El profesor Valero. Rigor y humildad. D. Pedro J. Cases Chirveches

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EL PROFESOR VALERO: RIGOR Y HUMANIDAD
Pedro José Cases Chirveches
Introducción
Conocí a Antonio Valero en 1984, cuando hizo una breve presentación a todos
los alumnos del Programa Master del IESE del curso de Política de Empresa Avanzada,
que impartía como materia electiva. De aquella presentación me impactó el modo en
que describió el curso: “Es arduo, sin concesiones, en el que los casos no siempre
acaban bien, a veces ni siquiera acaban… Quienes lo elijan van a tener que trabajar con
una profundidad seguramente desconocida para ustedes…y la recompensa no es clara
porque puede que lo que aprendan no tengan la oportunidad de utilizarlo nunca en su
vida profesional… Así que animo a no elegir este curso a quienes no se vean capaces de
trabajar con esta exigencia o a quienes piensen dirigir su carrera como directivos hacia
otras áreas distintas de la Dirección General…”. Aquel día pensé en la crudeza con la
que esa persona que estaba en el estrado decía lo que pensaba.
Aunque la intención de Antonio era trabajar con un grupo reducido de alumnos
en la materia de la que hizo su vida, Política de Empresa, ocurrió exactamente lo
contrario; el curso fue demandado y la clase se llenó con aquellos que como yo
pensábamos estar plenamente capacitados para ser directores generales de… alguna
cosa. Tengo que decir, en mi descargo, que antes de decidirme a elegir el curso le pedí
opinión a un profesor, que textualmente me dijo: “Tiene escaso sentido pasar por una
institución y no conocer a la persona que la ha creado y configurado. Verás una
personalidad recia y tenaz, pues se trata de un aragonés que, por otra parte, ha sido
capaz de lanzar un proyecto como el IESE, una innovación impensable en España, y que
como profesor tiene pensamiento propio… es decir, todo un lujo”.
De este modo, conocí a Antonio. Yo tenía 22 años y él 60 y a partir de ese
momento, sin solución de continuidad, fue mi profesor, quien me contrató para
incorporarme como profesor del IESE en el área de Política de Empresa, mi maestro,
padrino de mi boda, mi mentor y mi amigo durante más de 16 años. Murió 3 semanas
después de habernos encontrado en su despacho del IESE por última vez para hablar de
nuestro futuro libro sobre Política Pública.
En el IESE fueron 5 años -los 3 primeros como profesor del Claustro y los 2
segundos ya como profesional independiente- para, entre otras cosas, ayudarle en la
redacción del libro “El Gobierno de la Empresa de Negocios”. Trabajé con Antonio
prácticamente cada tarde de lunes a viernes, impartí mis primeras sesiones con su
supervisión, escribí mis primeros documentos… pero también hubo tiempo para ir a
elegir un modelo de coche que le permitiese llevar la silla de ruedas de su padre, para ir
a buscar con él sus recetas de la Seguridad Social o para rezar a la Virgen nuestra
particular romería cada mes de mayo. Y fue esa convivencia la que seguramente me
llevó a entender su manera de pensar y actuar tanto en el terreno profesional como en el
ámbito personal; y la que me decide a compartir algunos recuerdos con los lectores de
estas líneas, destacando dos facetas, la del rigor del académico y la humanidad de la
persona.
El rigor del académico
Antonio Valero fue un emprendedor que “empezó el IESE” como le gustaba
decir, empresario en el sector financiero y editorial entre otros, consultor tanto en el
ámbito privado como en la esfera de las administraciones públicas, asesor y consejero
de empresas, político, profesor y maestro destacando en todas estas facetas
profesionales, aunque creo que su vocación más arraigada fue la de académico que
desarrolló con un rigor excepcional.
El calificativo de riguroso podría indicar cómo era Antonio; y así, como hubiera
hecho él, he consultado en el diccionario que, para el término riguroso, reza: “Muy
severo, muy rígido” y que para la palabra rigor dice: ”1 Severidad excesiva y
escrupulosa. 2 Precisión y exactitud. 3 Intensidad o crudeza“, y he llegado a la
conclusión de que Antonio vivía escrupulosamente, con precisión, con exactitud, con
intensidad todos los ámbitos de su existencia; era severo y, a la vez, tenía la flexibilidad
mental necesaria para adaptarse a las circunstancias de cada caso. Lo cierto es que
conseguir el equilibrio en estos asuntos no siempre es fácil.
Cuando al cabo de un tiempo de colaborar con él fui capaz de entender la
naturaleza del rigor con el que trabajaba, empecé a valorar lo que de Antonio había
incorporado a mi persona y decidí intentar aplicarlo en mi vida profesional… llevo
trabajando unos 20 años, como empresario, en ese empeño y puedo decir que muchas de
las personas que trabajan conmigo han empezado a entenderlo y me preguntan dónde
aprendí a trabajar de esta forma y yo les contesto con quién lo hice y que esa manera de
trabajar se plasma en tres aspectos que aprendí de Valero: rigor en la intención, rigor en
el pensamiento y rigor en la acción.
Rigor en la intención
Antonio era un hombre recto; sus amigos y quienes le conocieron pueden
atestiguarlo. Pero el rigor que ponía en la intencionalidad de todo lo que hacía a nivel
profesional es algo más específico y menos patente. Era un rigor que requería gran
fortaleza de espíritu por su parte y que muchos de los que nos relacionamos
profesionalmente con él no entendíamos en un primer momento -algunos no lo
entendían nunca- pero que era necesario; era un rigor arduo para él mismo, difícil de
aplicar y mantener por su parte pero al que no renunciaba.
Ese rigor se hacía patente cuando defendía sus puntos de vista ante sus
superiores con igual criterio y dedicación que cuando éstos habían sido sus
subordinados, cuando decía que no a peticiones de sus colaboradores –aún con gran
dolor- por no ser procedentes, cuando defendía a quienes con él trabajaban hasta el final
sin dejar de reconocer sus errores y defectos...; en definitiva, trataba siempre de
aproximarse a lo que consideraba “lo justo”.
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Aún recuerdo cuando ante mi petición de figurar como autor en un determinado
artículo en el que había participado en su redacción me dijo que “no había ni siquiera
una idea original mía en el mismo” y que, por tanto, no me podía incluir como tal.
También aplicó ese rigor cuando compró un coche que no le gustaba en absoluto porque
era el único de ese precio en el que cabía la silla de ruedas de su padre, puesto que si
compraba un coche era para ir a pasar las vacaciones con su padre… y no para él
mismo.
Es un tipo de rigor poco frecuente porque todos sin querer variamos nuestras
intenciones cuando cambian los hechos y circunstancias, al variar nuestra posición
organizativa, al madurar profesionalmente… Para Antonio era muy doloroso mantener
ese rigor en su intención porque le hizo perder relaciones profesionales y de amistad,
algunas de las cuáles nunca recuperaría cuando, él mejor que nadie, entendía y sabía lo
que pensaban y sentían los otros. Pero él nunca renunció a ese rigor que le mantenía en
la línea recta y que hacía bien y fuertes a los demás, aunque no fuesen conscientes de
ello. Y, además, explicaba por qué y cómo lo aplicaba sin perder la paciencia, sin
desfallecer… porque era consciente de lo duro que podía resultar.
Ese rigor en la intención también le permitió conseguir grandes logros
personales y profesionales. Según me contaba, hubo una ocasión en la que dos grandes
empresarios se dirigieron a él por separado para que negociase con el otro un tema de
suma importancia para ambos sin conocer ninguno de ellos que el otro le había hecho el
mismo encargo a Antonio. Como él mismo me dijo: “Tuve que negociar conmigo
mismo en nombre de ambos sin perder la equidistancia ni el sentido de la justicia y al
final del proceso los dos empresarios quedaron contentos y satisfechos de lo que había
logrado para ellos”. También, ese rigor permitió que el entonces Príncipe de España
contase con él, entre otros cometidos, como uno de los redactores del discurso
programático como Rey. Y fue ese rigor también el que le hizo perseverar como
académico cuando ya había dado el impulso inicial al IESE y tuvo numerosas ofertas
profesionales para abandonar esta institución, en la que siempre quiso permanecer,
aunque fuese en posiciones de poco relieve, sólo como profesor y con espíritu
universitario.
Rigor en el pensamiento
Es conocido el rigor de pensamiento que tenía en su vertiente personal y
cualquiera que se haya relacionado con él lo habrá podido comprobar. No obstante,
seguramente la mayoría no se habrán podido percatar de su importante rigor en el
pensamiento conceptual, es decir, en la construcción del que hemos denominado
modelo de Política de Empresa.
Muchos han pensado, en un momento u otro, que construyó el modelo
conceptual de Política de Empresa a partir de los planteamientos de Kenneth Andrews
deduciendo a partir de éstos sus diversos postulados. Nada más lejos de la realidad,
Antonio utilizaba el método científico; no deducía ni seguía el razonamiento de otros,
era partidario de la inducción como elemento de desarrollo conceptual; es decir, se
fijaba en la realidad para inducir conceptos de aplicación global que no general como él
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mismo siempre precisaba. Entendía que lo global era preciso mientras que lo general era
vago y, por tanto, escasamente riguroso.
Empleaba la inducción y no la deducción como elemento de diálogo y
razonamiento conceptual. Para él inducir era constatar realidades mientras que deducir
era aventurar hipótesis –a veces, únicamente percepciones o pensamientos subjetivosque debían comprobarse en la realidad. Cuántas veces se quejaba de los casos prácticos
“de color de rosa” en los que todo acababa bien y permitían “deducir” la teoría expuesta
por el profesor o en la que se fundamentaban; él pensaba que la realidad era más
compleja que las teorías existentes y que debía partirse de aquélla para poder definir
modelos válidos y permanentes.
Para Antonio inducir era dialogar y deducir podía ser argumentar; no obstante,
era consciente de que la inducción genera incertidumbres que suponen la asunción de
riesgos por parte de quienes la utilizan al no partir de lo que se piensa es la realidad sino
de la realidad en sí misma, lo que introduce imprevistos y obliga a aceptar y constatar
aspectos de la realidad no considerados inicialmente que pueden sorprender y quebrar la
lógica inicialmente prevista.
Es precisamente ahí dónde radica la potencia del modelo conceptual de Antonio
que más que de Política de Empresa pienso que es de Gobierno de la Organizaciones. Él
era capaz de enfrentarse a la realidad, entenderla y conceptualizarla globalmente
mientras que otros imaginan una teoría para justificar una parte de la realidad y luego
tratan de ajustar la segunda a la primera. Quizás, por eso, cuando visité al profesor
Andrews en su despacho de la Harvard Business School en 1986 me recibió con tanto
respeto y afecto
comentándome cuánto había él aprendido de Antonio y
recomendándome que “hiciese yo lo que hiciese no perdiese la oportunidad de entender
cómo pensaba el profesor Valero”.
Valero se dio cuenta de que los altos directivos de cualquier organización debían
encontrar y definir la unidad vertebradora de la realización en cada caso concreto.
Inicialmente, se había partido del “objetivo” en el marco de la Dirección por Objetivos.
Más tarde se añadieron “las políticas” como criterios para la acción; él mismo y el
profesor Lucas dieron un salto conceptual con el concepto de “operación” como unidad
vertebradora de la realización en la acción empresarial, pero Antonio tenía conciencia
de que era insuficiente y varias veces me dijo: “alguien tiene que ser capaz de escribir
sobre la acción de los directivos…”.
También creía que el tiempo había sido obviado o simplemente poco estudiado
en la formación de empresarios y directivos, seguramente por la dificultad de
aprehenderlo y por no haber una disciplina teórica –aplicable al campo del gobierno de
las empresas- que tratase el concepto de tiempo en sus diversas facetas y modalidades.
Por eso, a muchos de los que hemos seguido la línea de pensamiento de Valero, nos ha
preocupado ese tema que consideramos crucial en la dirección de las empresas e
instituciones tal y como afirma el profesor Juan Ginebra: “Forma parte del instinto
político el sentido de llegar a tiempo y no hacer las cosas a destiempo. Hay que prever,
programar… y contar con que puede surgir un contratiempo. Pero si cada cosa en
verdad tiene su tiempo, no conviene jamás apresurarse; siempre será mejor dar tiempo
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al tiempo…” y, según la experiencia del autor de estas líneas, actuando en el momento
oportuno con el ritmo y velocidad que sean precisos.
Rigor en la acción
Cuando estaba preparando la primera sesión que impartí como profesor del IESE
en el Programa MBA de Madrid allá por el año 1986, le pregunté a Antonio cómo había
preparado sus primeras sesiones, aquéllas en las que se jugaba no sólo su carrera
profesional sino el futuro del IESE, en aquel momento recién nacido. Su contestación
fue irreprochablemente lógica: “estudié participante por participante las preguntas,
pensamientos y planteamientos que podían hacer en función del caso que iba a impartir
y de la experiencia, formación, posición en la empresa, etc., de cada uno”.
Como buen político de empresa, Antonio analizaba y veía a la vez, en ese
momento y en el futuro, pero no en virtud de su capacidad intelectual sino porque
dedicaba más tiempo que los demás a pensar, imaginar y revisar posibles cursos de
acción en distintos planos y para todos los niveles. Era capaz de transformar las
realidades a las que se enfrentaba consiguiendo los objetivos previstos; para ello,
desmenuzaba esas realidades hasta hacerlas manejables dividiéndolas en múltiples y
pequeñas porciones que luego integraba de manera única.
Siempre decía que no improvisaba y que su pensamiento era de tipo oriental;
respecto a lo primero, comprendí que en efecto era así, que su mayor capacidad
consistía en prever situaciones y acciones, como plantea un maestro de ajedrez,
precisamente para no tener que improvisar; en cuanto a lo segundo, simplemente no le
entendí; más tarde supe que el pensamiento oriental adopta una forma de razonamiento
en oleadas sucesivas hasta que se destila una idea por sí misma de manera evidente, que
no obvia.
Además, ese rigor que empleaba para trabajar con precisión en el terreno de la
acción no le restaba un ápice de flexibilidad y adaptación porque estaba
permanentemente evaluando las decisiones ya tomadas, las acciones ya emprendidas
para corregir el rumbo rápida y eficazmente si era necesario. De este modo, podía
trabajar con serenidad y escrupulosamente en la incertidumbre, contemplando siempre
los futuros posibles y eligiendo aquellos caminos que aseguraban más rigor conceptual
y más pureza de pensamiento como modo de conseguir mejores resultados. Esto es algo
que los empresarios conocen bien, pues una entidad mercantil no va adelante si no hay
rigor y tenacidad.
La humanidad de la persona
Es una evidencia que Antonio Valero era una persona fuerte que anteponía la
rectitud, los fundamentos espirituales, el bien integral de las personas a otros aspectos
como la compasión fácil, la amabilidad de las palabras o el falso buen ambiente. Esta
manera de ser era, para algunos, casi imposible de entender y les impedía conocer ese
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lado humano de Antonio del que quiero destacar las siguientes facetas: humildad en su
actuación, lealtad en la amistad, generosidad con el talento y ganas de escuchar.
Humildad en su actuación
Una anécdota puede ilustrar a los lectores sobre el tipo de persona que era y
revelar la humildad como una de sus normas de actuación. Cuando recibió el Doctorado
Honoris Causa por la Universidad Panamericana de México, se dedicó durante más de
quince días a preparar su discurso de su puño y letra con esa manera minuciosa y
detallada que tenía de trabajar, de pasar a la acción; se encerró y no le vi durante más de
un mes hasta que volvió de México. A su vuelta, le pregunté cómo le había ido, qué tal
el discurso, si estaba satisfecho con el Doctorado y cosas por el estilo… Y entonces me
contestó: “Lo importante no es mi Doctorado, ni si me halaga o no que me lo hayan
concedido, lo verdaderamente importante es quién ha sido mi compañero, con quién me
lo han concedido”. Y ¿quién es esa persona?, le pregunté, a lo que me contestó: “… el
Cardenal Ratzinger”. En efecto, aún en el momento de mayor orgullo profesional, era
capaz de reconocer con humildad la grandeza de quien le acompañaba y anteponerla a
su propio éxito personal.
Lealtad en la amistad
Horas y horas de trabajo y conversación daban para mucho, incluso para conocer
cómo valora una persona un aspecto concreto de las relaciones humanas. Antonio
recibía y hablaba constantemente con muchas personas, más de un centenar de manera
habitual durante un año, pude contar en una ocasión. Nunca llegué a saber quiénes eran
amigos, quiénes conocidos, quiénes menos que conocidos o quiénes compromisos; él
hablaba con todos por igual y de la misma forma, les escuchaba y daba su opinión.
En mi caso, tuve la suerte de que Antonio me considerase su amigo, una amistad
entre dos personas de muy distinta edad y con situaciones familiares, personales y
profesionales diferentes, que se fortaleció con el trato. Para él, amistad significaba,
amén de otras cosas, lealtad; lealtad que, para él, suponía respetar las leyes de la
fidelidad, del honor y de la hombría de bien, Sé, porque así me lo dijo, que con el
transcurso de los años experimentó decepciones y sufrió con algunos… pero nunca dejó
de valorar ni olvidó la lealtad como norma de sus actuaciones. Antonio se comportaba
con lealtad con sus amigos, pensando en ellos y para ellos porque lealtad para él
significaba compromiso.
Generosidad con el talento
A nadie se le escapa el talento intelectual de Antonio; un talento natural que fue
creciendo a medida que lo cultivó en sus diferentes facetas profesionales. De hecho,
creo que el sinfín número de visitas que tenía –no recuerdo un día de los muchos que
trabajé con él que no recibiese a alguien fuese un profesor, empresario, amigo,
alumno…- venían a buscar su talento que él compartía de manera natural con quien
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tenía delante. Y al escribir talento, no me refiero a sus conocimientos sobre Política de
Empresa u otros saberes relacionados o no con el mundo de la empresa; me refiero a
que era capaz de poner toda su capacidad intelectual, sus conocimientos, su experiencia
profesional y madurez humana… al servicio de quién le pidiese ayuda. Antonio era
generoso con su talento, seguramente porque era consciente de que no era
completamente suyo.
Valero se ponía en el lugar del otro y pensaba y actuaba pensando en lo mejor
para esa otra persona sin dudarlo y de la manera más global posible. Había que acudir a
él con la mente y el corazón abiertos y sabiendo que te iba ayudar en todo –repito en
todo- lo que él considerase conveniente, no sólo en lo que uno creyese necesitar; así por
ejemplo, alguien le visitaba buscando trabajo y salía con una idea de negocio, otro le
preguntaba sobre el futuro profesional de su hija y recibía una respuesta sobre cómo ser
mejor padre, un tercero le pedía asesoramiento familiar y le hacía ver la necesidad de un
“reciclaje” espiritual y así una y otra vez.
Entendiendo y aceptando esto, la generosidad de Antonio con su talento no tenía
límites -en todo momento y para cualquier tema- ya que era capaz de ponerlo por entero
a disposición de los demás; de esta manera, los que le tratamos con una cierta intensidad
y proximidad, aprendimos a enfocar temas personales, a adquirir criterio y madurez, a
interpretar los signos y leer los tiempos y, en definitiva, a entender a los demás.
Ganas de escuchar
Entre febrero y marzo de 1985, Antonio me citó varias veces en su despacho
para comentarme la posibilidad de incorporarme al IESE en calidad de profesor; en esas
entrevistas, yo permanecía en silencio procurando hablar poco para no equivocarme;
durante el transcurso de una de esas reuniones, Antonio –con el que todavía nos
tratábamos de usted porque seguíamos siendo profesor y alumno- me preguntó con su
habitual estilo: “veo que usted está muy callado, ¿es porque me está escuchando o
porque no sabe qué decir?”... Dejo para los lectores pensar cuál pudo ser mi
contestación que, al fin y al cabo, es irrelevante y prefiero referirme a su pregunta en la
que, por primera vez, apareció un término que no me abandonaría nunca en mi relación
con él: escuchar.
Cuán frecuentemente me decía, hasta que aprendí a hacerlo, “no escuchas” o “es
una pena que tal persona no sepa escuchar”... Para Antonio escuchar era el fundamento
de la comunicación. Muy a menudo comentó que había profesores y profesionales que
cuando no habían entendido algo –seguramente porque no habían escuchado- o no
sabían explicarlo –porque no eran capaces de que los demás les escuchasen o porque no
sabían describirlo- dibujaban un gráfico o hacían un esquema. Para él, escuchar era algo
que iba más allá de una mera expresión semántica; escuchando graduaba los tiempos y
limitaba esfuerzos; escuchando entendía a los demás y dialogaba en profundidad con
ellos. Por eso, su afán de escuchar a los demás y de enseñar a empresarios, directivos,
consultores, políticos, etc. que escuchar era importante en su trabajo. Quienes estuvimos
a su lado, aprendimos a escuchar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra intención
y atención, a escuchar… con el alma.
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Antonio necesitaba escuchar para conocer a los demás y poder darles lo mejor
de su talento; parecía curioso, y quizás lo era, pero cuando preguntaba una y otra vez
hasta el agotamiento, en realidad, trataba de escudriñar en el fondo de los demás para
poderse poner en su lugar; es difícil encontrar alguien con más ganas de entender al
otro, con más ganas de ayudar con su talento, con más ganas de escuchar… Y, por eso,
en un entorno como el que vivió en el que empezaban a primar las imágenes sobre la
palabra, los estereotipos sobre la realidad, la importancia que concedía a escuchar y su
defensa de ello, sobresalían a veces de manera llamativa. Para él, escuchar era una
forma de querer y considerar a los demás, de dedicarles su tiempo y estar con ellos;
escuchar era entregarse a los otros y por eso sus ganas de escuchar nunca parecían
agotarse.
A modo de conclusión
Tuve la oportunidad de conocer bien a Antonio Valero en la última etapa de su
vida y de su trayectoria profesional; mi relación con él se desarrolló durante una parte
de su madurez como persona y toda su vejez, lo que puede matizar, en la forma que no
en el fondo, las apreciaciones vertidas en los párrafos anteriores. Con la edad,
suavizamos el carácter y relativizamos los puntos de vista pero he intentado, en este
caso, no emplear el recurso fácil comentando los aspectos externos más visibles de su
carácter sino que he tratado de profundizar un poco sobre algunos rasgos inherentes a su
personalidad.
Antonio era un hombre con personalidad acusada, grandes virtudes y defectos –
que conocí de primerísima mano- que, a veces, le dificultaban su relación con los
demás, pero que al que se echa en falta. Ni una sola de las personas que se relacionaron
con él lo han olvidado; unos siguen pensando ante ciertas circunstancias “¿qué haría
Antonio si estuviese aquí?”, otros dicen que “le deben media vida profesional”, hay
quien afirma que “lo pasé tan mal con él que nunca podré olvidar esa etapa de mi vida”
y muchos otros siguen con el esquema conceptual de Antonio, aunque no lo digan…
La verdad es que Antonio impactó en mí más allá de lo profesional y ha sido
difícil dejar esto de lado a la hora de escribir estas líneas; he querido presentar esa
combinación que incluía propiedad y precisión en lo profesional, dureza en el trato,
junto a la benignidad de corazón y la afabilidad de sentimientos. Frente a la literatura
centrada en alabar a los poderosos sin encontrar en ellos rasgos negativos y ponderar los
liderazgos inmaculados, he pretendido ofrecer una visión sobre cómo era o, mejor,
sobre cómo pienso que era Antonio Valero, fundador del IESE, profesor, maestro y
amigo.
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