta visita y la completa con el mismo ardor que la primera. En Mayo de 1905, poco antes de su muerte, en su última carta pastoral anuncia haber decretado la sexta visita. Ni siquiera logrará empezarla, pero en las motivaciones para sujetarse a este trabajo pastoral adicional, se encierra el motivo de su compromiso: “Seis lustros ya pasaron desde cuando esta porción escogida del pueblo de Cristo fue confiada a mi cuidado y de ella tendré un día, que puede no ser muy lejano, dar razón detallada. ¿Podré yo decirle con serenidad: Señor, aquellos que me diste los custodié y ninguno de ellos se perdió por mi culpa? Pensamiento terrible que está siempre en mi mente, que me preocupa y me anima a reparar, con esta visita general muy diligente, las fallas y defectos de mi largo gobierno episcopal... Seré feliz, si al terminar la visita realmente pueda repetir con el Apóstol: “Me hice todo para todos, para ganarlos todos a Cristo. He aquí la constante y suma aspiración de mi alma”. Teniendo en cuenta la muerte cercana del obispo, estas palabras pueden ser consideradas como su testamento, casi un epitafio. En ellas está presente todo el mandato evangélico: vayan, prediquen, conviertan y bauticen; y podemos leerlas también en una luz totalmente nueva, llena de candor, si escuchamos el enésimo testimonio recogido para el proceso de beatificación. Habla un amigo de Scalabrini, Luis Cor64 naggia Medici, que recogió muchas de sus confidencias: “Me decía un día: ‘Cuanto gozo en las visitas pastorales cuando me encuentro en las casitas de algunos párrocos pobres, de algunos queridos sacerdotes, que trabajan verdaderamente por las almas y que tienen mucho miedo de no salvarse. Me encuentro muy bien con ellos. Créelo, en las visitas pastorales se encuentran ciertas pobres viejitas tan llenas de Dios que es una verdadera alegría escucharlas...’ Y dos lágrimas le brillaron en sus grandes ojos”. 65 66 Capítulo 7 La montaña de carbón “Su Excelencia, a usted elevo mi corazón en una incontenible explosión de amor y gratitud. A usted le debo todo..., le debo a su bondad y compasión, el que se haya abierto delante de mí el camino que tenía que seguir... Dios le recompensará por el bien que ha hecho a un alma que anhelaba conocer la verdad, pero que hasta entonces no había encontrado la forma de llegar a ella”. Quince años de amistad guardados en estas palabras; las escribe el barón inglés Henry de Thierry el 4 de Marzo de 1895. Scalabrini y de Thierry se encuentran una tarde de Mayo de 1891. Durante su tercera visita pastoral el obispo se encuentra en Santa María del Taro, donde este noble inglés vive y trabaja desde hace dieciocho años; dirige la sociedad Candiani-Giraldi-Berni, que produce carbón de madera y alcohol, sacado de la destilación de la madera de haya. Al concluir otra intensa jornada de celebraciones, visitas a las parroquias, confesiones y coloquios con el clero local, el obispo tiene un breve encuentro con el barón, tan intenso, que concluye con una invitación muy informal para la cena, que Scalabrini acepta viendo la espontaneidad y, quizás, la oportunidad para el bien que podría provenir de la misma. Él es anglicano, fuertemente convencido de la bondad de su fe y no está en absoluto dispuesto a pactar con un sacerdote católico; sin embargo, tiene el gusto de la hospitalidad, ha oído muchas cosas buenas de Scalabrini y, siendo un gerente, se sintió atraído por su estilo sencillo, abierto y directo. El obispo le pidió poder visitar a sus obreros, en particular la pequeña comunidad de trabajadores de carbón, que durante nueve meses al año viven apartados del mundo en las laderas del monte Penna, en los límites entre las regiones de Liguria, Emilia y Toscana. Entre los dos nace instantáneamente simpatía y amis67 tad; en la casa del inglés hablan de todo. Ambos, aunque de manera distinta están interesados y preocupados por las condiciones de vida de los obreros y sus familias. Si hay alguna discrepancia, se trata de religión, un tema en el que la confrontación se hace particularmente intensa. Al barón de Thierry que está firmemente decidido a “permanecer en su creencia hasta el final de sus días”, Scalabrini responde mostrando la sensibilidad y la apertura del cristiano que sabe sembrar la Palabra, dedicándose con cuidado como un agricultor, para que el Espíritu encuentre un terreno fértil y la oportunidad de actuar, según los tiempos de Dios. En realidad, la cuestión del diálogo con los no creyentes, los hermanos cismáticos y los que pertenecen a otras religiones, es uno de los grandes intereses de Scalabrini. En su carta de Cuaresma de 1888 a los fieles de Piacenza, ilustra su programa pastoral en este sentido, basándose en la visión escatológica de una Iglesia que está por venir, pero que necesitamos preparar desde hora: “Separados del cuerpo de la Iglesia, ellos pertenecen a su alma y cuando la política no tenga más interés en conservar aquel muro de división; cuando los intereses de la tierra desaparezcan frente a los del cielo; cuando la gran ley de la caridad evangélica sea comprendida mejor y practicada por todos... entonces el Pastor universal será gratamente sorprendido al ver ovejas incontables, que le pertenecían, allí donde el ojo humano sólo podía ver lobos”. El intercambio iniciado en casa de de Thierry continúa los días siguientes, subiendo al monte Penna. El barón decide acompañar al prelado, alojándolo en la pequeña y rústica vivienda que él utiliza cuando va a la montaña para supervisar la producción o dar instrucciones a los obreros. Los dos se van a lomo de mula; el séquito del obispo se mantiene al mínimo. El paisaje es alpino; bosques de pinos y castaños dan paso a forestas de hayas seculares, prados, 68 pedregales y acantilados. De vez en cuando, y siempre con mayor frecuencia, en medio de claridades causadas por la tala de árboles, se levantan los conos negros y humeantes de los pilones, en cuyo interior la madera quema lentamente, en ausencia casi total de oxígeno, para transformarse en carbón. El campamento de los obreros se encuentra a unos 800 metros. En una carta a Bonomelli, enviada desde estos lugares para consolar a su amigo que estaba atravesando difíciles momentos, Scalabrini le escribe que se encuentra a 1200 metros, “cerca de las nieves perpetuas, lleno de alegría por la fe sencilla y genuina de esta pobre gente”. Los obreros son unos trecientos y viven en condiciones de inseguridad, algunos con sus familias. “Ellos son extremadamente pobres –continúa el mismo Scalabrini– cortan madera, cocinan el carbón y hacen otros trabajos parecidos; viven bajo robles seculares, protegiéndose de las intemperies bajo sus ramas”. Cuando el barón presenta al huésped, la fiesta es grande; el obispo se da cuenta de la miseria humana, social y moral de aquella gente que “nunca o casi nunca llega a disfrutar de la asistencia espiritual de un sacerdote” y se pone manos a la obra, regresando con alegría al trabajo del humilde párroco de campaña. “Hay necesidad de olvidar, mi querido amigo”, escribe por solidaridad con Bonomelli en la carta ya recordada, “al menos por unas semanas, las tristezas de la hora presente”. Como hemos recordado, se instala con sencillez en la cabaña de piedra utilizada por de Thierry y en poco tiempo la transforma en su palacio episcopal e iglesia catedral; se queda allí durante casi una semana logrando tener un encuentro personal con casi todas las personas. Celebra, enseña, confiesa, ora con ellos, intentando aliviar también materialmente su abandono y pobreza: “Con palabras y obras de piedad consolé aquella porción abandonada de mi rebaño, que me alegró mucho por la sencillez de su fe y costumbres”. El barón lo lleva a visitar los hornos de carbón, lo sigue 69 a todas partes, y está fascinado por la humildad y simplicidad de su actuación; esa caminata de montaña imprevista se convierte en el inicio de un camino difícil hacia la fe católica. Las palabras utilizadas por Scalabrini en su informe sobre el estado de la Iglesia de Piacenza en 1891, para describir los óptimos resultados pastorales de la visita a los obreros del carbón, probablemente se refieren a los signos de conversión que había notado en de Thierry: “En verdad, eminentísimos Padres, donde falta la obra de los hombres, abunda la gracia de Dios en los fieles que buscan a Dios con corazón puro y buena voluntad”. El recorrido del barón hacia la nueva fe no es por nada breve; después de haber estado expuesto a los efectos de la cálida humanidad de Scalabrini, sigue atrincherándose por años y con orgullo en sus creencias, pero los encuentros con el obispo, aunque muy diluidos en el tiempo, abren poco a poco brechas asombrosas en su corazón. Sin embargo, no son ciertamente las doctas discusiones doctrinales, las que le ayudan a cambiar su opinión, aunque en sus encuentros sean frecuentes, sino más bien son la amistad, la comprensión y la disponibilidad total del obispo, junto con su devoción sencilla y su confianza total y plenamente católica, en la Divina Providencia, típicas de Scalabrini. Así, después de algunos años en los que, sin dejar de ser anglicano, madura una actitud muy católica sobre la vida, decide recurrir a su amigo para dar el paso definitivo; la retractación se realiza con toda solemnidad en Piacenza, en las manos de monseñor Scalabrini el 13 de Febrero de 1901, diez años después de su primer encuentro. La intensidad espiritual de esa breve estadía en la montaña de carbón es confirmada por el regreso de algunos a la fe y por la conversión de dos obreros de religión valdense, procedentes de Torre Pellice; por lo demás, ya hemos visto y volveremos a ver cómo el camino de la actividad pastoral de Scalabrini es pavimentado por conversiones de todo tipo y muchas otras 70 sin duda ocurren hoy en día por su intercesión. Es bueno aquí recordar una de las últimas que se ha producido durante la peregrinación terrena de este gran obispo, también porque él mismo la documenta en una carta que envía a Italia desde Brasil, fechada: Bento Consalves, 12 de Octubre de 1904. Se refiere a una familia entera de Treviso, que en Italia se había adherido a una secta protestante. El relato de Scalabrini es de alguna manera el testimonio vivo de cómo, para él, la trasmisión de la fe y de la experiencia espiritual están inseparablemente ligadas a una relación profunda de auténtica humanidad. “En Alfredo Chaves –escribe– tuve la dicha de la retractación del protestantismo de la familia Busnelli, que había pasado a esa secta en Treviso. Presentes a mi llegada y a las pocas palabras de saludo en la iglesia de Chaves, les llegó la gracia de Dios y regresaron todos personalmente a la Iglesia, menos el padre anciano, pero él también fue muy respetuoso conmigo. ¡Que Dios extienda sobre él su bondad misericordiosa!”. Se trata de una forma de concebir la acción de cada cristiano en el mundo que, cuando se aplica a toda la iglesia, se hace universal. En su discurso en la catedral, a conclusión de las celebraciones del 800 aniversario de la primera cruzada, proclamada por Urbano II en el Concilio, celebrado en Piacenza en 1095, Scalabrini proclama: “El objetivo supremo establecido por la Divina Providencia para la humanidad no es la conquista de la materia a través del progreso científico, no es la formación de esos pueblos en los que se encarna, de vez en cuando, el genio del poder, de la ciencia, de la riqueza, no; es la unión de las almas en Dios por medio de Jesucristo y de su representante visible, el Papa”. Es la cruzada a la cual Scalabrini aspira y que ve encarnada en la obra de León XIII. El obispo insiste firmemente en el mismo discurso, haciendo un paralelo de singular actualidad entre Urbano II y el Papa reinante, el cual, después de haber 71 proclamado la cruzada contra las sectas subversivas en la encíclica Humanum genus y la cruzada en favor de la reconciliación entre las clases sociales para el triunfo del verdadero progreso en la Rerum Novarum, finalmente había empezado, con la encíclica Praeclara, “la santa cruzada que las resume y las corona todas”, la cruzada “por la unión de todos los pueblos en una sola familia”. 72 Capítulo 8 Sacerdotes “La santidad del pueblo depende de la santidad de los sacerdotes”. Para Scalabrini se trata de una verdad fundamental, tanto es así que siente la necesidad de volver a confirmarla en uno de sus primeros documentos episcopales, diez meses después de su consagración. Sobre ella funda la acción pastoral, tanto en su diócesis como en tierra de misión y así como se manifiesta afable y cordialmente servicial con los sacerdotes que orientan toda su actividad al bien de las almas, es igualmente severo e intransigente, si bien con caridad, con los que traicionan su vocación. La lista de los párrocos removidos de sus cargos es bastante larga para mostrar lo mucho que el obispo contaba con su total colaboración para la santificación del pueblo a él confiado. Sobre todo, en los primeros años de su episcopado (a parte del caso excepcional de Miraglia que analizaremos más adelante) no duda intervenir con firmeza, mostrando particular atención a las necesidades de la gente, a sus quejas, a su malestar espiritual, moral y pastoral, aunque sin renunciar a una justa autonomía de juicio. Después de haber observado repetidamente y verificado que el párroco de Villora falta sistemáticamente “a sus deberes de párroco”, lo invita a dejar la parroquia, “algo que realmente ocurrió, con la aprobación de la población”, anota un testigo al proceso para la beatificación de Scalabrini. Mucho más dura es la solución adoptada en el caso del párroco de Corneliano en 1879. Indaga escrupulosamente sobre la actividad del sacerdote, sus hábitos y resultados obtenidos; entonces, sin avisar a nadie, llega de improviso a la parroquia a tiempo para celebrar la misa principal del domingo. La gen73 te se queda asombrada cuando en lugar del párroco ve salir de la sacristía para la celebración a monseñor Scalabrini; su asombro es aún mayor cuando desde el altar anuncia que con aquel gesto pretendía destituir al párroco y que, a partir de entonces, se comprometía a encontrar a un pastor digno para aquella población. De acuerdo a la nota publicada el 22 de Septiembre en Il Progresso, el anuncio es recibido con gritos de “¡Viva el obispo!” Para Scalabrini el ejemplo es esencial; a los párrocos pide integridad, disponibilidad constante, devoción, oración, espiritualidad, y todas ellas abiertamente observables por igual. Él es el primero en mostrar estas cualidades, como hemos intuido de las vicisitudes de sus visitas pastorales. La santidad debe ser el ideal de todo pastor y a este fin “deben ser dirigidas todas sus aspiraciones”. Este es el camino que el sacerdote tiene que recorrer a toda costa y con la mayor decisión. “No son suficientes un deseo o una decisión irrelevante; se necesitan un deseo y una voluntad que sean comparables al hambre y a la sed... Es santo lo que está totalmente quemado sobre el altar de Dios”. Y nadie debe pensar que no está hecho para a la santidad: “No hay motivo para tener miedo cuando se oye hablar de santidad; la santidad, esa perfección posible en esta vida, no es algo absoluto, exento de cualquier imperfección: de hecho incluso el justo peca siete veces al día. La santidad consiste en un impulso constante para conseguirla”. En el mismo texto, sacado de uno de sus discursos en el segundo sínodo diocesano, Scalabrini afirma que la llamada a la santidad “se ha dado a todos, porque a todos se dirigen las palabras: ‘Este es mi hijo amado, en quien me complazco, escúchenlo’. Pero sobre todo a los sacerdotes se les dice: ‘quien me sirve, que me siga’... Por eso, tengan a Cristo siempre en su mente: presenten al pueblo su forma esculpida en 74 ustedes, para que todos se alegren y se sientan inspirados a ser santos”. Fuente y alma de la santidad son la oración, la intensa vida sacramental, la adoración eucarística y el culto mariano. Para el obispo de Piacenza ser sacerdotes significa vivir las virtudes del cristiano, para suscitar en los demás el deseo de imitarlas. En este sentido el momento de mayor visibilidad del sacerdote es la celebración de la Misa. “La Misa es como el sol del cristianismo, el alma, el centro de nuestra santísima religión”; por eso, “celebren santa y religiosamente el Sacrificio de la Misa, prepárense para él con toda piedad, absortos con todo su ser en la meditación a tan alto misterio. Y para hacerlo más santamente, revisen bien su conciencia con un examen diligente, cuidadoso y frecuente”. Durante el tercer sínodo diocesano, el obispo reafirma el concepto de que el sacerdote no puede de ninguna manera beneficiar a otros “si antes no se beneficia a sí mismo”. “Algunos se dedican tan intensamente a salvar a otros, que pierden poco a poco el espíritu; terminan perdiéndose y no salvan a los demás”. Además “están los que se quedan en la casa parroquial como comerciantes en sus tiendas. Si son solicitados, responden en seguida…, pero no son movidos por celo pastoral; no se preocupan por las necesidades y peligros de sus ovejas”. En este sentido Scalabrini recuerda que el sacerdote debe ser capaz de encontrar a la gente por la calle para “invitarla a entrar... Estos son los pastores llenos de fervor que son tan necesarios hoy en día”; no deben preocuparse o perder su entusiasmo si “su trabajo no produce frutos inmediatos y abundantes”, porque, afirma citando nuevamente el Evangelio, no siempre los que recogen son los que siembran y “recuerden que con la ordenación sacerdotal recibieron la obligación de curar, no de sanar”. Al mismo tiempo “es fundamental saber” que las obras de Dios no se emprenden “con espíritu 75 humano”, porque de lo contrario no habría fruto o muy poco”. Citando a Elías y a Tertuliano, señala que el espíritu del Señor no se encuentra en el terremoto, ni en el fuego o en el viento impetuoso, sino en la dulzura y mansedumbre. “Con cualquier otro espíritu los párrocos y las personas dedicadas al cuidado de las almas obstaculizarán el crecimiento de la santidad”. En la carta que anunciaba su primera visita pastoral de 1876, después de haber puesto en evidencia los problemas de la sociedad y la necesidad de que los cristianos respondan con valentía y con claridad de las obras, invita al clero a empeñarse con las palabras de San Gregorio Magno: “Sean puros en sus pensamientos, prudentes en sus acciones, discretos en el silencio, productivos en el hablar, cercanos al que sufre, elevados por encima de todos sus fieles en conversar con Dios. Con los buenos háganse casi como uno de ellos por humildad, pero superiores a ellos en su sed de justicia. No dejen que las ocupaciones externas les quiten su riqueza interior, ni que ésta les impida sus deberes externos”. En conclusión, prosigue Scalabrini, “doblen sus esfuerzos y empeño para defender a su rebaño de la corrupción del mundo y de las insidias del error...” Espiritualidad, piedad y anhelo de santidad, son estas las virtudes que Scalabrini propone y exige a los sacerdotes de su diócesis; objetivos que para ser logrados necesitan empeño en la oración, la meditación diaria, la adoración eucarística y la devoción mariana. “En la oración –insiste en el primer sínodo– estalla el fuego, en la oración nos acercamos a Dios para que nos llene de la luz de la gracia interior... Por eso, fijen cada día un tiempo para meditar en las cosas del cielo y no lo descuiden nunca... No se dejen llevar por el deseo insano de ayudar a los demás descuidándose a ustedes mismos... Hacen daño a sí mismos los sacerdotes que descuidan la meditación”. En el segundo sínodo añade, en forma más severa: 76 “El sacerdote que descuida la meditación diaria no será santo, sino que probará la desolación”. “El que no se confiesa cada semana también está muy lejos del camino de la santidad”, como el que no practica el examen de conciencia diario. “Tal examen es necesario sobre todo para los sacerdotes, para que conozcan lo que edifican sobre el fundamento de la fe y de la vocación: oro, plata, heno o paja”. A tal fin, siempre en el segundo sínodo, dicta algunas normas prácticas a las cuales los sacerdotes deberían ajustarse, “para una exacta distribución del trabajo durante todo el día”. Para empezar “conviene que el pastor de almas se levante después de seis o siete horas de descanso”, porque “no se puede esperar mucho de un sacerdote que se levanta cuando el sol ya está alto y celebra la Misa tarde en la mañana”. Después de la meditación y la oración mental, que debe ser considerada “la primera ocupación del sacerdote, la base y el fundamento de su vida pastoral”, celebrará la Misa, “seguida siempre por un conveniente y devoto agradecimiento”. Luego invita a no descuidar nunca el examen de conciencia del mediodía y de la noche, además de la lectura de los textos sagrados o de un libro de espiritualidad. Invita a conservar la dignidad y el decoro “en el vestido, en el caminar, cuando se detiene o se mueve”. “Estén contentos con una comida sobria y frugal, así como con muebles modestos, más bien pobres. A lo largo de su vida huyan de la pompa, el lujo y refinamiento, así como de la ambición y vanidad... No sean codiciosos de dinero y de lucro. Si son pobres, no deseen ser ricos para no caer en muchas tentaciones y en la trampa del diablo. No lleven de mala gana su pobreza... Nada les va a faltar a los que temen al Señor e invocan su santo nombre”. Pero al mismo tiempo, “los que disfrutan de importantes beneficios eclesiásticos, reparen su iglesia, decórenla con adornos hermosos, dótenla de enseres dignos... Con el cari77 ño de Cristo, distribuyan los bienes eclesiásticos a los pobres, a las viudas, a los enfermos, a los peregrinos, a todos los pobres y necesitados; si les niegan los alimentos necesarios cuando pueden ayudarlos, se hacen culpables de lesa caridad delante de Dios”. En este contexto de crecimiento humano y pastoral encajan a la perfección las repetidas normas sinodales sobre la obligatoriedad del retiro espiritual por lo menos cada tres años para todos los sacerdotes; también cuando uno recibe una nueva asignación y cada año durante los primeros seis años para los sacerdotes recién ordenados. Estas prácticas llevaron pronto un nuevo despertar espiritual en el clero de Piacenza como lo indican con eficacia unos testimonios de religiosos, especialmente jesuitas y lazaristas, llamados a orientar los retiros. Uno de ellos, padre Alejandro Mancini, escribe a Scalabrini en Septiembre de 1877 que él “nunca había experimentado una mayor satisfacción” que en la dirección “en estos días pasados” del retiro espiritual de “una parte de su clero”: “Dios bendiga grandemente las santas intenciones de su Excelencia”. 78 Capítulo 9 Pocos, pero buenos Una de las principales inquietudes del obispo Scalabrini es la formación espiritual de sus sacerdotes, y con ella la necesidad de hacer nacer y crecer nuevas vocaciones, ofreciendo a todos, incluso a los más pobres, la posibilidad de seguir la llamada de Cristo al sacerdocio. Lo importante, como a menudo insiste de palabra y tal cual actúa, es que la bondad y la sinceridad de la vocación sean cuidadosamente verificadas. El hecho de que haya comunidades de montaña sin sacerdotes es un problema, pero los daños a las almas causados por un sacerdote que provoca escándalos son enormes y varias veces insanables. “Desafortunadamente –anota el obispo en la carta pastoral para la cuaresma de 1892– existe hoy algún Judas, existió ayer, existirá mañana, existirá siempre”. Debemos llevar al sacerdocio a jóvenes que, como escribe Scalabrini citando el tercer capítulo de la primera carta a Timoteo, sean capaces de conservar el misterio de la fe en una conciencia pura; entonces es necesario seleccionar, subir el nivel de empeño en el estudio, en la espiritualidad y en la caridad. Uno debe saber cómo excluir a los que no son aptos para realizar el ministerio, porque el sacerdote “es una persona sagrada, un hombre de Dios y, por esta misma razón, “un hombre social por excelencia”. No es casual que algunos biógrafos de Scalabrini, documentando la situación de los seminarios de la diócesis de Piacenza en los años inmediatamente posteriores a la llegada del obispo, recalquen no sólo el resurgimiento vigoroso en lo académico, en la organización y en las prácticas de oración, sino también la reducción substancial de los clérigos próximos a la ordenación; Mario Francesconi, entre otros, habla de una 79 verdadera “purga Scalabriniana”. En 1897, cuando su obra ya había dado lugar a un consistente número de vocaciones, el mismo Scalabrini en una carta confidencial al amigo Bonomelli rechaza de plano a un clérigo, del cual le había hablado, que había sido expulsado del seminario de Brescia y que aspiraba entrar en el seminario de Piacenza; para explicar su “no” utiliza una curiosa y eficaz comparación: “Los sacerdotes, usted lo sabe, son como las medicinas. No hay que tomar más de lo necesario, ¡de lo contrario habrá problemas!”. En resumen, como a menudo el obispo recuerda a sus colaboradores más cercanos, mejor pocos sacerdotes, pero buenos. Si este es el concepto claro de Scalabrini sobre el tema, como afirma incluso en su carta pastoral de 1892 (sucesiva a la de la cuaresma, recién citada), totalmente dedicada a la formación en sus seminarios, las dificultades para implementarlo se presentan inmediatamente enormes. Podemos empezar con la dificultad de encontrar a profesores capaces de enseñar todas las materias que la moderna formación de un sacerdote, tanto que el obispo envía de inmediato a algunos jóvenes sacerdotes a Milán para que obtengan los títulos necesarios para la enseñanza. Cuando llega a la diócesis, hay tres seminarios. Todos menos uno tienen enormes problemas financieros y tanto la vivienda como los servicios educativos están en mal estado; sin embargo, el problema más grave es que están en conflicto entre ellos debido a las controversias doctrinales que dividen el clero contemporáneo entre Tomistas y Rosminianos y por tanto entre transigentes e intransigentes. Estas disputas conducen a divisiones apasionadas en la diócesis y contribuyen a la explosión del llamado “cisma Miraglia”. Sin embargo, en cuanto a la formación de los nuevos sacerdotes, Scalabrini logra mejorarla en gran parte con la 80 reintroducción en la enseñanza de la teología de textos bien cimentados en el tomismo, pero leído e interpretado de manera más acorde a los tiempos. Por lo demás está bien recordar, porque se trata de uno de los aspectos más significativos de la acción de Scalabrini en la Iglesia y en su tiempo, que muchos fueron sus esfuerzos para que las dos partes dialogaran. Estaba convencido que sólo a través de un frente unido, la Iglesia italiana habría tenido la fuerza para superar el difícil momento de contraposición con el Estado y con la ideología liberal y masónica. En la “Relatio et vota... super virtutibus” (1986), es decir en la lectura crítica de los testimonios y documentos recogidos para el proceso de beatificación, se anota que “sin duda el Siervo de Dios nada omitió con tal de consolidar la unidad del mundo católico italiano” y, en este sentido, resulta significativa la “estrategia pastoral de una renovación espiritual implementada por el obispo de Piacenza”. Esta estrategia prevé como primer y esencial paso la introducción en los seminarios de enseñanzas y ejercicios de oración dirigidos a consolidar la formación eclesiástica desde el punto de vista espiritual, con la finalidad de relegar las disputas doctrinales a un plano secundario en la misión del sacerdote; entre otras cosas establece la obligación del retiro espiritual a principio de cada año escolar, un retiro mensual de una jornada, la obligación semanal de la confesión, la meditación y la santa misa diaria. Pide a los rectores que guíen a los seminaristas con rigor moral y una sana disciplina, procurando, al mismo tiempo, estar siempre cerca a cada uno de ellos con “paternal” disponibilidad. En esta óptica se compromete personalmente a visitar con frecuencia los seminarios, pasa tiempo con los estudiantes, interactúa con ellos para evaluar mejor su vocación; en las numerosas visitas pastorales a las parroquias de la ciudad, como en las aldeas más remotas, busca siempre la 81 manera de reunirse y hablar con los jóvenes que están interesados en el sacerdocio, dispuesto a ayudar y convencer a sus familias, cuando sea necesario. El primero de los tres seminarios de Piacenza es el Seminario Urbano fundado en 1569 por el beato Paolo Burali, obispo de Piacenza y amigo de San Carlos Borromeo; se encuentra todavía en la ciudad, en la calle que hoy se llama Vía Scalabrini. Fue ampliado a inicios de 1800 con la anexión del antiguo convento de las Hermanas Capuchinas de San Carlos, hoy casa madre de los Misioneros Scalabrinianos. El segundo es el Colegio Alberoni (1732), en las afueras de Piacenza; el más próspero económicamente porque podía contar con un imponente legado del fundador, el cardenal Julio Alberoni. El tercero, último en orden de fundación (1846) es el seminario de Bedonia, a los pies del Apenino parmense; fue edificado especialmente para responder a las exigencias de aquellas difíciles áreas de montaña, quizás la zona con el más duro contorno geográfico de la diócesis de Piacenza. La llamada “cuestión filosófica” nace de la historia reciente de los dos seminarios principales, el Urbano y el Alberoni. El primero, en particular, había conocido su máxima notoriedad, también a nivel nacional, en las primeras décadas de 1800, cuando ocupaba la cátedra de filosofía el canónico Vicente Buzzetti, promotor del neotomismo, de ideas intransigentes y absolutamente cerradas a las novedades intelectuales del siglo; con él, la mayor parte de los profesores tenían fama de intransigentes, y formaban un cuerpo impenetrable también para los rectores que, como Juan Bautista Moruzzi, tenían tendencias liberales. La línea intransigente se restablece cuando el obispo monseñor Ranza, antecesor de Scalabrini, nombra rector a Francisco Botti. Este cambio coincide con el regreso de Piacenza bajo el dominio austriaco. Es un momento crítico para el clero de 82 Piacenza, porque el duque Carlos III inicia una especie de represión en contra de los sacerdotes y las congregaciones consideradas patrióticas, liberales o simpatizantes de la monarquía piemontesa, como los Padres Lazaristas que dirigen el Colegio Alberoni; además, el hecho que el Alberoni esté abierto a la visión filosófica y patriótica de Rosmini agrava las discrepancias políticas, el mismo obispo Ranza es calificado pro-austríaco. Sin embargo, debemos recordar que el obispo Ranza defendió con fuerza el seminario de Bedonia, de la decisión austriaca de suprimirlo, aún cuando era guiado por los Lazaristas y considerado a favor de los motines del Resurgimiento de 1848. El hecho es que en 1860, con la anexión al Reino de Saboya, el seminario Urbano es cerrado, el obispo condenado a la cárcel y multado con el pretexto masónico de supuestas conspiraciones antipiamontesas; se trata de un período oscuro que termina sólo en parte con la nueva apertura del Urbano en 1868. Entretanto el Colegio Alberoni logra salvarse de la avidez del estado que quiere confiscar los bienes religiosos, porque consigue ser considerado obra de asistencia piadosa. Monseñor Antonio Ranza empieza la compleja y costosa obra de readquisición de los bienes religiosos confiscados, que habían sido subastados. Scalabrini lleva a término esta obra y no duda en calificar como sacrílegos a los que obstruyen el intento de la Iglesia para recuperar la posesión de sus bienes. Este escenario nos hace comprender como el obispado de Scalabrini está en el surco marcado por su predecesor. Él mismo lo afirma en sus escritos; en 1893, inaugurando un monumento a Ranza, señala entre otras cosas, “su saber, modestia, piedad, desapego de las cosas terrenas, la devoción a la Cabeza de la Iglesia, la caridad, la vida de sacrificio y de martirio... Admiré en él el celo muy ardiente por la gloria de Dios y por la salvación de las almas, recomienda con palabras 83 muy humildes a su sucesor la ejecución de varias programaciones... Recogí aquellas palabras con profundo respeto, diría también alegría y traté de ejecutarlas lo más pronto posible”. Los dos obispos, en fin, tenían diferentes métodos y diferentes prioridades pastorales, pero no ideologías opuestas; sin embargo, como Ranza fue acusado de intransigencia y oscurantismo, a la par Scalabrini tiene que sufrir injustamente desde el principio por la denuncia de ser pro-rosminiano, liberal y transigente. Todo esto ha de entenderse en la lógica de contraposición, a menudo insidiosa y mezquina, arraigada en algunos miembros del clero de la época, que en Piacenza se identifica justamente con las divergencias entre el Seminario Urbano y el Colegio Alberoni. Esta situación provoca un profundo disgusto en Scalabrini y, como se dijo, lo lleva a tomar decisiones para uniformar la enseñanza teológica y filosófica. En 1876, en la relación sobre el estado de la Iglesia de Piacenza, anota: “Aunque haya encontrado motivos de mucha alegría en la formación de los clérigos como había sido establecida por mis predecesores, he concluido que algunas cosas relativas a la unidad de doctrina y a la extensión de los cursos dejaban mucho que desear. En este contexto puede leerse el empeño de Scalabrini para el renacer del Pontificio Seminario Lombardo en Roma, cerca de la basílica de los santos Ambrosio y Carlos en el Corso. Había sido cerrado en 1870 debido a la toma de Roma por la Casa de Saboya y la consiguiente suspensión de muchas instituciones religiosas, entre ellas la Universidad Gregoriana, donde estudiaban los seminaristas del Lombardo; fue abierto de nuevo gracias al encuentro y a la colaboración entre Scalabrini y el cardenal Eduardo Borromeo, protector del seminario y, gracias también, al compromiso de importantes benefactores como Tomás Gallarati Scotti. La idea fue la de sensibilizar a 84 todos los obispos de las diócesis del Norte de Italia, para que se preocuparan y enviaran a Roma a dos de sus clérigos con relativa financiación para estudiar en el Seminario Lombardo. El objetivo principal de Scalabrini es restablecer la unidad doctrinal en las diócesis del Norte; una consideración que resulta explícita en una carta al cardenal Borromeo, en la cual confirma su empeño “de dar vida a una institución que considero no sólo muy útil, sino necesaria para las diócesis del Norte de Italia, en las cuales hay tantos desacuerdos doctrinales que dividen al clero y rompen sus filas en perjuicio de las almas y de la unidad de acción, tan recomendada por el Santo Padre y tan necesaria en esta maniobra atroz de los enemigos”. Una forma de contribuir efectivamente a la unidad de pensamiento era la de ofrecer el estudio en Roma a los clérigos más prometedores, en “las escuelas de los jesuitas” y luego darles importantes responsabilidades a su regreso en diócesis. La experiencia que Scalabrini había realizado como rector del seminario de Como lo afianza en esta idea; mucho más, ya que en la basílica de los santos Ambrosio y Carlos, donde surge el seminario, se conserva una importante y milagrosa reliquia de Carlos Borromeo, un santo que por su lucha contra la herejía protestante se erige como punto de referencia para la ortodoxia católica. Por otra parte, Scalabrini considera fundamental que la iniciativa quede en Roma bajo los auspicios pontificios, tanto es así que en una nueva carta al cardenal protector pide expresamente que se solicite la intervención personal del Papa, para poner aún más presión sobre los obispos más indecisos: “El Instituto ciertamente florecerá si va a aparecer como obra de nuestro glorioso Pontífice, por eso sería ideal poder decirles a los obispos que el Papa asumió la inversión inicial. Desde el principio el proyecto encuentra serias dificul85 tades precisamente a causa de las divisiones antes mencionadas de la iglesia de Piacenza. De hecho uno de los primeros alumnos del seminario es Luis Marchi, proveniente del Colegio Alberoni, quien, después de tres meses de permanencia en Roma, escribe una carta pidiendo regresar a Piacenza para concluir sus estudios porque se siente discriminado por el rector, monseñor Ernesto Fontana, de ideas intransigentes, porque él venía del Colegio Alberoni, conocido por ser rosminiano. En efecto Fontana, incluso por admisión de Scalabrini, tiene “prejuicios injustos”. El asunto, sin embargo, crea no pocos problemas al obispo, porque alguien había “dado información engañosa al Santo Padre”. En una audiencia privada con el Papa León XIII, después de defender la ortodoxia del Colegio Alberoni, Scalabrini amenaza con renunciar, afirmando que “si las palabras de los demás eran más creíbles que las del obispo, en ese caso al obispo no le quedaba más remedio que depositar la mitra a los pies de Su Santidad”. Según cuenta Cornaggia Medici, “el papa se convenció y al día siguiente volvió a invitarlo para que lo visitara y le entregó un comunicado elogioso”. 86 Capítulo 10 El seminarista en el almacén de trigo “Cuando su hijo concluya la primaria, usted me lo recordará”. La mujer observa al obispo con atención; él está sentado en la oficina, detrás del tablón que el párroco usa como escritorio. Más o menos son las tres de la tarde. Después de las confesiones y la solemne celebración de la mañana, en la cual participó prácticamente todo el pequeño pueblo de Scópolo, atascado en la iglesia, Scalabrini recibe a los fieles que desean hablar con él, antes de ir a visitar a unos enfermos y a cuantos no pudieron encontrarlo por graves dolencias. Aquella mañana en su sermón había hablado largo y tendido sobre la importancia del papel de los sacerdotes en la comunidad humana, exhortando a las familias, pobres o ricas, para que no fuesen a obstaculizar a sus hijos e hijas que manifestaran la inclinación hacia la vida religiosa. “... Admiren la dignidad y el poder del sacerdote católico. No sólo Jesucristo vive realmente en él, sino a través de él ejerce continuamente todas las funciones divinas que llevan a la santificación de las almas y a la salvación del mundo; por eso el sacerdote católico no es solamente Jesucristo que vive en el hombre, lo que es privilegio de cada cristiano, él es Jesucristo que opera en el hombre, él es Jesucristo que habla, Jesucristo que sacrifica, Jesucristo que perdona, Jesucristo que salva... Él trabaja como representante de Dios, enseña como maestro, sana como médico, sentencia como juez, lucha como soldado, edifica, sacrifica, consuela... Es por eso, que los grandes santos tuvieron siempre al sacerdote en la más alta estima y en la veneración más profunda. Decía San Francisco de Asís: “Si yo encontrara simultáneamente a un 87 ángel del cielo y a un sacerdote, daría la izquierda al ángel y la derecha al sacerdote...”. “Y entonces” –añadía Scalabrini con tal fervor y familiaridad que daba a muchos de los presentes la impresión de referirse precisamente a ellos– “en el mérito de todas las obras del sacerdote, participa también el cristiano que puede decir: ‘Es gracias a mí que aquel joven se hizo sacerdote’. ¿Salvará él las almas al igual que el sacerdote? Sí, en cierta manera las salvará también él y salvará al mismo tiempo la suya. La cosa más bella a los ojos de Dios es cooperar con él para la salvación de las almas...”. Y no faltaba un punto, dulce y severo a la vez, sobre el compromiso que las familias tienen que asumir para facilitar la vocación de sus hijos, “cultivarla, desplegarla, defenderla, sintiéndose muy honrados por ella”, porque “muchas vocaciones preciosas se pierden míseramente por culpa de los mismos padres...” Estas palabras deben haber dejado un signo, si además de la mujer, frente al obispo con su hijo de más o menos ocho años de edad, hay otras dos familias en espera de su turno cerca de la puerta. En su testimonio en el proceso de beatificación, esa misma mujer, Adele Bracchi, maestra de Scópolo, recuerda los “buenos frutos” producidos por las palabras de monseñor Scalabrini: “En nuestra parroquia de 400 almas fueron ordenados siete sacerdotes en pocos años”. El obispo, tal como había prometido en ese sermón, aceptó a todos para que estudiasen en el seminario, aunque las familias de algunos de ellos no tenían medios para cubrir sus gastos. Así, dos años más tarde, la maestra Bracchi va a Piacenza para encontrar a Scalabrini; con ella está el hijo, el futuro monseñor, arcipreste de Caorso, que acaba de terminar la primaria. Todo está en orden, la maestra le recuerda al obispo 88 todos los detalles; él, tranquilo, inicia una conversación que lo muestra en toda su humanidad: “Recuerdo, recuerdo. Pero ¿usted tiene el dinero para pagar sus estudios hacia el sacerdocio?” “Sinceramente –afirma la mujer casi balbuceando– tengo sólo el dinero para regresar a Scópolo”. “Pero, ¿no sabe cuánto cuestan los estudios de un sacerdote? ¿No sabe que los seminaristas son muchos, que el obispo no tiene dinero suficiente y que las familias tienen que sustentar los gastos?” Una ráfaga de preguntas formuladas con afabilidad y con una paterna sonrisa, sin otra intención que probar la resolución de la mujer, medir la firmeza de su elección y la de su hijo. “Me dejó dudando por un momento, aunque su sonrisa abierta revelara su deseo de ayudarme”, dirá más tarde la maestra, narrando cómo el encuentro con Scalabrini había cambiado su vida. En realidad, de la respuesta del obispo se comprende que la decisión de admitir al pequeño Lázaro ya había sido tomada: “¡Bien! El señor rector me presentó los documentos de su hijo, él puede entrar en el seminario. Le pido que le recomiende buena conducta y estudio; si en tres meses, después de un examen, alcanza a sustentar sus títulos de estudio, le será otorgada una beca completa”. La mujer trató de expresar su gratitud, pero, recuerda, el obispo la interrumpió y le dijo: “Ore, ore por mí, y con eso me despidió”. Los documentos que han llegado hasta nosotros relatan muchos ejemplos similares. Muchos jóvenes pobres con verdadera vocación son acogidos con brazos abiertos por Scalabrini, a pesar de los graves problemas financieros en que están los seminarios diocesanos. Se trata de vocaciones bien escogidas; esto se demuestra por el hecho de que muchos de estos jóvenes llegan a cubrir papeles importantes en la vida espiritual de la diócesis y, una vez asumidos cargos im89 portantes o consagrados obispos, describen siempre como revelador su encuentro con el obispo de Piacenza. El mismo Scalabrini cuenta cómo Francisco Sidoli, que llegaría a ser obispo de Rieti y arzobispo de Génova, se le presenta sosteniendo su interés por la vida eclesiástica. “Excelencia, soy huérfano de padre y de madre. Sea usted mi padre y acójame en su seminario”. El obispo conforta al muchacho, promete su interés y, visiblemente conmovido por sus palabras, llama al tesorero del seminario para presentarle el caso. A las réplicas relativas al penoso estado de las finanzas diocesanas, Scalabrini lo detiene cortante: “¿Cómo podemos decir que no? Entonces, ¿ha comprendido? Acójalo y sosténgalo”. Algo similar sucede con el joven Francisco Torta, al cual años más tarde confiará importantes iniciativas para la formación de los jóvenes y la promoción de las vocaciones pobres. Scalabrini responde con firmeza usando una expresión típica de Lombardía para comprometerse: “Ghe pensi mi”. “¡Me encargo yo!” Esta afirmación aunque aparentemente prosaica, sin embargo, esconde una entrega y un compromiso que duraría por años con insólita intensidad. De hecho, uno de los primeros problemas del obispo Scalabrini nace de la urgencia de resolver las graves dificultades económicas en que se encuentran los dos seminarios diocesanos, que describe, en la mencionada relación de 1876, “agobiados por las deudas y por una gran escasez de fondos”. Él explica cómo enfrentó parte del débito con la ayuda “de Dios y de la Santa Madre Iglesia” y añade haber asignado 6.000 francos para Bedonia y 30.000 para el Urbano, pero “tengo necesidad de mucho más tiempo y trabajo para sentirme contento de haber conseguido para ellos una base financiera sólida’. Mientras tanto, está pensando cómo hacer frente a la 90 crisis de vocaciones que, aunque no era tan crítica como la de hoy, se manifiestaba ya en aquellos tiempos, provocada por lo que hoy llamaríamos el laicismo exasperado del Estado y la consiguiente exclusión en las escuelas de los maestros y de las enseñanzas católicas. Esta crisis se ve agravada, como hemos visto, por el hecho que los seminarios, impedidos por falta de recursos, no pueden aceptar las vocaciones de tantos jóvenes cuyas familias no están en la capacidad de costear los gastos de estudio, alojamiento y comida. Antes de resolver el problema, Scalabrini, algunos años más tarde, toma unas iniciativas; en particular confía a monseñor José Masnini de Cornati, un amigo suyo de familia bien acomodada, la gestión de una hospedería para seminaristas pobres al lado del Seminario Urbano; al principio esta iniciativa parece funcionar muy bien, pero después de unos años, presenta problemas debido a la incapacidad administrativa de Masnini, así como a las faltas de disciplina interna y de relación con el obispo. Scalabrini, aunque convencido de la buena fe y bondad del amigo, se ve obligado a alejarlo, entre incomprensiones y procedimientos judiciales. De la lección de la hospedería Masnini, nace sin embargo la Obra de San Opilio en favor de los clérigos pobres; esta iniciativa es anunciada con la publicación del estatuto y de la citada carta pastoral del 1 de Mayo de 1892: “... Nuestros seminarios son pobres y pobres son generalmente los muchachos que son admitidos... ¡Qué tormento para el corazón de un obispo tener muchas veces que negar la entrada a jóvenes prometedores por falta de medios!”. Luego apela a la caridad de todos, porque “sólo su caridad, hermanos e hijos míos, puede liberarme de tanta angustia... Me gustaría que cada parroquia o por lo menos cada vicariato de la diócesis” se comprometiera a financiar “al menos” una beca completa para seminaristas pobres: “Esta es precisamente la Obra que yo propongo...”. Para reforzar aún más esta propuesta se comprome91 te ante la diócesis a “patrocinar” él mismo dos becas para clérigos pobres en el Seminario Mayor; de hecho llegará a patrocinar por completo cada año una decena de ellas. Invita a todos sus sacerdotes para que se interesen personalmente al florecimiento “y al cuidado con especial diligencia” de nuevas vocaciones, incluso a través de la sensibilización de las familias; luego se dirige a los laicos ricos con palabras que revelan el concepto que Scalabrini tiene de la función del obispo, dispuesto a humillarse para cumplir con sus deberes pastorales de la mejor manera: “Yo me pongo a sus pies en nombre de mis hijos más pequeños, les ruego y les suplico, por el amor entrañable de Jesucristo, que también ustedes les ayuden”. Estos conceptos expresados sin duda según el estilo típico de su época, nos dan en algunos casos una visión mística de la vida del obispo de Piacenza, como en esa imagen poética que Scalabrini emplea para que sus interlocutores comprendan que donando a la Obra de San Opilio no tienen que preocuparse si los jóvenes que estudiaron con su dinero no siempre perseveraron en el camino del sacerdocio: “De cien gotas de lluvia que caen en tierra, noventa y ocho se convierten en barro, pero de las otras dos, una cae en la frente del niño que se bautiza y dona un hijo a la Iglesia y la otra cae en el cáliz del sacerdote, convirtiéndose en una con la sangre de Cristo para dar Dios al mundo”. El éxito de estas iniciativas se comprueba con el aumento de los seminaristas. De cerca de doscientos seminaristas en 1891 en los Seminarios Urbano y de Bedonia, se asciende a más de trescientos en 1900; a esta cifra hay que añadir los 60 seminaristas regidos autónomamente por el Colegio Alberoni. En 1900 se llega asimismo al culmen de las ordenaciones sacerdotales, que alcanzan el considerable número de 36. El obispo se vale de esta gran vitalidad voca92 cional y la promueve constantemente desde el punto de vista espiritual. Por lo que concierne el aspecto material, en muchos casos toma el dinero de su fondo personal para asegurar alojamiento y comida tan sólo a un seminarista más. Igualmente se puede hablar de las continuas solicitudes a amigos y conocidos instándoles a comprometerse para asegurar pastores a la Iglesia. Se dirige tanto a pobres como a ricos; con estos últimos, usa palabras fuertes: “Su dinero –afirma en la citada carta pastoral para la fundación de la Obra de San Opilio-, ese dinero tan peligroso para su salvación eterna, puede formar apóstoles que salvan las almas... Abran sus manos benéficas y preparen el camino para los hombres de buena voluntad, para los ministros dispensadores de la misericordia divina. No me puedo imaginar cómo se podría hacer mejor uso de su dinero...” Y el dinero fluye en sus manos con una velocidad extraordinaria; así como llega de mil fuentes, se distribuye para una variedad de necesidades. A los clérigos más pobres que tienen que prestar el servicio militar, les paga el impuesto de 1500 liras para reducir el período a sólo 12 meses, en lugar de los ordinarios 24 ó 30. Recibe en sus seminarios a los clérigos de otras diócesis que están prestando servicio militar en Piacenza, permitiéndoles que hagan uso de sus horas libres para la oración y el estudio. Pero cuando los recursos no son suficientes o no logran resolver el problema, Scalabrini no se desanima, utiliza bien lo que tiene, confía en la intuición, en la inspiración del momento y, testarudo, insiste en la necesidad de hacer todo lo posible para el bien de las almas. Incontables veces, como San Pablo, ha comprobado que “la caridad no se equivoca” y actúa de esta manera, incluso en contra de la lógica común. 93 “El que hace el bien nunca se equivoca”, dirá unos años más tarde uno de sus más grandes admiradores, el venerable padre Juan Semeria. Un sacerdote, ordenado en 1903, relata en una carta que pudo continuar sus estudios en el seminario sólo gracias a la resolución de Scalabrini; el hecho ocurre a finales de 1800. A pesar de todas las actividades diocesanas en favor de las vocaciones pobres, el clérigo es expulsado del Seminario Urbano por cuestiones económicas. En su desesperación va donde el obispo; después de haber comprobado que no había otro motivo y convencido de su buena vocación, le promete que será acogido en el seminario de Bedonia. Sin embargo, el asunto no es tan sencillo, el rector le comunica que no hay cupo. Entonces Scalabrini decide ir personalmente a Bedonia, aprovechando la ocasión para una de sus visitas periódicas al seminario, aunque el viaje no es corto ni la carretera de las mejores, considerando su salud siempre inestable. Llega al seminario con la tranquilidad de costumbre y la afabilidad que lo caracteriza; quiere saber por qué el clérigo no ha sido aceptado, luego inspecciona cada habitación. Lo hace siempre para comprobar el estado del seminario y además la calidad de sus vocaciones. Ese día lo hace también para ver si efectivamente no hay espacio físico, como le habían dicho. Realmente en los alojamientos no hay cupo para otra cama; sin embargo, en cierto momento se encuentra frente a una puerta cerrada con llave sin anotación de su uso. Le informan que es un almacén. Pide que lo abran. Es una pequeña habitación transformada en granero que tiene una ventana. Hace trasladar los costales de trigo al pasillo, manda que se limpie y se organice como cuarto para dormir. Ahora hay cupo para el seminarista e incluso mejor de lo que tienen los demás huéspedes, que seguramente no duermen en habitaciones individuales. 94 Esta preocupación por los seminaristas se remonta a los años en que fue rector del seminario de Como. Uno de sus alumnos de la época, José Cattáneo, que más tarde será monseñor y párroco de Fino Mornasco, pueblo natal de Scalabrini, recuerda el momento de su llegada al seminario. “Era el 4 de Noviembre de 1869 y yo, bastante torpe y perdido en mi nuevo vestido clerical, fui introducido y presentado por mi madre al reverendo rector Scalabrini. Él, en cuanto me vio, me acogió con una sonrisa cálida y me llamó familiarmente por mi nombre: “José, ven; me siento feliz por tu llegada, era uno de mis deseos” 95 96 Capítulo 11 ¡Si quiero, puedo! Si Scalabrini era exigente con sus sacerdotes, lo era aún más consigo mismo; la atención y la caridad, que practicaba hacia ellos, no eran muy diferentes a la firmeza con que llevaba su vida interior. “Monseñor Scalabrini no deja en paz a nadie”, anotaba con admiración burlona don Maloberti, canónico de Piacenza. Este concepto es expresado por el rector del Seminario Urbano, P. José Cardinali, con abundancia de detalles y ejemplos en su testimonio al proceso diocesano: “Él era muy atento con sus sacerdotes; me decía que cuando se daba cuenta que un sacerdote descuidaba sus deberes espirituales diarios, lo observaba con más atención y cuando encontraba un momento libre durante su visita pastoral, lo invitaba a unirse a él en la oración de la Liturgia de las Horas...”. De esta manera el obispo podía observar el breviario del sacerdote, constatar su uso y si las señales del libro estaban al día. Pero, atención, señala el mismo Padre Cardinali, su vigilancia no era severa, sino amable, llena de consejos, de participación, de largas charlas, de palmaditas y, cuando era posible, compartiendo un trago juntos. Una vez, cuenta Cardinali, durante la oración de Completas con un párroco anciano, durante una visita pastoral, ve en el libro la nota marginal “hic bibitur (¡Aquí se bebe!)”. El sacerdote, disimulando la nota, continúa la lectura, pero el obispo lo interrumpe: “Antes de continuar, hic bibitur”. Naturalmente el pobre párroco, sorprendido en flagrancia, está nervioso. Scalabrini en cambio se queda firme en su petición: “hic bibitur”. A este punto el sacerdote no sabe qué hacer, se evade e intenta disculparse. Al darse cuenta de la turbación, el 97 obispo le aclara con extrema benevolencia: “No hay nada de malo, especialmente a su edad. Vamos a beber, porque esto no le quita nada a la oración devota de la Liturgia de las Horas”. El anciano párroco comprendió exactamente el significado de estas palabras: en la vida de cada sacerdote la oración conserva el primer lugar e inclusive hay que leer e interpretar en función de la oración las más sencillas exigencias. Además, ya lo hemos visto, para Scalabrini no hay cosa más importante que la meditación diaria. Orar para él no es una de las tantas necesidades, sino la necesidad absoluta. En un apunte para el segundo Sínodo diocesano anota: “De la meditación nos vendrán riquezas inestimables, mientras que sin meditación tendremos desolaciones continuas y esterilidad absoluta de buenas obras. La caridad crece y se nutre de la meditación”. No hay un gesto o una palabra en la vida de Scalabrini que no sea fruto de empeño, dedicación amorosa, sacrificio y atención escrupulosa. Cada uno de sus días, cada semana, cada mes, cada año están marcados por la doble atención a Dios y al prójimo. Periódicamente redacta el horario con los compromisos a los cuales atenerse diariamente; esta costumbre a veces coincide con la conclusión de los retiros espirituales, cuando renueva promesas y propósitos. En uno de sus muchos escritos que se consevan, hay un esquema de horario y de proyecto de vida fechado 24 de Agosto de 1894: “En este último día de mi retiro espiritual, de rodillas ante la Santísima Trinidad, invoco a María Inmaculada, madre mía dulcísima, a mi ángel de la guarda, a mis santos patronos personales y especialmente a los obispos que me han precedido, he anotado el horario y los propósitos siguientes, con la firme decisión de cumplirlos: En todo lo que hace, el obispo debe ser movido por el Espíritu Santo... 98 Debe hacer violencia a sí mismo para llegar a ser santo. El obispo tiene que ser casto, confesor y mártir. Casto por la pureza de vida... Prefiero morir mil veces antes que manchar la dignidad del carácter sacerdotal con un pecado carnal. Confesor por su celo constante y trabajos incesantes en el ministerio sagrado. Mártir, sobrellevando con paciencia las cruces, tribulaciones y calumnias... Ser siempre prudente, irreprochable, modesto, suave y firme, generoso y noble en todas las cosas. Elevarme, ennoblecerme, purificarme, divinizarme... Me levantaré a las seis, siempre... Primero: la meditación; a continuación la Misa y luego las Horas tercia, sexta y nona. 8.00: Estudio o asuntos diocesanos 10:00 Desayuno 11:00 Audiencias y asuntos diocesanos 14:00 Visita al Santísimo Sacramento, vísperas y com- pleta, lectura espiritual y un capítulo de la Sagrada Es- critura 16:00 Maitines y Laudes 17:00 Cena 20:00 Rosario y Maitines, si no pude rezarlos antes 21.45: Oraciones, examen de conciencia, puntos de la meditación (para el día siguiente) Para comprender lo importante que es para Scalabrini la meditación diaria, debemos recordar que “se obliga con voto” para efectuarla, salvo si está enfermo. El espíritu en que persiste cada día es evidente en la jaculatoria con la cual se propone terminar su meditación, según uno de sus escritos de 1899: “Señor mío Jesucristo, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pobre pecador”. A esta subdivisión de la jornada, Scalabrini añade otros propósitos, entre ellos: 99 - el rezo del Angelus “por la mañana, mediodía y noche”. - “tan pronto como me despierto, mi primer pensamiento será para Dios y le diré: ‘Jesús, José y María les ofrezco mi corazón...’, y el himno ‘Deus, Deus meus ad te de luce vigilo...’ - Una vez vestido y rezadas las oraciones de la mañana, haré media hora de meditación. - renovaré a menudo la intención de realizarlo todo para la gloria de Dios”. El obispo no deja de anotar en su agenda el día de la confesión semanal y del retiro mensual. “En cuanto a mi confesión, ¡por caridad, que sea bien hecha! Escojo el viernes, en memoria de la pasión y muerte de Jesucristo; pero me confesaré de una vez, si siento que la tentación se acerca o si me he expuesto imprudentemente a algún peligro. Me postraré delante de Dios a llorar mi miseria y confesarme... Debo ser fiel a mi día de retiro, tengo que hacerlo siempre, hacerlo lo mejor que pueda o no hacerlo en absoluto: dos meditaciones y dos lecturas espirituales, dos visitas al Santísimo Sacramento, el tiempo que queda emplearlo en obras de piedad. Si tengo que dar audiencias, debo ser breve y, concluido el compromiso, hablar de cosas santas. ¡Si quiero, puedo! Es mi salvación”. Estas dos últimas anotaciones son realmente la clave de la santidad tenaz y plenamente católica de Scalabrini: la salvación mía y de los que me fueron confiados, depende de mi firme decisión de servir al Señor en la oración y en la caridad, evitando con todos los medios las tentaciones y el pecado; este es el razonamiento que le permite al obispo perfeccionarse constantemente. Así, en los años siguientes, sin ocultar sus fallas y debilidades, las resoluciones relativas a su vida de fe se acrecientan de nuevas y ascéticas anotaciones, casi siempre asociadas a la meditación de la mañana. 100 El 15 de Octubre de 1894 anota: “Tengo que prolongar la meditación... una hora no es demasiada para un obispo. Debo levantarme temprano en penitencia de mis pecados y realizarla”. El 27 de Enero de 1895 insiste en sus compromisos para el día de retiro: “Meditación prolongada, uso frecuente de jaculatorias, estudio”. En Agosto de 1900 confirma sus propósitos para los días de retiro y la meditación diaria: “Un día de retiro, pero bien hecho... Si no me obligo sub gravi y con voto no lo haré... Renuevo la obligación de la meditación. Necesitaría una hora... Quien deja la meditación, o le falta fe o le falta cerebro...”. 23 de Febrero de 1901: Resuelvo... el cumplimiento diario de las prácticas de oración propuestas en los retiros y el uso frecuente de las jaculatorias... Rezar lo mejor posible la Liturgia de las Horas... En los días más libres, estudiar los salmos más utilizados. Anotaré en apropiadas hojitas, que pondré en mi Breviario, su significado, su aspiración e intención profética... Cada día un salmo. Cuantas bendiciones haré descender sobre mí y la diócesis, si rezo santamente la Liturgia de las Horas”. 101 102 Capítulo 12 Por aquellos que no oran “Eran las nueve y treinta de la noche y monseñor se despidió. Estaba acostumbrado retirarse a esa hora. Le pregunté a qué hora se levanta. “A las cinco”, contestó. “¿Y celebra la misa de inmediato?”. “No, la celebro mucho más tarde. Antes debo orar por aquellos que no oran”. El diálogo, entre Scalabrini y Antonio Fogazzaro, es publicado por el escritor exactamente un mes después de la muerte del obispo, en el contexto de una entrevista titulada: “Una visita a monseñor Scalabrini”. Además de unas eficaces descripciones del prelado, aparecen aquí y allá importantes anotaciones sobre sus hábitos, espiritualidad y oración; ya hemos tocado estos puntos más de una vez. La existencia de Scalabrini es tan impregnada de oración que no podemos separarla de ningún episodio de su vida. Cuanto más madura en su vocación, más siente la necesidad de orar. Hemos visto que en todas sus “resoluciones” el horario de la levantada se fija para las 6:00 am y la hora de dormir para las 9:30 pm. Es significativo que unos años más tarde, hablando con Fogazzaro, conservando resueltamente el horario de la noche, ponga sin vacilaciones la levantada una hora antes. De hecho muchos de sus colaboradores y amigos dan testimonio de su tendencia, con el correr de los años, a prolongar de esta manera el tiempo para la oración y la meditación. Ciertamente curiosa es la coincidencia que en ese mismo año, 1905, el escritor de Piccolo Mondo Antico publique 103 su novela más polémica, El santo, animado por un fuerte rigor moral y espiritual, así como por la necesidad de conciliar la fe con el mundo que cambia. Estas impresiones, sin embargo, no deben alejarnos de la esencia de la vocación de Scalabrini. En 1896, al hablar en la catedral de Cremona durante la celebración del 25º aniversario episcopal de Bonomelli, Scalabrini afirma: “El obispo es como un pasadizo, un puente construido por la mano de Dios, hecho hombre para unir la creatura con el creador, la tierra con el cielo, los hombres a Dios... Pero, preguntarán ustedes, ¿dónde está el secreto de su fuerza, de su actividad, de su valor? Primero, en la oración”. Son palabras evidentemente sacadas de sí mismo y dirigidas al amigo. Las palabras “por aquellos que no oran”, dichas por Scalabrini y avaladas por Fogazzaro, van más allá de la disposición del monje o de la religiosa de clausura que dedican toda su vida a la oración por la salvación de las almas; es al mismo tiempo la fotografía de la tensión mística del alma del obispo y la imagen de su deseo ardiente de pastor, comprometido a dar lo mejor a la grey confiada a él. Es el espesor de su santidad, que consta igualmente de oración y acción. Ambas bien unidas con el objetivo exclusivo de “unir la tierra con el cielo, los hombres a Dios”. Fogazzaro mira con curiosidad a este prelado que está en la boca de todos, con el cual ya tuvo otros encuentros y diálogos, pero quizás nunca tan largos, íntimos y profundos; capaz de reunir a transigentes e intransigentes, modernistas y tradicionalistas, capaz de hablar a los pobladores de la montaña de sus diócesis como al presidente de los Estados Unidos o al Papa; misionero eficaz indistintamente en su pequeña diócesis y en las vastas regiones americanas, marcadas por la fatiga y la desesperación de generaciones de migrantes. Fogazzaro lo escudriña y lo retrata en su esencia, y en su modernidad. Para entender mejor a Scalabrini, es suficiente leer al104 gunos de sus muchos escritos, en particular sus cartas pastorales y extractos tomados aquí y allá de su interesante correspondencia con Bonomelli, con sus inmediatos colaboradores y con los famosos de su época. Siempre aflora la férrea voluntad de ser inmediato y eficaz, especialmente en su testimonio de nuestro Señor. El cristiano debe ser testigo y Scalabrini tiene siempre claro este objetivo, porque sin el testimonio el hombre está destinado a perderse. En su segunda carta pastoral, la primera con la cual instaura un diálogo con el pueblo y clero de Piacenza, abordando los problemas concretos, a partir de la necesidad de revivir la enseñanza del catecismo, Scalabrini escribe: “La sociedad civil está siendo amenazada por la aniquilación total de Dios en la educación... y extremadamente empobrecida del elemento cristiano... La generación joven presenta un espectáculo doloroso y lastimoso para el corazón de un católico”. Todo eso exige una respuesta; más aún, siendo la situación extrema, la respuesta también debe tener rasgos similares, para provocar una reacción que sea por lo menos igual y contraria. “En tiempos de paz general y de fe, pueden ser suficientes párrocos buenos, discretos, dotados de virtud normal; pero ahora que el grito de la impiedad ya no se oye desde lo lejos, sino nos persigue y hace estragos... es necesario que el celo sea por lo menos igual a la maldad de los tiempos”. Desde el principio, por lo tanto, el obispo está centrado en lo que debe ser y será su prioridad pastoral. En el mismo año, 1876, en la carta con la cual da inicio a su primera visita pastoral, Scalabrini es aún más concreto y aplica esta prioridad a su misma persona, con la finalidad precisa de combatir la batalla que fue de San Pablo: “Hermanos y hermanas, vendremos a ustedes, para animarlos a la práctica de las virtudes cristianas, a una vida de piedad, armonía y paz; para levantar nuestra voz en defensa de los oprimidos, para socorrer a los 105 pobres y dar consuelo de los afligidos, para dar la bienvenida a los descarriados y juntar las lágrimas del consuelo con las del arrepentimiento, dispuestos a sacrificar por ustedes no sólo lo que tenemos, es decir, comodidad, paz y descanso, sino nuestra propia vida, si es necesario... Como guardianes y maestros de la verdad, con la orden de no mantenerla secreta, la proclamaremos sin reservas y con libertad apostólica, en todo momento, en todo lugar, y a todos... No esperen de nosotros elocuencia sublime ni trucos de sabiduría humana: vamos a ustedes para predicar con toda sencillez a Jesucristo y éste crucificado” (1Cor 2,1-5). En estas palabras resuena el eco de la lucha terrible de esos decenios entre religión y Estado, ciencia y fe, Iglesia y masonería. Estos temas son muy actuales, ya que hoy en día el cristiano tiene la obligación de combatir la infiltración de los engaños del mundo en el corazón de los hombres, para que resplandezca la verdad y el amor de Cristo. Como señala Scalabrini en su carta pastoral de 1877 a los maestros y maestras de las escuelas de catecismo por él fuertemente incrementadas, hay que hacer frente a quien no conoce la religión, “pero la desprecia”, activando aquel mecanismo mediático, malo y diabólico, por el cual “se quiere hablar cuando se debe callar, se juzga a derecha e izquierda, se critica, se condena, mientras tanto la fe vacila, el orgullo se eleva y el corazón se hunde en el barro de todos los vicios”. Entonces la frase “orar por aquellos que no oran”, recogida por Fogazzaro y pasada a la posteridad con la inmediatez del reportero, como si fuera la síntesis de la vida de Scalabrini, si se ve a la luz de los primeros escritos del obispo de Piacenza, se alza como un programa obligado de vida, que expresa el meollo de la misión del cristiano y de su proyecto de santidad. “Quien tiene fe, quien vive de fe – anota el obispo ha106 blando a los catequistas, – no sólo ama a Dios, sino siente la necesidad de inducir a otros que lo amen, porque el amor no se acomoda nunca a la indiferencia. De aquí la fiebre de los santos a sacrificarlo todo por la salvación de las almas... Quien no arde de este fuego celestial no puede llamarse verdadero cristiano, verdadero católico. Verdadero cristiano y católico es aquel que no sólo reza todos los días con los labios: Señor, venga tu reino; sino que busca todas las maneras, usa todos los medios, dedica todas sus fuerzas para extender siempre más este reino y establecerlo en la tierra...He aquí el fruto de nuestro trabajo: el regreso del pecador en los brazos de Dios”. 107 108 Capítulo 13 Por el propio poder de Dios “Nada es más natural que lo sobrenatural”. Hablando con sus amigos, sus fieles o sus sacerdotes, Scalabrini afirma a menudo este criterio, y en el curso del proceso diocesano muchos atestiguan que esas palabras eran expresión perfecta de su forma de ser. “Lo sobrenatural era la vida de su vida; traslucía de sus ojos, su conducta, su palabra, su persona. Era suficiente acercársele para entender que estaba siendo constantemente guiado desde arriba”, explica su amigo y biógrafo monseñor Cornaggia Medici. En el curso de las visitas pastorales, cuando la sucesión de los compromisos y reuniones le permiten muy poco tiempo para la oración, él busca por todos los medios aislarse un momento; a un cierto punto del día el obispo desaparece durante media o una hora. Y cuando por necesidad van a buscarlo, ocurre encontrarlo aislado, alguien dice “oculto” en un rincón obscuro de la iglesia, en la casa parroquial o en la sacristía “para hacer meditación” o “arrodillado en el suelo, postrado ante el Santísimo Sacramento”. Está convencido y lo afirma con frecuencia: “La oración es la parte más importante y más poderosa del apostolado”. En 1901 en una carta al nuevo arzobispo de Módena monseñor Natale Bruni, escribe: “El gobierno de una diócesis es una cosa sagrada, que viene de lo sobrenatural y a ello lleva, pero estamos muy distraídos... Para llevar la carga episcopal de la vida exterior, hace falta la vida interior, en la cual solamente se encuentra el consuelo, la fuerza, el equilibrio interior, la luz y la paz que la sostiene”. Y, como señala sabiamente padre Mario Francesconi, en el concepto de “vida exterior” deben incluirse también las actividades más santas y caritativas. Concretamente es la oración la que da la fuerza y sólo 109 en la oración el cristiano encuentra su lugar y dimensión exacta. Sin la oración el cristiano no es cristiano e inclusive sus obras, además de ser vacías de poder, ya no son cristianas. Scalabrini va más allá. En cierto momento de su peregrinación terrenal se entiende que para él no hay ninguna distinción entre vida y oración; está tan convencido de la belleza de esa condición, que no ve absolutamente nada extraordinario en ello, sino sólo el fruto por haber cumplido un itinerario de fe, que él quiere comunicarles a sus fieles. Su última carta pastoral, redactada con motivo de la Cuaresma de 1905, es algo más que un testamento espiritual, es más bien una síntesis del conocimiento que el hombre puede tener de la relación con su Creador. El obispo expone este tema en todas sus cartas pastorales, afirmando, como lo hace en la carta para la Cuaresma de 1878, que el cristiano debe llevar en sí la imagen de Jesucristo claramente visible, al igual que una moneda lleva la imagen del soberano. Él explica que hay que llegar al punto de poder afirmar, como San Pablo: no soy yo quien vive, sino es Jesucristo quien vive en mí. Pero, como decía San Francisco de Sales, para lograr que sea Jesús “dueño y rey de nuestros corazones” hay que mantenerse “unidos a él”. Como hemos visto, año tras año en la vida de Scalabrini estas ideas maduran y se refuerzan; su carta de 1905 está toda centrada en la oración, lo hace con una fuerza y una claridad apologética que valdría la pena recuperar para la época presente en la que toda idea de trascendencia es nivelada a la inmanencia, en nombre del melting pot: la mal entendida globalización de las culturas y creencias, que desvalora al mismo tiempo los conceptos de libertad, humanidad, unicidad y universalidad de cada individuo. “Cuando oramos, afirma Scalabrini, el universo está orando en nosotros, ese universo del cual somos un compendio”. Si la oración vive en nosotros, produce frutos extraordinarios y hay que asegurarse que los demás sientan por lo menos el aroma y elijan degustarlos en su totalidad. Scalabrini presenta una catequesis muy convincente 110 sobre la oración. Recoge lo mejor sobre este tema haciendo uso de abundantes citas bíblicas, escritos de los Padres de la Iglesia, Santo Tomás, San Jerónimo, San Bernardo, San Alfonso María de Ligorio y San Pío X; lo hace sin eludir ningún principio de la moral y de la teología cristiana, ni siquiera los más difíciles de entender para los que viven en el mundo. Todo es documentado con una cantidad increíble de ejemplos sacados de personajes de la historia pasada y reciente. La oración no es sólo una herramienta, es diálogo, es cable que conecta y une, es sacrificio ofrecido, es confianza instintiva, es pacto de vida, reciprocidad amorosa, promesa indestructible; es potencia irresistible y fuerte de la misma fuerza de Dios... que es Todopoderoso. En la oración, continúa el obispo, el hombre da testimonio de su dignidad, pero también comprende que “en todas partes y siempre la ayuda de Dios es necesaria e indispensable, pues caeríamos en la nada si Dios retirara su mano, y toda ciencia, previsión y sabiduría quedarían cortas, si Dios no las ilumina y guía”. Después de todo, “exclama San Cipriano, si oró Jesús, el Santo de los Santos, ¿cuánto más deben orar los pecadores?... Y si el Maestro sentía una gran necesidad de orar, ¿cómo no habrán de sentirla sus discípulos?”. “La oración es la luz, el calor, el alimento, el consuelo, la vida del alma humana. El alma sufre y se debilita si no respira aire de cielo. Quien no ora no tiene alma, o bien no entiende, no siente, o no ama. La oración es la fuente de todo bien y a veces de grandes pensamientos. Pregúntenselo a los creyentes, en la oración ellos encuentran la luz de la fe; pregúntenselo a los santos, en la oración encontraron la ayuda de la gracia; pregúntenselo a los genios, en la oración hallaron luces para la ciencia”. Y después de una larga lista de ejemplos, que se refieren en su mayoría a la categoría de genios y de grandes figuras de la humanidad, añade: “El mayor evento 111 que ha renovado el mundo es la llegada del cristianismo, que salió del cenáculo, donde los apóstoles perseveraban unánimes en la oración”. “La oración hace al hombre mayor a sí mismo, lo transfigura, lo sublima, lo diviniza... Es la función más noble y gloriosa que uno pueda ejercer en este mundo... La oración es Dios que desciende a nosotros cuando es invocado... En la tierra es el preludio de la vida inmortal... La oración nos eleva a una altura donde el diablo no puede llegar; nos pone bajo las alas de Dios”. Como dice San Juan Crisóstomo: “Contra el enemigo infernal ninguna arma se puede comparar a la oración”. Luego cita a San Agustín quien escribió: “Recte novit vivere, qui recte novit orare: sabe vivir bien, quien sabe orar bien”. Se trata de un camino bien pensado y fascinante, donde en cada frase aflora todo el sentido de una fe vivencial, auténtica, probada y al mismo tiempo alegre, nunca fingida. Un camino que conduce a lo que es tal vez la síntesis de la oración misma, su esencia, su definición quizás menos inmediata y más increíble para los profanos, pero más real y profundamente católica. Parece que estamos frente al verdadero núcleo del testamento de Scalabrini como hombre, pastor y pescador de almas, porque en eso se jugó toda su vida: “Dos grandes cosas yo admiro en el cielo y en la tierra; en el cielo el poder del Creador, en la tierra el poder de la oración. El hombre, a pesar de su debilidad, si reza se vuelve fuerte Por El Propio Poder de Dios: nihil potentius homine orante (nada más poderoso que una persona que ora). Todo lo puedo por la oración, todo lo puedo en Aquel que, cuando lo llamo e invoco, me fortalece, me anima, me consuela... Cuando la oración es humilde, no sólo iguala, sino, me atrevo a decir, supera la misma fuerza de Dios. Dios es todopodero112 so, dice el profeta, y ¿quién puede resistirle? La oración, contesto yo... A lo largo de la historia mundial, el hombre que ora ve como el cielo, la tierra, la humanidad y el infierno obedecen a su voz. ¿Qué estoy diciendo? Ve al mismo Dios obediente a su voz... Frente a la oración Dios no quiere, no sabe, no puede resistir mucho tiempo. San Agustín lo decía: la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios... Si pudiéramos penetrar los secretos de Dios nos asombraríamos al ver qué lugar tan importante ocupa la oración de los justos en el plan de la Providencia y qué acción tan benéfica ejerce sobre la vida de los pueblos y los destinos de los imperios”. 113 114 Capítulo 14 Penitencia Podemos ver también la relevancia de Scalabrini en su actitud firme en el respeto de los preceptos de penitencia y ayuno, no para destruir, “sino para edificar... derribar el reino del mal e implantar en nosotros el reino del bien”. En su carta pastoral para la Cuaresma de 1895 explica las razones por la cuales la penitencia es necesaria en la vida del cristiano. Rechaza las objeciones, que se hacen también hoy al cristiano que, por ejemplo, se dispone a la abstinencia y al ayuno, sobre su inutilidad y daño para el espíritu y el cuerpo. Para el obispo de Piacenza, en cambio, la penitencia y el ayuno son esenciales, al igual que la oración, para seguir a Jesús, para ser su testigo y para la salvación de las almas. Como se ora por los que no oran, así se hace penitencia también por los que no la hacen. Como el mundo desprecia la religión sin conocerla, así condena la penitencia y el ayuno sin tener la menor idea de lo que son realmente. Aquí, el obispo cita a San Pablo: “Cumplo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24). Esta frase se encuentra con frecuencia en los escritos de Scalabrini, es un concepto, que él aplica a sí mismo como una meta a la cual dirigirse. “Sin esta aplicación individual –afirma– la obra de Dios Redentor no se cumple, sus méritos no se convierten en los nuestros y su expiación nunca podrá ser la nuestra”. Según Scalabrini, ningún cristiano puede evadir esta obligación. Su argumento es sólido. Todos somos pecadores y si bien es cierto que el pecador que se arrepiente obtiene el perdón, también es cierto que “Dios no puede dejar impune 115 la culpa”. Esto se aplica a la culpa de los que hacen penitencia, así como a la culpa de los que no la hacen; lo mismo que pasa con la oración, el cristiano tiene el poder de contribuir a la redención del mundo mediante la penitencia. En todo caso, llegará el momento en que, como decía San Agustín, “ya sea a través de un corazón arrepentido, o por medio de un Dios vengador, ya sea con la reparación o con el castigo, en el tiempo o en la eternidad, de una manera u otra, la justicia divina debe ser satisfecha. Aut ab homine poenitente, aut a Deo puniente. No hay otra manera”. El hombre participa en la obra creadora de Dios y en la obra redentora de Jesucristo. Para Scalabrini este concepto es sinónimo también de la grandeza del género humano, es lo que le da valor y sentido a la vida, en abierto contraste con la visión del mundo; es un contraste que, como decíamos, el obispo quiere evidenciar incluso con respecto a la penitencia, no tanto para advertir a sus fieles contra el error, como para indicar, por motivos pastorales, el camino de la auténtica realización y de la verdadera felicidad. Por eso sus exhortaciones destinadas a los cristianos de Piacenza hacia finales de 1800, parecen dirigidas a nosotros hoy. Vale la pena seguir a Scalabrini en sus reflexiones sobre la Cuaresma; aunque en algunos pasajes, leídos someramente, pueden sonar anticuadas, tienen el poder de provocar al lector con la habilidad asombrosa propia de aquellos que no hacen ningún misterio de las razones de su fe. “Para los seguidores enamorados de este mundo la invitación a la penitencia suena molesta y por desgracia suena molesta también para muchos que se complacen en ser seguidores de Cristo. Eso ocurre porque hoy se ha perdido el sentido de la penitencia cristiana; de hecho se piensa que la penitencia no es un precepto, sino un simple consejo. Muchos están persuadidos que se puede ir al cielo por el camino 116 ancho, al igual que por el camino estrecho; este es un error muy funesto, porque si llegara a prevalecer, nos conduciría a las ruinas del paganismo... Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, pero hay otra ley que se opone a la ley de mi mente y me lleva a convertirme en esclavo del pecado... Esta es la comprensión inteligente de la penitencia que el mundo ridiculiza sin comprenderla... Se trata de la gran ley que mientras repara los efectos del pecado original y devuelve al alma su supremacía, restaura el orden en la naturaleza humana, nos levanta, nos ennoblece, nos recrea”. Scalabrini nos recuerda que no hay santo en la historia de la Iglesia que no haya practicado la penitencia por su propio bien o el de otra persona. En cada página del Evangelio “encuentro que enseñanzas sobre la abnegación y el sacrificio... Jesucristo dice que vino a llamar a los pecadores, es decir a todas las personas, al arrepentimiento... quien no carga con su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío... ¿Podría su lenguaje ser más claro, más firme? ... Y ¿a quién le habla? A todos, señala el evangelista San Lucas (14,25-27), previendo tal vez las falsas interpretaciones de muchos cristianos modernos, a quienes les gustaría restringir la práctica de un precepto tan absoluto como éste para los que viven en los conventos. Jesucristo habla a todos, porque nadie puede prescindir de la penitencia que nos mantiene firmes en la ley de Dios, a menos que renuncie a su salvación eterna... El mundo con su vanidad y frivolidad puede mostrarnos otros caminos y decirnos: hay que armonizar la virtud con el placer. Yo contemplo a Jesús crucificado y afirmo: Esto es imposible”. Esta es la espiritualidad de Juan Bautista Scalabrini. Su visión escatológica de la vida nace de la contemplación de Jesús crucificado y de la Eucaristía, cuyo objetivo se alcanza en la plena alegría del encuentro con Dios. Este es el mensaje 117 conclusivo de esta intensa carta pastoral sobre la penitencia. Una urgente invitación a reflexionar: “Nunca olviden que este no es el momento para deleitarse, sino para ganar méritos, no para descansar, sino para trabajar, trabajar hoy, mañana, hasta el último respiro. El descanso, el gozo, la felicidad que tanto anhelamos y que tanto nos hacen falta, llegarán; llegarán completos, infalibles, misteriosos, eternos y llegarán pronto”. 118 Capítulo 15 En nombre de Dios, ¡velen por los jóvenes! “La atención a los niños y a los enfermos son las dos formas de ministerio más apreciadas por esa población y si usted puede dedicarse a ellos por completo, al menos en su primer año, se va a ganar el corazón de todos”. Son palabras tomadas de una carta de Scalabrini, ya obispo de Piacenza, para felicitar la llegada del nuevo párroco a su antigua parroquia de Como. El párroco es el P. Esteban Piccinelli, quien en la conducción de la parroquia de San Bartolomé alcanza un gran aprecio por su predecesor, hasta el punto de seguir meticulosamente el ejemplo y las iniciativas empezadas por él. Al escribirle, un poco para desearle un ministerio fructuoso, un poco para darle unos consejos adecuados, pero también para dar rienda suelta a esa nostalgia que a menudo lo lleva a recordar con agrado los inicios de su ministerio sacerdotal, Scalabrini indica dos columnas de su labor pastoral: la educación de los niños y el cuidado de los enfermos. Años más tarde, el anciano Piccinelli declara como testigo en el proceso diocesano para la beatificación de Scalabrini, y señala que perdura viva la memoria en sus feligreses de los logros de su predecesor, “asiduo en oír confesiones, listo y dispuesto cuando se le llama en la iglesia y al lado de la cama de los enfermos; predicador incansable de la Palabra divina, de los Evangelios y de la catequesis a los jóvenes y al pueblo... Cuando después de sesenta años el recuerdo de un párroco está todavía vivo, es signo evidente e incuestionable que ese párroco era un verdadero pastor de almas”. Como hemos visto, en todas las visitas pastorales Sca119 labrini dedica un espacio extenso a los encuentros con los niños y los enfermos. Si para él no hay ningún otro objetivo que el bien y la salvación de las almas, los primeros y últimos momentos de la vida de una persona se tornan esenciales; sembrar y recoger. Y hablando de siembra, la actividad de Scalabrini es particularmente ingeniosa. En su primera carta a la diócesis de Piacenza, pocos meses después de su ingreso en 1876, afirma que en el mismo instante en que fue destinado a Piacenza “nuestros primeros pensamientos fueron para los jóvenes”. Luego, dirigiéndose a sus sacerdotes, indica como camino a seguir “la enseñanza del catecismo” y la educación religiosa: “Les suplicamos en el nombre de Dios, que atiendan con diligencia la instrucción religiosa de los niños, bajen a su nivel, no los pierdan nunca de vista, compartan con sus padres la tarea de guiarlos a una vida de piedad...”. Trece años más tarde, en la víspera del primer Congreso Catequístico Nacional, fuertemente deseado por Scalabrini y con igual decisión patrocinado por el Papa León XIII, reitera los mismos conceptos con mayor vehemencia, en una carta pastoral dedicada por entero a la catequesis y a la educación cristiana: “La instrucción hace sabia a la persona, la educación la hace virtuosa”. De acuerdo con los principios pedagógicos más modernos, recuerda que todos deben educarse y todos deben ser educados; al mismo tiempo la persona debe formarse globalmente: en la ciencia, los sentimientos y la fe. Si queremos construir una verdadera civilización cristiana, debemos privilegiar a los jóvenes, teniendo en cuenta que la educación impartida por la Iglesia no puede separarse de la que se recibe en familia, sino que la Iglesia “necesita ser asistida por la familia”, ya que los padres son los primeros catequistas. San Gregorio Magno enseña que “los primeros libros de los niños son los labios de los padres... Hablemos de Dios a nuestros hijos... Vamos a mostrarles en todas las cosas el 120 sello de su bondad, grandeza y omnipotencia... Recuerden, sin embargo, que la verdadera religión cristiana no se limita a un sentimiento vago, sino se revela y alimenta a través de hechos externos; por lo tanto, deben anticiparse a sus hijos con el ejemplo en el ejercicio de toda obra buena. El ejemplo vale infinitamente más que muchos discursos y preceptos, tiene toda la autoridad de una orden, pero a la vez toda la gracia de una invitación; tiene un atractivo maravilloso para todas las edades, pero en la niñez lo puede todo”. Luego, con palabras tan verdaderas, cuanto lejanas para nosotros en el tiempo, inspirándose en la función de los padres y sin descontar nada a los sacerdotes, reprende severamente a toda la sociedad, que descuida, ignora, traiciona o condena las enseñanzas de Dios a los más pequeños: “¡Ay de ustedes, padres, si sus hijos observan en su conducta cosas que no son honestas y cristianas! ¡Ay! No habría suficientes lágrimas para llorar las tristes consecuencias. En el evangelio Jesucristo dejó escrita esa sentencia terrible: Quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, sería mejor para él que se le atara al cuello una piedra de molino y se le arrojara en el mar”. Inmediatamente estos conceptos de la función de los padres se extienden a la de todos los cristianos, en una apología creciente que recuerda mucho a San Pablo, y que tal vez debería ser desempolvada por su poder irresistible, que emana de la vida de quien lo expone. “Aplíquense para alejar de su familia toda influencia nociva y sean siempre modelo de virtud para sus hijos. Que los vean a menudo en el templo y los vean orando en casa, que los escuchen hablar con afecto reverente de la Iglesia, de su augusta cabeza y de sus sagrados ministros; que en cada palabra y cada acción de su vida vean reflejada la fe en Dios, 121 la caridad hacia los hermanos y una piedad profundamente arraigada en su corazón. Presten atención a sus hijos y velen para que nunca falten a la doctrina cristiana. Traten más bien de ir con ellos”. Interesante y actual es también su referencia a la escuela; es uno de los muchos problemas planteados por Scalabrini en el curso de su labor pastoral. La insistencia creciente del Estado, de los directores y de las autoridades educativas para desterrar de la escuela toda referencia a la religión católica, es un problema grave para el obispo, no sólo de libertad, sino porque socavan de raíz el proyecto cristiano de desarrollo humano y civil. No debemos olvidar que en treinta años el gobierno de Saboya había primero limitado y luego excluido la enseñanza de la religión en las escuelas. La Ley Casati de 1859 empieza por dar a los padres la opción de que sus hijos no asistan a las clases de religión; la siguiente Ley Coppino, de julio de 1877, establece que en lugar de la enseñanza religiosa se enseñen las primeras nociones de educación cívica. Esta norma genera una serie de protestas por su ambigüedad, que le permite al mundo católico sostener que la ley de 1877 no deroga la de 1859. Mientras tanto los medios de comunicación liberales y radicales desencadenan una campaña anti-católica con ataques venenosos y hasta salvajes. Basta decir que, sólo en Piacenza, en Enero de 1878 Il Progreso define “esclavistas” a los paladines de la enseñanza de la religión católica. En 1893 Il Piccolo ataca duramente la administración local por apoyar el restablecimiento de la religión en las escuelas, manifestando en una serie de artículos su viva oposición “al ingreso del sacerdote y de su catecismo en nuestras escuelas”. En Febrero de 1888, el gobierno emana una ordenanza aclarativa, firmada por el mismo Coppino, que modifica totalmente el principio inicial que daba a los padres el derecho a 122 elegir: “La enseñanza religiosa a los alumnos cuyos padres la soliciten, ahora será impartida por las alcaldías en las horas, días y límites establecidos por el Comité Escolar Provincial”. Fue infructuosa la decisión unánime del Congreso Catequístico Nacional de 1889 de enviar un memorándum al Ministro de Educación solicitando que “se restablezca la educación religiosa en las escuelas públicas”. Por consiguiente, Scalabrini invita a los párrocos para que hagan conocer los términos de la ley y a los padres para que tomen conciencia del problema y por consiguiente presten atención a esta cuestión, recordando que la integridad educativa es un derecho, así como es un deber exigir que no se distorsionen las verdades de la fe: “Miren pues a cuáles maestros y a cuáles escuelas los confían; asegúrense bien que les sea dada la instrucción religiosa, como debe ser. Recuerden que este es su derecho, un derecho inalienable y sagrado, que nadie les puede quitar o negar; no sean complacientes en este punto, hablen con firmeza, sean severos. La responsabilidad es de ustedes; de esto tienen que dar cuenta muy estricta a Dios... Cuanto más los enemigos de la religión se esfuerzan en difundir doctrinas que nublan la mente y corrompen el corazón, mayor debe ser la determinación de los padres y maestros...”. Mientras tanto los ecos de la creciente disputa entre la ciencia y la fe se intensifican y retoman vigencia. Eso demuestra que el progreso de la ciencia y sus logros no cambian por nada el problema de fondo, que ha sido y será siempre el mismo: “A una ciencia falsa, enemiga de la fe y de la misma razón, debemos oponer una ciencia apoyada en principios sólidos e inmutables, conforme a la razón y la revelación divina, porque no pueden oponerse entre sí los postulados de la fe y los de la razón, puesto que Dios es el autor supremo de los unos y de los otros”. 123 En la introducción al Catecismo Católico, Scalabrini reitera su crítica a todo el sistema educativo y a la enseñanza de la religión en las escuelas, en particular cuando denuncia la violación sistemática “del respeto que se le debe al niño y a su grandeza original”, por parte de aquellos que “dejan de formar a la persona como Dios la pensó, como él la creó y como él quiere que sea formada hasta su madurez”, a través de “un sistema educativo del cual la religión está totalmente proscrita, o presidida por autoridades incompetentes, o confiada a personas que inculcan la indiferencia, cuando no el desprecio”. Como un auténtico cristiano, pastor y evangelizador convencido, Scalabrini se refiere a la doctrina cristiana como a “la ciencia más necesaria para todos” y tristemente señala que “no hay otra que hoy en día sea más ignorada, más marginada y más rechazada”. En un momento histórico que fácilmente se podría aplicar al actual, a los que argumentan que la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas viola la libertad individual, él responde resaltando el daño que proviene enseñándola a la juventud “como una rama separada de estudios, como una práctica separada del resto de la vida, como un verdadero accesorio”. “Por el contrario, la religión debe ser vista como el eje de todo el conocimiento, la inspiración de todas las acciones, la estructura de toda la vida moral del cristiano”. Entonces, “vamos a seguir educando. Con la educación cristiana lo podemos todo. Sin ella, ¿de qué sirve todo lo demás?... La base de la auténtica sabiduría es el catecismo católico, no lo olviden; dejen que el catecismo sea enseñado en el hogar por los padres, en el templo por los sacerdotes y en las escuelas por los maestros. Los niños aprenderán del catecismo a venerar a sus padres, que son la imagen del Padre celestial, los ciudadanos aprenderán del catecismo a res124 petar la autoridad, que viene de Dios y todos aprenderán del catecismo esa caridad, que nos hace semejantes a Dios y nos permite estar al servicio de nuestros hermanos”. Si los reclamos y las críticas de Scalabrini sobre la enseñanza en las escuelas sustentan la tensión hacia una visión de sociedad y Estado confesional, rechazada enérgicamente, pero acorde con la época; entonces resulta fácil pensar, leyendo estas últimas frases, en una elegíaca transposición en la tierra de la Jerusalén celestial. Sin embargo, muchos eventos, protagonizados por el obispo, sus párrocos, catequistas y muchos amigos y colegas, demuestran que es posible hacer realidad un proyecto de convivencia civil. Los anales de la época hablan de enteras comunidades rurales en las que cambiaron radicalmente las relaciones humanas y sociales después de las visitas pastorales de Scalabrini y de un empeño renovado por parte de los párrocos y catequistas. Unas parroquias registran un número sin precedente de hombres en la iglesia y de niños en las clases de catecismo. Relatos históricos demuestran que, aplicando el Evangelio a la letra, se puede gustar del Reino de Dios aquí en la tierra, en cualquier momento, con tal que uno lo quiera. Y si nos quedamos en el ámbito de la educación de los más jóvenes, esta es la historia de Alejandro Moretti, que parece sacada de las páginas de uno de nuestros periódicos: Alejandro llega a Piacenza en 1900 a la edad de diez años. Pertenece a una familia nómada; su padre lo abandonó muy temprano, nunca asistió a la escuela. Su madre lo cría en la pobreza y sin embargo, se las arregla para enseñarle a leer y escribir. Viven en una vieja perrera, no lejos de la catedral. De ellos se da cuenta el secretario del obispo, Mons. Mangot; el sacerdote, cada vez que pasa, se detiene a observar maravillado al pequeño Moretti que modela hábilmente figurillas de arcilla. Un día habla de este encuentro con Mons. Scala125 brini que decide alojar a madre e hijo en una habitación de la casa parroquial de la catedral. De hecho los dos son adoptados por unas familias de Piacenza; Alejandro recibe atención prolongada en el hospital por una grave forma de tiña. Una red de solidaridad le permite a la madre, “ya envejecida por los achaques”, ver crecer a su pequeño y animarlo a cultivar su talento artístico innato, hasta el punto de convertirse en uno de los más famosos escultores retratistas de 1900, conocido en toda Europa. En el Instituto Cristóbal Colón de Piacenza y en la Casa General de los Scalabrinianos de Roma, se guardan dos bustos de Scalabrini, obras de Moretti. En 1929 este mismo Moretti, acostumbrado ya a frecuentar las cortes y palacios de los reyes y gobernantes de Europa, en una carta desde Estocolmo a Mons. Camilo Mangot, recuerda “la inmensa bondad, y el apoyo moral y material” recibido de Scalabrini, que “como las personas realmente grandes, era tan simple como un niño”. Uno recuerda un pasaje de la introducción al Piccolo Catechismo: “Hablen de Dios a un niño como conviene a su edad y capacidad, y les hará saber que ustedes no le hablan de un ser extraño a su naturaleza...” 126 Capítulo 16 Apóstol del catecismo El 13 de Noviembre de 1880 Scalabrini es recibido en audiencia privada por el Papa León XIII, casi dos años después de su visita anterior. El Santo Padre, al referirse a aquella visita, le recuerda el encargo que ya le había dado: “En ese momento le exhorté cordialmente a trabajar en el pequeño Catecismo. Ahora le doy una consigna formal y el cometido singular de trabajar en él a su discreción, pero vea de no dejar pasar un día sin ocuparse de él”. Pasan otros dos años y León XIII, en una carta a Scalabrini, define “sumamente oportuna y digna de todos los elogios” la idea de Scalabrini de crear la revista “El Catequista Católico” para difundir y enseñar “la catequesis cristiana, que se enfrenta hoy a dificultades muy graves”. El Papa, entonces, le anima a perseverar en la enseñanza de la verdad, “a descubrir el punto débil de las astucias de los adversarios”, a promover “una educación que defienda la moral”, exhortando “las mentes y los corazones a esa paz que es tan necesaria para fomentar el amor mutuo, restablecer y afianzar la unidad”. Para Scalabrini, al igual que con muchas otras iniciativas en este y otros campos, el objetivo principal de la revista de catequesis es la búsqueda de la unidad de los cristianos, dejando las divergencias teológicas a las disputas entre los eruditos. Lo hemos notado al analizar los esfuerzos realizados por el obispo para la formación de los sacerdotes. No es por casualidad que El Catequista Católico de Piacenza haya sido la primera revista de este tipo que ve la luz en Italia; a nivel mundial es la segunda que aparece, sólo 127 un año después de Katechetische Blätter, indiscutiblemente la primera, publicada en Mónaco de Baviera. El primer número de la revista lleva la fecha de 5 de Julio de 1876, ni siquiera un año después de la instalación de Scalabrini en Piacenza y sólo dos meses después de su carta pastoral para la Pascua en la que indica el camino para la enseñanza de la religión en su diócesis, fundando la Compañía de la Doctrina Cristiana, volviendo a instituir las Escuelas de la Doctrina Cristiana en todas las parroquias y anunciando el nacimiento de “una pequeña revista mensual”. Pequeña, pero destinada a durar hasta 1944. Los objetivos de la revista son ambiciosos: “Exposición de las bellezas y frutos de las verdades de la doctrina cristiana; la metodología general y específica para enseñarlas debidamente en las familias, las escuelas y la Iglesia; la narración de hechos antiguos y actuales en relación con el tema; los decretos de los papas y obispos que la ilustran; esbozos biográficos sobre los catequistas más ilustres”. El hecho de que había una gran necesidad de la revista, se demuestra por la gran rapidez con la que se propagó, aunque fuera sólo diocesana; el primer número se envía a 300 suscriptores, un año más tarde ya eran 900; entre ellos, un cardenal, seis arzobispos y 20 obispos. La primera carta pastoral, después de la enviada por su instalación, es asimismo el primer acto oficial de la gran reforma de la enseñanza del catecismo, realizada por Scalabrini. A ella se anexan las normas para las Escuelas de la Doctrina Cristiana; la prioridad absoluta es la necesidad de enseñar las verdades de la fe, “teniendo en cuenta el estado de la sociedad civil... amenazada por la eliminación completa de Dios en la educación”, donde “los jóvenes respiran la indiferencia religiosa”. Por eso es necesario “comenzar de nuevo y con máximo esfuerzo transmitir la fe a las nuevas generaciones”; de aquí surge la ya mencionada apelación al compromiso vital de los párrocos, religiosos y padres de familia, tan vital que lo 128 convence a amonestar severamente a sus sacerdotes: “Pecaría gravemente ese párroco” que “dificultara la instrucción de la catequesis”, que la “hiciera incomprensible e infructuosa”, a causa de su retórica falsa o falta de preparación, perdiendo tiempo y energía en la casuística moral y en las “sutilezas planteadas por los teólogos”. Como para San Pablo, así también para Scalabrini es totalmente inútil alarmarse en nombre de la fe, si no hay intención de transmitirla con el testimonio de vida y en su esencialidad de Cristo crucificado, muerto y resucitado; por tanto, es necesario que la enseñanza sea idéntica y que también los textos que se usen sean uniformes. Al mismo tiempo, señala que todos los cristianos, no sólo los sacerdotes, están llamados a la tarea de la evangelización; entonces les pide a los párrocos que formen en cada parroquia un grupo unido de laicos para que constituyan el cuerpo docente para las Escuelas de Catecismo. No se puede imaginar que este último llamado a la participación de los laicos fuera algo normal en la sociedad y en la Iglesia de su tiempo, no sólo porque la actuación de los laicos era vista con particular sospecha, sino especialmente porque en la mayoría de las parroquias ni siquiera estaba prevista. En las zonas rurales, el analfabetismo era tan extenso que restringía considerablemente el número de candidatos posibles para la tarea de catequista; más aún porque precisamente entre los más instruidos era bastante alto el número de los anticlericales, liberales y masones. Los informes de las parroquias en los años posteriores a esta carta pastoral son reveladores. A menudo, se denuncia la falta de laicos idóneos por falta de instrucción, porque la pobreza extrema los obligaba a emigrar o porque se dedicaban a trabajos temporales fuera de la parroquia. Incluso 129 los niños están ausentes en algunas parroquias de montaña, sobre todo durante el verano, porque están empeñados en el cuidado del ganado, en labores agrícolas o en cosecha de castañas. También hay sacerdotes dinámicos, como el párroco de Cotrebbia que en un artículo de Il Catechista Cattolico dice que él abrió una escuela nocturna muy concurrida para el catecismo de los adultos. En Sparvera, en cambio, hay el testimonio de una catequista que facilita ella misma la ropa a los niños pobres que no asisten al catecismo porque se avergüenzan de estar mal vestidos; en la misma parroquia la frecuencia al catecismo para adultos es tal que las reuniones se hacen en la iglesia con las puertas abiertas, “incluso en invierno”, para que más personas puedan escuchar. Y hay párrocos, como el P. Luigi Sacchelli de Rivergaro, que se asombran por la eficacia de la enseñanza realizada por los laicos; en una carta al Obispo, escribe: “La gran participación de los laicos que enseñan catecismo, me pareció, no obstante una primera impresión contraria, totalmente conforme al espíritu del Evangelio y una nueva manifestación de la gracia del Señor”. El hecho es que en pocos años la enseñanza de la “doctrina cristiana” vuelve a florecer en toda la diócesis de Piacenza, mientras que su obispo gana la reputación de ser gran catequista e incluso instructor de catequistas. Durante años, a partir del 4 de Febrero de 1877, se reúne cada mes (cuando no hay otros compromisos pastorales) con los catequistas de la ciudad de Piacenza para una charla mensual sobre temas específicos, que a veces parecen ser verdaderos ejercicios espirituales. Delega a un sacerdote para proveer una preparación intensa de los catequistas en las muchas parroquias rurales; él mismo se interesa por reunir a los catequistas en todas las visitas pastorales. De hecho, en El Catecismo Católico reitera su convicción de que “un pastor de almas, apasionado por la formación de los jóvenes, no puede confiar 130 sólo en la escuela ni en la familia, sino que debe trabajar con todas sus fuerzas para establecer verdaderas escuelas de catecismo”. El obispo expone al Papa Pío IX los resultados de sus iniciativas catequísticas efectuadas en Piacenza tras la mencionada carta pastoral de 1876; espera que el Papa las apruebe, las presente como modelo y así las extienda a las demás diócesis italianas en un proyecto unitario de la enseñanza del catecismo. El Papa inmediatamente le manifiesta su aprecio. El 7 de Junio de 1877, Pio IX recibe en audiencia una delegación de Piacenza encabezada por el obispo. Primero hace saber que ha leído atentamente los informes de Scalabrini; luego sus afirmaciones superan todas las expectativas. “El catecismo – dice el Papa dirigiéndose a todos los presentes – es la base de toda actividad pastoral. Los buenos catequistas salvan la sociedad”. Luego le entrega a Scalabrini una cruz pectoral “como testimonio de nuestra identidad de perspectivas” y añade: “Señalamos en él al Apóstol del catecismo”. A este punto el Papa se dirige directamente al obispo, “con su típica actitud paternal”, como Scalabrini recordará años más tarde, contando la historia al Congreso Catequístico Nacional, y lo exhorta: “¡Monseñor siga siendo el Apóstol del Catecismo!”. Dos meses después, el 14 de Agosto, Pío IX envía un Breve Pontificio a Scalabrini en el que se acepta la solicitud del obispo para una bendición especial en favor de sus catequistas, en consideración de su arduo trabajo y del complicado momento histórico: “Mi venerado hermano Juan Bautista, obispo de Piacenza, nos suplicó abrir los tesoros celestiales de la Iglesia a los catequistas”. Sigue la lista de las indulgencias especiales concedidas. Es interesante observar, en esta 131 creciente atención de la Santa Sede hacia las iniciativas catequísticas de Scalabrini, como León XIII en 1883, recibiendo en audiencia a un grupo de sacerdotes de Piacenza, extiende a toda la diócesis la apreciación de Pío IX al obispo, definiendo Piacenza “la Ciudad del Catecismo”. 132 Capítulo 17 Bajo el manto de la Virgen “No tengan miedo, les acompaña la Cruz”. En los numerosos discursos a sus misioneros que salen para América junto a los emigrantes, Scalabrini no deja nunca de insistir en la centralidad de la cruz en la vida del cristiano. “La Cruz es la defensa de los humildes, el hundimiento de los soberbios, la victoria de Cristo, la derrota del infierno, la muerte de la infidelidad, la vida de los justos, la plenitud de todas las virtudes. La Cruz es la esperanza de los cristianos, la resurrección de los muertos, el consuelo del pobre, la fuerza de Dios. No tengan miedo, les acompaña la Cruz; es la Cruz la que forma a los héroes de la fe, los sostiene, los motiva, los guía, los eleva por encima de la carne, de sus placeres y de sus penas... La Cruz es una locura para el mundo, pero para ustedes se convertirá en sabiduría y vida. Sólo una hora empleada meditando en ella, vale más que largos años metidos en los libros, que, por sí solos, inflan el orgullo y echan a perder, mientras sin ellos, sólo con la Cruz, uno se eleva en el conocimiento de Dios”. A los pies de la Cruz y ante la Eucaristía, pasa largas horas de su tiempo; como María comprende su sentido profundo y se siente partícipe de las palabras de Cristo en la cruz, que muchos teólogos definen como una segunda anunciación: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre”. Scalabrini se siente completamente hijo de María y participa con ella a la redención del mundo a través de la Iglesia. La Iglesia y la Virgen están indisolublemente unidas, lo afirma en su homilía de la Asunción en 1882, en la catedral de Piacenza, dedicada precisamente a la Asunción: “La Iglesia es perseguida porque ama y porque es fiel a su esposo. Si lo traicionara, si llegara a pactos con el mundo, no tendría más enemigos. 133 Por su amor sufre, se vuelve débil, pero su debilidad se convierte en fortaleza... cargada de infamias, llena de insultos, parece estar desfalleciendo en cada momento... La Asunción de la Virgen María nos asegura que la Iglesia va a vencer y que el amor es el secreto de su victoria. Así los dos amores que arden en nuestros corazones, el amor a la Iglesia y el amor a María, se unirán en uno solo”. Un concepto que reitera en varias ocasiones, como cuando,en 1900, con motivo de la coronación de la imagen de la Virgen Milagrosa, puesta en la iglesia de San Savino en Piacenza, incrusta en la corona un anillo que le había regalado el Papa León XIII. Scalabrini ve en las derrotas de la modernidad la tensión devastadora del hombre que quiere alejarse de Dios y también, a la luz de las apariciones de París, Lourdes, La Salette, ve en María la persona capaz de reconciliar, “la Mediadora de paz y de perdón entre Dios y el siglo XIX”. Concepto que en la Iglesia se hará aún más evidente en el siglo siguiente, después de las apariciones de Fátima, Banneaux, Medjugorje, Kibeho, relacionadas con las dos guerras mundiales y con terribles acontecimientos de nuestra historia reciente. Y así, como Juan Pablo II hace incrustar en la corona de Nuestra Señora de Fátima, la bala que lo alcanzó en el atentado de la Plaza de San Pedro, para indicar que le atribuye a ella el milagro de salvarle la vida, en 1889 Scalabrini hace colocar las joyas de su madre en las coronas de la Virgen con el Niño de San Marcos en Bedonia, y de Nuestra Señora de la Consolación, para reiterar que le debe a su madre, además de la vida, la fe y la devoción a María: “He querido hacerle un regalo a la Virgen, digno de ella a la cual debo todo”. Muchos acontecimientos en la vida del obispo se pueden leer a la luz de la intercesión de María. En 1904, antes de salir para Brasil, anuncia a la diócesis que, a su regreso quiere celebrar los cincuenta años de la proclamación del dogma 134 de la Inmaculada Concepción. El viaje, como hemos visto, es largo y difícil, más allá de todas las expectativas; sin embargo, Scalabrini mantiene su promesa. Más aún, de Brasil envía una carta en la cual reitera a los fieles de Piacenza la necesidad de hacer los preparativos necesarios. Logra llegar a Italia a tiempo, después de seis meses de viaje; a Piacenza, llega agotado el 6 de Diciembre. El 8 de Diciembre, en la catedral, después de un sermón capaz de mover hasta al más travieso, permanece durante horas distribuyendo la Eucaristía; de hecho se presentan treinta mil personas para recibir la comunión. “A varios miles yo mismo les di la comunión”, escribió en una carta a su hermano Pedro a los pocos días. Años antes, el 10 de Enero de 1893, siempre en Piacenza, celebró con una gran fiesta la nueva coronación de la Virgen del Pueblo, colocada en la catedral; exactamente dos años después del robo sacrílego que había despojado la imagen de las dos coronas que adornaban a la Virgen y al Niño desde 1617. Scalabrini quiere que la celebración sea precedida por una misión de nueve días, que confía a monseñor Jacinto Rossi, obispo de Sarzana. La mañana del 10, a pesar del frio intenso –en la noche se habían registrado -14º C– la catedral se llena y la procesión por las calles de la ciudad es muy concurrida. Están presentes inclusive las autoridades civiles. Al día siguiente, Il Progresso las reprende con un artículo muy fuerte al borde de la blasfemia. Habla de “una pomposa manifestación de obsesión por las imágenes sagradas, donde el verdadero sentimiento religioso es vulgarmente materializado en un espectáculo pagano”. Año y medio más tarde, igualmente en una celebración muy frecuentada, el obispo inaugura la nueva capilla de la Virgen de la Bomba, una imagen mural venerada desde 1746 en las murallas de la ciudad. Estábamos hablando de la Virgen del santuario de Bedonia. Ya hemos contado la historia del joven huérfano Fran135 cisco Sídoli, más tarde arzobispo de Génova; no indicamos, sin embargo, que el primer encuentro con Scalabrini ocurre en Bedonia, cuando va a preguntarle si puede entrar en el seminario. Tomado por sorpresa y sin saber qué contestar, porque no conoce al muchacho, el obispo lo invita a rezar con él ante la imagen de Nuestra Señora. Se mantiene postrado largo tiempo, mientras Francisco espera afuera; cuando sale, Monseñor está radiante de alegría y le informa que había aceptado su solicitud. La solemne coronación de la sagrada imagen de la Virgen de Bedonia se realiza el 7 de Julio de 1889; para Scalabrini se trata de una fiesta tan importante que el 27 de Junio ya está en la pequeña ciudad, huésped del rector del seminario don Natale Bruni. Le había escrito en Noviembre del año anterior para dar instrucciones sobre los preparativos de la fiesta y, por supuesto, para organizar la elaboración de las dos coronas con las joyas de su madre. En la celebración participan también los obispos de Bobbio, Parma y Fidenza. Cuando se acerca el momento de la procesión y las calles están llenas de gente que viene de todo el valle y de los pueblos de las montañas circundantes, sucede algo que (como hemos podido comprobar) es habitual en las crónicas de la vida de Scalabrini. Una fuerte tormenta se desata sobre la montaña por encima de Bedonia, a la primera señal de lluvia, la gente comienza a marcharse; el obispo, con toda la voz y fe que tiene en su poder, insta a las personas, invitándolas a quedarse: “Quédense tranquilos, no se vayan, hoy no va a llover”. La gente confía y se queda. La tormenta se mueve en otra dirección y la procesión se realiza según se había planeado. Algo similar ocurre ocho años más tarde, de nuevo en Bedonia. Es Julio de 1896 y se celebra el quincuagésimo aniversario del seminario local. Para la ocasión se decide llevar en procesión la venerada imagen de la Virgen con el Niño; al 136 momento de iniciarla, como sucedió antes, empieza a llover y no hay signos de que se detenga. Scalabrini, sin embargo, no se rinde y decide esperar hasta que se detenga. Invita a la gente a quedarse en la iglesia, cantando y rezando; los que no pueden entrar en el templo se resguardan en sus casas, esperando el comienzo de la procesión. El cielo se despeja cuando empieza a oscurecer, el obispo quiere seguir adelante; en un momento el mensaje pasa de casa en casa. La gente del valle regresa al santuario; se llena la plaza, las calles adyacentes, incluso el bosque cercano. Se habla de diez mil personas. Cuando Nuestra Señora aparece en la plaza de la iglesia, es recibida por un despliegue excepcional de cientos de antorchas y velas encendidas; la noche se ilumina con el fuego de la fe. Tres meses después, el 11 de Octubre, fue a Béttola para el cuarto centenario de la aparición de la Virgen del Roble y la historia se repite. La procesión tiene que empezar, pero el cielo se oscurece y comienza a llover; después de algunas dudas, de acuerdo con los más atrevidos, Scalabrini decide de todos modos salir de la iglesia. En cuanto sale de la plaza, la lluvia se detiene y cuando la procesión llega al lugar de la aparición, sale el sol para calentar a la multitud. Cada uno interpreta estos episodios de acuerdo a su propia sensibilidad, en cualquier caso, dan testimonio de la fe inquebrantable y de la extraordinaria devoción mariana del obispo de Piacenza, que no falta nunca, siempre que sea posible, a las fiestas dedicadas a la Virgen en los pueblos de la diócesis y también fuera de ella. En Mayo de 1882, por ejemplo, es invitado por Bonomelli a la fiesta de los 450 años de la aparición de Nuestra Señora de Caravaggio; la respuesta de Scalabrini es inmediata: “Estoy a su disposición: bajo el manto de la Virgen siempre estamos bien”; luego le explica que su “único pensamiento es rezarle a la Virgen y tomar el último lu137 gar”. Para él, además, el rezo del rosario es algo más que un hábito; recordamos cómo su madre reunía a todos sus hijos en la noche para rezar juntos el rosario. Al referirse a la repetición del Ave María en el Rosario, en 1883 escribe: “Al repetir esa oración, lo que hacemos es enviar de vuelta al Cielo, lo que el Cielo ha dejado caer hasta nosotros. El amor tiene una sola palabra y diciéndola constantemente, nunca se repite. El rosario es el compendio de toda la religión cristiana, el memorial de los misterios más estupendos y el símbolo glorioso de la piedad católica”. En esta perspectiva urge a los párrocos para que inviten a sus fieles al rezo del rosario en todas las ocasiones, sobre todo en las familias. “La única cosa que amo recordar a mis queridos hijos en Jesucristo es el rezo del rosario en la familia”, recuerda a la diócesis en 1893, presentando la reciente encíclica de León XIII sobre el rosario. “En el rosario el mismo Jesucristo ora en nosotros y con nosotros; ora con nosotros María Santísima, oran los ángeles, los santos, y, me atrevo a decir, ora todo el Cielo”. Para dar el buen ejemplo él mismo comienza a recitar públicamente el rosario todos los días en la catedral. En sus “propósitos” ya recordados, repite a sí mismo la necesidad de “dedicarme con más intensidad a la devoción de Nuestra Señora; arrojarme a sus pies, en sus brazos maternales todos los días... Es mi madre y me lo conseguirá todo, si soy su devoto verdadero y sincero”. 138 Capítulo 18 El catequista del nuevo milenio Ya hemos mencionado el compromiso asumido con León XIII a principios de 1879 y confirmado hacia finales de 1880. No hay documentos que den fe de eso, pero es probable que el interés de Scalabrini para la catequesis empiece en el seminario. En efecto, cuando, en su primera asignación sacerdotal, es nombrado párroco de San Bartolomé en Como, emerge como exigencia fundamental dar vida a nuevas formas de reunir a jóvenes y niños, para enseñarles las verdades de la fe. Desde ese momento, antes y después de los mencionados reconocimientos papales, asistimos a un auténtico florecimiento de la gracia de Dios; cada iniciativa, aunque pequeña, conduce al éxito, y los buenos resultados se suman; desde su parroquia de Como se extienden a las parroquias de Piacenza. La pasión y el talento de Scalabrini en este campo contagian a los amigos y obispos con quienes instaura una estrecha relación; da vida a un sugestivo movimiento de voluntarios laicos y logra que unos cardenales se interesen; convence a los pontífices reinantes y a la Iglesia entera de la necesidad indiscutible de redactar un catecismo común para todos. Emprende la celebración del Primer Congreso Catequístico Nacional en Piacenza y sienta las bases de lo que más tarde será conocido y divulgado en todo el mundo como el Catecismo de San Pío X. Todo se debe a su intuición de escribir un pequeño manual más fácil y más eficaz para la enseñanza de la doctrina a los más pequeños, así como al encargo que recibió del obispo de Como, cuando era párroco en San Bartolomé, de elaborar el Proyecto para la creación de las Escuelas de la Doctrina Cristiana en una diócesis. Este proyecto toma mu139 chas ideas de San Carlos Borromeo y es presentado, casi en fotocopia, en el anexo a la carta pastoral de 1876, que fija el reglamento de las Escuelas de Catecismo para la diócesis de Piacenza. En Septiembre de 1873 escribe a su hermano Pedro: “Ahora estoy trabajando en un librito sobre la educación moral y religiosa de la juventud italiana que será de gran utilidad. Ya he completado una serie de artículos, que gustaron mucho a un grupo de respetables amigos”. Estas palabras nos permiten entender cómo desde el principio Scalabrini tenía clara en su mente la necesidad de crear no sólo un catecismo, sino un catecismo único y válido para todas las diócesis italianas. Sólo dos meses antes, en su informe detallado sobre el estado de la parroquia, escrito con motivo de la visita del obispo de Como, monseñor Pedro Carsana, informa que estaban funcionando las escuelas de doctrina cristiana para los diferentes grupos de edad y que, después de darles un reglamento apropiado, ahora está trabajando en la redacción de un “pequeño manual para los maestros”. De ese librito o pequeño manual que menciona a su hermano (en otra carta de 1874) y a su obispo, sabemos que en 1875 nace el “Precioso regalo para los niños o pequeño catecismo propuesto para los jardines de infancia”, mejor conocido como el “Pequeño Catecismo”, seguido en 1877 por El Catequista Católico, y por las cartas pastorales sobre la educación cristiana de las cuales hemos hablado ampliamente. En esta misma línea, en 1874 abre una guardería infantil en San Bartolomé, con asistencia inmediata de 200 niños, y un programa juvenil “para proteger a muchos jóvenes amenazados en su fe y moral”. El “Pequeño Catecismo” es un éxito desde su primera aparición; en poco tiempo, como informa el mismo Scalabrini 140 en una carta sucesiva a Pedro, la primera edición se agota y se pasa a la segunda. Pronto se adopta en muchas diócesis de Lombardía; del mismo modo, las Reglas para las Escuelas de la Doctrina Cristiana de 1876 servirán como punto de referencia para muchos obispos, porque la organización de las clases de catecismo, su gestión, los métodos y los contenidos de la enseñanza se analizan hasta los más mínimos detalles. Scalabrini demuestra haber adquirido una vasta cultura, la cual toma con espíritu moderno, inspirándose en los Padres de la Iglesia, en los grandes catequistas del pasado como San Carlos Borromeo, San Roberto Bellarmino o San Alejandro Sauli, o en grandes pedagogos contemporáneos, añadiendo, por ejemplo, a cada lección del Pequeño Catecismo, “una nota pedagógica acerca de cómo explicar, para ayudar a las maestras y las madres cristianas”. De lo anterior brotan una organización y un método de enseñanza que pueden servir como modelo aún en nuestros días: “La maestra, antes de explicar las fórmulas debe narrar vívidamente las historias bíblicas de la creación, la entrega del Decálogo, la vida de Cristo, ilustrándolas con expresiones vivas e inteligibles, usando comparaciones e imágenes, así como todos los medios adecuados para dotar a los niños con sanas percepciones”. La subdivisión innovadora en clases, desde el catecismo de los pequeños al de los adultos, introduce la idea que es necesario seguir paso a paso a cada persona en su camino de fe. “Conocer y amar a Jesús nuestro Salvador debe ocupar absolutamente el primer lugar en el espíritu del cristiano; el catequista debe trasmitirles el amor más tierno, la mayor confianza, la devoción más viva y eficaz”. Se da una atención especial a la preparación de las parejas al matrimonio y a la preparación de los padres a la educación de los hijos; sigue siendo válida la invitación a los maestros para que relacionen constantemente las enseñan141 zas del Evangelio con el escenario de la vida diaria, recordando que la educación a la fe es educación integral. La aspiración de Scalabrini de dar unidad a la enseñanza de la doctrina cristiana se traduce en una organización altamente estructurada y vertical, en la cual, sin embargo, se concede un amplio espacio a los laicos. La premisa necesaria es que “el obispo es la cabeza y el decano natural de las Escuelas de la doctrina cristiana”; sin embargo, al no poder ejercer personalmente “esta ardua tarea”, se constituye una Comisión diocesana, enteramente nombrada por el obispo, compuesta por un Presidente general y ocho Promotores generales, cuatro sacerdotes y cuatro laicos, además de un Secretario general. Ellos tienen la función de coordinar, formar, visitar y supervisar las escuelas y los docentes catequistas de toda la diócesis. Luego están los Directores vicariales, elegidos por el Obispo, uno por cada arciprestazgo; el párroco es el director de la Escuela de la Catequesis en su parroquia y elige a los maestros, a sus asistentes y a un Director parroquial, para que coordine y supervise a los docentes. Todos los párrocos se ponen a trabajar y la organización funciona bien desde el principio; el mismo Scalabrini se siente satisfecho. Muchos delegados externos están positivamente impresionados y no pueden dejar de notar la efectividad del método y la asombrosa renovación espiritual de la diócesis, y él no deja nunca de intervenir y corregir cuando sea necesario. En todas las visitas pastorales siguientes, de hecho, se encuentra frente a situaciones particulares, como escribe el 14 de Enero de 1877, refiriéndose a la Colegiata de San Miguel en Piacenza, donde las Escuelas de Catecismo “están bien organizadas, pero la educación de los niños es apenas mediocre”. En cambio, en una nota del 7 de Mayo de ese año, relativa a la parroquia de Fontana Pradosa señala: “La instrucción catequética es mal organizada y mediocre. 142 Hay que presionar al párroco”. El 18 de Agosto, refiriéndose al pueblo de Felino, escribe: “Estaba muy insatisfecho con la instrucción y denuncié públicamente la indolencia de los padres y, con palabras veladas, del párroco, quien entendió la indirecta, que le repetí claramente en casa”. La nota relativa a la parroquia de Chiulano expresa un juicio muy desalentador y una admonición muy dura: “He encontrado las cosas tan desordenadas y la educación tan decadente, que no tuve miedo de decir públicamente que si las cosas continuaban de esa manera, párroco y feligreses irían todos a la casa del diablo”. En 1877 Scalabrini publica lo que podría definirse como el corazón, la síntesis de todos sus estudios y sus experiencias en la enseñanza de la religión católica; se trata de un pequeño volumen de 143 páginas que sale con el título: El Catequista Católico - Consideraciones. Desde el principio se explica que “el catecismo es el compendio de todos los dogmas, las doctrinas y la enseñanza moral de la Iglesia católica; su teología es sencilla, pero profunda, apta para el entendimiento de todos. Se basa totalmente en la palabra revelada por Dios a su Iglesia... No hay pues, aparte de la Sagrada Escritura, libro más sagrado, que pueda y deba ser de mayor interés público que el catecismo católico”. Un libro en el cual, 150 años después de la publicación, el catequista del nuevo milenio encuentra las raíces completas de su propio compromiso, descubre las bases didácticas y pedagógicas de los catecismos que utiliza y donde percibe, como tal vez en ningún otro texto similar, el deseo de testimoniar y comunicar la fe. Convencido que no hay salvación fuera de Cristo el Señor, el catequista encuentra el espíritu de fortaleza del cristianismo primitivo, capaz de renacer siempre igual a sí mismo en todos los momentos de gran dificultad para la Iglesia. “El docente del catecismo no puede ni debe tener otro 143 modelo que Quien ha catequizado toda la tierra”, se lee en la primera de las cinco reglas de enseñanza práctica ilustrada por Scalabrini. “Sus pequeños alumnos deben saber que ustedes los aman”, afirma en la segunda. Explica en la tercera: “Los maestros tengan un gran celo por la salvación de las almas, adquiridas por la preciosa sangre del Salvador... Ustedes son los apóstoles de la nueva generación, salvadores de sus hermanos”. Dice en la cuarta: “Sean de ejemplo en todo y en todas partes; pero sobre todo, deben serlo delante de los niños. Ellos crecerán más o menos religiosos, a semejanza de su religiosidad”. Luego, en la quinta, presenta el “espíritu de oración” como el compendio de la labor del catequista: “Para que la enseñanza del catecismo produzca frutos fecundos, es preciso que se imparta con singular piedad, ya que quien produce el crecimiento necesario, no es quien planta o riega, sino Dios... Es siempre la gracia divina que riega y fertiliza los trabajos del catequista y por eso tiene que acompañar su enseñanza con una fe profunda, con el fin de hacer descender sobre sí mismo y sobre sus alumnos las más selectas bendiciones del cielo”. A continuación Scalabrini proporciona algunas normas didácticas y disciplinarias para la eficacia de la enseñanza del catecismo. Una de ellas, como hemos visto en la organización de las Escuelas de la doctrina cristiana, es la teoría de la subdivisión cíclica y gradual de la enseñanza de la religión, de acuerdo con la edad y los sacramentos que se van a recibir; este es un criterio que hoy en día a ninguna parroquia y a ningún obispo se le ocurriría excluir. Los otros consejos prácticos se refieren a la enseñanza, que debe hacerse usando imágenes, de modo que la “imaginación acuda en ayuda de la inteligencia”, y debe ser simple, inmediata, con el fin de quedarse “imborrable, con gran provecho para las mentes y los corazones de la gente”. 144 Se trata de un salto decisivo para su tiempo, confirmado por su opinión, muy inusual para su época, que por lo menos para el catecismo de Primera Comunión, “las niñas y los niños podrían unirse sin problemas”. 145 146 Capítulo 19 El primer Congreso de Catequesis Si la redacción del Catecismo Católico y la intuición original del catecismo único y universal revelan una acción que se adelanta a los tiempos, la intención de Scalabrini de organizar un Congreso Nacional de Catequesis parece estar escrita directamente en el futuro; además parece ser paradójica, ya que la iniciativa está totalmente arraigada en la necesidad de oponerse al radicalismo masónico típico de su época. Prueba de ello es que el principal propulsor de la idea es la revista El Catequista Católico, fundada precisamente para leer los tiempos, analizar las necesidades y aportar soluciones modernas adecuadas. La revista propone por primera vez un Congreso Nacional de Catequesis en un artículo de 1884, inspirado en las celebraciones exitosas organizadas por la Obra de los Congresos, cuyo objetivo principal era contrarrestar la imposición siempre más penetrante del liberalismo anticlerical y anticatólico del Estado. La idea, sin embargo, será debatida nuevamente con vigor sólo en 1888. Con cierta dificultad, debido también a la escasa salud de Scalabrini, se constituye un comité directivo, con la participación de expertos de otras diócesis y de los representantes de las congregaciones religiosas que trabajan en Piacenza; el obispo invita a la primera reunión el 17 de Junio de 1889, fiesta del Beato Pablo Burali, gran catequista y su predecesor en la responsabilidad de la diócesis. En esta ocasión Scalabrini habla de su última visita al Papa León XIII, poco más de tres meses antes, en la que el Santo Padre había manifestado estar en sintonía, acogiendo positivamente la idea de un Congreso, porque si “urgente y universal es la necesidad, urgente y universal tiene que ser la medida”. Se fija la fecha del 24 de Septiembre del mismo año; el Comité en147 vía las invitaciones el 29 de Junio, las cartas personales a los obispos y cardenales, son enviadas por el mismo Scalabrini; mientras tanto, El Catequista Católico publica el programa del Congreso y señala que en él se tratará también la propuesta de “llegar a la uniformidad del catecismo al menos para las diócesis italianas”. Las respuestas indican que el problema se consideraba urgente en Italia: 118 obispos y arzobispos dan su adhesión a la iniciativa, además del cardenal Alfonso Capecelatro; los que participarán personalmente serán muchos menos, o sea trece, más el Cardenal y un vicario capitular. No obstante el apoyo y la bendición de León XIII para esta iniciativa, muchos, incluso de las diócesis vecinas, prefieren enviar a sus representantes. Esto confirma la división y la desconfianza dentro de la Iglesia y la escasa capacidad de los obispos para trabajar unidos por un objetivo pastoral compartido, aunque todos lo consideren una prioridad vigente; por esta razón los óptimos resultados del congreso fueron por el momento totalmente ignorados. A pesar de haberse establecido de inmediato un especial Comité permanente, la intención de organizar dentro de cinco años el segundo Congreso Nacional, con objetivos más operativos, tiene que esperar veinte años más y un nuevo Papa antes de su realización en 1910. Tal vez el primero en tomar conciencia de esto es el mismo Scalabrini, quien concluido el Congreso se limita a indicar que “el primer fruto” de la iniciativa había sido despertar el interés general hacia el catecismo; como consecuencia, por muchos años todo parece caer en el olvido, a pesar de las resoluciones aprobadas por unanimidad de promover con urgencia un catecismo único válido para toda la Iglesia católica, y la necesidad de uniformar y organizar incluso los métodos de enseñanza y la formación de los catequistas. En realidad, cientos de páginas de las actas de los de148 bates del Congreso y la increíble cantidad de sugerencias, comentarios, ideas y experiencias salidas del trabajo, constituyen la base de las iniciativas de catequesis para el siglo siguiente. Se encuentran en la Encíclica Acerbo Nimis de Pío X y luego en el catecismo promulgado con su nombre. Con razón, en la segunda mitad de 1900 muchos historiadores vinculan estrechamente el nombre de Scalabrini al de San Pío X e indican el Congreso de Piacenza, con todo el movimiento que siguió a lo largo de los años, como una de las fuentes de inspiración del Concilio Vaticano II. En 1955, con motivo del 50 aniversario de la muerte de Scalabrini, Silvio Riva publica un extenso ensayo en la Revista del catecismo sobre el obispo, como pionero del catecismo moderno, y destaca que “su nombre y su obra van mano a mano con los de San Pío X porque ofreció al gran pontífice, a la hora de codificar las leyes de la catequesis, una riqueza de experiencias, normas pastorales, y sólidas conclusiones que luego sirvieron para toda la Iglesia Católica”. Efectivamente el Congreso, el primero en todo el mundo católico, sirvió para juntar experiencias y energías que hasta entonces nunca se habían encontrado. San Luis Orione, en su testimonio al proceso de beatificación de Scalabrini, señala que el Congreso y la revista de catequesis fueron dos intuiciones geniales por su capacidad de “abrir el surco y dar la entonación al movimiento catequístico que se ha venido desarrollando en Italia”. Ubaldo Gianetto en un ensayo publicado en los años 60 sobre el movimiento nacional de catequesis advierte que, si los frutos se recogieron sólo décadas más tarde, no fue ciertamente por culpa de la calidad del Congreso y de sus participantes, “sino por las diferencias, disputas y desacuerdos entre el clero”; en otras palabras, a la rivalidad entre Transigentes e Intransigentes, “lo que hizo que algunos de la prensa católica arrojaran una sombra de sos149 pecha sobre el Congreso y sobre las distinguidas personalidades que tomaron parte en él, como el cardenal Capecelatro, monseñor Bonomelli y el mismo Scalabrini”. De hecho el obispo de Piacenza sigue trabajando por quince años en la preparación del segundo Congreso Catequístico y por lo menos dos veces llega muy cerca de su celebración. En 1890, nombra a los miembros del Comité permanente; en 1893, el Comité trabaja pensando en organizar el Congreso el año siguiente, pero no se concluye nada y todo queda más o menos atascado hasta 1901, cuando se establece la fecha para Septiembre de 1902. El proyecto, aprobado por el cardenal Capecelatro, contempla la participación activa de los laicos; incluso es elegido el tema comprometedor, sin duda inspirado por Scalabrini, sobre el cual discutir: “¡Que Cristo reine en las almas, de todo y de todos!”. Una serie de eventos inesperados forzó una nueva prórroga, entre ellos la enfermedad de algunos miembros del Comité y la muerte de uno de los organizadores, Carlos Uttini, que era director del Catequista Católico. Tres años más tarde, pareciera cierto que se llevará a cabo del 26 al 28 de Septiembre de 1905. El 8 de Febrero, Pío X da su visto bueno con una carta a El Catequista Católico, en la que se destacan principios y consideraciones que Scalabrini había planteado treinta años antes: “...Nosotros lo aprobamos plenamente como el que, por encima de todo, conduce a la finalidad que nos hemos fijado... De hecho, la raíz de todos los males, que aquejan nuestra época conflictiva, es la ignorancia de los principios fundamentales de nuestra religión, algo verdaderamente increíble, ya que hay tanta información y sed de conocimiento. Vemos con agrado que se busque remedio a ese desorden con hábil diligencia...”. Luego define “oportunos” los temas 150 previstos para el Congreso y se declara convencido del éxito de la iniciativa, considerando el “liderazgo del excelente Obispo, muy instruido en estos asuntos”. Afirma que sin duda “no faltará la ayuda de Dios y su infinita misericordia”. Confiando en tal apoyo, Scalabrini pasa a los arreglos finales de la organización; el 19 de Mayo convoca el Comité, en la reunión se confirma la fecha y la decisión de celebrarlo en Piacenza. El obispo se muestra muy firme y decidido en sus convicciones, en contra de los que sostienen que no hay tiempo suficiente para organizarlo. Uno de los miembros más jóvenes de la Comisión, viendo su mal estado de salud, aconseja al obispo que no tome sobre sí la responsabilidad de la organización. Él refuta, con su mirada habitual, en su propio dialecto: “Usted es demasiado viejo”. Pero es evidente que el tiempo aún no ha llegado. A los trece días el equipo organizativo suspende sus labores por el anuncio de la muerte de Scalabrini. 151 152 Capítulo 20 El gran designio de la Providencia Scalabrini sostiene con frecuencia la necesidad de un catecismo único y universal. Una de las razones que da, es la facilidad moderna de las comunicaciones, que hacen más fáciles las migraciones de un país a otro y de un continente a otro, debido a la pobreza de las familias y de enteras poblaciones; el considera que si la catequesis es necesaria para la salvación de las almas, entonces es indispensable que en sus desplazamientos las personas más pobres e indefensas no tengan que ser privadas de Dios a causa de una forma diferente de presentarlo y enseñarlo. En último análisis, la Iglesia es verdaderamente universal, si es capaz de hacer que cualquier persona y en cualquier parte del mundo se sienta siempre acogida como en su casa. Esto es lo que siente Scalabrini, como sacerdote y como obispo, como catequista y como apologeta, hablándoles a los agricultores de las montañas de Piacenza como a los trabajadores en las haciendas brasileñas, a los seminaristas y sacerdotes de su diócesis como a los misioneros de su congregación para los migrantes. En otras palabras, la inspiración que está en el catecismo de Scalabrini, es la misma que lo lleva a fundar su Congregación de los Misioneros de San Carlos. Ciertamente, como hemos dicho, no es una coincidencia que las iniciativas de Carlos Borromeo y de su colaborador Pablo Burali hayan inspirado al obispo de Piacenza para iniciar la actividad de la reforma catequética. Toda su labor fue para el bien de las almas y la gloria del Señor. Cuanto más una persona sufre, más necesita de ayuda. En lo que se considera el borrador del informe final enviado por el Congreso Catequético a León XIII, Scalabrini afirma: “Nunca antes fue tan grande el número de las migraciones 153 y de los migrantes; es lamentable que los niños, en cuya alma es necesario sembrar a su tiempo las semillas de las virtudes cristianas, sean obligados a seguir la suerte de sus familiares, se vean privados muy pronto de la educación religiosa que se aprende en el hogar y sean instruidos con mucha dificultad en las cosas del alma. Emigran de su país de origen a otro país de idioma distinto y entonces tienen doble dificultad; la primera es la diferencia del idioma y la segunda la falta de uniformidad en la verdades de la fe que necesitan aprender... De ahí que también los maestros se enfrentan al mismo problema... Todos sabemos que la correcta comprensión de los misterios divinos depende de la cuidadosa elección de las palabras... Estos problemas pronto se resolverían con un catecismo único y uniforme para todo el mundo católico”. Aquí Scalabrini enumera también las ventajas del catecismo único: “Por lo menos tres parecen evidentes: la integridad de la doctrina católica; una unidad fuerte y más amplia entre todos los fieles; una unión más visible y una devoción más ardiente a la Sede Apostólica”. Es interesante constatar que el informe enviado al Congreso por el obispo de Mantua José Sarto, futuro Pío X, enumera los mismos motivos, reconociendo la paternidad precisamente a Scalabrini: “Llegamos a un hecho que trae mucho honor a la diócesis de Piacenza y al venerable obispo que la gobierna. ¿Quién mejor que él podría apreciar el sacrificio de esos generosos sacerdotes, que llegados a Brasil, encontrarán tantos libros de catecismo cuantos son las diócesis a las que pertenecen los pobres emigrantes? He aquí pues mi propuesta: elevar una devota súplica al Santo Padre para pedirle la elaboración de un catecismo breve, sencillo, popular, con preguntas y respuestas, dividido por secciones según la materia, que sea obligatorio en toda la Iglesia”. 154 He aquí cómo en estos dos santos y grandes expo- nentes de la Iglesia de la época se unen y sobreponen dos necesidades: el catecismo único y la misión entre los emigrantes. Estamos en el umbral de la última década del siglo y, sólo tres años antes, el 11 de Enero de 1887 Scalabrini había escrito al Prefecto de Propaganda Fide una conmovedora carta que describe la terrible situación de los emigrantes italianos en América, proponiendo el establecimiento de una “asociación de sacerdotes italianos, que tuviera por objeto el cuidado espiritual de sus compatriotas que habían emigrado a las Américas, que velara sus salidas y llegadas y asegurara, en lo posible, su práctica cristiana en los años venideros. Por mi parte yo estaría listo para ocuparme de ella y ponerla ya en marcha, en proporciones mínimas, pero empezarla de verdad”. Los relatos de Don Francisco Zaboglio, su antiguo estudiante en el seminario de Como, que había ido a visitar a los inmigrantes italianos en los Estados Unidos, habían causado en Scalabrini un profundo sentimiento de alarma, convenciéndolo que había urgente necesidad de trabajos pastorales de primer auxilio. Escribe a Propaganda Fide: “Hay grupos que formarían parroquias de varios cientos de personas, que viven y mueren sin haber visto el rostro de un sacerdote, sin oír una palabra de fe, sin recibir los Sacramentos, que viven y mueren como animales. Me duele el corazón de sólo pensar en esto”. Zaboglio escribe a Scalabrini en una nota posterior: “Ahora es sólo cuestión de reconducir al bien a cristianos abandonados”, si esperamos más “el problema será convertir a masones, herejes, infieles y ateos”. La respuesta del cardenal Simeoni es rápida, la urgencia es ahora percibida también en Vaticano, pero “los intentos realizados para establecer comités de socorro en favor de los inmigrantes italianos no tuvieron éxito”. Simeoni luego menciona a Mons. Juan Ireland, obispo de St. Paul, Minnesota, 155 que en esos días se encuentra en Roma y está “bien dispuesto” a comprometerse en favor de los emigrantes italianos... “Estábamos pensando en realizar este proyecto cuando llegó muy oportunamente su carta. Me apresuré a informar al Santo Padre, a quien le gustó su iniciativa y propuesta”. Los tiempos entonces están maduros y la Divina Providencia está poniendo en marcha todos los elementos externos para realizar la iniciativa. El plan que Scalabrini envía unos días más tarde a Propaganda Fide, es algo más que una simple idea inicial de intervención. Aunque no esté bien definido en los detalles y presente algunas contradicciones organizativas, contiene las ideas básicas de trabajo para empezar la Asociación y hacer fructuoso su trabajo en un corto período de tiempo. Scalabrini piensa en sacerdotes provenientes de las diócesis italianas más afectadas por la emigración; sacerdotes de 30 años de edad o más, a quienes se les pide cumplir con el reglamento de los misioneros de Propaganda Fide, dedicar un mes a prepararse adecuadamente y comprometerse a permanecer en América por lo menos un año, para “catequizar, predicar, enseñar y administrar los sacramentos” bajo la jurisdicción de los obispos locales. Deben asumir la obligación de reunirse en pequeños grupos cada tres meses para “un día de retiro para compartir experiencias, ayudarse y animarse”. Con este fin la Santa Sede debería enviar circulares a los obispos italianos y americanos para informarles y solicitar su apoyo. También se habla de fundar un seminario italiano en América destinado a las vocaciones de los hijos de los emigrantes, “para la formación de un clero italiano indígena, que se dedique sólo a los italianos”. En la práctica, sin embargo, las cosas no son tan simples y se produce una complicada maraña de eventos y una superposición de iniciativas que nos hacen comprender claramente como la Providencia Divina ha sido capaz de guiar con sabiduría las acciones de los hombres y la dificultad de discernimiento de la Santa Sede. 156 El obispo de Cremona Monseñor Bonomelli se está moviendo al mismo tiempo que Scalabrini; de igual forma piensa en una iniciativa a favor de los trabajadores italianos que se trasladan a Europa, aunque sólo por períodos cortos o por trabajos de temporada. Bonomelli también se dirige a Propaganda Fide, pero por meses nadie informa a Scalabrini, de modo que sus más cercanos colaboradores, cuando se enteran, piensan que el obispo de Cremona está trabajando en una iniciativa para quitarle importancia a la obra de Scalabrini. Sólo la probada amistad entre los dos prelados y su extraordinaria capacidad de compartir, les permiten una clarificación inmediata; por otra parte, las buenas intenciones de ambos obispos se esclarecen pronto gracias al padre Marcelino Moroni, un capuchino de Agnadello, pueblo de la diócesis de Cremona. Él ha estado trabajando entre los inmigrantes italianos en Brasil durante tres años y ahora se dirige a Bonomelli para solicitar sacerdotes dispuestos a ayudarlo en la difícil tarea. Bonomelli escribe a Roma pidiendo que se haga algo para los migrantes y luego envía una carta a Scalabrini por medio del Padre Marcelino: “...Vino en búsqueda de unos sacerdotes que le ayuden en Brasil, a donde regresará en breve; es un sacerdote emprendedor, generoso, todo de Dios, muy obediente, pero al igual que todos o casi todos los santos, un poco original. Propaganda Fide me escribió invitándome a abrir una casa donde preparar a algunos sacerdotes para las colonias; estoy pensándolo seriamente, pedí ayuda a la Asociación para los Misioneros Italianos; se la pediré también a Propaganda Fide y si consigo dinero, ¡adelante! Si no, voy a esperar y ver”. La Asociación de la cual habla Bonomelli había nacido en Florencia el año anterior. El Cofundador de la Asociación es Ernesto Schiapparelli, egiptólogo, católico comprometido, reconocido conciliatorista, que simultáneamente ofrece su ayuda financiera tanto a Scalabrini como a Bonomelli, sin que 157 al principio los dos lo sepan, a riesgo de malentendidos. Los malentendidos se presentan también en las relaciones entre Scalabrini y Schiapparelli; de hecho, el obispo está pensando encargar a la Asociación de Florencia sólo la ayuda económica a la rama laica de su organización, cuya misión es apoyar a los propios misioneros y cuidar a los emigrantes en los puertos de salida y llegada, para sustraerlos de los que él define “mercaderes de carne humana”. En cambio el profesor, desde el principio, en conformidad con los objetivos de la Asociación que representa, piensa ofrecer ayuda financiera directa a los sacerdotes misioneros. No es un secreto que, debido al clima de tensión en esos años, Scalabrini desconfía instintivamente (lo confiesa también a Bonomelli) de los laicos como Schiapparelli; él teme que éstos utilicen la colaboración con el clero y las iniciativas de caridad con el único objetivo político de poner en contraste dos almas de la Iglesia. Como hemos señalado, esto es exactamente lo contrario de lo que quiere el obispo, guiado siempre por el deseo de unir y no dividir. En esta línea Scalabrini emprende una campaña de sensibilización dentro y fuera de la Iglesia sobre la situación de los migrantes. Desde hace algún tiempo se ha dedicado a escribir un folleto de 55 páginas, titulado La emigración italiana en América. Una vez impreso, envía una copia al Cardenal Simeoni y una a León XIII; a la copia para el Papa anexa una carta donde sintetiza la lógica de su iniciativa desde el punto de vista eclesial: “Beatísimo Padre, la idea de dar apoyo a los inmigrantes está madura. La prensa está constantemente incitando a uno u otro grupo de los hombres que gobiernan el país para que alcen la voz y resuelvan la situación; sería un daño muy grave si la masonería llegara antes que la Iglesia y lograra adueñarse del terreno. Para evitar que esto suceda, me pa158 reció conveniente escribir unas páginas sobre el tema, con el fin de disponer mejor a las personas en favor del plan de evangelización que, a petición de Su Santidad, presenté a la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe...”. La confusión entre Bonomelli y Scalabrini se aclara fácilmente y el obispo de Piacenza promete ayudar a Padre Moroni. Entre Julio y Agosto Scalabrini sufre uno de sus frecuentes ataques febriles debilitantes.; sin embargo, en una carta dirigida a Propaganda Fide insiste en obtener respuestas concretas a sus apelaciones. A finales de Agosto llega a Piacenza una nueva carta de Don Zaboglio, que había viajado a los Estados Unidos para traer de vuelta a Italia al padre y a la hermana; durante el viaje, se detuvo unos días en París y se dio cuenta de la “deplorable condición religiosa de los italianos”. Con respecto a la situación de los inmigrantes en Londres, Zaboglio anota la influencia positiva de la misión de los Padres Palotinos en la Iglesia de San Pedro, donde además se había organizado una escuela de catecismo, así como una escuela nocturna para los italianos. Zaboglio hace mención también de su reunión positiva con el Superior General de los Palotinos, Alberto Faá di Bruno, quien también estaba de visita en Londres. Mucho, en la carta, se refiere al mal estado de los italianos en las ciudades de los Estados Unidos que visitó: “Religiosamente hablando, la situación entre ellos es bastante mala y muchos se agregan a la masonería... sus hijos y numerosos nietos viven y crecen como perfectos no-creyentes”; luego afirma que encontró al párroco de La Crosse, al vicario general y al obispo de la diócesis; ellos se extrañaron ante la falta de interés de la Iglesia italiana hacia sus emigrantes, a pesar de las exhortaciones emanadas por el reciente Concilio de Baltimore. A continuación escribe con amargura: “Otros sacerdotes de La Crosse me dijeron que los italianos, en general, aquí son malos, muy malos”. 159 Es una historia que se repite y Scalabrini persiste en su acción. Incluso el arzobispo de Nueva York, monseñor Corrigan, en la carta de agradecimiento por haber recibido el folleto sobre las migraciones, que le envió el obispo de Piacenza, se queja con él de la ignorancia religiosa de los italianos. En Septiembre se dirige nuevamente al cardenal Simeoni, indagando, si a falta de respuestas concretas, “puedo mientras tanto abrir aquí un Instituto para acoger a los sacerdotes que quieran dedicarse a la evangelización de los inmigrantes en América, así como a esos jóvenes de las colonias italianas que muestran inclinación hacia el estado eclesiástico...”. A continuación, muestra su disposición a impulsar su idea aún más lejos y forzar la situación: “Estoy tentado a ir personalmente a Roma para exponer mis ideas al respecto con más detalle a Su Eminencia y a Su Santidad, pero esperaré sus órdenes al respecto”. Simeoni habla con el Papa, el cual, sin embargo, demora la solicitud de abrir una casa de formación en Piacenza. El Papa no se fía del papel de los laicos en la institución, especialmente en lo relativo a la idea de crear comités de asistencia en Italia y en los Estados Unidos, incluso con subvenciones de la Asociación de Florencia. La correspondencia que sigue es necesariamente interlocutoria; Scalabrini es incansable en reiterar que los sacerdotes dispuestos a partir para la misión son muchos y que es necesario darles una preparación homogénea y adecuada “a la ardua tarea”. Luego, el 7 de Noviembre, “con el tren directo de la 1:30 pm”, como escribe a Bonomelli el día anterior, decide partir hacia Roma. En la noche del 9 tiene una reunión con el cardenal, que resulta ser decisiva. 160 Capítulo 21 Desde los Apeninos hasta el Orinoco “En Milán, hace muchos años, fui testigo de una escena que me dejó una tristeza profunda; pasando por la estación, vi el amplio salón de espera, los pórticos laterales y la plaza adyacente, invadidos por trescientas o cuatrocientas personas vestidas pobremente... Eran viejos doblados por la edad y el trabajo, hombres en plena madurez, mujeres que llevaban en los brazos o de la mano a sus niños, muchachos y muchachas, todos hermanados por un mismo pensamiento, todos encaminados a una meta común”. Es la primera impresión de Scalabrini con la triste realidad de los migrantes; en ese momento, todavía es párroco en Como e iba pasando por Milán. La historia de esta escena es utilizada por el obispo como inicio de su trabajo más famoso sobre el tema, La Emigración Italiana en América, escrito en 1887. En las dos primeras páginas, el obispo condensa todo el problema: la desesperación, la cuestión social, las dificultades para los pobres originadas al pasar de los antiguos estados al único estado de los Saboya, el desarraigo de sus tierras, las esperanzas a menudo frustradas de una vida nueva, el papel infame de los especuladores que comercializan “carne humana” y “hacen verdaderas redadas de esclavos blancos”, las humillaciones, las dificultades para adaptarse. Pero también la explotación y la pobreza aún mayor en el nuevo mundo, frente a los pocos que logran tener éxito, la soledad de los que no tienen un país, la degradación moral, humana y civil de las personas que terminan perdiendo toda relación y contacto con la fe. “Se disponían a abandonar su patria sin aflicción, porque la conocían bajo dos aspectos odiosos: el servicio militar y 161 los impuestos, y porque para el pobre la patria es la tierra que le da el pan y esperaban encontrarlo allí lejos, menos escaso, aunque con más trabajo... ¿Cuántos sucumbirán? ¿A cuántos, al encontrar el pan del cuerpo, les faltarán el del espíritu, y perderán, en una vida materializada, la fe de sus padres?... Yo los veo, desembarcando en tierra extranjera, fáciles víctimas de especulaciones inhumanas… Ante esta situación miserable, a menudo me he preguntado: ¿Cómo podemos remediarlo?” “Cuando por las cartas de amigos o relatos de viajes me doy cuenta que los parias de los emigrantes son los italianos... que los más abandonados y por lo tanto los menos respetados son nuestros conciudadanos, que millares y millares de nuestros hermanos viven sin defensa de su patria lejana, objeto de prepotencias muchas veces impunes, sin el consuelo de una palabra amiga, entonces, lo confieso, la llama de la vergüenza me sale en cara, me siento humillado en mi calidad de sacerdote y de italiano... Hace pocos días, un joven me traía el saludo de varias familias de nuestras montañas acampadas en las orillas del Orinoco: “Diga a nuestro Obispo que recordamos siempre sus consejos, que rece por nosotros y nos envíe a un sacerdote porque aquí se vive y se muere como bestias”. Ese saludo de los hijos lejanos se me hizo un reproche... Llamo la atención del clero italiano, de los laicos católicos y de todos los hombres de buena voluntad, porque la caridad, verdadera tregua de Dios, no conoce partido y la Sangre de Jesucristo nos hermana a todos en una sola fe y una esperanza y nos hace deudores a todos”. Estas no son las únicas historias de desesperación y las solicitudes de ayuda que Scalabrini presenta en su escrito, con el claro intento de despertar las conciencias. Desde una 162 ciudad sudamericana alguien le escribe: “Créanme, estamos desesperados, aquí la mayoría se muere de enfermedad y de hambre”; otro escribe: “Me siento como si estuviera en la cruz: sediento, hambriento y traicionado; éramos cien y ahora quedamos cuarenta, unos han perdido a sus esposas o a sus maridos, otros a sus hijos. Se rumorea que algunas personas de la zona del Tirolo se comieron a su hijo por el hambre. ¿Y quién nos protege? Nadie nos protege, no tenemos ni jueces ni policías. Nuestros jefes en Italia nos trataban mal, pero aun así era mejor allí”. Y algo más: “Aquí somos como animales, sin sacerdotes, ni médicos; ni siquiera se les da sepultura a los muertos. Estamos peor que los perros atados a la cadena. Dígale al jefe que sería más feliz en Italia en una pocilga que en un palacio real en América”. El resultado es un panorama desolador, pero de gran eficacia y fresca expresión, que contiene, en los análisis y soluciones indicadas, las semillas de las renovadas atenciones sociales de la Iglesia, que conducen en 1891 a la encíclica Rerum Novarum de León XIII. Es un texto enriquecido por datos estadísticos, por informes detallados sobre lo que se está haciendo en otros países europeos para proteger a sus emigrantes en el extranjero, por proyectos de leyes presentados en los Estados Unidos, por propuestas e ideas prácticas que deben aplicarse en Italia, tanto por la Iglesia como por el Estado. Es un llamado desgarrador lanzado por un obispo que ante tanto sufrimiento está consciente de ser el pastor no sólo de aquellos que continúan viviendo en su diócesis, sino también de aquellos, que debido a la pobreza y la injusticia social, se ven obligados a abandonar sus hogares. En la presentación de su tesis sigue refiriéndose a su propia experiencia como sacerdote; además para él no existe ninguna diferencia de ideales y proyectos entre ser obispo en su diócesis y redactar un comunicado para alertar a la opinión 163 pública sobre las tragedias de la pobreza, entre ser sacerdote con sus feligreses y confrontarse con ministros, papas y cardenales, entre ser misionero en medio de migrantes y buscar la consolidación de una sociedad auténticamente cristiana en Italia. Así pues, salta a la vista como el espíritu de caridad, con que realiza su tarea en la diócesis, le permite leer con intuición y capacidad profética los grandes acontecimientos de la historia; ciertamente no debemos maravillarnos de que una de sus principales fuentes de inspiración sean los constantes encuentros que tuvo con la gente durante sus visitas pastorales, aldea por aldea, montaña por montaña, familia por familia. Hay que considerar que la estación del tren de Piacenza en esa época era un importante punto de tránsito para los emigrantes que se dirigían hacia el puerto de Génova desde las montañas de Emilia, del bajo Valle del Po y del Noreste; los periódicos locales reportan escenas similares a las descritas por Scalabrini en la estación de Milán. Il Progresso del 12 de Octubre de 1888 señala: “Anteayer 500 emigrantes de las provincias del Véneto transitaron por nuestra estación. Ayer un centenar de personas dejó Mantua, y hoy a las 12.25 salieron de ella 800 personas más”. También están los que regresan, como se afirma en un conmovedor artículo del mismo periódico el 18 de Mayo de 1886: “La otra noche, con el tren de las 9:35, desde Génova llegó a nuestra estación un grupo de migrantes; eran como treinta agricultores, entre hombres, mujeres y niños, de las provincias del Véneto. Con el rostro demacrado, andrajosos, hambrientos, con la desesperación en el alma, esos pobres infelices regresaban más pobres que cuando se habían ido”. En el curso de las visitas pastorales Scalabrini acostumbra tomar nota, entre otras cosas, de las personas que 164 emigraron de cada parroquia y de las que tienen previsto emigrar; pronto se da cuenta de la difícil situación económica de aquellos territorios, en su mayoría montañosos y con poca o ninguna actividad industrial. Así entre 1876 y 1880 calcula que emigraron 28.000 personas, es decir el 11% de la población, es un número enorme. En seguida comprende también las graves consecuencias de la despoblación en algunas zonas, la degradación económica y a menudo moral de las familias en las que todos los hombres capacitados se han ido en busca de trabajo, y las situaciones de extrema pobreza que obligaron a regalar a uno o más niños por la incapacidad de mantenerlos. Inmediatamente entiende los terribles daños de la que él llama “la trata de blancos», realizada por los agentes de las empresas de emigración, que van de pueblo en pueblo, de casa en casa para convencer a los pobres a salir de su país, con falsas promesas de empleos seguros y tierras fértiles que casi siempre no existían. En un artículo de 1882 en L’Ordine, el diputado Rocco De Zerbi, refiriéndose a la emigración en el área de Nápoles, afirma que el agricultor, en una especie de “suicidio”, “se va ilusionado” por aquellos agentes que se ganan “cinco o diez liras por persona”. El mismo Scalabrini, tanto en su libro sobre la emigración italiana en América como en una carta al cardenal Simeoni, habla de “un hombre, un cristiano ejemplar, de un pueblo de montaña”, que acudió a él “para pedir la bendición y un pío recuerdo para sí mismo y su familia que estaban saliendo para América; a mis observaciones él opuso este simple y doloroso dilema: o robar o emigrar... No sabía que responder. Le di la bendición conmovido, confiándolo a la protección de Dios”. A este punto de su reflexión el obispo de Piacenza da un salto en el futuro, a nuestra era de la globalización. Consciente que para la gran multitud de los pobres no hay otra opción que la de desplazarse en busca de pan y animado por el insaciable deseo de llevar al mundo el consuelo y la salvación de Je165 sucristo, con pocas e incisivas palabras indica el camino de la nueva misión para la Iglesia, desplazando su atención de aquellos que quieren emigrar a los que ya emigraron, notando la necesidad de ayudarlos en las tierras y ciudades donde fueron a trabajar: “La religión y la emigración son ahora las dos únicas fuerzas que podrán salvar la sociedad de una gran catástrofe: la emigración mediante el envío del exceso de la población hacia otros continentes, la religión, llevando consuelo y dulces esperanza al sufrimiento insoportable de esas personas infelices”. “Descuidar” la tarea esencial de la Iglesia de llevar el consuelo de la fe a estas poblaciones, afirma más adelante, “sería un error imperdonable. Esto debe realizarse de inmediato; cualquier retraso lo considero fatal”. Luego añade, con una dolorosa y casi mística expresión de fe: “La Iglesia de Jesucristo, que ha enviado a sus obreros del evangelio a las naciones menos civilizadas y a las tierras más inhóspitas, no ha olvidado y no olvidará nunca la misión que le fue confiada por Dios para evangelizar a los hijos de la miseria y el trabajo... Donde está el pueblo, allí está la Iglesia, porque la Iglesia es la madre, la amiga, la protectora del pueblo y por eso tendrá siempre una palabra, una sonrisa, una bendición para ellos”. En este sentido son aún más precisas las reflexiones que se encuentran en el Memorandum que Scalabrini envía a Pío X el 5 de Mayo de 1905, pocos días antes de su muerte, Ellas representan una especie de “dirección universal” e internacional de todas las iniciativas que luego serán adoptadas por las Congregaciones Scalabrinianas. Después de su regreso de América del Sur, como había prometido al Papa, explica en el Memorandum que la migración es una “pacífica y fructífera” forma de dominio del hombre sobre el mundo, “destinada al mejoramiento del hombre en la tierra, y a la gloria de Dios en los Cielos”. La Iglesia debe, por tanto, sentirse llamada “a dejar su huella en este gran movimiento 166 social, cuyo objetivo es el progreso económico y la fusión de los pueblos cristianos... atenuando las luchas de intereses de los diversos países y logrando la armonía entre las diferentes nacionalidades en la unidad reconciliadora de la fe”. Esta tarea, admite Scalabrini, tiene que llevarse a cabo teniendo en cuenta los errores del pasado, cuando la Iglesia se confundió con el poder político y cuando los emigrantes fueron acompañados por sacerdotes que a menudo “eran lo peor de lo que un clero corrupto podía ofrecer”. De aquí surge la propuesta de Scalabrini de crear un organismo eclesial similar a Propaganda Fide que se ocupe sólo del apostolado para las migraciones, y que tenga autoridad sobre todos los problemas de la pastoral migratoria. Una Congregación, así la llama Scalabrini, capaz de “seguir los grandes flujos migratorios, clasificar las colonias... anotar las iglesias y los sacerdotes asignados a su cuidado; exigir que se tomen medidas donde no se tomaron, y ayudar a los obispos...”. Además Scalabrini, en el libro sobre la emigración, no deja de proporcionar claras indicaciones a la política: “Los que, sin embargo, deseen impedir o limitar la emigración por razones patrióticas y económicas y aquellos que, en nombre de una libertad mal entendida, la quieren abandonada a sí misma, sin dirección ni guías, o bien no razonan en absoluto o, en mi opinión, razonan como personas egoístas e insensibles. De hecho, prohibiéndola estamos violando un derecho humano sagrado, dejándola a sí misma la estamos volviendo ineficaz. Los primeros olvidan que los derechos humanos son inalienables y por lo tanto el hombre puede ir a buscar su bienestar donde le plazca; los otros olvidan que una fuerza centrífuga bien dirigida, puede convertirse en una poderosa fuerza centrípeta... trayendo de vuelta a casa, de mil formas diferentes, los tesoros de los recursos humanos que han sido retirados temporalmente de la nación”. 167 168 Capítulo 22 Los Misioneros de San Carlos “Ha llegado el momento de colocar nuestra Congregación definitivamente bajo el patrocinio de un Santo. Después de haber rezado todos los días por esta intención y haber pedido la luz del Espíritu Santo, la persona del gran San Carlos Borromeo se presentó ella misma a mi mente más radiante y esplendorosa; por eso tendrán el honor de llamarse de aquí en adelante los Misioneros de San Carlos. San Carlos fue uno de esos hombres de acción, que no vacilan, no se doblegan y nunca retroceden; que en cada acción demuestran toda su fuerza de convicción, su energía de voluntad, su integridad de carácter, todo lo que son, y triunfan”. Es el 15 de Marzo de 1892 y Scalabrini presenta a los primeros Misioneros para los italianos emigrados a las Américas el modelo a seguir. El objetivo es el mismo de su vida como sacerdote y obispo, incesantemente repetido a sí mismo antes que a los demás: “Ganar almas para Jesucristo”. En Julio de ese año la Congregación vive otro momento clave, el traslado a la que es todavía hoy la sede de la Casa Madre; llegan a ser insuficientes las pocas habitaciones alquiladas en el Pio Retiro Cerati de Piacenza y el Seminario Urbano compra el ex Convento de las Capuchinas, con la iglesia anexa, también dedicada a San Carlos Borromeo. El obispo la restaura y la consagra de nuevo en el mes de Octubre. Han pasado casi cinco años desde la noche del 9 de Noviembre de 1887, cuando, recién llegado a Roma desde Piacenza, se reúne con el cardenal Simeoni, acompañado por el secretario de la Propagación de la Fe, monseñor Domingo Jacobini, para concretar el acuerdo que da vida a la nueva 169 congregación. En ese “congreso”, como lo llama Scalabrini, es redactado un documento de siete puntos que el cardenal somete a juicio del Papa; en él están los principios básicos de la nueva institución misionera, aprobada por la Santa Sede, y todos los requisitos prácticos necesarios para que sea operativa y eficaz, empezando por la necesidad de que el mismo Santo Padre sensibilice a los obispos italianos sobre la iniciativa de su cohermano obispo de Piacenza. A petición de León XIII se suspende temporalmente la creación de comités laicos en Italia y en América, y luego se concede permiso a Scalabrini para instituir en Piacenza una casa para la formación de los jóvenes que desean ser “ordenados sacerdotes para las colonias”. En las notas que Scalabrini presenta a Simeoni se precisa de nuevo el ansia eterna del fundador: “El objetivo inmediato de la religión católica es llevar las almas a Dios; su misión indirecta, pero íntimamente relacionada con este, es guiar la sociedad por el camino de la verdadera civilización”. Pasan unos días; el 13 de Noviembre Scalabrini es recibido en audiencia por el Papa. Tan pronto sale de la Sede Apostólica, le escribe a su amigo Bonomelli: “Acabo de salir de la audiencia del Santo Padre, a quien he encontrado muy bien dispuesto... Si el diablo no interfiere, todo parece ir bien. ¡Gracias a Dios!” Al día siguiente, León XIII recibe en audiencia a monseñor Jacobini y aprueba, casi sin cambios, los siete puntos redactados por Scalabrini y Simeoni en la noche del 9; el texto oficial italiano se imprime con la fecha del día siguiente. El primer punto dice: “El Santo Padre altamente aprueba la creación en Piacenza de un Instituto de sacerdotes italianos, que cumpliendo con las normas que serán aprobadas por la Sagrada Congregación de Propaganda de la Fe, estén dispuesto a prepararse para ir con los migrantes a América y asistirlos, permaneciendo con ellos por lo menos cinco años...”. El Breve apostólico de aprobación, en latín, lleva la fecha del 15 y se publicó el 25 de Noviembre. 170 El 28 de Noviembre, con la promesa solemne de los primeros tres candidatos de observar la “Regla provisional”, el obispo Scalabrini celebra, en la Basílica de San Antonino, el comienzo oficial de lo que entonces se llamaba Congregación de los Misioneros para los Emigrantes Italianos; mientras tanto Propaganda Fide envía cartas explicativas a unos obispos estadounidenses, invitándolos a colaborar con el nuevo Instituto. La primera sede del Instituto es un edificio adyacente a la basílica. En Julio del año siguiente, otra vez en San Antonino, tienen lugar las primeras profesiones de votos religiosos, que son temporales, por cinco años y con la obligación de vivir en comunidad, de acuerdo con las directrices de las primeras reglas dadas por Scalabrini el 6 de Marzo de 1888 y aprobadas por Propaganda el 19 de Septiembre. Para comprender mejor el verdadero espíritu de la iniciativa de Scalabrini es importante recordar que después de recibir el visto bueno del Santo Padre, el Obispo de Piacenza (estamos a la mitad de Diciembre de 1887), envía un informe a Propaganda Fide sobre el primer mes de actividades desde el nacimiento del Instituto y anuncia su intención de intitularlo Cristóbal Colón, porque el navegante genovés “fue el primero que llevó la fe a América” y goza de “una relación muy especial con la diócesis de Piacenza, ya que su familia es originaria de aquí”. Se trata por tanto de ese concepto que hoy llamamos la nueva evangelización y es el mismo que inspira la gran pasión de Scalabrini para la catequesis. En esta misma línea en Enero de 1888, el fundador piensa en añadir a su nueva congregación de sacerdotes “una rama de misioneros laicos, con el título de maestros catequistas”, con la tarea principal de asistir y ayudar en la enseñanza de los niños. Se propone todo esto aunque los recursos económicos sean muy bajos. Scalabrini efectivamente toca a muchas puertas, pero obtiene muy pocas ayudas; pide colaboraciones a los obispos italianos, en particular a aquellos cuyas diócesis se ven fuertemen171 te afectadas por el fenómeno de la emigración; busca varias veces la ayuda de Propaganda Fide, incluso por la necesidad urgente de encontrar un lugar digno para la sede de la nueva Congregación en Piacenza; escribe incluso a los obispos estadounidenses de las ciudades más ricas. De las diócesis italianas llegan unos pocos millares de liras; de Propaganda Fide recibe 20 mil; de la Asociación de Florencia 8 mil. Mil liras también vienen de la Gran Cartuja de Grenoble y otras mil del arzobispo de Nueva York, Miguel Agustín Corrigan, quien pronto se hace amigo de Scalabrini hasta el punto de intercambiar ideas sobre el catecismo. El arzobispo le hace visita en Italia, se convierte en colaborador y financiero (mil liras) de la revista El Catequista Católico. El primer Reglamento, considerado demasiado escueto desde el punto de vista jurídico, se centra en el aspecto espiritual y pastoral del proyecto, como si fuera una foto de la personalidad de su fundador. Uno por uno se enumeran los objetivos que se proponen los misioneros: - ir a cualquier lugar donde lo requiera la necesidad de los migrantes; - construir iglesias y capillas donde los italianos se han asentado, establecer casas de los misioneros para evangelizar mejor y “extender su acción civilizadora” en los territorios circundantes; - crear escuelas donde, además del estudio del catecismo, se enseñe el idioma italiano, la matemática y algunos conocimiento de Italia; - fomentar y promover las asociaciones e iniciativas que “se consideren más adecuadas para la conservación de la religión católica y de la cultura italiana en las colonias; - enviar a los jóvenes que tienen la vocación de estudiar para el sacerdocio; - organizar comités en los puertos de embarque y desembarque para “ayudar, dirigir y asesorar a los migrantes”; - acompañar a los emigrantes en su viaje por mar, “para ejer172 cer el ministerio sagrado en su favor y asistirlos en caso de enfermedad”. Con todo, a Scalabrini le interesa destacar que “el misionero es como un obrero del Evangelio y debe recordar su obligación de difundir con su vida el buen olor de Cristo, predicando el evangelio más con el ejemplo que con la palabra”; es por eso que no deja nunca de recordar a sus misioneros la necesidad del desapego total y sin concesiones de todo bien material y de toda seducción terrenal. Destaca en su discurso a los misioneros que salen el 10 de Diciembre de 1890: “Muestren siempre que su celo iguala sólo su desinterés, que en Dios y sólo en Él han puesto toda su esperanza, que de Dios y sólo de Él esperan su recompensa y que nunca dejarán sus trabajos apostólicos mientras haya infelices para consolar, ignorantes para instruir, pobres para evangelizar y almas para salvar”. Así como Scalabrini fue firme al pedir a sus misioneros el despego de los intereses terrenales, de igual manera fue firme al insistir que vivan en comunidad. Las numerosas cartas e informaciones que le llegan de las Américas, en particular del padre Zaboglio y padre Moroni, así como de los obispos americanos con los cuales está en contacto, le hacen entender rápidamente la gran cantidad de riesgos que enfrentan los sacerdotes que trabajan y viven solos. Hay demasiados ejemplos de sacerdotes italianos que habiendo llegado entre los emigrantes, se han mostrado, como él mismo observa, “verdaderos buscadores de oro, más que de almas”, que “venden su ministerio como mercaderes de cosas sagradas”; de aquí su elección desde el principio de formar una organización tomando como modelo las congregaciones religiosas. Y si en un primer momento, sobre todo para satisfacer la urgencia inmediata de enviar misioneros y para agilizar las necesarias aprobaciones por parte de la Santa Sede, pide sólo la adhe173 sión con los votos temporales de cinco años, en seguida se da cuenta que, para hacer más eficaz en el tiempo la acción de cada misionero y por tanto de toda la institución, es necesario introducir los votos perpetuos. En Septiembre de 1894 manifiesta su intención de introducir los votos perpetuos al nuevo Cardenal, Prefecto de Propaganda, Miecislao Ledóchowski; la primera profesión perpetua se celebra el 8 de Diciembre del mismo año con cinco sacerdotes, once clérigos y un catequista hermano. En 1895 elabora las nuevas reglas de los Misioneros de San Carlos para los Emigrantes Italianos (su nombre ha cambiado desde entonces) y decide someterlas a la aprobación sólo a finales de 1900, después de varios años de experimentación en las misiones. Al principio, la Comisión para el examen de las reglas y constituciones de los nuevos Institutos, presidida por el cardenal Satolli, se opone. De regreso a Italia después de su primer viaje a América, Scalabrini habla directamente con el cardenal Ledóchowski; a finales de 1901, después de haber expuesto sus razones, corroboradas por lo que había visto y experimentado en su visita a las misiones americanas, llega a un entendimiento verbal con Propaganda, y, según explica muy bien Mario Francesconi en su biografía, “fue dado de facto valor jurídico a los votos perpetuos” ya emitidos, “y sobre la base de ese vínculo permanente la Santa Sede concedía el título de misionero apostólico ya no por cinco años, sino ad beneplacitum”; es el 13 de Enero de 1902. Scalabrini introduce los votos perpetuos, en el reglamento de 1904, como el único requisito para la admisión a la Congregación. 174 Capítulo 23 Dos santos a la conquista de América “Sería bueno, Madre, si usted decide enviar a sus hermanas a América. Abrimos una misión en Nueva York con una capilla y estamos a punto de abrir otra, tal vez por Navidad; creo que en esa ciudad sus hermanas podrían hacer mucho bien a nuestros emigrantes”. La hermana observa cuidadosamente al obispo, con ese aire amable y firme, típico de ella. Por un lado está interesada en la propuesta pero, por otra parte, está preocupada por los múltiples compromisos en Italia. Piensa que quizás los tiempos no sean maduros y que probablemente las palabras de este hombre, aunque no del todo circunstanciales, sean como un corolario de su encuentro... No es la primera vez que recibe dicha propuesta. La respuesta que proporciona, con la inmediatez de siempre, esa sí es circunstancial: “¿No piensa que el mundo es demasiado pequeño, para que tengamos que limitarnos a Nueva York? Me gustaría abrazar el mundo entero, y llegar a todas partes”. Una frase común, una broma para eludir el tema y seguir adelante. El obispo no lo toma demasiado en serio; es un hombre paciente y antes de preguntar, ya sabía que tendría que volver sobre el tema en ocasiones futuras. En último análisis, la hermana espera de él precisamente aquel tipo de actitud, para convencerse de la bondad de la propuesta. Mientras tanto, la Providencia ha comenzado a tejer su tela; no es fácil poner a trabajar juntos dos santos de personalidad tan distinta: un obispo y una monja, ambos fundadores de nuevas congregaciones religiosas misioneras. Uno piensa en el desempeño de su labor evangelizadora en América, mientras que la otra ha tenido siempre la idea de ir al Oriente, como el san175 to jesuita cuyo nombre eligió para sí misma, y piensa en las Américas como segunda opción. De hecho, los dos trabajarán juntos sólo durante unos años antes de que sus caminos se dividan permanentemente; su amistad, sin embargo, y el intercambio de ideas, están destinados a modificar de manera significativa los proyectos de ambos, así como la historia de la emigración italiana. Estamos en 1888, el 25 de Mayo, para ser precisos. En la estación del ferrocarril de Piacenza, inmediatamente después del encuentro con el obispo, con quien está negociando la apertura de una casa para sus Misioneras del Sagrado Corazón, con escuela para niñas y un orfanato en Castelsangiovanni, Madre Francisca Javier Cabrini comenta la propuesta del Obispo Scalabrini con una de sus hermanas: “Son sólo fantasías; sin embargo, los escucho con mucho gusto... En cierto modo prefiero que las iniciativas de la misión me sean presentadas por otros; en realidad, todas las casas abiertas en los últimos años fueron realizadas a petición de otros”. Es la forma de santa Cabrini de confiar en la Providencia. Todos la conocen como una mujer enérgica y decidida; sin embargo siente que su guía segura es la obediencia a la inspiración de los demás, a través del discernimiento. Su proceso personal de decantación de la propuesta de Scalabrini continúa unos meses más; mientras tanto, en la misma estación, se encuentra con el carmelita P. Gerardo Beccaro, que se une a la conversación entre las dos hermanas y les indica cómo la colaboración entre las Misioneras del Sagrado Corazón y los sacerdotes Scalabrinianos en América ayudaría a ambas congregaciones para proporcionar una mejor asistencia a muchas personas pobres, actuando como una especie de multiplicador de gracias. En realidad, aunque acostumbrados a seguir los de176 signios de la Providencia, los dos fundadores, tienen ideas marcadamente diferentes sobre la gestión de sus proyectos; aunque expertos en estimular y organizar el trabajo de sus colaboradores, instintivamente evitan todo lo que pueda limitar de alguna manera su independencia; tanto más que Scalabrini no ha formulado todavía un plan para introducir el trabajo de una congregación de hermanas junto con el de sus misioneros. El problema surge a partir de las frecuentes solicitudes de enviar hermanas a Nueva York; de hecho en sus relaciones, padre Morelli y padre Zaboglio insisten en que, con la ayuda “de hasta dos o tres monjas”, se podría establecer con éxito una escuela para evitar, entre otras cosas, que muchos jóvenes italianos se sientan atraídos por los esfuerzos proselitistas de las iglesias protestantes. También hay una benefactora americana, casada con un italiano, que solicita monjas porque tiene la intención de fundar una escuela de formación profesional para jóvenes italianas. El 5 de Noviembre monseñor Corrigan escribe a Scalabrini pidiéndole que envíe un grupo de monjas italianas; el arzobispo de Nueva York sugiere que sean las Hermanas de Santa Ana fundadas por madre Gattorno, a quien Scalabrini había ayudado en 1878 a abrir una misión en América del Sur. En 1879 él les había confiado su Instituto para sordomudas, y a ellas confiará más adelante otros proyectos en Nueva York. El obispo de Piacenza, sin embargo, insiste de nuevo con la Madre Cabrini. A los pocos días la invita al obispado. La amistad entre ambos se ha consolidado con la apertura, en Septiembre, del orfanato de Castelsangiovanni; la monja escucha con atención la solicitud y se toma su tiempo. Como escribió su primera biógrafa, Francisca Saverio De Maria, sus dudas derivan 177 de su temor de que “esa colaboración que se le pide, no se concilie bien con la libertad e independencia que consideraba necesarias para el buen funcionamiento de su congregación”. La angustia es grande, ora intensamente, busca consejo, se va a Roma para consultarse con algunos amigos y con el secretario de Propaganda Fide; habla con el cardenal Parocchi. Todo el mundo la tranquiliza y la invita a partir; aún no convencida, pide una audiencia a León XIII, el Papa la convoca el 10 de Enero de 1889. La reunión no resuelve del todo sus dudas; escribe: “A partir de este momento tendremos que dirigir nuestros pensamientos a América y pronto vamos a cruzar el océano con la más profunda alegría en nuestro corazón”. Inmediatamente después de la audiencia, la madre Cabrini escribe desde Roma a una hermana, pidiéndole que visite a Scalabrini lo antes posible para comunicarle su intención de salir en Mayo. El 25 de Enero, el obispo de Piacenza escribe al arzobispo Corrigan para informarle que “las monjas asignadas a Nueva York serían las Misioneras del Sagrado Corazón, una fundación reciente, pero bien establecida y confiable”. En ese momento comienza una correspondencia estrecha entre Cabrini, Corrigan y Scalabrini, con la monja que pide garantías precisas al obispo de Nueva York y Corrigan que explica no poder garantizar mucho, ya que sus recursos financieros son escasos, “25.000 liras, lo cual no son realmente nada, tratándose de una guardería en esta ciudad... Pero las hermanas siempre podrán vivir en alguna forma, aunque no sé exactamente cómo. Haremos lo que sea posible”. En todo caso “serán bienvenidas y sin duda realizarán el bien”. En este punto de la historia, irrumpe Nuestro Señor mismo, así como estamos acostumbrados a leer en las vidas de los santos, y su intervención es decisiva, capaz de iluminar y señalar nuevos y fecundos caminos a los que saben escucharlo. Tanto Scalabrini como Francisca Cabrini están en Roma. El 24 178 de Febrero, el obispo tiene una audiencia con León XIII; esa noche la monja tiene un sueño, al igual que en una visión habla con su madre, la Virgen María, con el Sagrado Corazón y la venerable Antonia Belloni de Codogno, la ciudad donde comenzó su instituto; todos ellos la invitan a no tener miedo de ir a América, porque todo ha sido preparado. La mañana del 25 los dos se encuentran en el Vaticano; no sabemos si por casualidad o por cita. La biógrafa De Maria no dice nada más, prefiere detenerse más en la alegría de los dos, que en el relato del sueño. Es la felicidad de los humildes, que saben leer y percibir el momento en el que Dios decide llevar la pesada carga de las decisiones que realmente importan; sin embargo, sintiéndose inquieta, Cabrini se detiene en la Basílica de San Pedro por un largo tiempo en oración. Luego regresa a su residencia en Vía Nomentana y se sorprende al encontrar un carro frente a la puerta de su casa. Es el Obispo Scalabrini que la está esperando. El obispo baja de su carro, se acerca hacia ella y la saluda alegremente: “¡Oh, tú con tus sueños! Aquí está una carta de Nueva York, ahora pueden partir”. No sabemos a ciencia cierta a que carta se refiere. Se puede suponer que fuera la del obispo Corrigan, que, como hemos visto, más allá de la bienvenida a las hermanas ofrece muy pocas garantías. Sabemos también que Scalabrini y sus misioneros operan, en sus primeros años de aventura en América; sus aventuras a menudo son similares a las de los inmigrantes que tratan de ayudar. Madre Cabrini es movida por el mismo fervor misionero, pero es menos propensa a la aventura. Antes de cambiar radicalmente el objetivo de su misión de los pueblos de Oriente a los pobres inmigrantes italianos en América, quiere ver las cosas con claridad. A pesar del sueño, la carta que entusiasma a Scalabrini la hace vacilar; pide una vez más audiencia a León XIII, en esta ocasión el Papa no le deja dudas: 179 “No hacia Oriente, sino hacia Occidente. Su Instituto es todavía joven y tiene necesidad de recursos. Vayan a los Estados Unidos, los encontrarán y con ellos, un gran campo de trabajo”. Una invitación pragmática, fácil de definir profética, a confiar en los designios de Dios. Un par de semanas más tarde, el 18 de Marzo, las primeras seis hermanas Misioneras del Sagrado Corazón destinadas a América, junto con su fundadora, reciben el crucifijo misionero de las manos del Mons. Scalabrini. En su homilía el obispo hace una pequeña, pero gran revelación, que parece coincidir con el sueño de la Madre Cabrini. Después de recorrer el contenido desgarrador de muchas cartas que recibe de América, recuerda a un misionero que ha pedido el envío “inmediato” de algunas monjas, para asistir a las niñas huérfanas e impedir que tantas niñas abandonadas se vayan por un mal camino. “Dios se encargará de todo, me escribió. Fue entonces que el Sagrado Corazón de Jesús, en quien había confiado, me inspiró enviar a sus hijas, que generosamente han respondido a su llamada, dispuestas a dar su vida por la salvación de las almas”. Santa Cabrini y sus hermanas llegan a Nueva York la noche del 31 de Marzo de 1889. 180 Capítulo 24 Scalabrini, Toniolo y la Sociedad San Rafael La idea inicial de Scalabrini para la asistencia a los emigrantes es la de crear una asociación integrada por religiosos y laicos. Juntos y no separados, porque cree que la asistencia pastoral y social a las personas que lo han perdido todo y necesitan reconstruir su vida desde cero, sólo puede ser eficaz si los dos trabajan juntos; no se puede hacer la primera sin la otra. Por eso en el primer documento que entrega a Propaganda las dos entidades están mezcladas, sobrepuestas. La acción de los comités de laicos, de acuerdo con su plan, debe ser de apoyo a los misioneros en su labor pastoral y no limitarse al campo económico-jurídico; los misioneros, a su vez, deben inspirar las actividades a realizar así como promover la conciencia entre los laicos comprometidos. Scalabrini habla desde el principio de una Asociación de Patronato como un conjunto; en una palabra, los unos y los otros juntos, en definitiva, en una unión para la cual la Iglesia y la sociedad italiana todavía no están preparadas. La prueba está en los muchos obstáculos puestos a la idea original de Scalabrini. No era sólo León XIII quien quería que las dos entidades se mantuvieran separadas; también la asociación de laicos de Florencia, dirigida por Schiaparelli, no quería mezclar la ayuda a los misioneros con la contribución a los programas laicales. Así, cuando entre 1887 y 1889 nace la Congregación Scalabriniana y salen hacia las Américas los primeros misioneros, seguidos por las Hermanas de Santa Ana y las del Sagrado Corazón, el obispo de Piacenza todavía sigue luchando 181 en sus esfuerzos para que nazca una asociación de laicos que den su apoyo. Su modelo es la Sociedad de San Rafael de Alemania (presente también en Austria y Bélgica), a cuyo fundador había conocido. Ya antes de 1887 unos obispos americanos y la misma Propaganda Fide la habían propuesto como un modelo a seguir. En Italia, sin embargo, el problema consiste en reunir a los dos sectores (transigentes e intransigentes) del laicado católico italiano en fuerte contraste. Scalabrini ya había asumido la misión conciliadora en otros casos, pero con la Sociedad San Rafael la tarea resulta más complicada. En ese momento el laicado católico italiano está representado por la Obra de los Congresos, que es de fuerte inclinación intransigente; Scalabrini, sin serlo, es visto como un obispo transigente, con ideas liberales y conciliadoras, y se topa con puntos de vista muy cerrados. La clave, aunque no para abrir puertas, sino para abrir ranuras, viene del conocimiento y compromiso de algunos laicos; uno de ellos es el marqués Juan Bautista Volpe Landi, que ha estado trabajando con Scalabrini desde el inicio de su episcopado en Piacenza y en muchos casos ha actuado como la mano derecha del obispo, el otro es José Toniolo, sociólogo, economista, profesor de la Universidad de Pisa y asesor del Comité de Estudios y de Acción Social Cristiana. A través de ellos logra movilizar a un número de laicos comprometidos en varias ciudades italianas; abre un diálogo con la Obra de los Congresos, aunque nunca llega a una plena colaboración antes de su supresión por parte de Pío X; activa el diálogo con algunos obispos que, como hemos visto, aunque sean responsables de diócesis con una fuerte emigración, se niegan a apoyar las iniciativas de Scalabrini por razones ideológicas o diversa sensibilidad pastoral. El 5 de Febrero de 1889 Toniolo escribe a Scalabrini: “Desde el comienzo de su obra providencial en favor de los emigrantes, yo naturalmente me convertí en su admirador... 182 Cada día me doy cuenta de la importancia, mejor aún de la urgencia de un movimiento doctrinal y práctico de los buenos y cultos católicos en el ámbito de la vida social. He lamentado y lamento que los fieles laicos creyentes no se hayan agregado a la obra de Su Excelencia... y no hayan creado un comité de asistencia para los emigrantes italianos que, como los de otros países, cuiden las necesidades económicas, legales y civiles de esa pobre gente, completando así la obra moral y religiosa donde Su Excelencia es tan solicito...”. Pide ayuda a Scalabrini en la organización de un “movimiento social cristiano entre los laicos, bajo la guía e inspiración de los obispos, en nombre de la religión y la patria”. La disponibilidad de Toniolo es total y él hace comprender cómo en torno al obispo de Piacenza se estaba moviendo la acción, o más bien, la esperanza de renovación de la Iglesia en esos años. Scalabrini en su respuesta da pleno respaldo a la idea “beneficiosa y oportuna”, de una Lega de Estudios Sociales entre los laicos y capta perfectamente lo que espera del compromiso de Toniolo: “...Incluso sin conocernos personalmente, estoy muy contento de encontrarme en pleno acuerdo con una persona tan ilustrada como su señoría... Como usted habrá oído hablar del excelente marqués Volpe Landi, el comité de protección para los emigrantes ya ha sido establecido. Falta que los laicos comprendan su importancia y lo favorezcan. Será de gran ayuda la Lega ideada por Usted. El Señor nos haga dignos de hacer algo bueno y nos ayude”. La idea está allí, la capacidad intelectual también, pero el camino de la participación de los laicos católicos pronto se vuelve difícil e insidioso. Entre 1891 y 1892 Scalabrini se dedica a dictar conferencias sobre la emigración en toda Italia; a sugerencia del Padre Bandini publica y distribuye en miles de ejemplares un manual práctico para aquellos que tengan la 183 intención de emigrar, pero especialmente para los párrocos, los obispos y todos los laicos de buena voluntad que puedan ayudar a difundir la información. El título es explicativo: “Consejos para los italianos que quieren emigrar a los Estados Unidos de América”; contiene una síntesis detallada de la experiencia de Bandini, traducida en consejos prácticos y con la invitación abierta a los emigrantes a recurrir a sus oficinas en Nueva York, donde pueden ser dirigidos para encontrar un alojamiento temporal, conseguir un trabajo, recibir consejos prácticos, “aun cuando tengan que continuar su viaje más adentro de los Estados Unidos”. Todos estos consejos, sin embargo, son en gran parte ignorados. El mismo Scalabrini se ve obligado a reconocerlo con tristeza en una carta que él y Volpe Landi envían a los obispos del norte de Italia: “Muchas personas a las que nos dirigimos, ni siquiera respondieron; otros han señalado que los tiempos son malos y no favorables a la obra, como si estuviéramos pidiendo una gran contribución financiera, y no simplemente un compromiso personal y apoyo moral; otros, finalmente, nos dicen que la emigración italiana se dirige casi exclusivamente a América del Sur...”. Pese a esto, la colaboración y la cálida amistad que se desarrolló entre Scalabrini y el beato Toniolo, siguen siendo esenciales, al menos en lo que respeta a la futura evolución del movimiento católico en Italia. Ambos están convencidos de la necesidad de promover la presencia activa de los católicos en todas las esferas de la sociedad civil; ambos sostienen que los laicos comprometidos deben actuar como auténticos católicos en todos los ámbitos de la vida pública, en plena comunión con la Iglesia y el Santo Padre; ambos promueven una unidad de trabajo entre las asociaciones de los laicos y las acciones del clero, de modo que los unos y los otros, cada uno en su ámbito, sean de mutuo estímulo e inspiración. 184 Estas convicciones, entre otras cosas, manifiestan cómo las diferencias entre Scalabrini y la intransigencia de la Obra de los Congresos fueran más supuestas que reales; estas contraposiciones ideológicas y dolorosas, fueron pensadas casi todas por los intransigentes, con el único propósito de crear dentro de la Iglesia enemigos a combatir en nombre de una anti conciliatoria y presumida ortodoxia papal. Lo que preocupa a Scalabrini es afirmar la verdad de la Iglesia, incluso dentro del estado y a través de él; sabe perfectamente que este objetivo sólo se puede alcanzar a través del diálogo, teme los enfrentamientos y los combate. En este sentido, hay que leer también toda su acción constante de moderación y de invitación al diálogo con su amigo Bonomelli, más propenso a una mentalidad rígida y racional. Del mismo modo debe interpretarse su adhesión como miembro honorario de la Unión de Estudios Sociales en Italia, fundada por Toniolo. Muchos, en la Opera dei Congressi, la consideran cismática, pero Scalabrini logra que entre en diálogo con la Santa Sede. No debemos olvidar que como presidente honorario del comité organizador italiano del Cuarto Congreso Científico Internacional de los Católicos, que se celebró en Friburgo (Suiza) en 1897, obtiene de León XIII una carta en la que bendice la iniciativa. El presidente efectivo de ese comité organizador es Alberto Barberis, profesor del Colegio Alberoni, que claramente no es un intransigente; entre los miembros, además de Toniolo, están Luis Olivi, Eduardo Soderini y José Alessi, entre otros. No debemos además olvidar que Toniolo rechaza, al igual que Scalabrini, la idea de una división entre católicos y, por todos los medios, quiere estar libre de cualquier manipulación, para evitar el riesgo de “dañar la reputación de ser católicos auténticos, que quiero conservar para mí y para mi Unión”. Es interesante observar que en la última década 185 de 1800, Scalabrini y Toniolo están trabajando lado a lado en el intento de promover la credibilidad de la Sociedad San Raffaele entre los obispos y el clero italiano, a través de una frecuente correspondencia con muchos prelados, como el entonces Obispo de Mantua, José Sarto, o el obispo de Pavía Agustino Riboldi, que sin embargo muestran una cierta desconfianza. Intentando eludir este obstáculo, Scalabrini incluye al arzobispo de Génova, beato Tomás Reggio, conocido por ser renuente al diálogo con el Estado de Saboya, quien envía en Noviembre de 1894 una carta de apoyo a todos los obispos de Italia del Norte. En la carta Reggio indica que él “había querido ver por sí mismo la eficacia de la Obra y, ahora reconocida su utilidad, sobre todo para el bien de las almas, con mucho gusto acepta la petición del obispo de Piacenza...”. Para entender el clima conflictivo que rodea a Scalabrini, acusado a menudo por los intransigentes, es suficiente recordar una carta del director de L’Osservatore Cattólico, P. David Albertario, al Secretario de Estado, cardenal Mariano Rampolla, del 4 de Octubre de 1893; la carta denuncia un caso que ocurrió en Nueva York y expone la opinión de un jesuita, “un lector asiduo de L’Osservatore Cattolico”, que “no encontró hospitalidad” donde los Scalabrinianos. En su opinión “todas las obras religiosas, protegidas también indirectamente por la excomulgada bandera italiana, no tienen remedio y nunca prosperarán”. El Secretario de Estado señala la denuncia a Scalabrini, que responde con profundo resentimiento: “La acusación de ser liberal me dolió profundamente; detesto, por encima de todo lo detestable, cualquier idea que se aparte de las doctrinas estrictamente romanas. En 20 años como obispo nunca dije, ni escribí, ni hice algo que no fuera estrictamente católico, papal. Nunca he tolerado entre mis misioneros a quien pensara lo contrario”. La intervención de Reggio y el posterior acercamiento de algunos obispos a las iniciativas en favor de los emigran186 tes, el aprecio de la Santa Sede hacia Scalabrini, los esfuerzos de gente como Volpe Landi y Toniolo, logran lentamente un acercamiento con la Opera dei Congressi. El mismo Scalabrini participa en el Congreso católico de Ferrara de 1899; en esa ocasión habla de su encuentro con Pedro Pablo Cahensly, fundador de la Asociación San Rafael de Alemania, que tiene una fuerte connotación patriótica: “Hace años recibí la visita de un miembro del Parlamento alemán que trabajó muy activamente para sus connacionales emigrantes y me dijo que en Alemania y Bélgica es difícil encontrar una parroquia donde no haya un comité para la protección de los emigrantes alemanes y que en esas parroquias cada año se recolecta dinero con el único propósito de financiar las escuelas y las iglesias de sus hermanos expatriados”. La crisis profunda que afecta la Opera dei Congressi y su posterior supresión por parte de San Pío X, bloqueará cualquier intento de cooperación. 187 188 Capítulo 25 El sacerdote y el policía “Durante muchos años yo también he insistido, luchado y rezado para que los individuos y el gobierno se ocupen de este grave problema de la vida social y económica con más interés y humanidad”. Estas palabras revelan el espíritu esencial que inspira la obra de Scalabrini para los emigrantes; están escritas por Natale Malnate, Director de la Oficina de Seguridad Pública del puerto de Génova, en una carta que envía al mismo Scalabrini en 1887. Él acaba de leer el folleto sobre la emigración italiana en América y le comunica abiertamente estar de acuerdo con cada una de sus afirmaciones, en particular cuando reflexiona sobre la necesidad de acompañar y proteger a los emigrantes desde su llegada en los puertos de embarque. Con este agente de policía y con la excepcional figura de P. Pedro Maldotti, misionero Scalabriniano, nace en Génova la que puede considerarse la experiencia piloto, tal vez más exitosa, de asistencia a los emigrantes en Italia. Un par bien adaptado, que parece sacado de una serie televisiva o surgida de la imaginación de los grandes escritores de ficción del crimen que inspiraron la literatura entre 1800 y 1900. ¡El sacerdote y el policía! Decididos, eficaces, casi inseparables; tal vez como ningún otro, capaces de llevar a la práctica las ideas de Scalabrini, a partir de la colaboración entre laicos y clero, entre Iglesia e instituciones del Estado. No es ciertamente por casualidad que la ley de emigración del 31 de Enero de 1901 se inspiró en el éxito evidente de la obra concreta que los dos fueron capaces de lograr en Génova; es una ley que se basa casi totalmente en las ideas de Scalabrini. Efectivamente el 10 de Noviembre de 1896 Volpe Lan189 di y padre Maldotti habían presentado al gobierno un memorándum, escrito en gran parte por el obispo de Piacenza, para la redacción de una ley con los aportes del P. Maldotti y del P. Colbachini, misionero en Brasil. Considerando las tensas relaciones entre Iglesia y Estado de ese momento, este es quizás el primer caso real de influencia directa, abiertamente reconocida, de la acción de los católicos en la redacción legislativa desde la unificación de Italia. El texto de la ley es aprobado por la Cámara en Diciembre de 1900 con 226 votos a favor y 123 en contra; sin embargo, la aprobación en el Senado es más complicada. Una fuerte presión ejercida por los dueños de los barcos y los agentes de emigración está influyendo en algunos senadores, entre ellos algunos que tienen intereses especiales en Nápoles y Palermo, los dos puertos que con Génova son los principales centros de embarque. La mayoría en el senado no está asegurada; al enterarse del problema, Scalabrini envía a Roma al propio padre Maldotti, quien por supuesto se va con Malnate. Los dos activan iniciativas de contrapresión, fiándose del senador Fedele Lampértico, un católico liberal amigo del obispo de Piacenza y comprometido por algún tiempo con L’Opera Bonomelli. Además de exponer los hechos reales, Maldotti y Malnate informan constantemente a Scalabrini y a Bonomelli sobre la evolución de la situación en Roma; los dos prelados llevan a cabo una acción sistemática de sensibilización de los senadores “amigos”, instándoles, en particular, a estar presentes en la votación. A principios de Enero Lampertico presenta una relación acertada en favor el proyecto de ley, que es aprobada definitivamente el 29 de Enero sin ninguna modificación. El 16 de Marzo de 1899, el joven Luigi Einaudi publica un interesante artículo en La Stampa de Turín que permite una comprensión más clara de cómo es en realidad esta coopera190 ción sin precedentes entre la clase política-secular y la Iglesia católica. El artículo se refiere a una de las reuniones promovida por Scalabrini y Volpe Landi que después de 1896 llevan a la aprobación de la Ley de 1901. “En Septiembre pasado -escribe Einaudi- tuve que actuar como secretario en una conferencia, donde un obispo, varios senadores y diputados, muchos misioneros, algunos eminentes representantes diplomáticos y consulares de Italia en el extranjero, delegados de poderosas compañías navieras y de firmas comerciales, se reunieron por iniciativa de la Asociación Nacional para la Atención a los misioneros en el extranjero... para estudiar y discutir el grave problema de la emigración italiana. La conferencia era privada y no se hizo mención de ella en los periódicos... La memoria de esas discusiones entre sacerdotes y laicos, representantes de la Iglesia y el Estado, de la industria y el comercio, perdura en mi mente, así como recuerdo la impresión que me causó el acuerdo espontáneo logrado entre personas muy diferentes, provenientes de Países tan distantes...”. La nueva ley contiene este fermento tan hábilmente inspirado por Scalabrini. Establece el nombramiento de un Inspector de la emigración en los puertos de Génova, Nápoles y Palermo; suprime a los agentes de emigración; impone a los navieros la obligación de llevar a bordo un médico en cada barco que transporta emigrantes; se asigna al Ministerio de Asuntos Exteriores la tarea de abrir oficinas de acogida, protección e inserción laboral en las principales ciudades extranjeras de destino. El mismo Ministerio nombra a los Inspectores móviles de emigración con la tarea de informar al gobierno sobre la condición de los italianos en el extranjero; obliga a las compañías navieras a que ofrezcan a los migrantes comida y alojamiento gratis en el puerto el día antes del embarque; se establecen requisitos especiales de seguridad para los barcos que transportan emigrantes; se exime del servicio militar a los misioneros que trabajan en el extranjero, así como a los estu191 diantes de los institutos misioneros; se establece la obligación del transporte gratuito de ida y vuelta para los misioneros que se dedican a la protección de los migrantes. Estábamos hablando del sacerdote y del policía. Su colaboración comienza el 2 de Agosto de 1894 con la llegada del padre Maldotti a Génova, como primer misionero oficialmente asignado para ayudar a los emigrantes en el puerto. Hasta entonces este trabajo lo venía realizando el comité genovés de la Sociedad de San Rafael. P. Maldotti tiene un asistente con él, el padre Teófilo Glesax. A pesar de que el comité de Génova estaba formado por la crema y nata de la burguesía católica de la ciudad y Malnate había sido generoso en darles su apoyo y dotarlos de espacios, la situación de los migrantes no había mejorado mucho; en particular, todos los que se benefician de la explotación de la masa pobre que llega a Génova de los rincones más pobres del Norte de Italia, siguen actuando casi sin obstáculos. Cada barco sale con un promedio de mil personas a bordo y la llegada a la ciudad de tanta gente al mismo tiempo, crea muchos problemas de seguridad pública y de alojamiento. El enfrentamiento es casi inmediato. Por ser hombre práctico y rápido, Maldotti se va a las manos casi en seguida con un agente de emigración, al cual le quita algunas familias de Cremona que iban a ser estafadas; la disputa es sofocada por la intervención del oficial de Seguridad Pública. A partir de entonces los dos están comprometidos en una acción sistemática de lucha contra los explotadores. Maldotti tiene las ideas claras y actúa en consecuencia. Hasta entonces, el Comité de la Sociedad San Rafael prestaba asistencia a los emigrantes que mostraban un documento de presentación, expedido por los comités en las ciudades de origen, si existían. El misionero decide abolir ese papel y ayu192 dar a todos los que se dirigen a él; en especial inicia una campaña de contra información para desenmascarar las mentiras de los agentes de emigración y de cada explotador. Para neutralizarlos, va directamente a sus oficinas y a las esquinas de las calles donde ellos atrapan a sus víctimas; con Malnate contacta el mayor número posible de medios de comunicación, para atraer la atención nacional sobre el problema del puerto de Génova y las formas de ayudar a los emigrantes. Las organizaciones ligadas a los navieros recurren a los tribunales. Las demandas y denuncias contra el sacerdote se suceden una tras otra, pero, como escribe el mismo Maldotti en un informe sobre la misión en el puerto de Génova, los dos mantienen la presión por “revelar al público sus trapos sucios y así, los procesos se abatieron, pero no sobre mí, sino sobre el cuello de esos grandes y pequeños explotadores atrapados en su misma trampa”. Una acción similar no funciona en los puertos de Nápoles y Palermo, donde, además, se encuentra la mayor concentración de emigrantes que salen. Las razones son dos: en primer lugar, la acción de la Sociedad San Rafael en esas ciudades y en el interior del país es inconsistente, y en segundo lugar, los misioneros Scalabrinianos en aquellos puertos no encuentran la misma cooperación de la policía y de las autoridades locales. Esta dificultad no es atribuible del todo a la situación social y cultural de Nápoles y Palermo; es también una debilidad inherente de la Sociedad San Rafael. A diferencia de su homóloga de Alemania, no logra reunir en torno a sí un movimiento de laicos capaces de apoyar, con su participación y financiación, la expansión y el trabajo de los comités locales, que en muchos casos parecen marginales. Por la misma razón, la Sociedad San Rafael no logra tener éxito en el extranjero, salvo en los puertos de Nueva York y Boston; en América del Sur este tipo de iniciativas son de muy corta duración, debido a la falta de personal y medios. 193 Así los misioneros que habían intentado realizarlas, comprenden en seguida que es más útil y eficaz concentrarse en las actividades de pastoral y de asistencia a los huérfanos en las misiones y parroquias donde los italianos se han asentado. Como hemos visto, la situación en Nueva York y, una década más tarde, en Boston, es diferente. Pero también allí las actividades de acogida y de ayuda social y espiritual, efectuadas por los comités de la Sociedad San Rafael, llegan sólo a una parte de los inmigrantes italianos. Efectivamente en los primeros años de su presencia en Nueva York, de un promedio de 70-80 mil italianos que llegan, sólo unos 20 mil utilizan los servicios del Comité; padre Pedro Bandini cree que esto se debe, en primer lugar, a las dificultades de coordinación con los comités de Italia, así como a la falta crónica de fondos, a pesar del apoyo recibido de inmediato por el arzobispo de la ciudad y de algunos benefactores locales. A diferencia de Maldotti en Génova, en Nueva York Bandini puede contar con la policía local y una oficina de inmigración relativamente eficientes; su primer paso es incorporarse oficialmente a ellas, luego se propone la creación de una oficina de empleo para los italianos. En cada desembarque hay un par de colaboradores laicos con una “gorra, estilo militar donde está escrito en letras de oro: Sociedad Italiana de San Rafael”. El misionero se reconoce por la cruz de plata sobre el pecho; su ambición es emular la eficiencia de la Sociedad San Rafael de Alemania. En una carta que el Padre Bandini dirige a Volpe Landi el 23 de Marzo de 1892, le escribe casi con admiración: “Cuando llega un barco alemán, es fascinante ver desfilar un gran número de inmigrantes, hombres y mujeres, con una tarjeta de identificación en su sombrero de la Sociedad San Rafael alemana; nadie los molesta y van directamente a las oficinas de la sociedad, donde inmediatamente reciben asesoramiento y dirección, tanto para quedarse, como para continuar el viaje. 194 Estos alemanes también prefieren alojarse en la casa que la Sociedad San Rafael posee y tomar allí sus comidas”. Para Scalabrini dichos informes se convierten en material formidable para su campaña de sensibilización en Italia y para sus conferencias sobre la emigración. En el primer viaje a América él personalmente va a visitar las oficinas y la organización que Bandini fue capaz de crear en el puerto; busca la forma de coordinarla con las misiones Scalabrinianas en la ciudad, contando con el apoyo del obispo Corrigan y también del gobierno de los Estado Unidos. De regreso a Italia, trabaja activamente hasta el final para encontrar apoyo financiero y la necesaria cooperación por parte de los obispos y de los grupos de laicos, como la Opera dei Congressi y la Azione Cattolica, pero no logra crear un movimiento popular capaz de garantizar la eficacia de los Comités de la Sociedad en Italia y América; ni logra dar vida, salvo mínimamente, a esos “espléndidos albergues de otras nacionalidades”, que él ve personalmente durante su primera visita a América en 1901, siendo huésped de los Comités de asistencia, organizados por los irlandeses y alemanes. 195 196 Capítulo 26 El Columbus hospital La última vez que hablamos de madre Cabrini y sus hermanas, las dejamos en el puerto de Nueva York la noche del 31 de Marzo de 1889. Los dos misioneros Scalabrinianos, padre Morelli y padre Zaboglio, que las habían solicitado con urgencia, están presentes para darles la bienvenida. El encuentro es cordial, pero los problemas están a la vuelta de la esquina; la santa no sabe todavía que en uno de los muchos barcos que durante su viaje regresaban a Europa, había también una carta de monseñor Corrigan dirigida al obispo Scalabrini, en ella se le informaba que debido a dificultades financieras inesperadas, era necesario retrasar por algún tiempo el envío de las misioneras. Había habido un malentendido con su benefactora, la condesa Cesnola, que quería patrocinar y confiar el instituto para niñas huérfanas a las hermanas italianas, pero sus ideas estaban en conflicto con las del obispo. Esta es la primera de muchas incomprensiones y dificultades con Corrigan y con algunos misioneros Scalabrinianos, que en pocos años, llevarán a madre Cabrini a seguir adelante por su cuenta, como era su carácter, y a establecer casas, hospitales y obras de asistencia para los inmigrantes en total autonomía. Sus decisiones, de alguna manera, obligan a Scalabrini, renuente a establecer una rama femenina de su instituto, a fundar una congregación de religiosas, paralela y complementaria a la masculina; inclusive la colaboración exitosa con las Hermanas de Santa Ana, fundadas por su amiga madre Gattorno, a las cuales allanó el camino para numerosas obras en América del Sur y en los Estados Unidos, no se ajusta plenamente a sus expectativas y así comienza a pensar en una nueva congregación. Después de alojarse temporalmente en un hotel muy 197 ordinario, madre Cabrini encuentra a Corrigan junto con el padre Morelli; los asistentes hablan de un encuentro muy tenso. El arzobispo, por un lado, trata de convencer a la santa que en ese momento su presencia es tal vez innecesaria; la monja, por otro lado, muestra toda esa determinación que la distingue, junto con sus credenciales del Vaticano: “He venido por órdenes de la Santa Sede, y aquí debo quedarme”. Su firmeza y sus decididas palabras sorprenden al arzobispo, que decide abandonar sus intenciones: “Pues bien, puede quedarse, pero renuncie a la idea del orfanato y piense sólo en las escuelas”. La santa permanece en Nueva York; al mismo tiempo claros signos de discordia comienzan a aparecer entre ella y el padre Morelli, debido a su incompatibilidad de caracteres. El sacerdote cree que la forma en que madre Cabrini responde a Corrigan es inadecuada, si no irreverente. En las semanas siguientes, la Madre Cabrini, con su habitual franqueza, se queja a menudo de la situación con el obispo Scalabrini, quien la invita a ejercer las virtudes de la paciencia y la tolerancia frente a las dificultades iniciales; ella le contesta secamente, invitándolo a Nueva York para ver personalmente que una relación de trabajo con Morelli no puede funcionar. “Él es un sacerdote muy bueno, lleno de excelentes cualidades, por las cuales realmente lo aprecio. Pero a la hora de pensar en las escuelas y en las Hermanas, entonces se limita a buenos deseos y promesas. Él siempre dice que sí, pero no hace nada”. Santa Cabrini no estaba equivocada del todo; el mismo Corrigan lo demuestra cuando escribe a Scalabrini para que invite a Morelli a mejorar su colaboración con las hermanas. Scalabrini interviene y las cosas van mejorando. Cabrini envía a Piacenza unas cartas llenas de entusiasmo por lo que se está haciendo para los inmigrantes, pero la armonía dura poco; entre ella y Morelli hay una incompatibilidad evidente, ambos son unos volcanes de ideas, pero la falta de organización del sacerdote se topa con la habilidad administrativa de la monja y su instinto gerencial. Un claro ejemplo de ello es el Columbus Hospital; des198 de el inicio de su presencia en Nueva York, los Misioneros Scalabrinianos sirven como capellanes en el hospital Garibaldi, una pequeña instalación en la segunda avenida. A ellos les gustaría ampliarlo, tal vez asumir su gestión, pero no lo logran por las incomprensiones con el Comité italiano local; padre Morelli piensa fundar un nuevo hospital gratuito. A principios de 1891, se pone en marcha; con la ayuda del conde Cesnola, los Scalabrinianos reúnen algunos fondos y encuentran a un director sanitario. El obispo Corrigan apoya la iniciativa y pide al mismo tiempo incluir en el proyecto a una congregación de hermanas. Morelli piensa en un hospital con 200 camas, pero logra comprar únicamente un edificio en la avenida 109 con capacidad para 60 camas. Lo dedican a Cristóbal Colón. Al principio se piensa confiarlo a las hermanas de Cabrini, pero la santa, que conoce a Morelli, va con pie de plomo, así que en Piacenza Scalabrini pide a madre Gattorno enviar a sus Hijas de Santa Ana; cinco de ellas se embarcan el 18 de Marzo del mismo año. La desorganización, la falta de fondos y la necesidad de dedicarse a pedir limosna, cosa no prevista por la Regla de la Congregación, convencen a la Madre Gattorno que es mejor abandonar el proyecto. Scalabrini vuelve a tocar la puerta de Madre Cabrini y con él también el cardenal Simeoni; la santa va a Nueva York para ver cómo están realmente las cosas. También esta vez un sueño que la convence de aceptar; ve a la Virgen que tiende las camas de los enfermos, lo que ella no quería hacer. En Julio, sus hermanas reemplazan a las Hijas de Santa Ana, pero los acuerdos sobre la gestión económica pronto se agrietan. Un año más tarde, el hospital cargado de deudas se va a remate. A Madre Cabrini le gustaría asumir la gestión total. Como siempre Padre Morelli está indeciso; en cierto momento le parece que puede pagar las deudas. Sin embargo, la Santa lo detiene de una vez. En Septiembre de 1892 traslada de la avenida 109 a la avenida 199 12 todas las camas y los equipos, asumiendo la gestión completa, dando nueva vida a lo que hoy es el Columbus Hospital. Naturalmente la relación entre Scalabrini y Cabrini sigue siendo cordial; madre Cabrini nunca dejará de reconocer sus grandes méritos y el obispo siempre hablará bien de las Misioneras del Sagrado Corazón, de su fundadora y de las obras que emprendieron en los Estados Unidos. En 1952, el Papa Pío XII le da a Santa Francisca Xavier Cabrini, el título de Madre de los emigrantes italianos; anteriormente, en 1938, en un artículo publicado por L’Osservatre Romano en la víspera de su beatificación, el Cardenal Rafael Carlos Rossi, habla de madre Cabrini como “la primera mujer religiosa que entendió y apreció la solicitud pastoral del buen obispo Scalabrini para la salvación de las almas de los emigrantes”. Los hechos demuestran que, gracias a su relación con Cabrini y sus hermanas, dos años después de los acontecimientos del Columbus Hospital, Scalabrini comienza a cultivar la idea de complementar a los Misioneros de San Carlos con una rama femenina. 200 Capítulo 27 Las Hermanas Scalabrinianas “Vi a Padre Marchetti abrazando al Obispo Scalabrini y me pareció ver a San Francisco de Sales abrazando a uno de sus amados discípulos”. La descripción anterior proviene del Padre Eugenio Benedetti, párroco de un pequeño pueblo cerca de Lucca; él es testigo del gesto oficial que marca el inicio de la Congregación de las Hermanas Scalabriniana, que después de una serie de vicisitudes serán conocidas como Hermanas Misioneras de San Carlos. Padre Marchetti, del cual hablamos, es el joven José, que se incorpora a los misioneros Scalabrinianos primero por simpatía y luego por compartir los mismos ideales; gracias a él, a su gran fe, a su dedicación a los emigrantes y a su brillante capacidad de organización, Scalabrini se deja conducir por el camino de la fundación de una nueva congregación femenina. Es el 24 de Octubre de 1895, padre José acaba de llegar de Brasil, donde ha fundado un hogar para huérfanos italianos y donde ha obtenido la adhesión de dos jóvenes mujeres en una comunidad casi religiosa para atender a las niñas huérfanas. Él ya ha hablado con monseñor Scalabrini, y los dos han coincidido en la necesidad de crear, junto a los misioneros, una institución con complemento pastoral femenino; su entusiasmo atrae en Italia a cuatro mujeres, a su madre, Carola Marchetti, primera superiora, a su hermana, Assunta y a dos amigas, María Franceschini y Angela Larini. Ellas quieren dedicarse a la asistencia de los huérfanos en tierra de misión. Para la nueva comunidad aparece también un nombre que lo explica todo: Siervas de los huérfanos y abandonados; la mañana siguiente, a las siete, en la capilla privada del obispo, se celebra lo que se considera el fundamento moral de la congregación de las religiosas Scalabrinianas. 201 Las cuatro mujeres toman los votos temporales por un período de seis meses; son votos privados, porque aún no existe el Instituto de vida religiosa. A su vencimiento padre Marchetti podrá recibir la renovación de los votos por otros seis meses y luego por un año. Para Scalabrini se trata de un verdadero experimento; por ahora no está previsto ni siquiera el noviciado, pero el obispo les promete: “Vayan con confianza, luego les enviaré a otras hermanas y ustedes volverán para formarse y consolidarse en el espíritu religioso... Hemos querido comenzar con votos temporales: Vamos a ver lo que Dios quiere”. De hecho, las primeras hermanas, las cuatro que salen de Italia y las dos que están en Brasil, nunca volverán para el noviciado, porque no se puede privar de su presencia a las instituciones erigidas en el exterior; sin embargo, en 1900, cuando llegan las primeras hermanas que han recibido su formación en el noviciado de Piacenza, junto con algunas Apóstoles del Sagrado Corazón de madre Clelia Merloni, las “ancianas”, que ya han hecho los votos perpetuos en las manos de P. Faustino Consoni, sucesor del padre José Marchetti, emprenden un curso de varios meses de profundización de la vida religiosa, a petición expresa del obispo. Padre Marchetti murió prematuramente de fiebre tifoidea a los 27 años. Lo interesante de esta historia es que, después de repetidos experimentos con religiosas en Nueva York, el nacimiento de las Misioneras de San Carlos, se lleva a cabo en Brasil; se trasladarán a Italia sólo en el año 1936 y a los Estados Unidos en 1941. Es, por tanto, un tipo de vocación totalmente brasileña, que se debe a circunstancias desplegadas por la Divina Providencia. P. Marchetti tiene 24 años y es profesor en el seminario de Lucca, cuando llega a Génova con uno de tantos grupos de migrantes del pueblo de Compignano, donde ejerce 202 como vicario parroquial; en 1894, encuentra al padre Maldotti y lo sigue por algún tiempo en la obra de asistencia que se está formando. Marchetti toma conciencia de las necesidades pastorales de los migrantes en los barcos, en el largo y arduo viaje a América. Se une a los Scalabrinianos como asociado y aborda un barco de vapor para América del Sur; el momento decisivo ocurre durante el segundo viaje. El mismo Scalabrini lo relata: “A bordo del barco en el que viajaba... murió una joven esposa, dejando a su bebé huérfano y a su marido solo y desesperado; para consolar al hombre que amenazaba con tirarse al mar, Padre José le prometió hacerse cargo del bebé, y cumplió su promesa. Llegó a Río de Janeiro con esa criatura inocente en sus brazos y se presentó al cónsul general de la ciudad, conde Pío Di Savoia. Todo lo que el cónsul podía ofrecer eran palabras de aliento, pero eso fue suficiente para que el joven misionero, tocando de puerta en puerta, llegara finalmente a colocar al pobre huérfano con el portero de una casa religiosa. A partir de ese momento comenzó a cultivar la idea de fundar en São Paulo, donde había llegado, un orfanato para los hijos de italianos; con grandes sacrificios logró realizarlo, eso fue hace cuatro años”, escribe Monseñor Scalabrini, “ahora el orfanato tiene 160 huérfanos y un mártir que ora por ellos desde el cielo, porque el duro trabajo que emprendió, le costó la vida al misionero”. La historia de Marchetti es una epopeya en la epopeya. Llega a São Paulo en Enero de 1895 e inmediatamente empieza a trabajar para construir el orfanato; mientras lo edifica, va recorriendo las inmensas haciendas del interior pidiendo donaciones para construirlo; su idea es comunicar a los italianos residentes un sentido de responsabilidad y pertenencia hacia el orfanato; encuentra ayuda también de algunos brasileños ricos. Pronto se da cuenta de la necesidad de monjas 203 para dirigir la institución y asistir a los niños. En Noviembre, regresa de Italia con las primeras “Siervas de los desamparados”; es sólo una cuestión de días, el 8 de Diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, se inaugura lo que inmediatamente se llama orfanato Cristóbal Colón. Unos meses más tarde P. Marchetti da inicio a la construcción de una segunda y más grande sección del orfanato, sólo para chicas, en Vila Prudente dentro de la ciudad de São Paolo. No podrá ver el edificio terminado, que será inaugurado por Scalabrini en 1904 durante su segundo viaje a América. Durante los primeros días las hermanas viven como huéspedes en casas dadas por algunos benefactores; luego entran en el nuevo edificio, que es considerado la Casa Madre de la naciente congregación, que en 1904 se trasladará al nuevo orfanato de Vila Prudente. El joven Marchetti, por su parte, se entrega totalmente a asegurar su subsistencia y la de los huérfanos. Las primeras cartas que envía a Scalabrini hablan largo y tendido de sus trabajos extenuantes y de su presentimiento que no será capaz de llevar a cabo su misión; ni siquiera tiene papeles que lo acrediten como misionero y lo mismo pasa con las hermanas. Él dejó Italia apresurado pensando arreglar todo a nivel local, pero la carta enviada por Scalabrini en Octubre llega al obispo de São Paulo sólo en Febrero. El obispo contesta a Scalabrini que está “muy contento con el trabajo de padre Marchetti”, aunque “debido a su corta edad, ha cometido algunos errores y pequeñas imprudencias en la práctica. Pero ahora ha aprendido y continúa muy bien y es un verdadero apóstol...”. P. Marchetti está siempre en movimiento. En el barco que lo llevó de regreso a Brasil enseñó catecismo a los niños y en la última misa a bordo dio la Primera Comunión a 83 de ellos. En una carta a Scalabrini del 17 de Marzo de 1896, cuenta haber vivido por treinta días en los vastos territorios del 204 interior y “el Señor me ofreció la ocasión de predicar 72 sermones, confesar y dar la Comunión a 2.600 personas, validar un incontable número de matrimonios y dar la Primera Comunión a 720 jóvenes, algunos de ellos ya casados, otros siendo novios y todos ellos mayores de dieciséis años...”. Luego añade: “Las Siervas van muy bien y su número aumenta”. Pocos días después pasando por São Paulo, padre Domingo Vicentini, misionero de San Carlos, que siempre ha sido crítico con la idea de Scalabrini de fundar una congregación femenina, se queda admirado, como se demuestra en la relación que envía a Piacenza: “Las hermanas se sacrifican mucho y su trabajo es esencial para el orfanato; ciertamente, sin ellas no se haría nada para estos niños. Estamos lejos todavía de una obra eficiente y bien ordenada, pero sin duda padre Marchetti es digno de admiración por haber hecho lo que hizo en tan poco tiempo”. P. Marchetti persiste; a pie y a caballo va y viene en sus viajes misioneros, buscando donaciones y ofreciendo su servicio pastoral. A veces de regreso recorre los últimos kilómetros por la noche muy tarde, para llegar a tiempo y celebrar la misa por la mañana en el orfanato. Pide ayuda a Scalabrini, pero el obispo no tiene sacerdotes para enviar; por fin la ayuda llega el 13 de Diciembre de 1896, en la persona del padre Natale Pigato, pero el Padre Marchetti ya está en agonía. En los últimos meses regresaba débil y con fiebre de sus viajes; estaba muy ocupado últimamente asistiendo a muchos italianos víctimas de la epidemia de fiebre amarilla y tifoidea. El 28 de Noviembre, se siente demasiado enfermo para moverse, padre Pigato encuentra a todas las hermanas y los huérfanos reunidos en oración alrededor del altar de la Virgen de Pompei. Marchetti muere al día siguiente. Como testimonio de lo poco que ha visto, padre Pigato escribe: “Ha muerto un santo”. Dos meses antes, e1 3 de Octubre, día de su cumpleaños 27, padre Marchetti había 205 hecho su renovación devocional de los votos religiosos, añadiendo otros dos nuevos. El voto de caridad: “En todo colocaré a mi prójimo antes que mí mismo” y el “voto de no perder más de un cuarto de hora en vano”. Para el primer grupo de hermanas Scalabrinianas, el estar cerca de un sacerdote tan valioso, es sin duda una experiencia que las fortalece con una firme resolución y una profunda convicción de tener que continuar, por encima de todo, con su misión, en plena fidelidad con los ideales del obispo Scalabrini y de su co-fundador, el padre Marchetti. En los años siguientes, las hermanas tienen que enfrentar enormes dificultades, debido también a algunas indecisiones de Scalabrini; de hecho, en ese momento el obispo está trabajando para salvar del desastre económico la nueva congregación fundada por la Madre Merloni, que reducida a la pobreza absoluta toca a su puerta. Por unos años abriga la idea de una fusión de las hermanas de Madre Merloni con sus hermanas en Brasil, a partir de un noviciado común para ambos grupos. Pero, como ocurrió con las Hermanas de madre Cabrini, la Divina Providencia utiliza al obispo Scalabrini para abrir nuevos horizontes en las iniciativas de madre Merloni. La fusión no funciona; Madre Merloni logra aclararse definitivamente con el obispo en 1905, poco tiempo antes de su muerte. Sin embargo, la situación jurídica de las hermanas en Brasil sigue enredada; los problemas persisten durante muchos años, debido en parte a la fuerte interferencia del arzobispo de São Paulo en 1924, hasta surge la duda sobre el verdadero fundador, Scalabrini o Marchetti. El problema se resuelve en dos etapas; en 1926 Pío XI afirma que la congregación no depende de los obispos locales, sino directamente de la Santa Sede y en 1934, las hermanas son reconocidas como instituto de derecho pontificio con el nombre de Misioneras de San Carlos, Scalabrinianas de nombre y de hecho, como lo era su co-fundador, Padre Marchetti. 206 Capítulo 28 Perdonando al enemigo Decenas de mujeres de Piacenza salieron a la calle gritando “Pan, pan”. Llevan a sus bebés y niños pequeños en sus brazos colgados del cuello o detrás de las espaldas, y frente a un destacamento de granaderos alineados por el prefecto, con la orden de detener los disturbios, desafíaban a los soldados poniendo a sus hijos frente a las bayonetas. Los oficiales tienen el buen sentido de intervenir por medio de las palabras, buscando el diálogo; por el momento los ánimos se calman, pero por la tarde y al día siguiente, cuando se dan cuenta que la revuelta se extiende, los soldados disparan. En ambas ocasiones, se dice, en el aire, pero en el piso yacen muertos, la primera vez un zapatero de 40 años y al día siguiente un joven de 23 y no son pocos los heridos. Scalabrini quiere bajar a la calle para ayudarlos; pero sus ayudantes más cercanos lo detienen, advirtiéndole sobre las posibles consecuencias políticas que podría tener semejante gesto. Es el comienzo de Mayo de l898; en toda Italia hay protestas callejeras contra el gobierno liderado por Di Rudinì, muy sangrientas en muchos casos, como en Sicilia. La historia atestiguará que detrás de ellas están los anárquicos y socialistas que se aprovechan del descontento cada vez mayor de los pobres y trabajadores; estos son los primeros grandes síntomas italianos de las luchas de clases y la revuelta de los trabajadores que se extienden por Europa y que los gobiernos parecen incapaces de solucionar. En Piacenza la chispa de la revuelta se enciende en la mañana del 2 de Mayo, cuando el precio del pan se duplica de 30 a 60 centavos. El 4 de Mayo las cosas se calman un poco, cuando el alcalde abre una tienda para la venta del pan a 30 centavos. 207 La situación es muy tensa en toda Italia; los excesos de los manifestantes están abiertamente condenados incluso por obispos como Scalabrini y Bonomelli; eso lo demuestra la correspondencia entre los dos amigos. El obispo de Piacenza no tiene ninguna duda de que la verdadera causa del mal es la contraposición entre dos ideologías ateas y anti-cristianas, por un lado, la socialista y, por otro, la liberal-masónica defendida e impuesta por el gobierno, incluso con la fuerza de la ley. Di Rudinì tiene una visión muy diferente; él responsabiliza a los anárquicos socialistas y a los intransigentes clericales, englobando en estos últimos a toda la Iglesia, sin distinción entre transigentes e intransigentes. En los meses siguientes el gobierno impone restricciones severas también a la libertad de los obispos y de todo el clero, sobre todo en las ciudades; silencia las asociaciones católicas, empezando por cerrar los comités locales de la Opera dei Congressi; manda cerrar gran parte de la prensa católica. El prefecto de Piacenza invita decisivamente a Scalabrini a cerrar L’Amico del popolo. Primeramente se cierra L’Osservatore Cattolico y su director, P. David Albertario, es encarcelado. Esta avalancha de acontecimientos, en síntesis, lleva con mucho esfuerzo a la apertura de una nueva era en la Iglesia italiana; se va afirmando gradualmente la legitimidad e incluso la necesidad de una participación de los laicos en política. Scalabrin i puede ser reconocido justamente como uno de los arquitectos de esta transición, aunque su muerte llegue antes de la Encíclica de Pío X Il fermo propósito del 11 de Junio de 1905, que permite la participación de los católicos en la vida política. Scalabrini fue el artífice, sobre todo con su constante esfuerzo, para promover el diálogo y la reconciliación en nombre de la verdad de Jesucristo, con el gobierno y con las distintas fracciones de la Iglesia; en este contexto sin duda hay que leer la relación entre él y P. Albertario; este, de enemigo declarado, llega a ver en Scalabrini un benefactor, 208 hablando de él, en algunos casos, como de un santo. Al mismo tiempo, cabe señalar que debido al trabajo de mediación de Scalabrini y de unos fieles laicos con espíritu Scalabriniano como Volpe Landi, empieza a tomar forma una visión unitaria del compromiso de los católicos en política. En las elecciones administrativas de l902 se concretiza en una especie de bloque anti-socialista, que incluye a cristianos democráticos transigentes, intransigentes y liberales moderados. Volvemos a don Albertario, los conflictos entre él y Scalabrini comienzan en 1880, con el caso del canónico Savino Rocca; este era rector del seminario urbano y escribía, con otro nombre y con ideas rígidamente intransigentes, artículos difamatorios en L’Osservatore Cattólico en contra el Colegio Alberoni, considerado de tendencia Rosminiana. Al debate se añaden insinuaciones políticas de una supuesta intención del obispo de violar el non expedit, apoyando a un candidato político, a estas insinuaciones contesta el secretario de Scalabrini, don Camilo Mangot, que a su vez es fuertemente atacado por el periódico de Albertario. En ese momento, el obispo escribe una carta muy severa al director: “Los insultos y las insolencias graves impresas con reprobable ligereza... no me permiten tener más relación especial con las personas que pisotean todo decoro y los principios de caridad y respeto, aunque apoyando los verdaderos principios de la Iglesia...”. Después de estas palabras procede a cancelar su suscripción al periódico, pero también a enviar un mensaje de perdón: “En lo personal, con todo mi corazón perdono a quien me ha causado tristeza y dolor, y ruego a Dios que conceda a esa dirección un verdadero conocimiento de sus caminos y la guarde bajo Su cuidado”. La confrontación se agudiza en 1881 cuando Scalabrini procede a la remoción de Rocca como rector del seminario, a causa del “odio realmente tenaz que fomentaba” en 209 contra de la miembros del Alberoni, pero también por graves problemas de gestión del seminario y por “suma negligencia y gran presunción de sí mismo”. Estos problemas inducen a Scalabrini a despedir de un solo golpe a 24 seminaristas. Desde entonces, L’Osservatore Cattólico lanza una nueva campaña de acusaciones, también contra el obispo de Lodi y sobre todo contra monseñor Bonomelli. Desde la acusación de rosminianismo van a la de jansenismo, llegando también a los cargos de calumnia, falsedad, difamación y herejía. En su correspondencia, Scalabrini y Bonomelli hablan de este asunto como de una “confusión de lenguas realmente espantosa”, tanto es así, según Scalabrini, que si el desorden continúa, “las diócesis se harán ingobernables”. En una carta del 22 de Septiembre de 1881 añade: “Confieso francamente que el lamentable estado de nuestras diócesis, provocado por los agitadores y las escandalosas controversias, me produce el dolor más grande de mi vida y me aflige tanto que incluso estoy perdiendo la salud”. En ese momento, L’Osservatore Cattólico lanza una nueva ofensiva, inspirada en el caso Rocca para acusar al obispo de Piacenza de querer “minar la causa del Papa”. El resultado es que empieza una polémica que dura meses, con la participación directa de León XIII. Este proceso canónico termina en una tregua después de una retractación por parte de don Albertario, impuesta por la Santa Sede. Con la carta Cognita Nobis del 25 de Enero de 1882, el mismo Papa condena la conducta de algunos “escritores de prensa católica diaria”; la carta está dirigida a los obispos de las diócesis del norte de Italia, que resultaron más afectados por los ataques de Albertario y sus colaboradores. Algunas expresiones utilizadas por Albertario en una carta a Scalabrini del 7 de Octubre de 1881, muestran como el lenguaje habían ido mucho más allá de lo tolerable: “Con el Crucifijo en las manos y be210 sándolo con lágrimas, protesto contra las infames calumnias que usted, como obispo de Piacenza, lanza por puro odio infernal contra L’Osservatore y contra su Editor...”. Como hemos señalado, en los años que siguen, L’Osservatore Cattolico mantiene a Scalabrini bajo presión; está decidido a criticarlo incluso por sus iniciativas a favor de los emigrantes en América. La citada carta de 1893 de Albertario al cardenal Rampolla (considerado como un intransigente) es un claro ejemplo. A pesar de todo, el obispo está siempre dispuesto a extender la misericordia y el perdón al periodista. Cuando, como hemos visto, Albertario es detenido durante la represión de 1898, Scalabrini incorpora incluso a monseñor Bonomelli en un intento de convencer al gobierno para que libere al sacerdote y, mientras tanto, se le permita celebrar Misa en la cárcel; sin embargo, la reconciliación entre los dos ya había ocurrido en 1894, unos meses después de la pesada denuncia de Albertario a la Secretaría de Estado del Vaticano sobre la administración de las misiones Scalabrinianas en Nueva York. En Septiembre de ese año, durante el Congreso Eucarístico de Turín, un obispo informa a Scalabrini que Albertario desea encontrarlo; Scalabrini responde que “ha olvidado todo, porque nunca ha tenido odio”. Un tiempo después Scalabrini describe la reunión como “un dialogo totalmente satisfactorio, que se llevó a cabo con corazón abierto y creo que sirvió para aclarar muchas cosas”. En otra carta enviada a don Ángelo Casati, un amigo común, el Obispo de Piacenza describe a Albertario como “uno de los campeones más potentes y confiables de la prensa católica”, y lo identifica como un fiero luchador en batallas comunes contra “las intenciones siniestras y las tendencias perversas del liberalismo en todas sus variantes... y sobre todo, de la detestable secta masónica, primogénita de Satanás y ruina de Italia y del mundo”. En l896 211 Albertario es huésped de Scalabrini en el seminario de Bedonia para un congreso de la Acción Católica; el año siguiente vuelve a ser invitado a la residencia episcopal de Piacenza para una reunión regional de Acción Católica. Al tomar la palabra don Albertario se da cuenta de la reacción de asombro que atraviesa la asamblea y dice: “Algunos se sorprenderán al verme aquí y ver que puedo hablar entre ustedes; entonces tengo que justificar mi presencia en este lugar y mi justificación es una sola: el gran corazón del obispo Scalabrini...”. A don Giovanni Ferrerio, quien lo felicitó por sus palabras, añade con lágrimas en los ojos: “Monseñor Scalabrini hace milagros aún mayores”. En el momento del arresto de Albertario, el obispo intenta por todos los medios obtener su liberación y se mantiene en estrecho contacto con su familia; escribe varias veces al ministro Luis Pelloux y consigue que el sacerdote celebre la misa diaria en la capilla de la cárcel distrital de Finalborgo, donde se encuentra detenido. Esta atención conmueve profundamente al periodista, quien en una carta a su hermana del 30 de Marzo de 1899, señala: “La santa Misa, que el obispo Scalabrini ha contribuido tanto para que yo pudiera celebrar, ha unido entre ellos cada uno de mis días con una cinta de oro, tejida por los ángeles de Dios...”. Cuando el l4 de Mayo se entera de la amnistía que pronto le devolverá su libertad (diez días después), le escribe a Scalabrini: “Todavía tengo en la mano la cadena de hierro de la prisión y no puedo esperar para expresar mi gratitud a su excelencia. Mi hermana me contó de sus palabras de consuelo y de sus cartas amorosas y paternales; Dios bendiga a su persona, a su diócesis, a todos los que usted ama y a quienes usted encomienda de manera especial al Señor... Se me informó que usted pidió que se me permitiera celebrar la Santa Misa. Excelencia, le estoy muy agradecido por esa cortesía; la Santa Misa fue toda mi vida... Si algún día tengo la oportunidad de ver personalmente 212 a su Excelencia, podré decirle cosas que no revelaré nunca a nadie... El Señor no puede no amar a los que enjugan las lágrimas de los afligidos”. La historia del canónico Rocca tiene un final muy diferente. El desacuerdo entre él y el obispo nunca llegó a una solución positiva; más bien, con el pasar de los años, Rocca se vuelve cada vez más hostil con Scalabrini; éste, sin embargo, hasta lo último busca el camino a la reconciliación. Cuando se entera de que el canónico está enfermo y no tiene mucho tiempo de vida, va a su casa con la esperanza de hablar con él y consolarlo, pero, como recuerda don Camillo Mangot, “no fue recibido porque su presencia lo iba a contrariar y a despertar en él el recuerdo de un pasado demasiado doloroso”. Scalabrini está siempre dispuesto a perdonar y buscar la reconciliación, esto se demuestra también en su relación con el canónico Juan Bautista Rossi, que encontraremos en el capítulo dedicado al caso Miraglia. Rossi es un intransigente que hoy llamaríamos un “duro de corazón”, siempre dispuesto a ir más allá de la más normal discreción, con el fin de defender algún principio; es un buen predicador y por mucho tiempo respalda a Rocca, pero sin llegar a sus excesos. Debido a sus comportamientos hostiles, Scalabrini se rehúsa a conferirle una condecoración en dos ocasiones y hasta llega a suspenderlo de la predicación en 1898, por haberlo criticado públicamente; no obstante Scalabrini le manifiesta siempre respeto e incluso afecto. En 190l Scalabrini toma la iniciativa para conseguirle una condecoración papal; el canónico le escribe una carta de agradecimiento: “Usted quiso responder a los muchos y graves disgustos que yo le he causado, con un gesto de bondad que si de un lado me confunde, del otro me revela la grandeza y la generosidad del corazón de su Excelencia”. 213 214 Capítulo 29 El caso Miraglia “Yo soy de Piacenza; allá tengo un sacerdote amigo, de mentalidad liberal como usted. Si fuera invitado a predicar en el mes de Mayo, ¿aceptaría?”. “Por supuesto que sí”. Aparentemente, así es como empezó todo. Era una tarde de primavera de 1895 en Roma, en el café Vedekind entonces muy famoso, situado en Plaza Colonna. Circenzio Bertucci, un abogado de Piacenza, se encuentra con el polémico sacerdote siciliano don Pablo Miraglia, censurado por el arzobispo de Palermo y suspendido por el obispo de Nicosia. Acababa de escucharlo en el sermón fúnebre de monseñor Isidro Carini, un destacado estudioso de Palermo, llamado por León XIII al Archivo Vaticano. La advertencia dada a Miraglia por el cardenal vicario de Roma no había sido suficiente y él había celebrado el funeral. Bertucci quedó fascinado por el ardor en el sermón de Miraglia, que nunca pierde la ocasión de arremeter contra el clero, queriendo aparecer como un Savonarola1 moderno, pero sin poseer su sólida preparación teológica, su rectitud moral y su santidad ascética. Más tarde Bertucci abandonará a Miraglia, profesará fidelidad a la Iglesia, se convertirá en un admirador de Scalabrini y se hará sacerdote; Miraglia, en cambio, se encierra cada vez más en sus ideas, que se convierten en una verdadera y propia obsesión. Se rebela al obispo, es suspendido a divinis2 y excomulgado. Él causará un cisma real y terminará su vida muchos años después, solo en los Estados Unidos. 1 Jerónimo Savonarola (1452-1498) fue un fraile domi215 nico italiano y predicador en Florencia durante el Renacimiento, conocido por sus llamados a la renovación cristiana y la denuncia de la corrupción administrativa, el gobierno despótico y la explotación de los pobres. El 23 de mayo 1498, él y otros tres frailes fueron condenados, ahorcados y quemados en la plaza principal de Florencia. 2 Expresión latina que indica una disposición disciplinaria por la cual se prohíbe a un sacerdote ejercer su ministerio sacerdotal. Los hechos demuestran que la llegada de Miraglia a Piacenza se convierte en el más grave y doloroso problema pastoral y jurídico que haya sufrido Scalabrini, con graves secuelas en su salud. Actuando como un reformador y con su indudable talento oratorio, el sacerdote siciliano logra reunir en seguida a varios adeptos; al mismo tiempo es criticado, sobre todo a través de cartas anónimas, que él atribuye al clero envidioso, como lo había hecho en Sicilia; es la excusa que espera para dar rienda suelta a sus habituales invectivas contra el clero corrupto y corruptor. Con este espíritu, inicia un periódico semanal, el Girolamo Savonarola, cuyo lema es lo que se puede considerar el pretexto de todos sus propósitos: “Los sacerdotes, los escribas y fariseos, no el pueblo, contradecían a Cristo. El orgullo y la envidia son el enemigo de la verdad más que cualquier otro vicio”. Miraglia no expresa en seguida estas acusaciones en los sermones de Mayo, pedidos por Bertucci en su reunión romana; empieza a hacerlo a mediados del mes, cuando comienzan a llegar las primeras cartas en su contra. El escenario de sus invectivas es el púlpito de la iglesia de San Savino. Scalabrini está ausente, había salido el 15 de Mayo para Clermont, Francia, donde había sido invitado a predicar; por tanto no puede intervenir de inmediato. Cuando regresa, al final del 216 mes, las palabras de Miraglia ya han producido su daño; para no empeorar la cosa, le deja acabar la predicación mariana. Sin embargo, cancela un triduo posterior. Miraglia entonces lo predica en la vecina diócesis de Fidenza; regresa a Piacenza el 9 de Junio para tener una última conferencia en un teatro, después de la cual promete marcharse. En el teatro, sin embargo, escupe palabras de fuego en protesta contra la prohibición de predicar en la iglesia, promete azotar a los fariseos como lo hizo Cristo con los mercaderes en el templo, y añade que él puede “perforar a catorce fariseos, destrozar su cráneo y comer su cerebro”. Estas palabras denotan locura y recomiendan a Scalabrini, de común acuerdo con las autoridades civiles, el uso de la prudencia ya que había indicios de “perturbación” por parte de un grupo de fieles instigados por Miraglia. Aunque le había prohibido ejercer el ministerio en la diócesis, Scalabrini exige que el periódico diocesano de gran circulación oculte las noticias. El 3 de Julio publica la noticia de las decisiones del obispo y de la decisión del periódico de no hablar más del asunto; el mismo día Miraglia publica un manifiesto que anuncia la pronta salida de un folleto sobre los sacerdotes hipócritas, que no creen en Dios, desacreditan y deshonran la Iglesia. También ese día Scalabrini está ausente; se encuentra en visita pastoral en el pueblo de Varsi y no puede detener la iniciativa de un sacerdote impetuoso de su diócesis, el ya citado Juan Bautista Rossi, quien junto a otros sacerdotes se presenta al Vicario General, monseñor Vinati, para insistir en la necesidad de responder a las provocaciones de Miraglia. Al parecer la respuesta, de monseñor Vinati, fue: “No sé qué hacer”. “Entonces nosotros nos encargamos de ello”, respondieron los sacerdotes. 217 El 5 de Julio, el canónico Rossi publica un folleto que imita las expresiones de Miraglia, diciendo que si él hubiera predicado con esas palabras en Sicilia, el pueblo habría tomado la justicia en sus manos y, junto con el clero local le habría destrozado el cráneo y comido el cerebro. Al día siguiente, L’Amico del Popolo publica una carta de apoyo firmada por doce sacerdotes de Piacenza; en respuesta Miraglia denuncia a Rossi y a los doce sacerdotes a la corte civil. Unos meses más tarde, el 19 de Diciembre, escribiendo al cardenal Mariano Rampolla, Scalabrini sostiene estar “seguro de que si Rossi, con aquella carta imprudente e infausta, no hubiera alterado el plan de prudente reserva que había establecido en secreto con las autoridades civiles, el caso habría acabado por sí mismo, sin ruido, y Miraglia se habría ido”. Después del 5 de Julio Scalabrini intenta razonar con Miraglia más de una vez, invitándolo a retirar la demanda por ser contraria a la ley canónica. Le envía también a algunos de sus colaboradores invitándolo a ir a la curia para un intercambio pacifico de ideas; Miraglial responde diciendo que lo haría sólo en presencia de testigos. Entonces, al enviado por Scalabrini quien le advierte que si lo hace podría incurrir en graves consecuencias, responde: “Tiraré por las escaleras a quien venga a mí con ese propósito”. El obispo realiza otros dos intentos, y luego le ordena retirar la demanda en nueve días, “bajo pena de excomunión”; en respuesta Miraglia envía un telegrama a León XIII afirmando ser perseguido por el obispo Scalabrini, razón por la cual lo iba a demandar. Al día siguiente publica el primer número del Girolamo Savonarola, editado por Juan Bianchi, quien también es el propietario. En un artículo se habla del “clero como cloaca de todas las enseñanzas distorsionadas del Evangelio 218 y de todos los vicios”. Scalabrini lo lee y redacta un decreto donde se prohíbe su lectura y todo tipo de colaboración; poco después la Santa Sede escribe a Miraglia invitándolo a obedecer al obispo, retirar la demanda civil y dejar la dirección del Savonarola. Más irritado que nunca, Miraglia publica un folleto donde torna los argumentos en su favor, afirmando que ha apelado al Papa y que demandará además del obispo, a todos los sacerdotes que leyeran en público el decreto que condenaba el periódico. Una vez más Scalabrini apela al Papa y busca medidas para desenmascarar la ambigua situación; al mismo tiempo, cree que detrás del sacerdote se agite el fantasma de la masonería, que “explota la situación para sus objetivos nefastos”, como escribe al cardenal Rampolla el 8 de Agosto de 1895. Esta sospecha es confirmada también por Bonomelli en una carta del 23 de Octubre del mismo año; en ella escribe sobre Miraglia en estos términos: “Es un sacerdote loco y malvado, ebrio de sí mismo, que crea problemas a las autoridades civiles y eclesiásticas y es causa de muchos males. Aquí hay algo misterioso y detrás de este infeliz tiene que ocultarse una organización poderosa”. Este mismo concepto se repite en una carta del 5 de Noviembre donde, como suele suceder entre los dos amigos, Bonomelli invita a Scalabrini a confiar plenamente en la Divina Providencia: “Busquemos nuestro consuelo a los pies de Jesús Crucificado y con los ojos fijos en él...”. Leyendo la correspondencia entre los dos obispos, podemos tener una idea clara de cuánto el caso Miraglia afecta la diócesis de Piacenza y la salud de Scalabrini. Una carta de Bonomelli del 25 de Enero de 1896 es particularmente reveladora: “Hay algo increíble e inexplicable en su angustia y la siento en mi corazón, como si fuera mía. Una angustia tan larga y tan inmerecida. Varias veces pensé en llamar aquí a Miraglia y tratar de abrirle los ojos, pero tiene los ojos abier219 tos y el corazón endurecido; además no deja hablar. Las dos veces que estuvo aquí me sofocaba desde el principio. Sin embargo, si usted cree conveniente que lo invite y lo vuelva a intentar, lo haré con mucho gusto”. En su respuesta, dos días más tarde, aparece toda la angustia de Scalabrini, quien normalmente no suele mostrar demasiado su dolor en público: “Para mí el nuevo año no ha comenzado con los mejores auspicios. A los problemas con Miraglia se añade la aparición de la misma enfermedad que me aquejó en 1890 y que entonces me mantuvo inactivo durante muchos meses... Si desea realizar un acto de caridad con Miraglia, hágalo y recibirá alabanza y mérito por ello, pero me temo que no tendrá éxito porque es obstinado. Si lo ve, insístale en la obediencia al Papa, quien en repetidas ocasiones le ordenó abandonar Piacenza y suspender el Savonarola”. El 8 de Febrero, después de recibir a Miraglia, Bonomelli escribe a Scalabrini: “El hombre es terrible; humanamente hablando, nulla spes (no hay ninguna esperanza). La impresión que tuve y tengo es dolorosa y desesperante; se debe temer cualquier cosa de esa mezcla de ira, furia, protestas, etc.”. Luego, le cuenta haber sido contactado por un periodista que insistió en saber las razones de la visita de Miraglia y qué pensaba de él. Y añade: “Lo repito: es un hombre terrible y sólo Dios sabe quién está detrás de él”. En cartas posteriores Bonomelli intenta consolar a Scalabrini por la apostasía del sacerdote Mizzi, provocada por Miraglia. El 21 de Febrero, el obispo de Piacenza responde agotado en lo corporal, pero sereno en el espíritu: “El Señor realmente me azota y tiene todas las razones, pero me da una extraordinaria sensación de calma y paz”. Un año más tarde, con Miraglia siempre activo y destructivo en su diócesis, Scalabrini revela las razones de su serenidad: “Si el Señor no me 220 hubiera dado la gracia de un poco de ascetismo in tempore opportuno (en el momento oportuno), no sé cómo habría salido de eso. Así, en medio de pruebas de todo tipo he sufrido, y por los sucesos conocidos sufro, pero poco, haciendo lo mejor posible y poniendo en las manos de Dios el resultado final de los eventos”. A pesar de los intentos de conducirlo a la razón, Miraglia no retira la demanda contra don Rossi; en Il Progresso del l9 de Agosto de 1896 escribe: “No me rendiré nunca ante denuncias o promesas atractivas de cualquiera”. Después monta en un teatro, por tres días, el drama titulado Fray Savonarola, lleno de insultos contra la Iglesia, el Papa y el clero. El 18 de Octubre se inicia el proceso. Gracias al testimonio en favor de Miraglia por parte de don Marzolini y don Luigi Mizzi, el cual como hemos señalado hará apostasía, Rossi es condenado a diez meses de cárcel, pero la sentencia es conmutada en apelación y la condena es reducida a los gastos del proceso. A petición de Scalabrini la Santa Sede ordena a Miraglia suspender el periódico y regresar a su diócesis en Sicilia; en respuesta, Miraglia inicia un ciclo de conferencias y a principios del año siguiente, 1897, inaugura un centro popular dedicado a Savonarola. En protesta por no haber asignado a Miraglia la basílica de San Savino, que había sido confiada a don Pio Cassinari, uno de los doce sacerdotes demandados, un grupo de seguidores de Miraglia ocupa la iglesia el 30 de Enero y va hasta el altar, en un intento por impedir la Misa de instalación de Cassinari. Fue necesaria la intervención de la policía. Es el enésimo escándalo de Miraglia, seguido por la inauguración de un oratorio propio, construido en un sótano, y por el cambio de don Mizzi a la Iglesia Evangélica. A este punto el Santo Oficio emana un Monitorio (amonestación) público contra Miraglia, 221 dándole 15 días para pedir perdón al obispo y obedecer a sus disposiciones, a fin de no incurrir en la excomunión. Naturalmente no obedece. Más bien llega a publicar una carta pastoral en contra, haciendo pública su intención de proclamarse obispo, lo cual hará más tarde. Scalabrini acababa de escribir la Pastoral para la Cuaresma de 1896, bajo el título: Unión con la Iglesia, obediencia a los pastores legítimos. Miraglia titula su escrito, en total polémica, Unión con la Iglesia y resistencia a los pastores ilegítimos; predica su propio cuaresmal en oposición al cuaresmal oficial de la diócesis, predicado por dos franciscanos. Luego pide al Papa que envíe un delegado apostólico para procesar al obispo; le pide ayuda a don Francisco Negroni, sacerdote suspendido de la diócesis de Lodi (a quien Bonomelli considera “poseído por el diablo”); celebra un funeral, seguido de un elogio fúnebre pronunciado por un conocido masón; proclama su oratorio “Iglesia completamente autónoma”. El punto culminante llega el 6 de Mayo de 1900 cuando Miraglia acepta ser consagrado obispo por un estadounidense que vive en Francia, llamado José Renato Vallatte, quien afirma haber sido consagrado obispo de la Iglesia Oriental Siriana de Antioquía, cuya legitimidad no es reconocida por la Santa Sede. Miraglia incluso intenta organizar una consagración sacerdotal, pero es asediado ya por los procesos; su credibilidad es minada también por un escándalo sexual con una menor de edad, cuyo hermano lo golpea en la calle y hasta intentará más tarde matarlo. Además, también sus seguidores comienzan a abandonarlo. Don Luigi Mizzi vuelve a la fe católica, Don Negroni regresa a la Iglesia de Roma dos años más tarde, Miraglia huye a Suiza y luego a Londres. Trata de ser aceptado como protestante, pero no lo consigue; en l909 huye a Estados Unidos, donde tiene una hija; es arrestado por recoger dinero de manera fraudulenta, pero es liberado. 222 En 1916, se enferma y se arrepiente de sus errores. pero tan pronto como se recupera, se retracta de todo. Muere, en Chicago, con más de noventa años en l945. El testimonio de uno de sus amigos, Emilio Ottolenghi, nos ayuda a entender cómo Scalabrini fue capaz de enfrentar esta crisis devastadora que sacudió su diócesis: “Varias veces lo vi llorar. Se postraba boca abajo ante el Santísimo Sacramento para implorar la misericordia de Dios por ese pobre hombre y la salvación de las almas a él confiadas, pero nunca noté que dijera palabras o hiciera gestos que indicaran impaciencia, irritación o resentimiento en contra del apóstata. Más bien, si uno de sus colaboradores se salía con frases hostiles contra Miraglia, él le recordaba el precepto de la caridad cristiana”. Su médico, Luis Marchesi, fue siempre de la opinión que el caso Miraglia fue “el comienzo de su enfermedad cardiaca”. No obstante debemos señalar que en los ejercicios espirituales de 1896, en plena crisis, el obispo se propuso “considerar siempre las cruces, las tribulaciones, las humillaciones y los desprecios como medios preciosos de santificación. No debo quejarme, entristecerme ni desanimarme; ofreceré todo en unión con los sufrimientos de Jesucristo. ¡Fac me cruce inebriari! (Haz que me embriague de la cruz)”. 223 224 Capítulo 30 El amigo Bonomelli “Sólo esta noche me han dado la terrible noticia. Nuestro querido obispo ha pasado a mejor vida... Yo no tengo el coraje para continuar. Lloro con ustedes porque yo también lo quería como a un hermano”. Es la tarde del 1º de Junio de 1905. El obispo de Cremona Jeremías Bonomelli recibe la noticia de la muerte de Scalabrini; toma papel y lápiz y envía estas líneas tristes a los hermanos del difunto, Ángelo y Luisa. Bonomelli no goza de buena salud, tiene 73 años; ese mismo día celebraba 50 años de sacerdocio y hubo una gran celebración. Con el fin de no perturbar la alegría del momento y en consideración de su mal estado de salud, sus colaboradores no le comunicaron de inmediato la noticia de su amigo, que él sabía estaba enfermo. Justo el día anterior había escrito a monseñor Mangot asegurándole que concluida la fiesta iría a visitarlo. También él, como los amigos más cercanos, no quiere creer que el fin ha llegado. Scalabrini se había enfermado muchas veces, incluso gravemente, y siempre se había recuperado bien. El destino le impide a Bonomelli ir al funeral; su médico se lo prohíbe categóricamente debido a su condición cardíaca grave. Se retira en la capilla privada para rezar y llorar recordando los muchos años de amistad y las noticias recibidas en los últimos días y momentos de vida de Scalabrini. El empeoramiento de su hidrocele obligó al obispo de Piacenza a revelar su condición al médico; la situación era tan seria que, como último recurso, se decidió proceder a una cirugía, cuyas consecuencias terminaron por acelerar su muerte. Toda la noche antes de la cirugía Scalabrini la pasó en oración ante el Santísimo Sacramento en su capilla; fueron 225 horas dedicadas a la adoración, como lo había hecho siempre, una práctica que él recomendaba a sus sacerdotes y promovía en todas las comunidades que visitaba durante su ministerio pastoral. El día antes de su muerte, todavía consciente, pidió el Viático, dando inclusive instrucciones sobre la forma de celebrar el rito, con el frasco del Óleo santo que él personalmente había preparado antes de la cirugía. Después de la Comunión pareció mejorar un poco para asombro del médico que lo estaba tratando y que, según la opinión común de entonces, era un incrédulo. Luego dio instrucciones de cómo tenían que vestirlo después de la muerte y pidió que ante su lecho de muerte se colocara el sagrario con el Santísimo Sacramento para la Adoración Perpetua hasta el último momento de su vida; pidió que en el ataúd se colocara todo lo necesario para la Misa, porque aspiraba celebrar la Eucaristía incluso en el Paraíso. Después de saludar una y otra vez a sus amigos y familiares, sin olvidar a nadie, menos aún a su amigo Bonomelli, expiró en la madrugada del jueves primero de Junio, fiesta de la Ascensión. La amistad entre los dos obispos, como hemos indicado, inicia en 1868; Bonomelli era párroco del pueblo de Lovere y Scalabrini era rector y profesor en el seminario menor y filosófico de Como. Desde entonces su amistad se fortaleció siempre más; no se veían a menudo, pero se escribían con frecuencia. Tenemos casi 600 cartas, la mayoría de ellas entre Cremona y Piacenza, abordando cada uno de los grandes temas de su tiempo, todos los desafíos que enfrenta la Iglesia y, en particular, muchos de sus problemas personales que, a veces para uno a veces para el otro, asumen casi una forma de persecución. Como hemos visto, los dos obispos están siempre en el centro de los grandes temas del momento; por esta razón su correspondencia es de gran interés histórico. Al mismo tiempo, hablan de una fe, de un abandono a la Divina Providencia y de fidelidad a la Iglesia y al Papa, que tiene pocos casos similares. 226 Como hemos visto, Bonomelli se queda cerca de Scalabrini y está siempre dispuesto a dar consejos en los momentos difíciles de la disputa con Albertario y del cisma de Miraglia; por su parte Scalabrini es asiduo en ayudar al amigo, incluso ante el Papa y algunos de sus amigos obispos de la Curia romana. Bonomelli se ha visto envuelto también en la polémica, orquestada por L’Osservatore Cattólico, tras la publicación de su opúsculo Roma e Italia y la realidad de las cosas. Es empujado al borde de la dimisión, y ofrece su famosa “retractación” desde el púlpito de la catedral durante la misa de Pascua de 1889. Se trata de controversias y conflictos, “tormentas” como ellos las llaman, de las cuales los dos obispos salen siempre profesando total sumisión a la Iglesia. Aquí y allá, entre los dos surgen algunas diferencias, como cuando, casi al mismo tiempo, el obispo de Cremona y el de Piacenza piensan en iniciar una obra de asistencia a los migrantes. Sin embargo, las diferencias se resuelven por su apertura y caridad en el trato mutuo. A partir de este intercambio permanente se derivan grandes beneficios para su vida espiritual así como por su mayor capacidad de interpretar los acontecimientos y la historia. Es interesante, por ejemplo, notar que los sursum corda y la actitud misericordiosa y caritativa de Scalabrini hacia Bonomelli, durante los terribles años de los ataques personales lanzados en contra de él por L’Osservatore, son los mismos que años más tarde el obispo de Cremona usará para consolar y rescatar de la desesperación a otro gran hombre de Iglesia, el padre Giovanni Semería, perseguido también injustamente y dispuesto a someterse a la voluntad del Santo Padre, en el debate entre modernismo y anti-modernismo. Fue una amistad “de 35 años sobre la cual no pasó la más ligera nube”, escribe Bonomelli conmemorando a Scalabrini un año después de su muerte. “Estuve con él en momen227 tos difíciles y dolorosos, que las palabras no pueden expresar. De su boca no salió nunca una palabra de desaliento, una expresión poco equilibrada, un lamento; siempre tranquilo y dueño de sí, parecía que no se tratara de dolores propios, sino de los otros... No sabía qué era el egoísmo; recibía para dar... No recordaba las ofensas, era como si nunca las hubiera recibido y las correspondía con actos de generosidad, para que se entendiera que no le costaba el menor sacrificio... Y ¡qué bien conocía la sociedad moderna, los males y las necesidades de la Iglesia y los medios para curar las heridas morales y religiosas, que la indiferencia y la incredulidad van acumulando!”. Bonomelli es más impetuoso, Scalabrini más tranquilo; ambos creen en la necesidad de cambiar la Iglesia desde adentro, trasladando el interés principal del problema político a la esfera social, con miras al cuidado de las almas. Bonomelli más propenso a debatir asuntos públicos con el fin de movilizar la opinión de la base. Scalabrini más inclinado a trabajar para “iluminar de una manera prudente y directa a los protagonistas del «funesto conflicto»”, como bien sintetiza Mario Francesconi, biógrafo de Scalabrini. Igualmente cuando Bonomelli es acusado por el Santo Oficio por sus notas en el prefacio a la Exposición del dogma católico y a la Introducción al dogma católico, una obra monumental del teólogo dominico Jacques Monsabré, calificadas incorrectas desde el punto de vista teológico-político, Scalabrini se pone con energía a su lado. En la carta del 28 de Abril de 1890 escribe: “Comparto sus dolores y penas con toda el alma, pero hay que ser fuerte y llevar con dignidad el peso de la aflicción presente; estoy seguro de que un día no muy lejano se hará justicia. Cuando se conozcan los cargos de la Inquisición, se dirá que la montaña parió un ratoncito... Cuídese de las sorpresas. El objetivo de sus opositores es ha228 cerle renunciar a la diócesis. Por el amor de Dios, ¡ni siquiera pensar en ello! No, aunque le escribieran, como suelen hacer, que es deseo del Papa; sería un error imperdonable. Aceptar con humildad cualquier condena, pero quedarse”. La réplica se produce dos días después: “Dios le bendiga. Su carta me trajo consuelo. Usted puede imaginar el estado de mi alma. Lo que sí puedo decir es que estoy tranquilo y estoy seguro de que en mis notas no hay ningún error doctrinal; sin embargo, estoy dispuesto a cualquier acto de sumisión, pero a renunciar, no, en absoluto y es eso lo que quieren”. Es un desafío que ambos aceptan, sabiendo que están trabajando para sanar las heridas que afligen a la Iglesia. En Enero de 1897, cansado por tantas batallas, Bonomelli tiene un momento de desaliento: “¡Oh, me gustaría ser un ermitaño!... en una pequeña casa a mil metros sobre el mar, con una capilla, una biblioteca al lado, un pequeño jardín con un parquecito delante, un arroyo que serpentea y dos o tres amigos como usted. ¡Qué vida beata! Este es mi sueño de todos los días; estoy cansado de este mundo, hastiado de este pantano donde uno se ahoga, de esta basura que cada día hay que tocar. Cuántas miserias incluso en el ambiente eclesiástico, hacia arriba y hacia abajo. Vanidades de mujeres, codicias de comerciantes, ambiciones de cortesanos, iras de cuñadas, envidias de niños, lujurias de..., avaricias de Midas. Es suficiente. Usted dirá: se vuelve pesimista. Es la verdad...”. Esta vez Scalabrini responde con palabras igualmente realistas y amargas: “El momento que estamos viviendo es más sombrío de lo que parece; algo malo, que aun no comprendo bien, se está fermentando en el clero,. Por ahora, sólo los más atrevidos se muestran con explosiones de delitos sin precedentes. Tal vez también nosotros, los obispos hemos restringido demasiado la libertad individual y ahora la moral 229 de actos ha perdido algo de esa grandeza austera y de ese prestigio que ejercía sobre las almas... Lamentablemente, los que tendrían que hacer algo no han aprendido nada, olvidado nada, ni perdonado nada. Es tiempo de orar mucho y estar preparados a todo...”. Aquí hay dos hombres enérgicos, dos espíritus libres en un mundo marcado por cambios profundos, dos verdaderos amigos, sin pretensiones, capaces de convertir su amistad en una “fábrica de ideas”, un sitio siempre abierto para dar a la Iglesia esas respuestas y aportes proféticos de que tenía gran necesidad para hacer frente, con cierto grado de seguridad, a las grandes innovaciones y a las pruebas dolorosas del siglo XX. Después de la muerte de Scalabrini, la admiración de Bonomelli por su amigo se convierte en algo más que un recuerdo; es casi una degustación de la comunión de los santos. En una carta del 5 de Agosto de 1906, dirigida a monseñor Mangot, en la que incluye una donación para la construcción de un monumento a Scalabrini, el obispo de Cremona escribe: “Nunca como en este año he deseado que Scalabrini, mi muy querido amigo, estuviera vivo. Qué tan útil y valiosa sería en estos momentos su presencia, sus palabras y su autoridad maravillosa. En él, el Santo Padre habría encontrado un consejero sabio, un colaborador eficaz. Desde el cielo haga lo que le parezca mejor”. El 24 de Diciembre de 1910, después de lamentar su mala salud, se desahoga con Mangot: “Usted ve los signos inconfundibles, el tiempo casi ha llegado. De todos modos, todo lo que hacemos aquí es quejarnos, construir castillos en el aire, murmurar, esperar y luego desesperar, atrapados entre modernismo y anti modernismo. Después del liberalismo llega también este nuevo ‘ismo’. Estoy perdido. Cuando tenga la 230 dicha de volver a ver a nuestro querido Scalabrini, podré contarle historias muy interesantes y curiosas”. En 1913 Bonomelli escribió una carta al sobrino de Scalabrini, monseñor Attilio Bianchi, uno de los secretarios privados de Pío X, quien le había enviado una tarjeta con una foto de su amigo: “Es bueno para el corazón ver la imagen de ese hombre que nunca pensó en sí mismo, sino en los demás, verdadero modelo de obispo por su sinceridad, energía, generosidad y amor a la Iglesia. Dios inspire en la Iglesia a muchos que lo quieran imitar”. 231 CRONOLOGÍA de la Vida del BEATO JUAN BAUTISTA SCALABRINI 1839 → 8 de julio 1840 1852 1857 1863 → 30 de mayo → noviembre 1865 → 4 de mayo 1867 1868 → 6 de octubre 232 Nace en Fino Mornasco (Como). Es bautizado el mismo día. Recibe la Confirmación en Fino Mornasco. Después de terminar la escuela primaria en Fino Mornasco, estu- dia en el Liceo Volta en Como. Entra al Seminario Menor de San Abondio en Como. Es ordenado sacerdote por Monseñor Marzorati, obispo de Como. Ejerce como Vicario en una parro- quia de Valtellina de junio a no- viembre; después en la de Fino Mornasco. Pide ser aceptado en el Instituto de las Misiones Extranjeras de Milán. El obispo de Como no le concede el permiso. El obispo lo nombra director de disciplina y profesor de historia y griego en el Seminario de San Abundio. Muere su madre. Durante el verano, el cólera esta- lla en el territorio de Como. Scalabrini se ofrece para atender a las víctimas en la ciudad y en la zona de Fino Mornasco. Es nombrado rector del Seminario Menor. 1869 → 2 de mayo 1870 → julio 1872 1875 1876 → 30 de enero → 13 de febrero → 5 de julio → 14 de agosto → 4 de septiembre → 18 de octubre → 4 de noviembre 1877 → 24 de abril → 7 de junio → 4 de agosto Comienza la amistad entre Scalabrini y Bonomelli. Por decreto real recibe la medal la al valor por su ayuda a las víctimas del cólera. Es nombrado párroco de San Bartolomé en Como Da once conferencias sobre el Concilio Vaticano I en la catedral de Como. Publica el Pequeño Catecismo para los niños. Es consagrado obispo en la iglesia del Colegio Urbano de Propaganda Fide, en Roma. Hace su entrada solemne en la diócesis de Piacenza, en la víspera de las Fiestas Centenarias en honor del beato Gregorio X, natural de Piacenza. Sale el primer número de El Catequista Católico, primera revista de catequesis en Italia. Restablece la obligación de los ejercicios espirituales para el clero. Muere su padre. Reforma los estudios en el seminario avalando la tradición tomística. Anuncia su primera Visita Pastoral. Recibe el exequatur. Es recibido por el Papa junto con los peregrinos de su diócesis. Pío IX le dona una cruz pectoral. A instancias de la Santa Sede, 233 1878 → 17 de enero → 7 de febrero → 21 de mayo 1879 → 1 de mayo → julio → 10 de octubre → noviembre 1880 → septiembre 1881 → 6 de enero 234 envía una carta a los obispos del Norte de Italia, informándoles del plan de reabrir el Seminario Lombardo en Roma, Vía del Corso. Es asaltado por un grupo de anticlericales porque ha obedecido a las disposiciones del Papa sobre el funeral del rey Victorio Emanuel II. Muere el Papa Pío IX. Primera audiencia con el Papa León XIII. Anuncia el primer Sínodo Diocesano Su agotamiento físico lo obliga a tomarse un período de descanso. Anuncia la distribución gratuita de alimentos para los pobres. Vende el cáliz de oro, regalo personal del Papa Pío IX, para ayudar a los hambrientos. Transforma el primer piso de su residencia en cocina, ofreciendo 4.000 platos de sopa por día. Inaugura el Instituto para las sordomudas, que encontrará su locación definitiva en 1881, cuando lo encomienda a las Hijas de Santa Ana de Madre Rosa Gattorno. Carta pastoral sobre la educación de los sordomudos. Concluye su primera visita pastoral. Promulga el nuevo Catecismo para su diócesis. → agosto Destituye al canónico Rocca del cargo de rector del Seminario Urbano. → octubre Publica una protesta contra las indebidas injerencias de L’Osservatore Cattólico en los asuntos de su diócesis. Es el comienzo de su larga disputa con don Albertario. 1882 → 16 de abril Anuncia su segunda visita pastoral. 1883 → 17 de junio Don Albertario se retracta de los escritos contra Scalabrini y Bonomelli. → 29 de septiembreLeón XIII designa a Piacenza como la ciudad del catecismo. 1884 → junio Comienzo de un largo período de enfermedad. → 15 de octubre Encomienda el Instituto para las sordomudas a las Hijas de Santa Ana. → octubre Grave recaída, mientras la prensa lanza una feroz campaña de difamación contra él. 1885 → 3 de noviembre Habla con León XIII sobre la publicación del folleto Intransigentes y Transigentes y presenta un memo rándum sobre la conciliación entre Italia y Santa Sede. 1886 → 2 de enero Sale a la luz el primer número de L’Amico del Popolo, quincenal católico diocesano. Se convertirá en diario en 1897. → 18 de mayo Es denunciado al Santo Oficio por una supuesta violación del Non expedit. → 6 de junio Presenta su punto de vista ante el Santo Oficio. 235 1887 → 11 de enero Carta al cardenal Simeoni, prefecto de Propaganda Fide, con propuestas para la asistencia a los emigrantes. → 30 de abril Exhorta a monseñor Bonomelli a no publicar el opúsculo sobre la conciliación, que el obispo de Cremona está preparando. Publica el opúsculo La emigración Italiana en América. Instituye en Piacenza un comité para la protección de los emigrantes según el modelo de la Sociedad San Rafael de Alemania. Primer encuentro con Santa Francisca Xavier Cabrini. → agosto Nueva enfermedad grave. → 14 de noviembre En la audiencia concedida al Secretario de Propaganda Fide, León XIII aprueba el Instituto que Scalabrini tiene intención de fundar en Piacenza para la asistencia religiosa a los emigrantes en América. → 28 de noviembre En la Basílica de San Antonino, hacia el mediodía, acoge en su Instituto a los dos primeros misio- neros, P. José Molinari y P. Domingo Mantese. 1888 → 6 de marzo Scalabrini presenta a sus misioneros el primer Reglamento provisional. → 3 de mayo Comienza su tercera Visita Pastoral. → 25 de mayo Exhorta a Santa Cabrini a enviar a sus hermanas para ayudar a los emigrantes en los Estados Unidos. 236 → 12 de julio En la basílica de San Antonino Scalabrini entrega el crucifijo misionero a los primeros siete sacerdotes y tres hermanos catequistas que en el mismo día salen hacia los Estados Unidos y Brasil. → 19 de septiembrePropaganda Fide aprueba ad experimentum por 5 años el Reglamento de la Congregación de los Misioneros para los emigrantes. → noviembre Publica el opúsculo El proyecto de ley sobre la emigración italiana. → 10 de diciembre Con la Carta Apostólica Quam aerumnosa, León XIII informa a los obispos americanos que en Piacenza él ha puesto bajo su protección un instituto apostólico de sacerdotes para la asistencia de los emigrantes italianos. → 19 de marzo En Codogno entrega el Crucifijo misionero a Madre Cabrini y a otras seis hermanas antes de salir para Nueva York, donde llegarán el 31 de marzo. → Abril Actúa como intermediario para conciliar la disputa entre Bonomelli y la Santa Sede a raíz de la publicación de Roma e Italia y la realidad de las cosas. → 1 de mayo Establece oficialmente en Piacenza la Asociación de Bienestar Social para la Emigración italiana (Sociedad San Rafael). 237 → 7 de julio Corona la imagen de la Virgen de San Marcos en el santuario de Bedonia. → 24-26 de sept. Celebra el Primer Congreso Catequístico Nacional, organizado por él. → octubre Cae enfermo de tifus. 1890 → marzo Defiende nuevamente a Bonomelli en su introducción al libro La Exposición del Dogma Católico del teólogo dominico Jacques Monsabré. → septiembre Sufre un nuevo y violento agotamiento físico. 1891 → Enero-abril Realiza una serie de conferencias sobre la migración en varias ciudades de Italia, con la apertura de unos comités loca les de la Sociedad San Rafael. → 30 de enero Es recibido en audiencia por el Papa León XIII, que tiene una larga conversación con él sobre sus planes para los emigrantes. → marzo Envía a las hijas de San Ana a Nueva York. Abre la misión en el puerto de Nueva York. → mayo Convence a Madre Cabrini para hacerse cargo del Hospital Cristóbal Colón en Nueva York. → 10 de septiembrePreside la reunión de los Comités de la Sociedad San Rafael para discutir el estatuto final. → octubre Concluye su tercera visita pastoral. Se esfuerza para que Bonomelli no sea retirado de Cremona. 238 → 15 de marzo → Abril-diciembre → mayo 1893 → 2-4 de mayo 1894 → 2-6 de sept. → 17 de nov. → 8 de diciembre 1895 → 20 de enero → 5 de mayo → 17 de mayo → 29 de julio → 25 de octubre → 27 de octubre Proclama a San Carlos patronode su Congregación. Inaugura la Casa Madre de los Misioneros de San Carlos, dedicada a Cristóbal Colón. Comienza un nuevo ciclo de conferencias sobre emigración. En Pisa el Beato Giuseppe Tonio- lo lo invita a su casa. Instituye la Obra de San Opilio para los seminaristas pobres. Segundo Sínodo Diocesano. Participa en el Congreso Eucarístico de Turín, donde se reconcilia con don Albertario. Suspende al canónico Rocca. En la Iglesia de San Carlos recibe por primera vez los votos perpetuos de los Misioneros de San Carlos. Da a sus misioneros una nueva Regla que incluye los cambios requeridos por la introducción de los votos perpetuos. Don Paolo Miraglia comienza a predicar en Piacenza. En Clermont-Ferrand conmemora con un discurso el octavo centenario de la Primera Cruzada. Condena del periódico de Miraglia, Gerolamo Savonarola. Recibe la profesión temporal de las primeras cuatro Misioneras de San Carlos y les entrega el velo y el crucifijo de misioneras. Las primeras Misioneras de San 239 Carlos dejan Génova con destino a Brasil con su co-fundador, el Padre José Marchetti. 1896 → 1 de mayo Notifica la excomunión a Miraglia. → 25 de octubre Establece que cada parroquia tenga el Comité de la Opera dei Congressi. 1898 → 15 de noviembre La Conferencia Episcopal de Emilia le pide revisar el texto del Pequeño Catecismo, para ser adoptado en toda la Región y lo nombra miembro de la Comisión para el Catecismo Mayor. → mayo Interviene para ayudar a calmar la rebelión popular causada por el aumento en el precio del pan. → junio Seis aspirantes de las Hermanas Misioneras de San Carlos inician su postulantado en el noviciado que se abrió en Via Nicolini 45. → septiembre Logra que don Albertario pueda celebrar Misa en la cárcel. 1899 → 18-21 de abril Participa en el XVI Congreso Católico en Ferrara, y presenta la relación sobre la migración. → 11 de junio Consagración del género humano al Sagrado Corazón. → julio Concluye su cuarta visita pastoral. → 28-30 de agosto Tercer Sínodo Diocesano “Eucarístico”. Anuncia su quinta Visita Pastoral. 1900 → 6 de mayo Miraglia se hace consagrar obispo, provocando un cisma. → 10 de junio Concede la aprobación episcopal a 240 las Hermanas Apóstoles del Sagrado Corazón, en ese momento unidas a las Misioneras de San Carlos. → 23 de junio Miraglia huye a Suiza. 1901 → 1 de enero Instituye la adoración perpetua en toda la diócesis. → 31 de enero Es aprobada por el Parlamento italiano La nueva ley sobre la emigración, que recoge algunas de las propuestas de Scalabrini y de sus Misioneros. → 18 de julio Sale desde Génova para visitar a sus misioneros y a los emigrantes italianos en los Estados Unidos. → 19-24 de agosto Predica los Ejercicios Espirituales a más de 60 misioneros y sacerdotes italianos, en Nueva York. → 10 de octubre Es recibido por el presidente Theodor Roosevelt. → 15 de octubre El Club Católico de Nueva York organiza una recepción en su honor. Scalabrini pronuncia un discurso que tiene amplia resonancia en los periódicos de la ciudad. → 4 de diciembre Regresa a Piacenza, donde es recibido con entusiasmo extraordinario. 1902 Se reanuda su quinta visita pastoral. → 22 de agosto Invita a los párrocos de la diócesis a compilar la estadística de los r ecolectores de arroz y echa las bases para la asistencia religiosa de estos migrantes estacionales. → 18 de noviembre Primera audiencia con el Papa Pío X. 241 1904 → 13 de junio → 14 de junio → 7 de julio → 27 de octubre → 6 de diciembre → 8 de diciembre 1905 → 29 de enero → 28 de febrero → 7 de abril → 5 de mayo → 7 de mayo 242 Deja Piacenza para su viaje a Brasil. El Papa Pío X le otorga todas las facultades que necesita y se compromete a enviarle una bendición especial cada mañana a las 7:00 en punto. Llega a Río de Janeiro donde es recibido por el arzobispo. Se va a Argentina. Regresa a Piacenza. Celebra en la Catedral el 50 aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Pío X le concede dos audiencias, en las cuales Scalabrini propone que la asistencia a los emigrantes se extienda a todas las naciones y le presenta el programa del segundo Congreso Catequístico Nacional para su aprobación. Pide al Papa que escriba una palabra de consuelo a los emi grantes de todas las naciones. Concluye su quinta Visita Pastoral. Envía al Cardenal Merry del Val un Memorándum con la propuesta de establecer una Comisión Central o una Congregación apro piada para la asistencia a todos los emigrantes católicos en el mun- do. Dirige la primera peregrinación diocesana al Santuario de N.S. del Castillo en Rivergaro. → 17 de mayo Escribe su última carta a la Santa Sede con la propuesta de la Comisión Pro Emigratis Catholicis. → 28 de mayo Se somete a una cirugía delicada para resolver los graves problemas causados por un trauma que había sido descuidado por muchos años. → 1 de junio Fiesta de la Ascensión. Unos minutos antes de las 6:00 a.m. muere en su residencia episcopal. → 5 de junio Después de las exequias, su cuerpo es provisionalmente enterrado en la capilla capitular del cementerio de la ciudad. 1909 → 18-19 de abril Su cuerpo es trasladado a la Catedral. 1910 → 28 de noviembre Dedicación de un monumento en memoria de Scalabrini en la Iglesia de Fino Mornasco, su pueblo natal. 1912 → 14 de noviembre Dedicación de un monumento en memoria de Scalabrini en la Iglesia de San Carlos al Corso en Roma. 1913 → 11 de noviembre Dedicación de un monumento en memoria de Scalabrini en la Iglesia de San Bartolomé en Como. 1936 → 5 de mayo Monseñor Ersilio Menzani, obispo de Piacenza, abre los Procesos Ordinarios diocesanos de beatificación y canonización. 1940 → 29 de febrero Se concluye el proceso diocesano. 243 → 6 de marzo → 30 de abril 1997 → 9 de noviembre 244 Monseñor Menzani entrega las actas del Proceso Diocesano a la Congregación de los Ritos en Roma. El Cardenal Salotti emana los decretos para la apertura del Proceso Ordinario. Scalabrini es beatificado por el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro en Roma. 245 246 247 El autor de esta biografía, Roberto Italo Zanini, prominente periodista italiano y renombrado escritor religioso e histórico, nos lleva a lo largo de las distintas etapas de la vida de Scalabrini, destacando su personalidad humana y espiritual, su visión de una iglesia renovada y las medidas concretas que tomó para avanzar en sus planes y aspiraciones. Scalabrini, el sacerdote, el obispo, el líder y el intelectual; el hombre de la caridad y la oración, son todos los aspectos que se funden en una figura gigantesca, más grande que la vida, cuyo ejemplo y mensaje nos inspira y nos guía hasta hoy. A través de un diálogo valiente con la modernidad, Scalabrini enfrentó problemas difíciles y una abierta hostilidad, que logró transformar en oportunidades creativas. Enfrentando, en particular, el reto de la migración masiva desde Europa, Scalabrini anticipó, con visión profética y profunda fe cristiana, que el encuentro de diferentes pueblos y culturas generaría un futuro mejor para toda la familia humana. Silvano M. Tomasi, c.s. Nuncio Apostólico y Observador Permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas y Otras Organizaciones Internacionales en Ginebra Qué triste y desventurada es la condición de aquéllos que cada año emigran masivamente hacia las regiones de América; es tan conocida por todos, que no hace falta que insistamos en el tema. De hecho se ven de cerca los males que los agobian y que son recordados con dolor en cartas que frecuentemente nos envían… Dado que la causa principal de los males está en el hecho de que aquellos desdichados carecen de asistencia sacerdotal, hemos decidido enviar sacerdotes que puedan consolar a sus compatriotas en su propia lengua, enseñar la doctrina de la fe y los preceptos de la vida cristiana, ignorados u olvidados; administrar los sacramentos, enseñar a la nueva generación a crecer en la religión y en los sentimientos humanitarios; ayudando así de palabra y obra a todos, sin importar su condición, asistiéndolos según los deberes de la misión sacerdotal. Y para que esto pueda cumplirse a cabalidad… con Nuestra carta del 15 de noviembre del año pasado, instituimos el Colegio Apostólico de Sacerdotes en la sede Episcopal de Piacenza, bajo la dirección del Venerable Hermano Juan Bautista, Obispo... Papa León XIII Quam Aerumnosa (diciembre 10, 1888) 248