TEMA 10. EL ÉXITO Y EL FRACASO DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS Introducción: definición de políticas y definición de éxito o fracaso .................... 1 ¿Qué sabemos sobre la mejora, el rendimiento y el éxito de las políticas públicas? ........................................................................................................................................... 2 Evaluación y mejora de las políticas públicas 2 La creación de valor en el sector público 5 El rendimiento de las políticas públicas 6 Éxito y fracaso en la gobernación contemporánea ....................................................... 7 Infortunios y fracasos militares 7 Éxitos parciales y fracasos en las reformas constitucionales 8 Un análisis de los fiascos en las políticas públicas 8 Una perspectiva comparativa: éxito y fracaso en distintos sectores de política pública 11 El espinoso asunto del éxito de las políticas públicas .............................................. 13 Definiciones y dimensiones 13 La zona gris: el espectro del éxito al fracaso 16 Contexto y estrategias 17 Referencias ............................................................................................................................... 20 Uno de los servicios que quizá puede rendir la investigación política académica a la comunidad consiste en proporcionar estándares razonables para la valoración crítica del estado de los asuntos públicos que sustituya a la mera reproducción de consignas partidistas tan frecuente en nuestro sistema de medios y política. Con este fin se examina a continuación la no muy abundante literatura especializada sobre el éxito y el fracaso de las políticas públicas. El objetivo de están unidad es tratar de proporcionar un marco de referencia con el que acercarse y dar sentido a la naturaleza compleja del éxito en las políticas públicas, entre todas las ambigüedades y contradicciones que acompañan la retórica política de los gobiernos sobre que sus políticas “están funcionando bien”. Sin embargo, por más laudable que sea el “decirle la verdad al poder” (Wildavsky 1987), y siendo conscientes de que debería perseverarse con fuerza por ese camino, los académicos y los expertos no deben ser ingenuos sobre la naturaleza del juego de evaluación en el que participan. Los esfuerzos para impulsar la lógica de la razón, el cálculo, y la búsqueda desapasionada de la verdad en el mundo de la elaboración de las políticas públicas, no pueden hacernos olvidar que la evaluación de éstas es un acto inherentemente normativo, una materia de juicio político. El plan de la exposición es como sigue. A modo de introducción se hace hincapié en las tres perspectivas definitorias de las políticas públicas que van a servir de trama para ordenar el análisis en el resto de la exposición. En segundo lugar, se realiza una revisión de los trabajos académicos sobre el éxito y el fracaso de las políticas públicas en distintos ámbitos. En tercer lugar se desarrolla el marco de referencia conceptual elaborado por McConnell (2010) que ha servido para orientar todo este texto. Introducción: definición de políticas y definición de éxito o fracaso Las definiciones sobre qué se entiende por política pública (policy) como vimos en el primer tema suelen ser muy generales, por ejemplo, en un texto clásico ya mencionado en el Tema 1 (Dye 1998: 2) se define como “cualquier cosa que los gobiernos deciden hacer o no hacer”. Los gobiernos contemporáneos hacen todo tipo de cosas desde construir carreteras y otras infraestructuras hasta reglamentar la salubridad y el etiquetado de los alimentos, culpabilizar a los opositores por ejercer mal la oposición o convocar elecciones. ¿Cómo puede reducirse esa complejidad para tratar la materia del éxito y el fracaso? Aunque no hay un acuerdo estricto sobre la naturaleza de las políticas públicas, sí disponemos de diferentes tradiciones analíticas sobre lo que hacen los gobiernos que pueden 1 sernos de alguna utilidad para entender el éxito o el fracaso. Estas perspectivas son tres. La primera es la que considera a la política pública como proceso. Este es el enfoque clásico del ciclo o de los sistemas que se origina en las décadas de 1950 y 1960 y que continúa hasta la fecha. En esencia entiende que lo que hacen los gobiernos es definir los asuntos, examinar las opciones, consultar o no sobre las alternativas, adoptar decisiones, decidir cómo se pondrán en práctica y qué procedimientos se emplearán para evaluar. Por ejemplo, Chari y Heywood (2009), en un análisis del proceso de elaboración de políticas públicas en la España democrática con tres estudios de caso sobre las privatizaciones, la redacción de la Constitución europea, y la política educativa, arguyen que el desarrollo de la política educativa en España ha sido dirigida por un fuerte núcleo del ejecutivo, dejando al margen a otros actores como las asociaciones de padres o profesores. En este caso, determinadas normas constitucionales permiten al gobierno de la nación una posición levemente privilegiada en la elaboración de la política educativa. Sin embargo, determinar el proceso es algo que suelen hacer los gobiernos. Deciden a quién, cuándo y cómo consultan; el rango de alternativas que se considerarán seriamente, y el camino que se seguirá, sea la promulgación de nueva legislación o la rectificación de la existente. En consecuencia, cualquier examen creíble del éxito de las políticas públicas necesita tener en cuenta que los procesos pueden tener éxito o fracasar. La segunda tradición se centra en las mismas decisiones o en las “herramientas” específicas (inacción, persuasión, recursos, regulación, provisión) empleadas por los gobiernos para afrontar los problemas. Estas cuestiones se refieren a los aspectos programáticos de las políticas públicas. Todos los gobiernos tienen programas aun cuando no los denominen así formalmente, sobre todo si hay una decisión de no intervenir. Por ejemplo, las campañas de prevención de enfermedades de transmisión sexual. La tercera tradición se centra en las dimensiones propiamente políticas de una política pública, por ejemplo, mejorando la reputación y las perspectivas electorales de un gobierno o reforzando su agenda en un sentido amplio y la perspectiva que promueve. Los procesos y los programas, junto con las actividades y las opciones adoptadas por un gobierno pueden tener un impacto profundo en mejorar o destruir las posibilidades electorales de un gobierno y en su capacidad para mantener el rumbo que ha escogido. Esta concepción de las políticas públicas, que distingue entre dimensiones procesales, programáticas y políticas puede servir para captar la complejidad y la diversidad de las actividades gubernamentales en las democracias contemporáneas. A continuación se examinan las no muy numerosas contribuciones hasta ahora de los estudios académicos sobre el éxito de las políticas públicas. ¿Qué sabemos sobre la mejora, el rendimiento y el éxito de las políticas públicas? La lenta decadencia de la política de partido y de las pautas clasistas de votación en numerosos países, junto con el rápido crecimiento de Internet y la disponibilidad inmediata de hechos, argumentos y narraciones sobre las políticas públicas en la red significa que los ciudadanos y los medios de comunicación escudriñan y juzgan las políticas públicas en un grado que carece de precedentes. Las afirmaciones de éxito y los alegatos de fracaso son moneda corriente en la competición política contemporánea. Pero la escasez de referencias explícitas sobre el éxito de las políticas públicas no significa que no haya una cierta literatura científica de gran interés sobre la materia como se muestra a continuación. Evaluación y mejora de las políticas públicas En el marco de referencia tradicional del ciclo de las políticas públicas, que a veces funciona como modelo explicativo y otras como normativo, la evaluación figura después de la fase de implantación. La evaluación, según Dye (1998: 354), es “el aprendizaje sobre las consecuencias de las políticas públicas”. Desde el punto de vista de la democracia liberal sobre la distribución del poder y la rendición de cuentas, hay que determinar lo que funciona y lo que no lo hace, de donde se siguen refinamientos, mejoras y aprendizaje sobre las políticas públicas. Wildavsky (1987: 7) recoge muy bien el espíritu de esta tradición: “La evaluación debería ser independiente (y por tanto externa) para evitar comportamientos interesados. Como hay más de una perspectiva política, la evaluación debería ser múltiple 2 (…) Como no hay una sola verdad de hecho, porque la norma es corregir el error no establecer la verdad la evaluación debe ser continua para que las interpretaciones compartidas puedan florecer (…) Lo que queremos de la evaluación en las arenas políticas es reconocimiento y corrección de errores, estimulados por procesos sociales enriquecidos con reacciones variadas”. La literatura sobre evaluación ha crecido vertiginosamente en los últimos años, sobre todo desde los inicios de la década de 1980. La crisis financiera de mediados de 1970, con inflación y desempleo elevados, provocada por la decisión de subir los precios del crudo por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 1973, el subsiguiente giro contra los principios keynesianos de crecimiento del sector público y el inicio de los recortes, condujeron a aumentar las presiones para conseguir valor por el dinero empleado. Los servicios públicos no pudieron escapar con facilidad a un intenso escrutinio, por lo que floreció la evaluación de las políticas públicas y, si en principio, el acento se puso en la eficiencia, más recientemente se ha desplazado a la mejora del rendimiento (performance). Sin embargo, hay menos literatura académica de lo esperable, por ejemplo en Gran Bretaña, Boyne (2003) encontró sólo 6 estudios con utillaje estadístico para el período 1970-2002, la búsqueda con criterios más amplios de Hodgson, Farrell y Connolly (2007) encontró 51 estudios empíricos posteriores a 1997, fecha de la llegada de Blair al poder y comienzo de su política de modernización del sector público. Pero Boyne (2003) constata como, pese a las numerosas reformas administrativas en distintos países en los últimos veinte años del siglo XX, y la creación de abundantes unidades administrativas en el núcleo del ejecutivo británico, como consecuencia de la antedicha política de Blair, lo cierto es que no existía una definición sobre lo que puede entenderse como mejora del servicio público elaborada por los practicantes o los académicos. Para construir el concepto de mejora se dedica analizar la literatura sobre efectividad organizativa. Sus conclusiones generales de cara a aplicarla a los servicios públicos son las siguientes: - Los modelos conceptuales de efectividad tienden a concentrarse en el éxito o el fracaso de organizaciones individuales. Por el contrario, la mejora del servicio público se refiere a los logros de grupos de organizaciones (por ejemplo, todos los hospitales, las cooperativas de vivienda, las autoridades locales o las escuelas). En otras palabras, la atención se centra en elevar los niveles de servicio de una “industria” en su conjunto en lugar de en una agencia individual. - La mayor parte de la investigación empírica sobre la efectividad consiste en la comparación de los logros relativos de diferentes organizaciones en un único período. En otras palabras, la atención se centra en la “estática comparativa” de la efectividad. Por el contrario, la mejora es claramente un fenómeno dinámico que se refiere a cambios temporales en la calidad del servicio en relación con una condición inicial. Esto implica que puede ser posible que se pretenda constatar la mejora (o el deterioro) en los servicios públicos a través de la selección de un año de referencia en que el rendimiento fue débil (o fuerte). - La literatura sobre la efectividad se centra en el éxito de las organizaciones, mientras que los debates actuales se refieren a los servicios. Esta diferencia es importante porque los servicios públicos son provistos a menudo (y cada vez más) por redes de organizaciones. Por lo tanto, la efectividad organizativa y la del servicio son conceptualmente distintas. La mejora del servicio puede requerir algo más que una mayor efectividad de las distintas organizaciones, o incluso de todas las organizaciones que están involucradas en la prestación de un servicio. La mejora puede no producirse a menos que todo los sistemas de provisión del servicio mejoren, incluidas las organizaciones públicas, privadas y voluntarias. Boyne (2003: 223) concluye con una definición operativa de mejora: “la mejora del servicio público puede definirse formal, pero provisionalmente, como una correspondencia más estrecha entre la percepción de los estándares actuales de servicios públicos y los deseados”. Esta es una definición de trabajo en el sentido de que ofrece una primera aproximación sobre el tema y no la última palabra, y establece una dirección para la investigación futura. Las principales preguntas de investigación planteadas por esta definición incluyen las siguientes: 3 ¿Qué criterios se utilizan por los diferentes actores para juzgar la calidad de los servicios públicos y cómo se seleccionan? ¿Cuánto consenso hay sobre estos criterios y sobre su importancia relativa? Por ejemplo, ¿cómo varían las preferencias según el nivel económico, sexo, edad, grupo étnico y zonas geográficas? ¿Cómo se identifican los niveles reales y deseados de rendimiento en estos criterios y por quién? ¿En qué medida la mejora es resultado de un aumento real, o de una caída en los estándares de servicio deseados? En otras palabras, ¿puede gestionarse la percepción de mejora mediante la reducción de las expectativas de los interesados, al igual que al elevar el rendimiento de los proveedores de los servicios? ¿Cuán cerca están la percepción de mejora con las variaciones en los indicadores “objetivos”? Y si se acaba de constatar la escasez de contribuciones en el caso británico cabe imaginar que la situación es similar o peor en otros países europeos, mientras que en Estados Unidos la literatura sobre evaluación es más variada y abundante por la mayor tradición académica y práctica en estas materias. Dentro de ella se afrontan asuntos y debates que pueden arrojar alguna luz sobre la cuestión del éxito de las políticas públicas. Primero, aunque el término éxito se emplea rara vez, sí hay un uso implícito de su contenido en los estudios normativos: la evaluación es una herramienta que puede ayudar a mejorar una política pública determinada y proporcionar un asesoramiento orientado al cliente para el gobierno. Entonces, una “buena” política es aquella que sirve los intereses, la visión y la agenda del gobierno o la que se adhiere y promueve determinados principios como la igualdad, la justicia o la equidad. Por ejemplo, hay distintos puntos de referencia (benchmarks) explícitos e implícitos de éxito: - Mejora de la política pública, el éxito consistiría en este caso en que los servicios fueran mejores de lo que lo eran antes. - Lo que importa es lo que funciona, el éxito reside en las pruebas que podamos acopiar sobre el impacto de una política. - Economía, eficiencia y efectividad, el éxito consiste en el logro de estos criterios para la provisión de servicios públicos. Segundo, y relacionado con el aspecto anterior, hay una gran diversidad de opiniones acerca de las técnicas de evaluación ¿cuál es la mejor manera de medir el éxito? Hay una división tajante entre los partidarios de un enfoque científico y los de uno centrado en los valores. Para el primero el éxito es algo objetivo y las técnicas típicas de este enfoque son: - El análisis coste-beneficio. - El enfoque de la tarjeta de puntuación equilibrada (balanced scorecard), que implica sopesar diferentes indicadores en su contexto, en vez de buscar el logro de un solo objetivo claro como medida de éxito. - Supervisión y evaluación basada en resultados. Pero incluso los partidarios de este enfoque reconocen las limitaciones del racionalismo científico pues como señalan Bovens, ‘t Hart y Kuipers (2006: 323-324) “las realidades políticas han sido sencillamente demasiado crueles” con ellos. Por ello se afirma que la evaluación se construye socialmente y se articula políticamente. No obstante, los organismos gubernamentales tienen una inversión muy importante en términos organizativos, financieros, físicos y psicológicos en las políticas y programas vigentes por lo que están predispuestos en contra de posibles hallazgos que constaten que éstos no funcionan, como destaca Dye (1998: 369). En consecuencia, se requieren diferentes enfoques cuantitativos y cualitativos para evaluar el éxito de una política. En tercer lugar, un aspecto particularmente útil de esta literatura es que nos alerta de las complejidades de la valoración de las políticas públicas, y tienen distinto énfasis según la perspectiva adoptada: - Sopesar los costes y beneficios de conjunto. Sopesar los impactos sobre los distintos grupos objeto de la política. Consideración de las consecuencias no intencionadas. 4 - Ocuparse de los efectos a corto y largo plazo. Costes y beneficios simbólicos indirectos, más allá del propio programa. Cómo afrontar la falta de datos. Identificación de los estándares a aplicar en la evaluación, por ejemplo comparaciones de antes y después, objetivos identificados con anterioridad. En cuarto lugar, estos trabajos académicos aportan una diversidad de supuestos acerca de cómo puede lograrse el éxito. Por ejemplo, una corriente supone que éste es un asunto de refinamiento y aprendizaje. La literatura sobre mejora supone que el éxito es un ajuste incremental de las políticas existentes, basado en evaluaciones y las lecciones aprendidas de ellas. Las estrategias de mejora incluyen aumento de la competencia, liderazgo efectivo, reforma organizativa, participación de los actores interesados y mejores técnicas de gestión de calidad (Boyne 2003, Hodgson et al. 2007). Una corriente más radical apunta a la estrechez de miras de las evaluaciones porque pueden haber sido realizadas dentro de las limitaciones de valor estrictas establecidas por el gobierno; comisionadas a evaluadores que simpaticen con los objetivos gubernamentales; concebidas como valoraciones excepcionales que no consideran el largo plazo ni una perspectiva sistemática. La creación de valor en el sector público El surgimiento de los debates en torno a la creación de valor en el sector público desde mediados de la década de 1990 es una muestra de las dificultades de tratar el asunto del éxito de las políticas públicas y de las cuestiones que deben afrontarse para explorarlo. Los debates sobre la creación de valor en el sector público comienzan con el trabajo de Moore (1995): La creación de valor: la gestión estratégica en el gobierno. Su obra aparece en un momento en que en los Estados Unidos, bajo la presidencia de Clinton, se producía un movimiento favorable a la importación de técnicas empresariales al sector público, a la disminución de su tamaño, a la búsqueda de la mayor eficiencia y, en general, de no interferencia del Estado (Osborne, Gaebler 1992) que daría lugar poco después a la National Review Performance, encabezada por Gore, y a la subsiguiente Government Performance Results Act de 1993, que impulsaría la realización sistemática de evaluaciones de los programas y políticas del ejecutivo estadounidense. El texto de Moore trató de promover una visión alternativa. Opinaba que los gestores públicos, definidos en un sentido amplio que comprendería a representantes electos como presidentes, alcaldes y gobernadores estatales, tendrían éxito si “La imagen del éxito en la gestión pública como el logro de los objetivos de política pública particulares deja a los gestores con poco margen para conocer lo que otros desean y demasiada libertad para dominar el proceso con perspectivas idiosincrásicas del interés público (…) la definición conceptual de éxito gestor es: incrementar el valor público producido por las organizaciones del sector público tanto a corto como a largo plazo. De hecho, la idea de que los gestores públicos deberían producir organizaciones creadoras de valor se corresponde con el criterio de éxito empleado en el sector privado” (Moore 1995: 10). En su triángulo estratégico, sugiere que la estrategia adoptada por el sector del organismo público en cuestión debe cumplir tres criterios que identifican las condiciones necesarias para la producción de valor en el sector público (Moore 1995: 71): Debe ser valiosa sustantivamente, la organización debe producir cosas de valor para los supervisores, los clientes y los beneficiarios a un coste bajo en términos de dinero y autoridad. Debe ser legítima y políticamente sostenible. La organización debe ser capaz de atraer continuamente autoridad y dinero del entorno político que autoriza su existencia y ante el que debe rendir cuentas. Debe ser factible operativa y administrativamente. Sus, valiosas actividades pueden conseguirse por la propia organización con la ayuda de otros que pueden ser inducidos a contribuir a la finalidad de la organización. El éxito desde esta perspectiva no consiste sólo en proporcionar buenos servicios y buenos resultados sino en observar todo lo relativo al proceso. A partir de su análisis el fenómeno del valor público ha crecido hasta el punto de que se dice haber superado a la nueva gestión pública como paradigma, convirtiéndose en un enfoque habitual. No obstante, este esbozo 5 simplificado de la aportación de Moore puede servir para el esclarecimiento del asunto del éxito de las políticas públicas. Veamos algunos puntos de interés. Primero, el valor público es un concepto resbaladizo, de hecho el propio Moore no proporciona una definición directa y los debates subsiguientes lo confirman. Por ejemplo, Rhodes y Wanna (2009) destacan su confusión teórica y conceptual. Segundo, se ha subrayado su carácter ambiguo pero fundamental y aquí reside su atractivo. Es una frase sencilla que presenta connotaciones positivas pero que significa cosas distintas para personas diferentes. Tercero, el valor público no es un estado homogéneo ni está falto de conflictos. En la práctica se produce una competencia entre distintos valores públicos. Por ejemplo, piénsese en una organización gestora de ferrocarriles que debe satisfacer valores en competencia, como puntualidad, en contraposición a dejar cierto margen para los transbordos, o entre maximizar el número de trenes o reducirlos para generar una capacidad de reacción en momentos de tráfico irregular. Cuarto, distintos estudios académicos destacan los aspectos contextuales del valor público. Lo que posee valor en una jurisdicción puede no proporcionarlo en otra. Por ejemplo, Rhodes y Wanna (2009) arguyen que el concepto es menos relevante y útil en sistemas parlamentarios tipo Westminster porque presupone un grado de autonomía gestora inexistente en un modelo fuertemente jerárquico con partidos políticos disciplinados. Quinto, muchos de estos debates sobre el valor público se centran en las estrategias para alcanzarlo, según Moore (1995) es preciso conseguir el grado apropiado de abstracción de los objetivos, un enfoque equilibrado sobre los riesgos implicados y asegurarse de que las estrategias están alineadas con propósitos públicos. Sexto, existen diferentes perspectivas para medir el valor público, por ejemplo se suele considerar al público como el último árbitro del valor y se reconocen las dificultades de una medición objetiva y del establecimiento de conexiones causales entre las intenciones y los resultados en las políticas públicas. El rendimiento de las políticas públicas La medición y evaluación de políticas, programas, servicios públicos, con independencia de quién los gestione y de las dificultades conceptuales y empíricas para lograrlo es una actividad que se ha incorporado a la práctica administrativa de numerosos países. La difusión de estas prácticas arranca de la ley sobre resultados y rendimiento (performance) del Estado que se promulgó en 1993 en los Estados Unidos, y que cambió significativamente las percepciones de los servicios públicos de los ciudadanos, los gestores y los políticos de ese país. La Sociedad Europea de Evaluación se fundó en 1994 y comenzó sus actividades en 1996. En la legislación estadounidense de 1993 se establece que todos los organismos públicos deben desarrollar una declaración de finalidades fundamentales y un plan estratégico a largo plazo, establecer objetivos de rendimiento anual orientados a resultados, medir su logro e informar al poder legislativo de sus resultados, lo que facilita una información fiable y útil para la adopción de decisiones y la elaboración de las políticas públicas. Con esta información disponible pueden utilizarse técnicas gestoras modernas como la gestión por resultados, por objetivos, de calidad, el benchmarking… y gracias al conocimiento público de indicadores comparados capaces de medir la eficiencia en los organismos públicos, se podría mejorar consiguientemente su productividad. Sin embargo, en los sistemas parlamentarios europeos no hay organizaciones comparables a las que posee el Congreso de los Estados Unidos (Cámara de representantes y Senado): el Congressional Research Service, encargado de asesorar en general a los congresistas, las comisiones y al personal con confidencialidad y de manera no partidista; la Congressional Budget Office, que hace lo mismo en materias presupuestarias; y, sobre todo, a la Government Accountability Office (GAO), que es la encargada de revisar y controlar las actividades del ejecutivo, de acuerdo con las prescripciones de la ley de 1993. Esta dependencia del legislativo es la que le proporciona una autoridad y una autonomía de la que carecen sus equivalentes en Europa que suelen depender del poder ejecutivo. Esta agencia es la mayor de las que dependen del Congreso, fue creada en 1921 como General Accounting Office, encargada de la auditoría independiente de los organismos del poder ejecutivo. Cambió de nombre al actual en 2004, manteniendo las iniciales y las competencias previas, y la encabeza el Interventor General, designado por el Presidente, con 6 el asesoramiento y el consenso del Senado, por un periodo improrrogable de 15 años. Se encarga de supervisar, investigar, revisar y evaluar los programas, políticas, operaciones y actividades del ejecutivo federal. En 2008, el último año fiscal para el que se dispone de datos, su personal ascendía 3.100 personas y contaba con 507,2 millones de dólares de presupuesto, aproximadamente unos 371 millones de euros. GAO puntúa probablemente en el máximo en criterios clave como independencia, jurisdicción, funciones y recursos, en comparación con organismos similares en otros regímenes parlamentarios. Por ejemplo la jurisdicción de la GAO se distribuiría en España y dentro de la Administración General del Estado, entre la Intervención General del Estado, el Tribunal de Cuentas y la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios, constituida el 1 de enero de 2007, junto a otros organismos menores. A lo que habría que añadir las duplicaciones autonómicas en numerosas instancias. Ello da idea de la debilidad estructural del planteamiento de evaluación y la rendición de cuentas en nuestro país. Éxito y fracaso en la gobernación contemporánea El comienzo del siglo XXI ha traído consigo un renovado cuestionamiento de la teoría y la práctica del gobierno. El impacto de las decisiones gubernamentales en la vida de los ciudadanos nunca ha sido tan grande pero, a la vez, se las considera inanes ante la magnitud de los problemas que es necesario resolver en el escenario político definido por la globalización. Al mismo tiempo abundan las noticias sobre los fracasos en la gobernación: incompetencia, fraude, despilfarro, abuso, irracionalidad y otras serias deficiencias en la organización administrativa y en la implantación de los programas públicos. Hay distintos ejemplos en los diferentes contextos nacionales pero el aparentemente interminable torrente de escándalos políticos y fiascos en diversos sectores de política pública, unido a la profunda y duradera crisis económica actual, parecen indicar que el sector público ha crecido de manera incontrolable y que es preciso contenerlo y racionalizarlo. Pero el reconocimiento de esta situación debe fundamentarse en contribuciones empíricas que especifiquen los fallos y los éxitos, que también los hay, de modo que puedan orillarse las estériles controversias ideológicas. Con este fin se describe primero una contribución académica de interés sobre dos aspectos clave de la gobernación, la guerra, y después otra sobre la reforma constitucional de la distribución territorial del poder, para pasar luego al análisis de los fiascos y de los éxitos y fracasos en otros sectores de política pública desde una perspectiva comparada. Infortunios y fracasos militares En el estudio académico de los fracasos, han sido pioneros los estudiosos de los conflictos militares y de los problemas de la inteligencia y de los ataques por sorpresa. Algunos ejemplos de estos últimos pueden ilustrar su ubicuidad y su gravedad: ataque por sorpresa alemán a Noruega (1940); ataque japonés a Pearl Harbor (1941); el lanzamiento soviético del Sputnik (1957); la crisis de los misiles en Cuba (1962); la Guerra de los Seis Días (1967); la ofensiva del Tet en Viet Nam (1968); el embargo árabe del petróleo y la crisis mundial de la energía (1973); la iniciativa de paz del presidente Sadat y su visita a Jerusalén (noviembre de 1977); la revolución religiosa liderada por Jomeini que derribó al régimen del Shah en Irán (enero de 1979); el ataque terrorista a Nueva York y Washington (septiembre de 2001), etc. No obstante, los fallos de inteligencia son inevitables y naturales como sucede en el ámbito científico, sólo que en este terreno son más costosos pues se pagan normalmente en vidas humanas. Lamentablemente no podemos dedicar mucho espacio a esta materia por lo que el comentario de la literatura se ceñirá a la aportación de Cohen y Gooch (1990) sobre los fracasos en el campo de batalla en diferentes casos: la guerra antisubmarina de los Estados Unidos (1942); las Fuerzas de Defensa israelíes en el frente de Suez y en los Altos del Golán (1973); los británicos en Gallipoli (1915); la derrota del Octavo Ejército de los Estados Unidos en Corea en Noviembre-Diciembre de 1950; el Ejército y la Fuerza Aérea franceses en Mayo-Junio de 1940 durante la Segunda Guerra Mundial. Los fracasos militares tienen una dimensión específica porque los militares están entrenados para funcionar eficiente y 7 efectivamente en un entorno marcado por el peligro y la inminente perspectiva de la muerte, la guerra. Cohen y Gooch (1990) reservan el término infortunio para los fallos organizativos y no para los individuales. Sus explicaciones habituales son la incompetencia colectiva y la mentalidad militar, y los fallos institucionales o culturales. Dentro de los fracasos bélicos distinguen entre sencillos, complejos, agregados, de inteligencia, operacionales, para adaptarse y para anticiparse. Su metodología para analizarlos parte de la constatación de las enormes dificultades para la tarea pues se trata de dar orden y sentido al caos que define la batalla, e invoca la autoridad de Von Clausewitz (militar prusiano que escribió numerosos tratados sobre tácticas militares) para buscar no un conjunto axiomático de hipótesis que intentan reducir el mundo a fórmulas, sino desarrollar la comprensión de la relación entre los fenómenos, entender eventos únicos. Así, los pasos serían los siguientes: primero, determinar cuál fue el fallo y la manera en que podría haberse disminuido su gravedad; segundo, precisar qué tareas no se cumplimentaron o no se completaron; tercero, realizar un análisis estratificado, examinando el comportamiento de los distintos niveles de la organización y su contribución relativa al fracaso; cuarto, establecer una matriz analítica que especifique los problemas clave que han conducido al infortunio militar, trazando el proceso causal que ha llevado al fracaso. El éxito en esta esfera es difícil de medir, no obstante, en numerosos casos. Así, el éxito en el quehacer bélico tiene puntos de referencia obvios para los cuales es posible medir empíricamente la preparación mediante ejercicios tácticos y a gran escala. Pero encontrar medidas de éxito realistas para otros papeles desempeñados por las Fuerzas Armadas es mucho más complicado. Por ejemplo, las Fuerzas Armadas estadounidenses fueron muy eficaces al ganar las guerras iniciales con los Talibán en Afganistán y con el régimen de Saddam Hussein en Iraq pero no lo fueron en las etapas ulteriores de estabilización postconflicto cuando había que realizar tareas de reconstrucción nacional. Éxitos parciales y fracasos en las reformas constitucionales Los estudios sobre las reformas constitucionales han equiparado hasta el momento la ratificación formal con el éxito de una reforma. El trabajo de Behnke, Petersohn, FischerHotzel, y Heinz (2011) va más allá de este estrecho enfoque mediante la adición del éxito sustantivo como una segunda dimensión sobre la base de dos indicadores: el grado de cumplimiento del programa de reforma y el grado en que la reforma contribuye a resolver el problema constitucional subyacente. En el análisis de las reformas territoriales en Estados unitarios o federales, se distinguen dos tipos de problemas de identidad de grupo y de eficiencia. Los casos analizados son: Austria, Convención Constitucional (2003-2005); Bélgica, Reforma del Estado (2000-2001); Canadá, Acuerdo de Charlottetown (1992); Francia, Ley de Descentralización II (2002-2003); Alemania, Reforma del federalismo I (2003-2006) y Reforma del federalismo II (2007-2009); Italia, Reforma del título V de la Constitución (2001); Reino Unido, la devolución a Escocia de ciertas competencias (1998); Suiza, Participación en los nuevos ingresos (Neuer Finanzausgleich) (1994-2008); y Reino Unido, la devolución a Gales de ciertas competencias (1998). El análisis comparativo del éxito formal y sustantivo demuestra que: primero, las reformas pueden ser por lo menos un éxito parcial en términos sustantivos, aunque no lo sean formalmente; en segundo lugar, el cumplimiento de la agenda de reforma parece ser una condición necesaria pero no suficiente para resolver el problema constitucional en juego; en tercer lugar los casos con problemas de grupo consiguieron una mayor puntuación en ambos indicadores, teniendo así más éxito que los casos con problemas de eficiencia. Además, las características de los dos casos con más éxito sugieren que las oportunidades para la participación, el diálogo abierto y la construcción de consenso desempeñan un papel importante en la explicación de los resultados. Un análisis de los fiascos en las políticas públicas Bovens y ‘t Hart (1996: 15) definen el fiasco de política pública como un evento negativo que se percibe por un grupo significativo, social y políticamente, de personas de la comunidad que entienden causado, al menos parcialmente, por fracasos evitables y 8 censurables de las autoridades políticas. El fracaso en general en este trabajo se refiere a defectos de rendimiento (performance) de cualquier magnitud o seriedad, que puede estar politizado o no, mientras que el fiasco sólo se refiere a situaciones de daños sociales, subjetivamente significativos, que están altamente politizadas. Sin embargo, el fracaso puede tener una dimensión política, de apariencia, imagen y simbología de una política pública, y otra sustancial, de contenido, del programa como tal. Tras la definición de fiasco estos autores añaden un elemento adicional sugiriendo que la culpabilización y la búsqueda de los responsables son factores cruciales en la identificación de los fiascos. Este proceso tiene cuatro elementos clave: - Valoración de los eventos: un conjunto de eventos llega ser percibido como muy indeseable. - Identificación de los agentes: los acontecimientos negativos son vistos así como consecuencia de acciones u omisiones por parte de las autoridades públicas responsables. - Explicación de los comportamientos: las acciones u omisiones clave que provocan los eventos negativos se ven como el producto de fallos evitables. - Evaluación de los comportamientos: hay un sentimiento ampliamente extendido de que la culpa tiene que ser repartida entre los responsables del curso de los acontecimientos. De otra parte, los infortunios suelen caracterizarse como contingencias negativas que afectan a un proyecto o política pública. Para que estos contratiempos puedan considerarse técnicamente infortunios deben ser primero una condición necesaria para el fracaso del proyecto o de la política y, segundo, no deberían haber sido previsibles o controlables en el momento en que se adoptaron las decisiones clave. Tabla 1. Una tipología de infortunios en la gobernación. Controlable Incontrolable Eventos previsibles 1 3 Eventos imprevisibles 2 4 Fuente: Mark Bovens, Paul ‘t Hart, (1996) Understanding Policy Fiascoes. New Brunswick: Transaction: 76. Los infortunios de tipo 1 generalmente ocurren en sectores de política pública estable, donde hay un buen conocimiento de los riesgos y altos niveles de control del gobierno. Aquí es fácil construir argumentos sobre que los desastres son previsibles y evitables, y para pretender que el gobierno es “responsable”. Esta categoría es por lo tanto, el opuesto lógico del “infortunio”. Los infortunios de tipo 2 puede ser de varias clases: situaciones de riesgo inherente (por ejemplo, expediciones peligrosas, nuevos procesos, implantación compleja) o diferentes casos de “elecciones trágicas” en los que todas las opciones disponibles tienen resultados negativos. Aquí es posible construir argumentos sobre que a pesar del hecho de que los riesgos eran bien conocidos, poco se podría haber hecho para evitarlo. Los infortunios de tipo 3 implican desarrollos totalmente inesperados que puede derrumbar incluso los mejores planes debido a complejos efectos de interacción o a cambios repentinos e impredecibles de las circunstancias externas. Aquí es posible afirmar que, aunque los planes eran razonables y racionales, acontecimientos o circunstancias más allá de la previsión intervinieron para socavarlos. Los infortunios de tipo 4 pueden implicar apuros en una política pública que vayan mucho más allá de cualquier previsión o control. Estos incluyen los grandes desastres naturales o posibles invasiones por sorpresa de grandes potencias extranjeras. Para estructurar el análisis de los fiascos, Bovens y ‘t Hart (1996: 100-108) han intentado vincular las contribuciones de las distintas disciplinas y centros de atención analíticos con distintas filosofías de la gobernación implícitas en los marcos de referencia con los que se analizan los problemas de las políticas públicas, como puede verse en la Tabla 2. 9 Tabla 2. La estructura del análisis de los fiascos. Filosofías de gobierno Centros atención analíticos de “Causa” típica Optimistas Resolución de problemas Realistas Gestión de Interacción valores en institucional competencia Pesimistas Hacer frente a las constricciones estructurales Incompetencia cognitiva, tratamiento de la información Resolución del conflicto inadecuada Intereses dominantes, fallo del sistema Complejida d organizativa Fuente: Mark Bovens, Paul ‘t Hart, (1996) Understanding Policy Fiascoes. New Brunswick: Transaction: 101. Los optimistas, parten de la creencia de que “en principio, un organización o un gobierno modernos son un medio poderoso para alcanzar el bien común” (Bovens y 't Hart 1996: 95). Los gobiernos son vistos como capaces de perseguir sus objetivos de manera racional, a través de jerarquías especializadas y la “mejora constante de la gestión y adopción de decisiones”. Desde ese punto de vista, los funcionarios públicos se consideran esencialmente competentes y bien intencionados. Los fracasos del gobierno en este modelo son poco comunes, el resultado de la interferencia política o del error individual. En una perspectiva “weberiana” en un sentido amplio del proceso de elaboración de las políticas públicas, las quiebras de éste son la excepción y no la norma, y surgen del alejamiento de la buena práctica administrativa bien establecida. Esta filosofía optimista da lugar a un enfoque característico de estudio sobre la gobernación como “la resolución de problemas” o la decisión. Desde este punto de vista los problemas sociales son “externos”, más o menos fácilmente cognoscibles y susceptibles de una amplia gama de soluciones, cada una de ellas tiene sus ventajas e inconvenientes, así como probabilidades (no definidas) (Bovens y ‘t Hart 1996: 102). La tarea del gobierno es la definición del problema, la generación de opciones, la evaluación de las mismas, la implantación y la revisión de lo que se ha hecho. La actividad de gobierno se ve en buena parte como racional y voluntarista. Los objetivos del gobierno están dados en su mayoría, y las opciones se producen entre los medios para realizarlas. Las decisiones son por tanto calculables en términos cuantitativos, y la implantación se ve como una simple cuestión de control efectivo y buena planificación. En ese marco de referencia, el error suele explicarse típicamente por la escasa formación, las patologías de la personalidad y del grupo, violaciones de los procedimientos racionales o debilidades en los flujos de información. Los realistas, sin embargo, parten de una filosofía muy diferente, “la concepción de las políticas públicas y la gobernación como actividades esencialmente frágiles” (Bovens y ‘t Hart 1996: 97) y, por tanto, propensas a fallos. Desde esta perspectiva, los funcionarios públicos tienen más probabilidades de ser vistos como maximizadores de utilidad individualistas preocupados por sus propios beneficios y privilegios o, al menos, con el avance de la causa de su departamento en la gran competición por atención política y recursos. Estos impulsos egoístas, sin embargo, se mantienen a raya por una serie de procedimientos tales como los controles administrativos y las convenciones de la supervisión democrática y del constitucionalismo liberal como la separación de poderes, la revisión judicial y el imperio de la ley. Por otra parte, la teoría de la elección pública afirma que las deficiencias tienden a surgir tanto en la elección de las actividades que realiza el gobierno, como en los métodos utilizados para llevarlas a cabo. En consecuencia, estas teorías tratan de rediseñar las instituciones para que las consecuencias sociales del interés particular se reduzcan al mínimo mediante el uso generalizado de mercados. La visión realista tiende a ver a la elaboración de políticas públicas como un proceso social y político complejo que implica valores e ideologías en competencia, en el que los fines de la acción del gobierno están eternamente abiertos a la disputa, tanto como los medios elegidos para llevarlos a cabo. Esta perspectiva de “competencia de valores” requiere la cooperación y el diálogo constante para hacer una política acertada. El estudio por lo tanto tiende a centrarse en “la distribución 10 y redistribución... y el uso selectivo y la manipulación de la información y otros recursos en el proceso de elaboración de políticas públicas” (Bovens y ‘t Hart, 1996: 104). Desde este punto de vista, los fracasos de gobierno provienen de la falta de acuerdo sobre asuntos importantes o del dominio de la decisión por un solo punto de vista parcial, por ejemplo mediante la corrupción, el clientelismo, el secretismo excesivo u otros quebrantamientos de las normas de procedimiento acordadas. Una visión realista alternativa ve al gobierno dentro de una telaraña más amplia de redes y dependencias, como organismos, grupos de clientes, medios de comunicación y gobiernos extranjeros. Desde esta perspectiva de “interacción institucional”, la actividad del gobierno no consiste en decisiones, sino en una negociación constante dentro y a través de estas redes. Así, la política pública se desarrolla de forma iterativa, a través de un complejo juego desempeñado por protagonistas individuales y de grupo. Lo que el gobierno hace no es el resultado de procesos complejos y más o menos impenetrables de interacción institucional. En su forma más extrema, se producen los procesos “de cubo de basura”, en el que los problemas, las soluciones y los actores coinciden a través de un proceso más o menos arbitrario. En algunos sectores de política pública, sin embargo, puede haber redes bien establecidas para el tratamiento de asuntos que hagan que las decisiones sean más predecibles. Este enfoque estudia, por tanto, las estructuras de las organizaciones competidoras y las estrategias que desarrollan, en vez de los intereses y valores que intentan promover. El gobierno se concibe como organización muy compleja, tanto interna como externamente dependiente, configurado como un auténtico “laberinto organizativo”. Su eficacia y legitimidad, se consideran extremadamente frágiles. Aquellos que comparten una filosofía pesimista, por el contrario, sugieren que algunos sectores de política pública son inextricables o presentan altos niveles de riesgo. Por un lado, los teóricos marxistas afirman que la desigualdad fundamental se basa en los fallos del Estado capitalista, lo que lleva a la sobreproducción, el desempleo, la crisis fiscal y la inestabilidad. Por otro lado, los pesimistas tecnológicos sugieren que ciertas características de la tecnología avanzada no pueden ser seguras sin un costoso proceso de ensayo y error en el que los desastres ocurrirán inevitablemente. Sin embargo, sin los avances tecnológicos, argumentan, el crecimiento económico se detendrá. Un futuro económico estable es “propenso al riesgo”. Estos puntos de vista, por tanto, tienden a concentrarse en la racionalidad general de los sistemas como un todo, en el que los episodios individuales se pueden explicar. La visión pesimista es así, mucho más determinista y ve a los episodios desastrosos como parte de un problema más amplio o más profundo. Las consecuencias de esta debilidad estructural pueden ser oleadas de desastres, que socavan acumulativamente la legitimidad del Estado en su conjunto. En este modelo los resultados desastrosos de las políticas públicas suelen ser “normales”. Las tendencias más amplias hacia la creciente complejidad social y tecnológica, y los “vínculos más estrechos” de los sistemas sociales, tecnológicos y políticos pueden hacer que las fallos de un programa de política pública sean más probables. El papel cambiante de los medios de comunicación, una opinión pública con una actitud menos deferente, y la institucionalización de nuevos canales para la crítica del gobierno, pueden explicar por qué el fracaso político puede acompañar a estos fallos de programa, sean reales o no. Una perspectiva comparativa: éxito y fracaso en distintos sectores de política pública Se ha escrito poco sobre el éxito de las políticas públicas y mucho más sobre su fracaso, aunque las contribuciones se solapan en buena parte, pues una cosa y otra son las dos caras de la moneda. Una primera aportación distinguía entre tres tipos de fracaso en las políticas: por no poder implantarse; por no cumplir los propósitos para los que se formularon; o por no poder justificarse en términos de las normas que promovieron (Kerr 1976). Otra distinción ulterior proporciona una de las pocas definiciones explícitas de éxito: en términos de intención, una política lo logra si alcanza sus objetivos; en términos de realidad lo hace si sus beneficios menos sus costes se maximizan (Nagel 1980, citado en McConnell 2010: 18). Las contribuciones de más importancia son sendos estudios comparativos sobre éxitos y fracasos que prolongan la línea iniciada por Bovens y ‘t Hart (1996) en su examen de los fiascos. El primero se centra en los fracasos catastróficos, en los desastres (Gray, ‘t Hart 11 1998), mientras que el segundo lo hace en los éxitos y los fracasos, estudiando seis países y cuatro sectores de política pública: la decadencia de la industria del acero, la reforma de la sanidad, la innovación en la banca, y la gestión de las donaciones sanguíneas y el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (Bovens, ‘t Hart, Peters, 2001). Ambas aportaciones insisten en la importancia de la distinción entre la dimensión programática y la política del éxito y del fracaso (Bovens y ‘t Hart 1996: 35-37; Bovens, ‘t Hart, Peters, 1998: 200-201; Bovens, ‘t Hart, Peters, 2001: 20). Grosso modo, lo programático se refiere a la dimensión tecnocrática, de ingeniería social, de la elaboración de las políticas públicas. El fracaso sucede cuando una estrategia, un plan o una decisión de política pública que se ha implantado no llegan a tener el efecto deseado sobre su población objetivo, o incluso produce efectos no intencionados o no queridos. El modo de evaluación programático se centra en la efectividad, la eficiencia y la elasticidad y la resistencia (resilience) de las políticas específicas que se evalúan. Pero el destino de una política pública depende de las impresiones sobre sus efectos y costes, sobre imágenes y símbolos. Un programa dado es un fracaso político si carece de apoyo e impulso políticos para su supervivencia como área prioritaria de la actividad del gobierno a largo plazo. La esencia del fracaso político no implica a las consecuencias sociales de las políticas sino a la manera en que las políticas se perciben en el tribunal de la opinión pública y en la arena política. Estos autores reconocen que el éxito significa cosas distintas para personas diferentes en distintos momentos porque las valoraciones deben tener en cuenta los factores temporales, espaciales, culturales y políticos. Se reconoce también la existencia de un conflicto entre los aspectos programáticos y propiamente políticos de la política pública, mientras se están afrontando las condiciones necesarias, o por lo menos conducentes, a la consecución del éxito. Se centran en particular en los estilos consensuales de elaboración de políticas públicas y en la edificación de redes de colaboración dentro del sector público y con el sector privado. Como se ha apuntado ya los estudios académicos sobre los distintos aspectos de fracaso de las políticas públicas son numerosos y sus perspectivas variadas, incorporando disciplinas como la ciencia política, la economía, la geografía, la planificación, la sociología, salud pública… y demás. Así, dejando aparte la literatura sobre casos específicos como la tributación por capitación (poll tax) del Reino Unido, el huracán Katrina, los ataques terroristas del 11 de Septiembre de 2001 o del 11 de Marzo de 2004 en Madrid, las explosiones de los transbordadores espaciales, Bhopal, Chernobyl, Fukushima… las contribuciones académicas incluyen trabajos sobre errores humanos; patologías organizativas; patologías de liderazgo y de grupo; crisis y desastres; escándalos y fiascos de política pública; riesgo; sobrecarga y fallo de sistemas políticos; plagas, pandemias y virus; fallos empresariales; crisis económicas; Estados fallidos; calamidades y catástrofes globales. No es posible hacer justicia a la diversidad de ideas y marcos analíticos de referencia pero estos trabajos nos proporcionan perspectiva sobre la naturaleza de los fallos y el fracaso y cómo lo entendemos pero también su relación con el éxito. Primero, ha habido muchos intentos de definición del fracaso pero no hay acuerdo sobre en qué consiste, pero sí hay acuerdo en que se producen fallos reales, objetivos, y que también tienen una dimensión subjetiva, aunque sin llegar al enfoque constructivista pleno que sostendría que el fracaso está puramente en los ojos del observador. Segundo, desde la perspectiva del poder y los intereses, el fracaso para un grupo o actor no lo es necesariamente para otro. Por ejemplo, en las crisis es muy importante la cuestión de a quién se le adjudica el fracaso, el liderazgo establecido o los opositores. Tercero, hay grados de fracaso. Esto se reconoce en los estudios que establecen diferencias entre emergencias, desastres y catástrofes. Cuarto, también hay un reconocimiento de diferentes tipos de fallos, por ejemplo de proceso, en la planificación o de liderazgo en las crisis. Quinto, por último, en la literatura sobre crisis y desastres se ha subrayado que estos pueden ofrecer oportunidades para el cambio y la reforma de las políticas públicas establecidas. Para concluir este apartado y situar en perspectiva el siguiente, conviene destacar cinco grandes conclusiones: - El éxito, sea explícito o implícito, significa cosas diferentes para distintas personas. - Hay diferentes puntos de vista sobre qué aspectos de una política pública pueden tener éxito. 12 - El éxito no es una cuestión de todo o nada, más bien entre ambos extremos hay una amplia zona gris con resultados contradictorios entre sí. - Hay muchas perspectivas, generalmente implícitas, sobre cómo puede lograrse el éxito. No es lo mismo una óptica racional que un enfoque de estrategia política o la mera preservación del interés egoísta. - Por último, cabe plantear distintas preguntas abiertas a la reflexión ¿Cómo puede tener éxito una política pública si muchos la aborrecen? ¿Son las condiciones para el éxito las mismas en todos los sectores de política pública? ¿Cuán estable es el éxito una vez que se alcanza? Por todo ello, se necesita un marco de referencia coherente que permita acomodar la pluralidad de perspectivas. El espinoso asunto del éxito de las políticas públicas Como se desprende de lo anterior el asunto del éxito de las políticas públicas es particularmente espinoso y peliagudo como indica la escasez de contribuciones. Por ello la aportación de McConnell (2010a y 2010b; Marsh, McConnell 2010a y b) debe ser bienvenida pues nos ofrece el primer tratamiento sistemático de la cuestión. Definiciones y dimensiones Los proponentes de una política pública están bien dispuestos a proclamar que tiene éxito, mientras que sus oponentes tienen más probabilidades de calificarla como fracaso. La realidad es que los resultados de las políticas públicas suelen estar entre estos extremos. La dificultad añadida es que las políticas tienen múltiples dimensiones, y a menudo tienen éxito en algunos aspectos pero no en otros, de acuerdo a los hechos y también a su interpretación. La definición propuesta por McConnell (2010a: 39, 2010b: 351) es realista y pragmática pues incorpora a la vez aspectos interpretativos y de consecución de objetivos sin exagerar ninguno de ellos: “Una política pública tiene éxito si alcanza los objetivos establecidos por su proponentes y no atrae críticas significativas y/o el apoyo es prácticamente universal”. Sin embargo, sólo aquellos que apoyaron los objetivos originales es probable que perciban, con satisfacción, un resultado con éxito. Es probable que los oponentes perciban un fracaso, con independencia de los resultados, porque no apoyaron los fines primitivos. Esta definición presenta varias ventajas: - Reconoce que algunos actores verán la política pública como un éxito mientras que otros la percibirán como fracaso. - La definición puede acomodar la cuestión de ¿éxito para quién? Porque las políticas pueden beneficiar a algunos intereses y/o acuerdo con sus valores, pero no hacerlo así con otros. - La definición puede incorporar los usos de éxito de “sentido común”, en términos de establecer objetivos y alcanzarlos. - La definición no es normativa. Puede incorporar aspectos de una política que tienen éxito (un gobierno logra sus objetivos beneficiando a actores, intereses o grupos) sin ninguna suposición de que tales resultados son deseables. - La definición puede afrontar la realidad de la elaboración de políticas públicas: objetivos múltiples que pueden oscilar desde presentar a un partido como capaz de gobernar en una coyuntura difícil en la próxima elección hasta asegurarse de que una política pública determinada tiene “legitimidad”. La Tabla 3 recoge las tres dimensiones del éxito en las política públicas consideradas por McConnell. Como puede advertirse, su contribución, además de la reelaboración de la literatura, consiste en añadir la dimensión de proceso a las de programa y política ya desarrolladas por Bovens, ‘t Hart y Peters. A continuación se examinan separadamente las tres formas de éxito, aunque en realidad se superponen. Tabla 3. Las tres dimensiones principales del éxito de las políticas públicas Dimensiones Indicadores 13 Proceso Preservación de instrumentos y objetivos Conferir legitimidad Construcción de una coalición sostenible Simbolización de innovación e influencia Programa Consecución de objetivos Producción de los resultados deseados Creación de un beneficio para una población objetivo Satisfacción de los criterios del sector de política pública considerado Política Mejora de las perspectivas electorales y/o de la reputación de los gobiernos y de los líderes Control de la agenda de las políticas públicas y facilitación de la dinámica de la gobernación Sostenimiento de los valores y de la dirección del gobierno en un sentido amplio Fuente: Allan McConnell (2010), Understanding Policy Success. Houndmills: Palgrave: 46. El proceso de formación de una política pública es un elemento vital, aunque con frecuencia descuidado, para la consideración del éxito o del fracaso de una política (Marsh, McConnell 2010a, 2010b). Aunque en sentido amplio el proceso comprende tanto la elaboración como la implantación de la política, este segundo aspecto se tratará en la dimensión programática. Los procesos son importantes tanto en términos prácticos como simbólicos. Desde la perspectiva del proponente, un proceso legislativo durante el que se escudriñe una ley pero cuyo resultado sea el mantenimiento de sus valores en sentido amplio y de los detallados instrumentos diseñados de política pública, es probable que se considere un éxito. Desde luego, las enmiendas de la oposición pueden hacer más funcional la propuesta y al hacer pequeñas concesiones se puede lograr mayor apoyo en su votación. Típicamente los dirigentes políticos quieren ver convertidas en leyes sus propuestas de política pública, y el lograr este objetivo es un éxito en la medida en que les corresponda. Sin embargo, aunque a corto plazo pueda ser un éxito en términos de proceso puede ser un fracaso político a largo plazo. Así sucedió, por ejemplo, con la controvertida legislación laboral propuesta por el primer ministro australiano John Howard y aprobada en noviembre de 2005, pero que, al parecer se encuentra entre las causas de su derrota electoral en 2007 (McConnell 2010a: 41). Una política pública que se promulgue siguiendo los procedimientos constitucionales conferirá un alto grado de legitimidad sobre sus resultados, incluso aunque se cuestionen. Como destaca Edelman (1977) los procesos de elaboración de políticas públicas que cooptan a los participantes en debates y discusiones son efectivamente rituales que legitiman los arreglos de poder existentes. La legitimidad del proceso puede establecer las condiciones para el éxito político. Toda política pública presentará cierta demanda de legitimidad adherida a ella, incluso si sólo se basa en la autoridad moral del líder, aunque la legitimidad depende de una interpretación subjetiva de entre una variedad de actores políticos y no es un fenómeno de todo o nada. Sin embargo, el reconocimiento por las partes interesadas y los ciudadanos de que una política producida por procesos constitucionales es un éxito para el gobierno porque puede hacer lo que en ella está establecido, no quiere decir que no surjan cuestiones significativas sobre su derecho a hacerlo. Un proceso con éxito desde la perspectiva de los dirigentes políticos que impulsan una política determinada y de quienes la apoyan puede ser, y ser presentada, como la construcción de alianzas sostenibles. Desde luego, algunas veces, la sostenibilidad es un lujo del que no se puede disponer en circunstancias como un gobierno en minoría o en asuntos divisivos para el partido. La obtención de una aprobación formal es un objetivo clave. Al margen de dichas circunstancias, parece razonable sugerir que el éxito en términos de programa es más factible si el proceso tiene éxito en implicar y reflejar los intereses de una coalición poderosa. Una coalición sostenible de apoyo es más susceptible de poseer la autoridad para asegurar una implantación con éxito, y/o de disponer del suficiente poder y autoridad para asegurar que los pequeños fallos sean menos susceptibles de ser utilizados para dañar el éxito de la política en su conjunto. 14 Por último, la innovación y la influencia también pueden ser indicadores con independencia de los productos o resultados eventuales. La fórmula puede consistir en tratar de una nueva manera los antiguos problemas o la transferencia de la política pública a otra jurisdicción. Naturalmente, se suele disputar el valor de la política pública transferida, aunque no hay ninguna garantía de éxitos ulteriores tras la “exportación”. Un ejemplo claro es la utilización de la transferencia, “esto mismo se hace en tales y cuales países de Europa”, para legitimar las propuestas propias de política pública. En las democracias parlamentarias occidentales el éxito en términos de programa es sinónimo de política pública con éxito dada la insistencia contemporánea en las pruebas demostrables para justificar la elaboración y la mejora de las políticas públicas. La valoración del éxito debe fundamentarse en resultados y pruebas más que en ideologías políticas. Para los gobiernos deseosos de mostrar que están gobernando en defensa del interés nacional y público, el igualar éxito con prueba puede crear la apariencia de neutralidad y la evitación del partidismo. La consecución de objetivos es una medida clásica de éxito. En términos de programa, condensa los objetivos burocráticos de la implantación, así como los objetivos específicos del programa. En ello coinciden también buena parte de las tradiciones de análisis de políticas públicas. Los países europeos continentales con administraciones públicas de tradición legalista también se centran en la necesidad de que las políticas se implanten de acuerdo con los objetivos establecidos cuando se aprobaron. En consecuencia, la consecución de objetivos puede incluir también la implantación de los programas según lo planificado. La naturaleza del éxito programático puede comprender también el impacto subsiguiente sobre la sociedad, esto es, los resultados. Los objetivos y los resultados pueden superponerse pero no necesariamente. En ocasiones el resultado se centra estrechamente en un grupo objetivo mientras que en otros casos éste es más amplio o incluso abarcar a toda la sociedad. Un aspecto ulterior del éxito de programa es el beneficio que lleva a un grupo, actor, o interés objetivo particular, basado en asuntos como la clase, el territorio, el sexo, la religión y la etnia. Pero que un programa tenga éxito para algunos intereses no significa que todo el mundo esté de acuerdo. El conflicto es una característica inescapable de los éxitos de programa. La confrontación de discursos es un aspecto natural de la política pública en las sociedades plurales. Las políticas públicas abarcan un amplio rango de sectores, incluyendo por ejemplo, la energía, la industria, la agricultura, el medio ambiente, los servicios de inteligencia, la defensa, la política exterior, la seguridad interior, la sanidad, los servicios sociales, la educación y muchos más. La mayoría de los sectores tienen valores que están ampliamente compartidos por su comunidad de actores, por ejemplo, el secreto (inteligencia), la eficiencia (presupuestación), el cuidado del paciente (sanidad). Estos valores están consagrados en normas o puntos de referencia y son indicadores de éxito en ese sector. Otros criterios de éxito pueden cruzar transversalmente los distintos sectores. La eficiencia es particularmente importante. La cuestión de la contención de costes y la gestión de los recortes está en la agenda de todas las administraciones públicas desde la crisis económica mundial de 1973 y ha cobrado mayor importancia, si cabe, con la prolongada crisis desatada en 2008. Pero los gobiernos no sólo supervisan procesos de elaboración de políticas públicas o adoptan decisiones sobre programas, también hacen política. El éxito político se define en relación al gobierno, su capacidad de gobernar, los valores que trata de promover… En otras palabras, el éxito en el proceso y/o en el programa puede traer éxitos políticos al gobierno, dependiendo de las circunstancias, de tres maneras principales que pueden superponerse. La primera es el refuerzo de las perspectivas electorales o la reputación del gobierno o sus líderes. No hace falta suscribir plenamente la teoría de la elección racional para reconocer que los partidos que están en el poder quieren mantenerse en él. Los gobiernos quieren seguir gobernando. Una política pública que ayude a mantener o a incrementar las posibilidades en las urnas puede considerarse con éxito. Ello es especialmente cierto en las circunstancias de una crisis, cuando las amenazas son inminentes, la incertidumbre elevada y es preciso adoptar decisiones con rapidez. Una segunda manera es el control de la agenda y la distensión de la gobernación. Los gobiernos afrontan una difícil tarea, una corriente interminable de problemas algunos crónicos y de larga duración, otros episodios a corto plazo, presiones de incontables grupos 15 con quienes suelen estar en completo desacuerdo, tiene recursos limitados a su disposición y son escudriñados por un conjunto de actores hostiles, que van desde los oponentes políticos hasta los medios de comunicación. En consecuencia, un aspecto de la gobernación consiste en producir programas que pueden dejar mucho que desear en términos de tratar problemas de política pública, pero que ayuden a mantener su capacidad de gobernar. Así un programa puede considerarse con éxito si: - implica una definición estrecha del problema para hacerlo manejable. Por ejemplo, definir un disturbio callejero como un asunto de mala conducta individual más que como producto de factores socioeconómicos o culturales más profundos. - Da la apariencia de tratar un problema. Por ejemplo, la creación de una política pública simbólica o placebo como la creación de un nuevo programa sin financiación adicional, que lo único que hace es extraer de la agenda política una cuestión dañina. - Ayudar a “comprar” o contrarrestar a los críticos o a ganar apoyo de actores o intereses clave mediante concesiones o promesas de reforma futura. La tercera manera es con el sostenimiento de los valores y la dirección del gobierno. Todos los gobiernos tienen una visión porque si no, no resultan elegidos. Por ello impulsan políticas públicas que se alineen con esa visión, aunque la retórica de la política de adversarios utilizada en la oposición debe ceder a la continuidad con el gobierno precedente cuando se llega al poder. En consecuencia, las políticas pueden tener éxito si promueven los valores apoyados por el gobierno y le ayudan a mantener su trayectoria, pero también si, una vez en el poder, le ayudan a forjar nuevos valores y a abrir nuevos caminos. En conclusión, si las políticas públicas son, en sentido amplio, lo que el gobierno decide hacer, o no, entonces los gobiernos abren procesos definen asuntos como problemas, examinan opciones, consultan…, desarrollan programas empleando una amplia variedad y distintas combinaciones de instrumentos de política pública y hacen política realizan actividades que refuercen sus perspectivas electorales, mantengan su capacidad de gobernar y la dirección de sus políticas. El éxito puede darse en cada una de estas esferas cuando el gobierno logra lo que ha establecido que quiere alcanzar. Aunque el carácter contencioso del éxito significa que no todo el mundo estará de acuerdo, dependiendo de si se apoyan los objetivos y los medios empleados para lograrlo. La zona gris: el espectro del éxito al fracaso Como las políticas públicas tienen múltiples objetivos políticos, de proceso, y de programa, y todos ellos pueden, o no, ser alcanzados en mayor o menor grado, el éxito o el fracaso total de una política son infrecuentes, por lo que más bien los caos reales se sitúan en la amplia zona gris entre esos extremos. Aunque los trabajos académicos sobre el fracaso son más abundantes que los que versan sobre el éxito, tampoco hay acuerdo generalizado sobre lo que constituye el fracaso. Aquí se seguirá, como en todo el análisis, la propuesta de McConnell (2010: 56) que refleja su definición de éxito: “Una política fracasa en el grado en que no logra los objetivos que sus proponentes querían alcanzar. Quienes apoyaban las finalidades originales es probable que perciban, con pesar, un resultado de fracaso de política pública. Los oponentes percibirán también el fracaso pero con satisfacción porque no apoyaban los objetivos originales”. El espectro de situaciones comprende el éxito, el éxito duradero, el éxito conflictivo, el éxito precario y el fracaso. El éxito es una categoría típico-ideal del espectro porque supone el logro pleno e inequívoco de todos los objetivos de proceso, programa y políticos de una política pública. Pragmáticamente, la categoría incluiría casos en los que hay fallos muy pequeños: retrasos temporales insignificantes, fallos decisorios aislados y remediados con rapidez, déficit marginal en algunos objetivos, y además, niveles de controversia bien inexistentes o muy escasos y claramente contenibles. Una categoría de “éxito en una política pública” es necesaria como punto de comparación con el que valorar la vasta mayoría de políticas que están por debajo de las expectativas del gobierno en distintos grados y atraen un desacuerdo sustancial, e incluso controversia. En síntesis, el éxito en una política pública significa que el gobierno hace precisamente los que ha establecido, apoyado en la legitimidad constitucional y sin suscitar ninguna oposición significativa. El éxito duradero puede predicarse de políticas públicas que han quedado por debajo de las expectativas en escaso grado. Estas políticas tienden a ser resistentes y flexibles, en relación 16 a las otras categorías situadas al otro extremo del espectro, porque carecen de contestación y presentan niveles escasos o manejables de controversia. Se pueden producir déficits menores en el logro de los objetivos, retrasos temporales, la gestión presupuestaria, fallos de decisión o comunicación, críticas menores que perturban la dirección y la agenda del gobierno, que es capaz de capear el temporal. Por ejemplo, las políticas que prohíben fumar en bares y restaurantes aprobadas en distintos países como Irlanda, Escocia, Austria, Italia, Australia y España. Se reduce la insalubridad ambiental para clientes y trabajadores, aunque su implantación no está exenta de críticas. En la categoría del éxito conflictivo, la política recibe una intensa contestación, abriéndose un conflicto entre partidarios y oponentes como consecuencia del espacio político abierto por el alejamiento sustancial de los objetivos originales y/o porque la cuestión es intrínsecamente controvertida. Se producen déficits considerables en el logro de objetivos, hay retrasos temporales sustanciales, notables incumplimientos presupuestarios, serie de fallos de decisión o pocos pero de gran significación, fallos de comunicación graves, críticas sustanciales que fuerzan al gobierno a esforzarse para mantener su rumbo y agenda, quizá con algunas modificaciones. No hay una clara línea divisoria entre el éxito duradero y el conflictivo (ni con la categoría siguiente de éxito precario). Deben verse más bien como grandes franjas dentro de un continuum. El éxito conflictivo es todavía “éxito” en el sentido de que las normas e instrumentos de la política sobreviven intactos (la política no se termina y no hay un replanteamiento de las normas porque sus proponentes continúan apoyándolas). Un ejemplo podría ser la Política Agrícola Común de la Unión Europea (UE), considerada alternativamente por partidarios y detractores como “buque insignia” o “Titanic”, según se consideren los éxitos resultantes de asegurar suministros agrarios estables y el mantenimiento de la renta de los agricultores, o su excesivo peso en el presupuesto de la UE, los despilfarros en cultivos realizados sólo para cobrar la subvención, o la producción de excedentes. Las políticas de éxito precario están al borde del fracaso pues hay graves desviaciones de los objetivos originales, aun cuando puede haber algunos éxitos menores en algún aspecto, pero se producen conflictos sobresalientes y enconados sobre el futuro de la política. Incluso sus proponentes pueden dudar de su viabilidad temporal. Se producen fallos generalizados: escaso o ningún progreso hacia los fines, retrasos hasta el punto de detenerse la implantación, falta de recursos con los que las tereas fundamentales no pueden llevarse a cabo, fallos de decisión o de comunicación frecuentes o significativos que afectan a la reputación de la política. Las críticas son intensas y omnipresentes, con el gobierno desarbolado y tratando de mantener su agenda y dirección que resulta en grandes concesiones o replanteamientos. Las políticas públicas fracasadas como se ha apuntado no logran sus objetivos ni reciben apoyo de sus proponentes. De manera similar a como sucede al otro extremo del espectro, hay pocas políticas con escaso progreso hacia sus fines. Las patologías superan a los muy escasos éxitos y tanto partidarios como oponentes coinciden en la percepción del fracaso. Las políticas fracasadas no hacen lo que estaba establecido y se demuestran incapaces de capear el temporal. Por último, hay que destacar que al explorar en detalle estas dimensiones del éxito, la ubicación de las políticas en las categorías particulares es un arte, no una ciencia exacta. No hay nada de qué avergonzarse en ello. La interpretación y el juicio son una parte legítima del análisis político, y como recuerda Wildavsky (1987), el análisis de las políticas públicas requiere imaginación. Contexto y estrategias Los dirigentes políticos quieren tener éxito en el logro de sus objetivos. Y tampoco hace falta ser un teórico de la elección racional para reconocer que la estrategia y el cálculo pueden ser impulsos importantes del comportamiento político. En consecuencia, los políticos deben sopesar las contrapartidas entre las tres esferas (proceso, programa, político) para conseguir éxitos en las políticas públicas que impulsen. ¿Qué estrategias son más arriesgadas o más factibles que otras y bajo qué circunstancias? Para calibrar la respuesta es preciso partir del contexto en el que la estrategia va a operar porque una que parezca viable y con éxito probable en unas circunstancias puede ser un riesgo casi seguro de fallo en otras. Las variables determinantes del contexto se recogen en la Tabla 4. Tabla 4. Las variables que proporcionan el contexto a las estrategias. 17 Grado de politización del asunto Grado de urgencia Grado en que las cuestiones electorales y de reputación están en juego Fuerza de las presiones favorables al consenso para la elaboración de la política pública Fuerza de la probable oposición al gobierno Fuente: Allan McConnell, Understanding Policy Success. (Houndmills: Palgrave, 2010: 140). Estas variables toman en consideración la naturaleza del asunto en sí, la oportunidad temporal y el contexto político más amplio. Este sucinto marco de referencia conceptual puede ayudar a explicar, al menos parcialmente, las estrategias de elaboración de políticas públicas en condiciones de incertidumbre. Antes de comentar las variables conviene resaltar algunos matices. Primero, la estrategias con éxito pueden inclinarse hacia tres tipos de factores: búsqueda del consenso, esto es, construcción de alianzas estableciendo algún tipo de acuerdo; ejercicio de un liderazgo ejecutivo decisivo, o búsqueda de soluciones innovadoras y de ampliación de horizontes. Segundo, la interacción y grados de sinergia y conflicto entre las variables son cruciales. Tercero, la predicción política no es una ciencia exacta: los riesgos son juicios sobre la probabilidad y consecuencias de resultados particulares. Cuarto, las variables del contexto no tienen en cuenta las personalidades y estilos de los líderes y decisores individuales, o cuestiones ajenas a la personalidad como la experiencia general del decisor en las políticas públicas o la especialización en una concreta. La intención de la exposición de estas reservas es dotar de realismo a nuestra capacidad de explicar el curso de las estrategias para conseguir el éxito. Algunos asuntos están más politizados que otros. Algunos pertenecen a la “política menuda” en la que los debates suelen estar restringidos a las administraciones y a pequeños grupos de expertos, por ejemplo, la matriculación de vehículos de motor, las patentes, las normas de salud alimentaria… Otros son políticamente sobresalientes y son capaces de dividir a los partidos políticos y a los grupos de interés en competencia, por ejemplo, la investigación sobre embriones humanos, el matrimonio entre personas del mismo sexo, las grandes reformas constitucionales… Así, en igualdad de circunstancias, cuanto mayor sea el grado de politización que caracteriza a una política pública particular, será mayor el riesgo de que soluciones basadas en la ampliación de horizontes o en el liderazgo ejecutivo pueden salir mal y conducir a un fracaso de proceso, programa o político. De modo que la estrategia de construcción de alianzas y la búsqueda del consenso es la más viable cuando aumenta el nivel de politización. Cuando hay presiones para decidir, como en las situaciones de crisis, cuando la urgencia para afrontar un problema es mayor, lo más probable es que una estrategia de construcción de alianzas (como la deliberación con las partes interesadas o el empleo de datos para argumentar una postura) retrasarán la adopción de decisiones y pueden conducir a fracasos de proceso, programaticos o políticos. Y a la inversa, el éxito parece más probable si se emplean las soluciones innovadoras o un poder ejecutivo fuerte. La crisis, con amenazas intensas y mucha incertidumbre, favorece la centralización. Sin embargo, cuanta más importancia tengan los asuntos electorales y de reputación y más estén en la cuerda floja los gobiernos, mayor es el riesgo de que las soluciones de mero ejercicio del poder ejecutivo y de ampliación de horizontes conduzcan al fracaso en las tres esferas de la política pública. En estas circunstancias, las alianzas serán probablemente insostenibles, los programas estarán mal concebidos y es probable que se perciba al gobierno como dictatorial y sin contacto con la realidad. En consecuencia, cuando aumenta la importancia de los factores electorales y de reputación, una estrategia de búsqueda del consenso mediante negociaciones y trabajo conjunto, puede ser prudente y factible no en términos sustantivos, sino porque puede ayudar a disminuir las críticas y crear la apariencia, por lo menos, de búsqueda del interés público en vez de uno particular. Una cuestión importante es el grado de presión para que el gobierno genere un acuerdo amplio para una política pública entre un grupo de partes interesadas. Según los casos las expectativas suelen ser bajas pero con frecuencia hay expectativas sustanciales de llegar a un acuerdo y hay riesgo de inacción, por ejemplo, reformas constitucionales, negociaciones de 18 paz… Cuanto mayores sean las presiones para el consenso, es mayor el riesgo de que las soluciones tipo ejercicio del poder ejecutivo o un “arreglo rápido” susciten un fracaso de proceso, programa o político. En consecuencia, las opciones más factibles son del tipo de búsqueda de alianzas: negociación, deliberación, empleo de un lenguaje ambiguo y estrategias basadas en datos. Por ejemplo, cualquier resolución sostenible de una guerra civil es probable que surja de una negociación más que de la imposición unilateral del poder ejecutivo. La oposición puede provenir de coaliciones débiles o fuertes, o de la convergencia de intereses opositores. La oposición puede tener un elevado potencial de ruptura, o incluso de veto, del proceso de elaboración de una política pública de cualquier tipo. La implicación, en términos de riesgo, es que cuanto mayor sea la fuerza de la probable oposición al gobierno, sus soluciones de política pública y su dirección, entonces es mayor el riesgo de que soluciones tipo “ejercicio del poder ejecutivo” o un “arreglo rápido” susciten un fracaso de proceso, programa o político. La probabilidad de éxito se incrementará si se ensayan estrategias de búsqueda del consenso, deliberativas o basadas en datos que quizá redunden en concesiones menores, pero que en cualquier caso, contribuirá a refinar la implantación y difuminar las críticas al gobierno. Es muy importante destacar que los cálculos de riesgo por los decisores, hechos consciente o inconscientemente, implican razonamientos políticos, no sólo programas o procesos. El cálculo del riesgo político, en particular de las consecuencias electorales, es parte de la esencia de la elaboración de políticas públicas en las democracias occidentales. Los decisores sopesan las políticas públicas, midiendo riesgos y beneficios, con un énfasis particular en la imagen sobre lo sustantivo. Y es importante recordar también que la valoración del riesgo se realiza mediante juicios más que basándose sobre hechos. El medio más frecuente de cálculo de riesgos empleado por los decisores suele ser el “olfato” o el “instinto”. En principio todas las estrategias son factibles para conseguir el éxito si el contexto es propicio. Pero las estrategias de menor riesgo son las encaminadas a construir una coalición mediante la búsqueda del consenso: - Éxito de proceso: permiten al gobierno entablar negociaciones y discusiones, mientras que mantiene sus objetivos originales mediante su poder de encuadrar los hechos de maneras particulares y de emplear un lenguaje optimista pero ambiguo para integrar intereses dispares. - Éxito de programa: permite una implantación en línea con los objetivos porque buena parte de los problemas potenciales se han tratado ya en la fase de deliberaciones y consultas. - Éxito político: proporciona un poder sustancial al gobierno para establecer la agenda y la interpretación autorizada de los resultados y procedimientos de las consultas le puede permitir mantener su capacidad de gobernar desplazando las cuestiones escandalosas fuera de la agenda. Las estrategias de riesgo medio suelen concentrarse en el ejercicio del poder ejecutivo si la cuestión presenta una o más de las siguientes características: no está politizada en exceso, hay moderadas repercusiones electorales o de reputación en juego, algunas presiones para el consenso o la probabilidad de una oposición moderada. Las estrategias de riesgo elevado mediante el empleo del poder ejecutivo sin mayores aditamentos suelen resultar en fracaso, a no ser que el asunto sea muy urgente y no esté muy politizado, no tenga implicaciones electorales o reputación elevadas, escasas presiones para el consenso y conflicto poco probable. Una estrategia de ejercicio del poder ejecutivo plantea riesgos elevados en términos de: - Fracaso de proceso: enajenándose a los oponentes, e incluso generando disidentes en las propias filas, no consiguiendo producir una coalición suficiente y desbaratando el proceso de elaboración de la política. - Fracaso de programa: implantación infructuosa porque las normas y regulaciones no han recibido un escrutinio previo suficiente para “solucionar” los problemas logísticos. - Fracaso político: desestabilización de la capacidad de gobernar del gobierno al crear un programa preñado de tantos problemas de implantación que va a continuar en la agenda, con frecuencia a expensas de otras cuestiones. 19 Por último, como señala McConnell (2010a: 153) estos comentarios finales sobre las estrategias para la elaboración de políticas públicas y su contexto son sólo un paso más allá de donde nos encontrábamos antes de su publicación y, aunque distan de la precisión de las ciencias “duras”, son juicios informados, coherentes con el “arte” del análisis de las políticas públicas, en expresión de Wildavsky. 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