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Manual de Terapia Sistémica. Principios y herramientas de intervención

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Manual de Terapia
Sistémica. Principios y
herramientas de
intervención [Moreno, A.
ed.]
Autor: de Eusebio Castillo, Ana Altea
Palabras clave
Terapia sistemica, Moreno alicia.
Reseña: Manual de Terapia Sistémica. Principios y
herramientas de intervención. Alicia Moreno (Ed.) Bilbao:
Desclée De Brouwer, 2014 (597 páginas).
Introducción
El Manual de Terapia Sistémica editado por Alicia Moreno
y publicado recientemente por Desclèe De Brouwer viene
a cubrir un hueco en el panorama editorial español actual,
al ofrecer una revisión amplia y actualizada de los
principales conceptos, modelos y estrategias de
intervención del enfoque sistémico y servir así como libro
de referencia y guía para la práctica psicoterapéutica.
Lo que encontramos en esta compilación es un sistema
en sí mismo: quince capítulos, escritos por un total de
veinte autores, que globalmente forman un conjunto con
una finalidad y un equilibrio común. Nos invita a
adentrarnos en un enfoque innovador, que puede cambiar
no sólo nuestra forma de hacer terapia, sino nuestra
visión de la realidad y de nosotros mismos. Y nos ofrece
un acercamiento completo y didáctico al paradigma
sistémico, atendiendo a todos los aspectos que pueden
ser de utilidad para la práctica clínica. Esto es así tanto
para quienes ya conocen este enfoque como para quienes
se acercan a él por primera vez.
La portada del Manual, una playa soleada con varios pares
de chanclas clavadas en la arena, nos invita a disfrutar de
una lectura relajada y agradable. Y también nos da una
pista de lo que nos vamos a encontrar dentro: un conjunto
de técnicas, conceptos y nuevas perspectivas que
podemos ir “probándonos”, como las chanclas de
distintos colores y tamaños, para encontrar, seguro,
algunas con las que nos sintamos más cómodos y nos
permitan avanzar.
El prólogo de Carlos Sluzki, una de las figuras pioneras y
con mayor reconocimiento internacional en el campo de la
terapia familiar sistémica, aporta un atractivo recorrido
histórico del desarrollo del enfoque sistémico (que se
denomina a veces “terapia sistémica”, “terapia familiar
sistémica”, o “terapia familiar”). Posteriormente Alicia
Moreno, en su capítulo introductorio, comparte con
nosotros cuál ha sido el origen y el propósito que ha
impulsado este proyecto, haciendo una presentación de la
estructura y contenidos del libro. Los lectores interesados
pueden acceder directamente al texto completo del
prólogo y la introducción a través de la página web de la
editorial:
http://www.edesclee.com/products.php/ISBN978843302
7375/cPath,7_19/page,2
El Manual está dividido en tres partes. La primera
corresponde a los conceptos y herramientas básicos del
enfoque sistémico. Las bases teóricas y la perspectiva del
ciclo vital familiar y el género, recogidos en los tres
primeros capítulos, nos sirven para acercarnos
conceptualmente a cualquier caso clínico desde el
enfoque sistémico. Los tres capítulos posteriores aportan
conceptos y herramientas para comenzar a intervenir: los
métodos e instrumentos de evaluación, la guía para
analizar y configurar el contexto de intervención y un
panorama amplio y detallado de las distintas destrezas de
intervención. (Esta reseña se centra en esta primera parte
del Manual (prólogo, introducción y capítulos 1 al 6) e irá
seguida de una segunda reseña sobre el resto de
contenidos del libro, que aparecerá en el próximo número
de Aperturas Psicoanalíticas).
La segunda parte, que comprende los capítulos 7 al 13,
corresponde a los diferentes modelos de terapia
sistémica: terapia estructural, intergeneracional, escuela
de Milán, estratégica, terapia breve del MRI, centrada en
soluciones y narrativa. Aunque todos se desarrollaron a
partir de unas raíces teóricas comunes, cada uno de ellos
ha dado relevancia a ciertos conceptos y desarrollado
formas particulares de intervención. Todos los capítulos
de esta sección siguen un esquema similar: sitúan los
orígenes del modelo e introducen a sus principales
representantes, describen los conceptos teóricos básicos
del modelo, exponen su visión del proceso terapéutico, la
teoría del cambio y el rol del terapeuta y, por último,
detallan las principales estrategias y técnicas
terapéuticas, aportando a lo largo del capítulo viñetas
clínicas y ejemplos detallados que ilustran los conceptos
planteados.
Y la tercera parte, aunque menor en volumen, incluye dos
capítulos imprescindibles, sobre la propia persona del
terapeuta. El primero aborda el trabajo con la familia de
origen del terapeuta, necesario para que esa lente
sistémica del terapeuta incluya también su propia historia
familiar. Al contactar con sus propias vivencias, relatos,
emociones y quizá viejas heridas en relación a su familia
de origen, el terapeuta integra y acepta mejor su propia
historia y queda así más equipado humana y
emocionalmente para acompañar a otras personas y
familias en sus propios procesos de cambio. Finalmente,
el último capítulo del manual subraya la necesidad e
importancia de la supervisión, para obtener un feedback
sobre nuestro trabajo terapéutico, nuevas perspectivas
que amplíen nuestros recursos y contar con un contexto
seguro para identificar las propias cuestiones personales
que surgen en el transcurso de nuestra labor como
psicoterapeutas.
Carlos Sluzki en su prólogo valora la ardua tarea de la
editora del Manual, Alicia Moreno, al reunir en este
volumen el trabajo de un amplio número de colaboradores
y conseguir una síntesis conceptual coherente de un
campo tan amplio y en permanente evolución. Según
Sluzki, “cada lectura dejará al lector nuevos sedimentos,
pero además cada componente del campo de la terapia
sistémica” (abordado en los sucesivos capítulos) “está en
continua evolución”, que transita por el pasado, el
presente y el futuro. De modo que nos invita “a gozar de
la lectura de este volumen” mientras finaliza la
elaboración de su compañero, una segunda compilación
sobre la práctica de la terapia sistémica en distintas
problemáticas y contextos.
Prólogo. Carlos E. Sluzki (págs. 11-16)
Sluzki sitúa el origen de las bases teóricas y
epistemológicas de este enfoque en los años 50 y en el
“espíritu de exploración y de cambio” que surgió en el
entorno creativo de la postguerra. En este desplazamiento
del foco de atención del individuo a las relaciones
familiares fueron pioneros dos centros: The Family
Institute en Nueva York, dirigido por el psicoanalista
Nathan Ackerman y el Mental Research Institute, fundado
por Don Jackson en Palo Alto (California), donde se llevó a
cabo un trabajo de investigación y clínico basado en la
cibernética y la teoría de la comunicación. En el campo de
la investigación, se realizaron en el Instituto Nacional de
Salud Mental de Estados Unidos (NIMH) estudios que se
centraban en la familia de los pacientes con trastornos
psiquiátricos severos. Con el diálogo establecido entre
estos centros, surgió en 1962 Family Process, la primera
revista especializada en terapia de pareja y familia.
La terapia familiar sistémica se propagó rápidamente y
esto se debió, según el autor, a la rapidez con la que se
presentaban cambios a partir de las intervenciones
familiares y a sus prácticas conceptualmente novedosas,
atractivas para quienes intervenían en problemáticas o
contextos en los que experimentaban las limitaciones de
otros modelos. Se ampliaron así nuevos horizontes de
formación y práctica clínica que pronto se extendieron
internacionalmente. Este nuevo paradigma se centró
inicialmente en analizar la estructura, procesos y
peculiaridades de la pareja y familia y diseñar estrategias
para intervenir con el sistema en su conjunto (estrategias
que posteriormente cristalizaron en los distintos modelos
de intervención). Pronto se empezaron a estudiar también
específicamente el rol y procesos del propio terapeuta o
equipo terapéutico y, desde ahí, se amplió la lente para
incluir tanto al sistema interactivo familia-equipo
terapéutico, como a la red social significativa. Y
finalmente, señala Sluzki, el acento de los modelos y
prácticas sistémicas se transfirió de las interacciones a
los procesos narrativos como mantenedores de las
identidades y las historias (con frecuencia problemáticas)
de quienes consultaban.
Introducción. Alicia Moreno (págs. 17-23).
Alicia Moreno plantea en su capítulo introductorio que el
enfoque sistémico “no trata de “reparar” las disfunciones
o patologías en el individuo, sino de entender cómo
determinados problemas (...) se generan o mantienen
dentro de determinados contextos relacionales y visiones
del mundo compartidos por la familia y por el entorno
cultural y social. La metáfora del “sistema” señala así que
la mirada del terapeuta está puesta en algo que va más
allá del individuo: en su sistema relacional significativo
(fundamentalmente, la pareja o familia), incluyendo
también a los profesionales y diferentes contextos
institucionales que intervienen en torno al problema y a
los discursos sociales prevalentes”.
La intervención con parejas y familias ha sido y sigue
siento una de las señas de identidad de este enfoque.
Hacer terapia familiar sistémica no es invitar a sesión a los
familiares como “acompañantes” del paciente, sino
enfocar la intervención en la relación o el sistema en su
conjunto. Esto ha supuesto un cambio radical respecto al
encuadre terapéutico exclusivamente individual. Además,
el enfoque sistémico va más allá y aporta al terapeuta una
nueva “lente” para entender a las personas y los
problemas en su contexto relacional (independientemente
de quiénes estén presentes en la sesión) y le ayuda a
verse a sí mismo como parte del sistema.
Capítulo 1. Fundamentos teóricos del paradigma
sistémico. Alfonsa Rodríguez Rodríguez y Norberto
Barbagelata Churruarín (págs. 27-62).
En este capítulo se exponen la historia y los pilares
teóricos básicos del paradigma sistémico, mostrando su
evolución a partir de sus comienzos en los años 60. El
enfoque sistémico surge en el encuentro interdisciplinar
en torno a la Teoría General de Sistemas y la Cibernética y
su aplicación al campo de las relaciones humanas. Los
autores subrayan el trabajo pionero que se desarrolló en
el Mental Research Institute en California, donde tuvieron
su origen la teoría del doble vínculo y los axiomas de la
comunicación, con gran influencia posterior en la práctica
de la terapia sistémica. Se expone también la evolución de
la cibernética y sus implicaciones clínicas y, por último, se
presentan los desarrollos del enfoque sistémico basados
en el constructivismo y construccionismo social.
Alfonsa Rodríguez y Norberto Barbagelata comienzan
señalando que entre los precursores del paradigma
sistémico se encuentran los modelos psicoanalíticos más
centrados en lo social y relacional. Aunque desde el inicio
del psicoanálisis Freud desarrolló una teoría del
funcionamiento psíquico basada en las relaciones
familiares (el triángulo padre, madre e hijo/a que
constituye el complejo de Edipo), la intervención no se
centró en la realidad relacional, sino en la dinámica
intrapsíquica y no se trabajaba con la familia del paciente
en tratamiento. Según los autores, "fueron desarrollos
posteriores, en figuras como Fromm, Sullivan y Bowen,
entre otros”, los que plantearon que la naturaleza humana
era también “el resultado de un proceso social y no sólo
intrapsíquico". Destacados psiquiatras con orientación
psicoanalítica, como Ackerman, al trabajar con patologías
graves, “experimentaban las insuficiencias del modelo
psicodinámico individual y se sintieron atraídos por un
modelo que ampliaba sus posibilidades de intervención al
incorporar a la familia en la evaluación y el tratamiento”.
Uno de los artífices del paradigma sistémico fue Gregory
Bateson, que en 1956 (Bateson et al., 1974) con su
concepto de “doble vínculo”, describe cómo un
determinado proceso interaccional contribuye a generar
patología en el individuo afectado: un progenitor que
transmite al hijo/a dos mensajes mutuamente
incompatibles, emitidos en distintos niveles de
comunicación, situándole en una trampa relacional de la
que es imposible salir. Esto supuso un cambio radical en
el estudio del origen y tratamiento de las enfermedades
mentales, al tener en cuenta los aspectos relacionales y
comunicacionales. El paradigma sistémico se enfocó
principalmente en estudiar los efectos que la conducta de
un individuo tenía sobre el otro, las reacciones de éste y el
contexto en el que se daba esa interacción (Watzlawick et
al, 1971).
El primero de los pilares teóricos del paradigma sistémico,
la Teoría General de Sistemas, aporta una descripción de
los sistemas y sus propiedades: un sistema es un
conjunto de elementos vinculados entre sí que
constituyen una totalidad, de forma que el todo es más
que la suma de las partes (por lo que, para conocer el
sistema familiar, no basta con analizar por separado a
cada uno de sus miembros). Y a su vez, para conocer las
características y funcionamiento de cada componente,
necesitamos situarlo en su contexto, comprender qué
lugar y función cumple en ese sistema. Al estar los
componentes del sistema vinculados en un todo, un
cambio en cualquiera de las partes conllevará una
modificación en el sistema en su totalidad. Otra de las
características de los sistemas es la circularidad, que
implica que hay una influencia recíproca (y no unilateral)
entre los componentes del sistema. Por último, la
equifinalidad y equicausalidad indican que a partir de
unas determinadas condiciones iniciales pueden darse
distintos resultados y que, a su vez, se puede haber
llegado a una determinada situación a partir de
condiciones iniciales muy diferentes. En la práctica clínica,
esto implica que nuestra observación e intervención
deben centrarse en el funcionamiento del sistema familiar
aquí y ahora, puesto que es la propia organización del
sistema la que va a influir en su estado actual y evolución
posterior.
Otro de los pilares teóricos del paradigma sistémico lo
desarrolló el equipo de Watzlawick (Watzlawick et al,
1971) en el Mental Research Institute de Palo Alto, al
formular los cinco axiomas de la comunicación, que
describen los efectos pragmáticos (relacionales) de la
comunicación humana y que son de máxima importancia
en la terapia familiar sistémica. El primer axioma establece
que toda conducta (incluso permanecer callado) implica
una comunicación y, por tanto, no es posible no
comunicar. El segundo axioma distingue los niveles de
contenido y relación en toda comunicación, refiriéndose el
primero a la información que se transmite y el segundo a
la relación que se establece entre los comunicantes,
constituyendo éste uno de los focos centrales de la
terapia sistémica. El tercer axioma señala que la
puntuación de la secuencia de hechos (dónde o en quién
se sitúa el inicio de la comunicación o la interacción) es
siempre arbitraria y depende del punto de vista del
observador. El cuarto axioma distingue los niveles digital y
analógico de la comunicación, expresados a través de la
comunicación verbal y no verbal, respectivamente. El
quinto y último axioma plantea que todas las relaciones
están basadas en la igualdad o la diferencia, es decir, en
interacciones simétricas o complementarias. Los autores
del capítulo detallan y ejemplifican cada axioma,
ofreciendo claves muy útiles para su aplicación clínica.
En el capítulo se describe también la evolución del
paradigma sistémico, de la primera a la segunda
cibernética. La Cibernética, disciplina que estudia la
organización y funcionamiento de los sistemas, tuvo una
primera fase en la que se centró en la observación de la
interacción dentro del sistema, investigando los patrones
de organización y comunicación. Así, se describieron dos
tipos de circuitos de feedback: el feedback negativo o
reductor de la desviación (homeostasis) y el feedback
positivo o amplificador de la desviación (morfogénesis),
que dan cuenta respectivamente de la tendencia a la
estabilidad y de la capacidad de autoorganización y
cambio del sistema. La llamada Segunda Cibernética, o
cibernética de los sistemas observantes, amplió su objeto
de estudio para incluir al propio observador y la
interacción que se da entre él y el sistema (por ejemplo,
entre el terapeuta y la familia). Alfonsa Rodríguez y
Norberto Barbagelata detallan en el capítulo las
implicaciones de estas dos perspectivas para la práctica
clínica.
En la parte final del capítulo se presentan las dos
corrientes teóricas enmarcadas en la segunda
cibernética: el constructivismo (Maturana y Varela, 1990)
y el construccionismo social (Gergen, 1996; McNamee y
Gergen, 1996). El primero mantiene que los seres
humanos damos sentido a la realidad a través de nuestros
propios mapas o modelos mentales y que la respuesta a
los estímulos externos no viene determinada por éstos,
sino por nuestra propia estructura. El construccionismo
social subraya que estos mapas de la realidad no se crean
en cada individuo aisladamente, sino que son significados
compartidos que se construyen socialmente, en el
contexto de la interacción social. Ambas perspectivas han
influido decisivamente en el desarrollo de la terapia
sistémica, tal como describen los autores.
Los autores de este capítulo han logrado la difícil tarea de
condensar un extenso conjunto de contenidos (que en sí
mismo daría para un libro completo) y describir
numerosos conceptos complejos de una forma precisa,
inteligible y didáctica, buscando siempre su conexión con
la práctica clínica. Estos conceptos teóricos constituyen la
puerta de entrada el mundo de la terapia sistémica e
implican el reto de dejar atrás anteriores versiones de la
realidad (por ejemplo, el pensamiento lineal en términos
de causa-efecto), para adentrarnos en una nueva
perspectiva en la que nos incluimos a nosotros mismos en
relación al objeto de estudio y nos vemos formando parte
de innumerables sistemas en constante interacción y
evolución.
Capítulo 2. Ciclo vital familiar. Marisa López Gironés
(págs. 63-97).
La familia es el sistema de pertenencia básico, que puede
adoptar formas o estructuras muy diferentes para cada
caso particular, en distintos momentos de la historia y
evolución de la familia y en función de otras muchas
variables, como el contexto cultural o socioeconómico.
Marisa López introduce en este capítulo una visión
longitudinal de la familia, presentando los modelos del
ciclo vital familiar (CVF a partir de ahora) que describen
cuáles son típicamente esas fases evolutivas por las que
atraviesan los sistemas familiares a lo largo del tiempo y
expone asimismo algunos modelos para entender el
desarrollo familiar y las diferentes crisis familiares.
La familia es un sistema complejo que ha conseguido
permanecer en el tiempo precisamente porque ha ido
cambiando y adaptándose a las nuevas circunstancias
sociales. La definición de CVF que recoge Marisa López
tiene mucho que ver con esta adaptación: “es la sucesión
de etapas por las que atraviesa la familia, etapas de una
complejidad creciente, debido a la influencia de las
características psicológicas de sus miembros y de las
variables culturales, sociales y económicas del entorno.
[…] Pasar de una etapa a otra exige una transformación
del sistema familiar” (Hoffman, 1989).
El capítulo menciona los modelos del ciclo vital individual
de Erikson y el del ciclo vital familiar de Duvall como
precursores del modelo del CVF de Carter y McGoldrick
(1999), que es uno de los más utilizados en el campo de
la terapia familiar sistémica y que se presenta
detalladamente y ejemplificado en el capítulo. Este
modelo considera que cada sistema familiar se encuentra
en la intersección entre dos ejes: “uno vertical donde se
aprecian patrones de relación y funcionamiento que se
transmiten a través de generaciones, como son las cargas
con las que nacemos, las actitudes, tabúes y expectativas
de la familia” y un flujo horizontal donde se sitúan las
etapas previsibles por las que pasa la familia a lo largo del
CVF y los cambios del sistema familiar ante circunstancias
imprevisibles, como divorcios, enfermedades, muerte,
etc. En el capítulo se describen las características de las
diferentes etapas del CVF: la del adulto joven
independiente, la formación de la pareja, la familia con
hijos pequeños, la familia con hijos adolescentes, la
emancipación de los hijos y la familia en la vejez. En cada
etapa hay distintas tareas a llevar a cabo, cambios en la
estructura familiar, la composición y funciones de los
subsistemas, la organización jerárquica, los vínculos
afectivos y en muchas ocasiones, la entrada y salida de
algunos miembros. Se da así un proceso de evolución de
cada miembro paralelamente al de la familia en conjunto.
El estudio del CVF puede resultar muy útil en terapia al
proporcionar información necesaria para entender la
evolución del sistema familiar con el que intervenimos y
para obtener una visión histórica de las generaciones
anteriores (pues el mensaje que unos padres han recibido
de los suyos sobre cómo debe ser la familia y qué roles
debe desempeñar cada uno tendrá un reflejo en la crianza
de sus hijos). Y es que el CVF delimita los papeles de
cada miembro de la familia según la etapa en la que esté
(por ejemplo, a medida que los hijos van creciendo, la
diferencia jerárquica con los padres se reduce y
flexibiliza). Además, esos cambios en el ciclo vital se
producen dentro de determinados contextos sociales,
culturales, económicos y con ciertas ideologías de
género, que determinan poderosamente lo que ocurre en
el interior de cada familia. Nuestros modelos, por tanto,
deben adaptarse también a la nueva realidad social, en la
que, por ejemplo, cada vez son más frecuentes los
divorcios, las familias monoparentales, homoparentales,
reconstituidas o multiculturales. Tener esto en cuenta
contribuye a que los terapeutas dejemos atrás nociones
preconcebidas sobre modelos de “familia normal”, tal
como nos propone la autora el capítulo, y nos abramos a
la diversidad de formas en las que las personas pueden
establecer relaciones afectivas, de convivencia y de
crianza de los hijos que resulten funcionales para sus
miembros.
Marisa López presenta a continuación dos modelos sobre
el desarrollo familiar, que explican cómo se dan las
transiciones entre distintos periodos, alternándose
típicamente fases de incertidumbre con otras de mayor
seguridad. Para que tengan lugar estas transiciones, es
necesaria una reorganización tanto de la vida interna del
sujeto como del sistema familiar (Cowan y Hetherington,
1991). El primer modelo expuesto es el de Beavers
(Beavers y Hampson, 1995), que considera el desarrollo
familiar como “una evolución en forma de espiral entre
dos polos: centrípeto y centrífugo, es decir, según
prevalezca la cohesión y el sistema esté prestando
atención a los acontecimientos intrafamiliares, o bien se
hagan más permeables las fronteras hacia el exterior. Por
ejemplo, la adolescencia sería un periodo más centrífugo,
pues el hijo/a empieza a mirar hacia afuera y a aumentar
su grado de autonomía respecto a la familia. El segundo
modelo de desarrollo familiar, de Breunlin (1989),
“propone que las transiciones no ocurren como funciones
escalonadas […] sino que se producen a través de una
oscilación entre niveles de funcionamiento, donde
coexistirán durante un periodo de tiempo nuevas y
antiguas secuencias de comportamiento y existirá un
movimiento adelante y atrás entre lo antiguo y lo nuevo”.
En esta visión longitudinal y evolutiva de la familia,
también son de gran relevancia las crisis familiares,
definidas como las situaciones en que la familia debe
hacer frente a acontecimientos inesperados o
estresantes, no previsibles, y esto requiere de sus
miembros hacer cosas hasta entonces ajenas a su
repertorio habitual. El modelo de Hill (Hill, 1949;
McCubbin y Patterson, 1983) aporta el esquema ABC-X
para entender cómo afrontan las familias los hechos
estresantes: A es la circunstancia estresante, B los
recursos que tiene la familia, C la interpretación que hace
la familia del hecho y X el desenlace de la crisis, que
depende de los tres factores anteriores. Finalmente, se
describe la tipología de crisis familiares de Pittman
(1990), con indicaciones para abordar terapéuticamente
cada una de ellas: crisis por golpe inesperado, crisis de
desarrollo, crisis estructurales o crisis de desvalimiento.
En sus reflexiones finales del capítulo, la propia autora nos
da claves de cómo tener en cuenta la perspectiva del CVF
en nuestra práctica clínica: “al redefinir los problemas de
nuestros pacientes en términos de evolución y etapas a
superar, atenuamos su ansiedad y sentimiento de culpa,
contribuimos a percibir el problema como algo transitorio”
y nos enfocamos en las habilidades y recursos de la
persona o familia. El CVF permite “realizar hipótesis sobre
la etapa de desarrollo en la que se encuentra la familia,
explorar cómo se ha enfrentado a etapas y crisis
anteriores, evaluar los niveles de estrés producidos en las
transiciones previas” y “discriminar si el problema
planteado proviene del estrés esperable de una situación
familiar en evolución o bien de un problema con patología
clínica”. Por último es muy importante reconocer las
nuevas problemáticas que enfrenta la familia y aceptar
que el modelo tradicional no es el único válido. “Esto nos
libera de juicios y estereotipos en los tratamientos
psicoterapéuticos, facilitando así el que podamos seguir
pensando nuevos modelos que nos ayuden a elaborar
intervenciones terapéuticas más adecuadas a las
características de nuestros pacientes”.
Capítulo 3. La perspectiva de género en terapia
familiar sistémica. Cristina Polo Usaola (págs. 99-132).
Este tercer capítulo introduce la perspectiva de género
como un marco de referencia en la práctica de la terapia
sistémica. Comienza por una descripción del género
como construcción social y las implicaciones de los roles
de género; señala la relevancia de las cuestiones de
género en el ámbito de la salud mental; revisa los posibles
sesgos de género en algunos de los conceptos sistémicos
y por último, expone las implicaciones prácticas que se
derivan de la inclusión de esta óptica de género, tanto en
la intervención psicoterapéutica como en la
autoobservación de los propios terapeutas.
Cristina Polo escoge la definición del concepto de género
de Molina (2008) como un conjunto de
“representaciones, espacios, características, prácticas y
expectativas que se asignan a los hombres y (sobre todo)
a las mujeres a partir de su diferencia sexual y como si
fuera algo que derivara naturalmente del hecho biológico
del sexo”. Dado que el género es una construcción social,
los terapeutas debemos ser capaces de reconocer cómo
estos condicionamientos, que establecen determinados
modelos de comportamiento y relación para hombres y
mujeres, actúan sobre las personas que nos consultan y
también sobre nosotros mismos.
Los modelos de masculinidad y feminidad de cada cultura
contribuyen a la configuración de la identidad en ambos
sexos. El grado en que se cumplen esas expectativas del
respectivo rol de género influye en la valoración que
hacemos de nosotros mismos o de los demás como
hombres o mujeres. En el caso del rol de género
femenino, éste se ha asociado tradicionalmente al ámbito
emocional y todo lo que tiene que ver con los afectos, las
relaciones interpersonales y los cuidados, esperándose
de las mujeres que den prioridad a las necesidades de las
personas significativas (aun a costa de relegar las suyas
propias) y que se centren en el cuidado y mantenimiento
de las relaciones íntimas (Dio Bleichmar, 1991; Romero,
2011). Estas expectativas o mandatos constituyen una
especie de arma de doble filo: cuando no se cumplen (por
ejemplo, ante una ruptura de pareja o dificultades
emocionales de algún hijo, vividas por la mujer como un
fallo en su labor de cuidado de la relación), puede surgir
una sensación de fracaso personal. Por otro lado, tal
como señala la autora del capítulo, la aceptación total de
estos mandatos de género “se asocia también a la
vulnerabilidad para no detectar y para mantener
relaciones con violencia en la pareja”. Y sin llegar a estas
situaciones más extremas, Cristina Polo llama la atención
sobre el hecho de que, a pesar de los avances sociales
hacia una mayor igualdad entre hombres y mujeres, la
responsabilidad por el cuidado de la familia (hijos/as,
personas mayores y con discapacidad) sigue recayendo
mayoritariamente en las mujeres.
La aplicación de esta perspectiva de género al campo de
la salud mental nos lleva a darnos cuenta de cómo los
roles y expectativas de género “condicionan el modo de
enfermar, de pedir ayuda y de recibir respuesta en el
medio sanitario”. Por motivos culturales, las mujeres están
más predispuestas a reconocer problemas emocionales o
de salud mental y pedir ayuda profesional. Y por su parte,
los profesionales tienden a hacer valoraciones
diagnósticas sesgadas por el género. Por ejemplo, en
Atención Primaria, ante los mismos síntomas “se
prescriben más ansiolíticos, se presta más apoyo
psicológico y se piensa más en causa funcional cuando la
consultante es mujer” (Márquez et al, 2004). Así pues, los
condicionamientos de género actúan tanto en
consultantes como en profesionales y éstos necesitan ser
conscientes de su propia ideología y prejuicios para no
estar, inadvertidamente, volcándolos en sus
intervenciones terapéuticas (por ejemplo, “pidiendo al
padre posturas más asertivas y de liderazgo familiar,
mientras que se espera que la madre suavice los
conflictos”).
Dentro del campo de la terapia sistémica, se subraya la
labor pionera de las cuatro terapeutas feministas autoras
de “La red invisible” (Walters, Papp, Carter y Silverstein,
1996) al introducir una perspectiva de género para
“detectar y abordar explícitamente en terapia los
supuestos patriarcales implícitos en las familias” y
considerar “si determinadas hipótesis explicativas o
estrategias terapéuticas sistémicas cuestionaban
estereotipos de género limitantes, o los mantenían”.
A continuación se hace una revisión de algunos
conceptos sistémicos clásicos. Desde la óptica de
género, se debería cuestionar si la posición de supuesta
“neutralidad” del terapeuta no podría estar
inadvertidamente manteniendo el status quo tradicional
de desventaja o inferioridad de oportunidades para las
mujeres. Asimismo, la consideración de que todos los
miembros del sistema participan activamente en el
mantenimiento de determinadas formas de relación
podría oscurecer las diferencias de poder entre hombres
y mujeres, e incluso “contribuir a justificar o invisibilizar en
muchos casos conductas abusivas”.
Con frecuencia en terapia se consideran disfuncionales
las relaciones “fusionadas” o sobreimplicadas de algunas
madres con sus hijos (culpándolas implícitamente por los
problemas de éstos), mientras que apenas se tiene en
cuenta el impacto relacional de de la posición más
distante o poco implicada del padre (al que, si acude a
consulta, se tiende a tratar con más cuidado, para evitar
que abandone el tratamiento). En realidad, tanto el padre
como la madre estarían siguiendo, en cierto modo, los
guiones sociales de sus respectivos roles de género. Tal
como señala Cristina Polo, “es frecuente encontrar
configuraciones familiares en las que la mujer, en una
posición de poder limitado en la familia, se alía con hijos e
hijas (más dependientes de los cuidados de ella y también
menos poderosos) contra el padre, quien con más
frecuencia tiene el control económico y social y mantiene
una menor implicación afectiva familiar”. Por último, al
revisar el concepto de jerarquía, se subraya que puede
haber diferentes modos legítimos de ejercer al poder en la
familia como padre o madre (basados tanto en la
autoridad como en la negociación), más allá de la forma
tradicionalmente masculina, más “vertical”.
En la parte final del capítulo la autora expone las
implicaciones de esta perspectiva de género para la
práctica psicoterapéutica: debe tenerse en cuenta cómo
las desigualdades sociales entre hombres y mujeres
condicionan también los problemas de salud mental y
determinados patrones problemáticos de relación; frenar
la tendencia a culpabilizar a las madres (habitualmente
más presentes y más implicadas en las terapias) por los
problemas de sus hijos; y considerar igualmente saludable
(y necesaria para ambos sexos) tanto la capacidad de
autonomía como de vinculación emocional íntima.
Asimismo, desde una relación terapéutica más
colaborativa y basada en el construccionismo social, los
terapeutas podemos “contribuir a la deconstrucción de
significados de género que organiza la familia”. Esta
deconstrucción permitirá explorar las diferentes voces y
perspectivas en ese contexto relacional, cuestionando en
ocasiones los discursos sociales dominantes y abriendo
un espacio para la co-construcción de nuevas narrativas
vitales que permitan mayores posibilidades de cambio.
Las preguntas son una herramienta terapéutica
fundamental para explorar, por ejemplo, de dónde
provienen ciertas ideas de cómo actuar como marido o
mujer, en qué contexto familiar, social o cultural se han
aprendido, qué impacto han tenido en la relación y en la
experiencia de cada cónyuge, cuáles han sido o serían las
consecuencias de seguir o no esos guiones... Este
proceso de indagación conjunta facilitará la exploración
de los conflictos individuales y relacionales que se
generan por la coexistencia de “ideales de género
contradictorios”, especialmente en el caso de las mujeres,
que aspiran a roles más igualitarios a la vez que, en lo
afectivo, siguen reproduciendo los guiones tradicionales.
El capítulo finaliza con la exposición del trabajo de un
equipo terapéutico sistémico con dos casos que les
sirvieron para hacer una reflexión sobre sus propios
sesgos de género. Concluimos con una cita de Cristina
Polo que resume lo fundamental de este capítulo: “la
inclusión de la perspectiva de género en terapia también
incluye necesariamente la autorreflexión del/la terapeuta
sobre el marco conceptual en el que sustenta su trabajo,
los elementos de su propia historia que intervienen en sus
relaciones, el papel que jugó en su propia familia y la
revisión de las creencias y mandatos de género con los
que se ha socializado. En la práctica supone una
observación de las alianzas, identificaciones, rechazos y
desacuerdos que el/la terapeuta establece con cada
miembro de la familia, lo que va a influir en que en algunos
momentos favorezca determinados discursos y dé menos
peso a otros”. Esto le permitirá crear un espacio de
reflexión sobre cómo influyen las construcciones
culturales y familiares de género en los roles, expectativas
y estilos de relación de los hombres y mujeres en la
familia.
El capítulo invita a una reflexión muy necesaria acerca de
las propias creencias, vivencias y sesgos de género de los
propios terapeutas y a contemplar desde una óptica de
género todo lo que tiene que ver con el proceso
terapéutico y nuestras formulaciones sobre los casos. Es
muy clarificadora la revisión que hace la autora sobre
algunos de los conceptos sistémicos tradicionales y son
también muy útiles y reveladores los numerosos y
detallados ejemplos clínicos que ilustran la exposición.
Capítulo 4. Métodos e instrumentos de evaluación
familiar. María Pilar Martínez Díaz e Isabel Espinar
Fellmann (págs. 133-172).
El capítulo de Mª Pilar Martínez e Isabel Espinar resalta la
importancia de realizar una evaluación de la pareja o
familia que acuden a consulta, con el objetivo de
identificar los aspectos disfuncionales de la estructura o
interacción familiar sobre los que intervenir y diseñar así
las estrategias terapéuticas más adecuadas a cada caso.
Las autoras presentan los dos métodos principales de
evaluación familiar: los códigos de observación y los
cuestionarios y escalas, describiendo detalladamente en
ambos casos los principales instrumentos utilizados en la
práctica de la terapia familiar sistémica.
Los métodos observacionales enumeran, describen y
clasifican las conductas e interacciones y permiten
evaluar los patrones de interacción familiar, que son una
de las áreas fundamentales de intervención en terapia
familiar sistémica. Son métodos que hacen posible el
análisis de la conducta espontánea de uno o varios
sujetos (en este caso, las conductas e interacciones de la
pareja o familia que acuden a consulta), estableciendo
una serie de categorías que permiten obtener registros
sistemáticos de dichas conductas. Facilitan la
observación de un amplio número de actividades,
“proporcionan información sobre conductas y/o
interacciones complejas y, al ser procedimientos estándar,
permiten comparaciones y generalizaciones”.
La utilización de este tipo de métodos de observación
tiene una cierta complejidad, ya que se requiere un equipo
de grabación audiovisual y la presencia de codificadores
entrenados. Como contrapartida, una de sus grandes
ventajas es que proporciona acceso a la interacción
familiar tal como ocurre en ese mismo momento en la sala
de terapia, que puede ser muy diferente de cómo
responderían los miembros de esa familia a un
cuestionario sobre sus relaciones (ya sea por
deseabilidad social o de forma no intencionada, por
ejemplo, porque no perciben que haya tensión o conflicto
en sus relaciones).
Para facilitar que la conducta de la familia sea lo más
“natural” posible, no distorsionada por el hecho de saber
que están siendo observados y grabados (por supuesto,
siempre con previo consentimiento por escrito), se les da
un margen de tiempo suficiente para habituarse a ese
contexto, se exponen razones honestas y convincentes
del motivo de la observación y se diseñan tareas de
observación que sean interesantes y relevantes para ellos
y adecuadas al objetivo de la observación. Por ejemplo, se
les pide hablar de su último desacuerdo familiar si
estamos evaluando cómo manejan el conflicto, o decidir
entre toda la familia una actividad conjunta para el fin de
semana, si queremos evaluar el proceso de toma de
decisiones.
Uno de los códigos de interacción más utilizados es la
Escala de Interacción de Beavers (Beavers y Hampson,
1995), en la que se pide a la familia que hablen durante
diez minutos sobre “qué les gustaría que cambiase de su
familia”. Esa interacción se graba y se analiza en función
de dos escalas de observación, sobre la competencia
familiar (“en qué medida la familia realiza bien sus
funciones básicas”) y el estilo familiar (“en qué medida la
familia considera que la fuente de bienestar de las
relaciones se encuentra en la propia familia (centrípeta) o
en el exterior (centrífuga)”). Además, estos datos de
observación se combinan con autoinformes para recoger
la percepción de los propios miembros de la familia sobre
las variables que a su vez evalúa el observador.
Otro código muy exhaustivo, desarrollado en nuestro país,
es el Sistema de Evaluación Familiar (López y Escudero,
2003), que evalúa “la estructura, el funcionamiento y los
estilos de interacción familiar, que permiten obtener
información sobre las estrategias de afrontamiento y
cómo los patrones de interacción pueden relacionarse
con la salud de la familia y sus miembros”. Por último,
dentro de los métodos observacionales se describe el
Sistema de Codificación de la Interacción en la Pareja
(Gottmann, 1979), destinado a identificar las
interacciones que discriminen entre parejas satisfechas y
parejas en conflicto y facilitar así el diseño de programas
de prevención e intervención.
El segundo gran grupo de instrumentos de evaluación son
los cuestionarios y escalas, que permiten calcular cuánto
tiene un sujeto de la variable en estudio. Aunque hay
limitaciones en cuanto a la información que puede
proporcionar este tipo de herramientas, también suponen
una ventaja en cuanto a la recogida de información que
sería más difícil de responder en voz alta y delante de la
familia, nos permiten medir aspectos subjetivos
(pensamientos, ideas, emociones o actitudes), recogen
rápidamente la opinión de cada miembro y son más
baratos y rápidos.
En una extensa segunda parte del capítulo se presentan
varios cuestionarios y escalas para medir las relaciones
familiares, las relaciones de pareja, o las relaciones
padres-hijos/as. Algunos de los más conocidos o
utilizados en el ámbito clínico o de investigación son: las
Escalas de Adaptabilidad y Cohesión familiar (FACES-III),
basadas en el Modelo Circumplejo de Olson, Portner y
Lavee (1985); el cuestionario APGAR familiar, de
Smilkestein (1978), un instrumento muy breve que mide el
grado de funcionalidad familiar; la Escala de Ajuste
Diádico (Spanier, 1976), muy utilizada en la evaluación de
la relación de pareja, o el Inventario de Satisfacción
Marital, de Snyder (2008). En cada caso se describen las
características del instrumento y variables o dimensiones
que evalúa, el modelo en que se basa, las propiedades
psicométricas de fiabilidad y validez y los cambios o
sucesivas adaptaciones que ha ido experimentando.
Además, se indica siempre dónde se puede obtener el
instrumento, lo cual facilita su aplicación.
En un Manual orientado fundamentalmente a la práctica
psicoterapéutica, es muy útil contar también con la
información sobre métodos e instrumentos de evaluación
que aporta este capítulo, a través de la detallada y
exhaustiva recopilación realizada por las autoras. Este
capítulo sirve así de puente entre la práctica clínica y la
investigación y facilita a los terapeutas la labor de escoger
el método o el instrumento más adecuado para realizar
evaluaciones familiares en sus determinados contextos
profesionales.
Capítulo 5. El contexto de intervención. Teresa Suárez
Rodríguez (págs. 173-210).
Este capítulo ofrece una guía para el establecimiento del
contexto en el que se realiza la intervención terapéutica
sistémica. Comienza definiendo qué se entiende por
contexto y su implicación para la práctica clínica; describe
específicamente las características del contexto de
consulta que se crea a partir del momento en que se
produce una solicitud de intervención; a continuación,
presenta distintas modalidades de diagnóstico contextual
o sistémico y por último, plantea criterios para delimitar el
contexto operativo de la intervención, es decir, a qué
personas se va a incluir en las intervenciones.
En el enfoque sistémico se estudia a las personas dentro
de sus sistemas significativos, fundamentalmente la
familia. En la intersección que se produce entre diferentes
sistemas en un momento dado (por ejemplo entre el
sistema familiar y el sistema terapéutico, cuando se
solicita una intervención), surge el contexto, que según
Teresa Suárez, “se estructura en un momento preciso, en
torno a una finalidad determinada y con una distribución
de roles acorde con dicha finalidad”. El contexto actúa
como un indicador permanente (aunque no
necesariamente consciente) para cada individuo del
conjunto de posibilidades entre las que elegir en cada
momento el comportamiento que le parece más adaptado
al mismo (Bateson, 1976).
Durante el espacio de la consulta se crea un
metacontexto, resultado de la intersección entre el
sistema familiar y el terapéutico y de los sistemas más
amplios y complejos a los que ambos pertenecen, con
reglas y objetivos propios (Selvini Palazzoli, 1985).
Analizamos el problema por el que se consulta en su
contexto significativo, es decir, ampliando el foco hasta
incluir “todas las variables y relaciones que se necesita
abarcar para comprender un problema”. A partir de ahí,
delimitamos el llamado contexto operativo, constituido
por las personas con quienes vamos a trabajar durante la
evaluación y el tratamiento, teniendo en cuenta factores
tales como la disponibilidad de sus integrantes, el tipo de
problema o la edad del paciente, por ejemplo.
El contexto de consulta comienza ya antes incluso de la
primera sesión, en el momento de la derivación. En este
aspecto nos importan dos personas: el derivante, que es
el profesional o el miembro de la familia que ha
aconsejado la búsqueda de ayuda profesional; y el
demandante, el miembro de la familia que establece el
primer contacto con los profesionales. Indagamos quién
es el derivante y su relación con el equipo terapéutico y
con los miembros de la familia (Selvini Palazzoli et al,
1980). En ocasiones su posición dentro de la familia es
crucial y si esto no se tiene en cuenta, se corre el riesgo
de perder información fundamental sobre el problema y el
sistema familiar y de fracasar en la intervención. El
demandante, por su parte, se convierte en una figura
clave en el inicio de las entrevistas. Se debe cuidar la
relación con él/ella, puesto que es quien ha puesto en
contacto el sistema familiar con el terapéutico, pero a la
vez evitar que se establezca con esta persona una
relación privilegiada y ser así “enredado en juegos
familiares que aún desconocemos”. En esta fase previa a
la primera sesión es útil seguir algún esquema de
recogida de información, incluso en el primer contacto
telefónico (Di Blasio et al, 1988), que nos permita acceder
a los datos más significativos de la estructura y
funcionamiento familiar. Podremos entonces establecer
ya una hipótesis preliminar que sirva para decidir a quién
convocar en la primera entrevista. En ella intentaremos
comprender cuál es el problema que ha motivado la
consulta y conseguir un acoplamiento o “joining” entre el
terapeuta y la familia. Es muy útil trabajar con un equipo
que observe la sesión a través del espejo unidireccional y
desarrollar la entrevista según el esquema desarrollado
por el equipo de Milán, con las fases de pre-sesión,
sesión, pausa para consultar con el equipo y conclusión
de la entrevista. Teresa Suárez describe un protocolo
específico de recogida de información en la primera
entrevista, basado en el trabajo de Prata (Prata et al,
2001).
En la primera o primeras entrevistas intentamos llegar a
una comprensión del sistema familiar que nos permita
hacer un diagnóstico sistémico, lo que implica redefinir los
problemas o síntomas en términos interpersonales, tener
en cuenta el contexto significativo, entender por qué el
problema aparece en un momento dado y observar las
interacciones en sesión y la respuesta de la familia a las
intervenciones del terapeuta. Teresa Suárez describe y
ejemplifica a continuación distintas modalidades de
diagnóstico sistémico, que se vinculan a los diferentes
modelos de terapia familiar sistémica: la conexión entre
síntoma y sistema, basada en la teoría de la
comunicación; la conexión entre el síntoma y la estructura
familiar; la conexión entre el síntoma y las pautas de
relación (las “soluciones intentadas”) y, por último, las
conexiones entre el síntoma y los juegos familiares. En
todos los casos, el diagnóstico es un proceso guiado a
partir de las hipótesis relacionales, que plantean las
posibles conexiones entre el problema y el
funcionamiento familiar. Dichas hipótesis son
descartadas, confirmadas, modificadas o ampliadas a
medida que el terapeuta va contrastándolas con la
información obtenida en las entrevistas.
La última parte del capítulo ofrece un mapa preciso y
detallado de cómo delimitar el contexto operativo, es
decir, “qué personas vamos a invitar a participar en la
primera consulta, las siguientes de evaluación y a lo largo
del tratamiento”. Para Teresa Suárez, ésta no es una
decisión banal ni arbitraria, sino estratégica, y a veces el
“pulso” con la familia sobre quiénes acuden a consulta o
qué miembros ésta intenta dejar al margen, puede ser
indicativo de la propia disfunción familiar. Para decidir a
quiénes se va a ir convocando en las distintas fases del
proceso, se detallan en el capítulo algunas de las variables
a tener en cuenta: la derivación, el demandante, el grado
de libertad o coerción de la demanda, las intervenciones
previas y las limitaciones por factores de realidad.
El contexto operativo está también muy ligado a la fase
del ciclo vital en que se produce la intervención. En el
caso de problemas durante la infancia, y dependiendo del
tipo de problemática y funcionamiento familiar, se podrá
trabajar con la pareja de padres, con los padres y el
paciente, con la familia nuclear (incluyendo a los
hermanos del “paciente identificado”) o con el contexto
extrafamiliar (la escuela). Interviniendo en la adolescencia,
está indicado alternar sesiones individuales con sesiones
familiares, para mantener el equilibrio entre los buenos
resultados que se pueden obtener cuando la familia
colabora y la resolución de la independencia del
adolescente (creando un espacio en el que pueda
compartir cuestiones más íntimas). En una intervención
en la tercera edad, la intervención familiar resulta más que
recomendable, especialmente en casos de depresión o de
síndrome de nido vacío. Con respecto a los adultos, una
intervención familiar es coherente en los trastornos
graves, pero también hay que valorar la posibilidad de una
intervención individual cuando los individuos tienen
patologías neuróticas y cierto nivel de autonomía y
madurez. Distintas modalidades de combinación de
intervención individual y de pareja pueden ser útiles
cuando hay problemas individuales no resueltos que
luego se llevan al campo de la pareja (Willi, 2002), o
cuando la sintomatología en uno de los cónyuges oculta o
protege una relación de pareja disfuncional.
Finalmente, se señala la importancia y complejidad del
trabajo en red, sobre todo en el caso de las llamadas
“familias multiproblemáticas” alrededor de las que se
movilizan diferentes profesionales e instituciones. Masson
(1987) sugiere que este trabajo en red debe ser
coordinado, funcionalmente jerarquizado y con clara
definición de roles entre los integrantes.
Este capítulo está desarrollado con claridad y una
minuciosidad exquisita; su lectura aporta una guía clara y
útil, bien fundamentada a nivel teórico e ilustrada con
numerosos ejemplos clínicos, para orientarnos en la
complejidad de estas primeras fases de contacto e inicio
de intervención con la familia. Tal como subraya la autora,
desde la primera llamada telefónica, e incluso antes,
desde el momento en que alguien sugirió la conveniencia
de acudir a consulta, están en juego aspectos cruciales
de las características de la familia y su posición frente a
los profesionales y ante el cambio. El capítulo nos
acompaña paso a paso en la configuración del contexto
de intervención y nos ayuda a sentar las bases que nos
permitan posteriormente diseñar procesos terapéuticos
eficaces.
Capítulo 6. Destrezas terapéuticas sistémicas. Alicia
Moreno Fernández e Isabel Fernández Pérez (págs.
211-258).
En este capítulo Alicia Moreno e Isabel Fernández hacen
una síntesis de las principales destrezas terapéuticas
sistémicas, ofreciendo un mapa general que sirve de
referencia para cualquier intervención sistémica y que
engloba las principales aportaciones de los distintos
modelos de intervención (descritos con detalle en los 7
capítulos posteriores del Manual). El capítulo comienza
señalando la importancia de “la persona del terapeuta y
las actitudes o cualidades básicas que éste debe
desarrollar junto con su entrenamiento más técnico” y a
continuación revisa los distintos tipos de destrezas
sistémicas: “(a) las destrezas conceptuales, es decir, los
principios teóricos y conceptos básicos comunes a todos
los modelos de intervención sistémicos, (b) las destrezas
para el establecimiento del contexto terapéutico, (c) las
destrezas para la conducción de la entrevista y (d) las
destrezas de intervención emocionales, cognitivas y
pragmáticas más utilizadas en terapia sistémica".
Para empezar, las autoras del capítulo señalan que “el
estilo de intervención del terapeuta y su capacidad para
establecer buenos vínculos con las personas a las que
atiende vienen determinados no sólo por su preparación
teórica o práctica, sino por sus características
personales”. Es por ello que se hace vital el
autoconocimiento y la autoobservación, que permiten al
terapeuta tener una visión completa y realista de sus
recursos y debilidades, reconocer sus propios marcos de
referencia y poder separarlos y distinguirlos de los de las
personas que acuden a consulta (Cormier y Cormier,
2000). A lo largo de su aprendizaje, el terapeuta
desarrolla y entrena un yo observador (Fernández Liria y
Rodríguez Vega, 2002) que le ayuda a ser consciente de
su estilo de relación y reacciones emocionales, pudiendo
distinguir así si estas reacciones tienen más que ver con
las características de los pacientes o responden a una
cuestión más personal del propio terapeuta.
En el recorrido por las destrezas sistémicas, las autoras
del capítulo comienzan por describir las destrezas
conceptuales, es decir, cuáles son las premisas de las que
parten los terapeutas sistémicos para abordar los
problemas y el cambio. Se proponen las siguientes: una
visión relacional o contextual de los individuos y de los
problemas por los que consultan, incluyendo la familia
nuclear y extensa, las relaciones significativas y el entorno
social; una perspectiva circular e interaccional, que
explora la influencia recíproca entre los miembros del
sistema; una visión desculpabilizante y despatologizante
de los problemas, que se considera que son mantenidos
por los procesos de interacción y las creencias; una
intervención preferiblemente sobre el sistema familiar (por
ser el sistema más significativo), teniendo en cuenta su
tendencia a la estabilidad y su capacidad de cambio y
evolución (homeostasis y morfogénesis,
respectivamente); la inclusión de múltiples perspectivas,
significados o visiones de la realidad; y la atención
preferente al proceso más que al contenido de la
comunicación, es decir, a los aspectos pragmáticos o
relacionales de la misma.
En cuanto a las destrezas para el establecimiento del
contexto terapéutico, se tienen en cuenta: el encuadre y
establecimiento de los objetivos de cambio, la alianza
terapéutica y el manejo de resistencias, así como el rol del
terapeuta y del equipo terapéutico. El encuadre en terapia
sistémica se establece a partir del sistema significativo y
suele incluir a la pareja o familia nuclear, aunque hay
diferencias entre los distintos modelos de intervención en
cuanto a cómo se delimita el sistema con el que se
interviene. El objetivo básico de las intervenciones
sistémicas es desarrollar nuevos patrones de interacción
y de formas de percibir la realidad que hagan innecesario
el problema (Fernández Liria y Rodríguez Vega, 2002) y
abran mayores posibilidades de acción. Los distintos
modelos de terapia sistémica intervienen preferiblemente
sobre las secuencias de interacción o las construcciones
de la realidad, así como en los problemas a resolver o las
soluciones o situaciones deseadas.
La alianza terapéutica es especialmente importante y
compleja en terapia sistémica, ya que el terapeuta habrá
de conseguir una vinculación emocional con todos los
miembros de la familia, un clima de seguridad y un
“enganche” en el proceso terapéutico a partir de una
sensación de propósito compartido en la familia
(Friedlander, Escudero y Heatherington (2009). Asimismo,
deberá implicarse activamente para manejar y anticipar
los distintos tipos de resistencias, ya sean de la familia,
del propio terapeuta o del contexto en el que se desarrolla
la intervención.
En el desarrollo del rol como terapeuta, cada profesional
aportará su particular personalidad y estilo de relación. En
general, el rol del terapeuta sistémico se da a lo largo de
un continuo entre las posiciones de experto (si se
mantiene en una postura más directiva y convirtiéndose
en el líder del proceso, como lo denominaron Minuchin y
Fischman en 1984) y de colaborador (cuando adopta una
posición de “no saber” (Anderson, 1999) y considera a los
consultantes como los verdaderos expertos en su vida).
En la terapia familiar sistémica es habitual que el
terapeuta no intervenga solo, sino formando parte de un
equipo terapéutico que apoya y contribuye a las
intervenciones desde un clima de confianza, respeto y
colaboración. Esto es así especialmente en contextos de
formación, donde el equipo observa la sesión a través del
espejo unidireccional. Aunque en la conducción de las
sesiones prevalecen las decisiones del terapeuta (en
ocasiones junto con un coterapeuta), el equipo tiene la
función compartida de crear hipótesis y diseñar
estrategias terapéuticas (incluyendo mensajes al final de
la sesión o tareas para casa) y de ayudar al terapeuta a
mantenerse en la línea de trabajo prevista.
El siguiente grupo de destrezas sistémicas que se
presentan en el capítulo son las referentes a la
conducción de la sesión, (hipotetización, circularidad y
neutralidad) y se basan en la formulación ya clásica del
equipo de Milán (Selvini Palazzoli et al, 1980). Las
hipótesis son formulaciones provisionales acerca de “la
conexión entre el síntoma y el sistema” (Papp, 1994), es
decir, entre el problema motivo de consulta y la dinámica
relacional familiar. No se deben considerar verdaderas o
falsas, sino más o menos útiles a la hora de proporcionar
una guía para la exploración del problema y las
intervenciones. La circularidad es una de las destrezas
más importantes del enfoque sistémico e implica dejar
atrás las explicaciones sobre el problema basadas en la
causalidad lineal (A influye en B o es causa de B) y
sustituirlas por las basadas en la causalidad circular que
considera que no hay una influencia unilateral, sino
recíproca (A influye en B y éste a su vez influye sobre A).
Las preguntas circulares, que se describen
detalladamente y con numerosos ejemplos, son la forma
de plasmar esta circularidad en la conducción de la
sesión, explorando conexiones, diferencias e
interrelaciones en el sistema. En el capítulo se propone
una clasificación de estas preguntas según dos ejes:
preguntas centradas en las interacciones o en las
construcciones de la realidad y preguntas que exploran el
problema o las soluciones. Por último, se aborda la
neutralidad, “entendida como la postura del terapeuta al
relacionarse y vincularse con el sistema familiar en su
conjunto”, es decir, vinculándose con cada miembro del
sistema pero sin tomar partido por ninguno de ellos. El
terapeuta también intenta mantenerse neutral respecto a
sus propias ideas o pre-juicios, de forma que intenta no
imponerlos a la familia.
Por último, este capítulo describe y ejemplifica las
destrezas de intervención más representativas del
enfoque sistémico, agrupándolas (siguiendo la
clasificación de Ceberio y Linares, 2005) en tres
categorías: emocionales, cognitivas y pragmáticas.
Las intervenciones emocionales van dirigidas a detectar y
cambiar “cómo se sienten los clientes o la familia frente al
problema, consigo mismos, en relación a otros o a ciertas
experiencias”. Para ello, el terapeuta presta atención a las
emociones expresadas a través del lenguaje no verbal de
la familia, regula el clima emocional en la propia sesión y
utiliza la escultura familiar y otras técnicas
psicodramáticas que trabajan con el cuerpo, el
movimiento y elementos simbólicos.
Las intervenciones cognitivas tienen como objetivo
cambiar la “narrativa”, es decir, “la forma en que la
persona o la familia dan sentido a su historia y a su
situación actual, incluyendo su visión sobre el problema
por el que consultan”. Para ello, se exploran las
dimensiones problemáticas de la narrativa familiar
(siguiendo la clasificación desarrollada por Sluzki, 1995),
junto con la historia y los discursos sociales que
mantienen el problema; se emplean metáforas que
contienen “imágenes, historias u objetos que evocan
determinados significados y permiten enriquecerlos,
abordarlos indirectamente y facilitar el cambio”; se recurre
a los reencuadres o redefiniciones, como la “connotación
positiva”, que facilitan un cambio de perspectiva y
cuestionan las visiones rígidas, negativas o
estereotipadas del problema o la realidad familiar; se
utilizan los mensajes al final de la sesión por parte del
terapeuta o del equipo terapéutico para abrir nuevas
perspectivas; y se fortalece la “historia alternativa”,
explorando, ampliando o documentando los momentos en
que el problema no se dio (las excepciones) y
atribuyéndolos a la capacidad de la familia.
Por último, se describen las intervenciones conductuales
o pragmáticas, muy utilizadas en terapia sistémica, que
tienen como objetivo modificar los patrones de
interacción entre los miembros de la familia y/o en relación
al problema. Para lograrlo, el terapeuta puede intervenir
dentro de la propia sesión (observando y modificando in
situ las interacciones) o fuera de la sesión, mediante
distintos tipos de tareas para casa: directas, metafóricas,
indirectas, ritualizadas o paradójicas.
Este capítulo del libro resulta de gran interés para el
terapeuta que quiere formarse en terapia sistémica,
porque detalla y ejemplifica las destrezas sistémicas que
son comunes a los distintos modelos de intervención y
aporta una clasificación muy clarificadora que incluye las
herramientas más relevantes. Los numerosos ejemplos y
viñetas clínicas facilitan la lectura y acercan las ideas
expuestas a la práctica psicoterapéutica. Se ofrece así un
abanico de diferentes registros y estilos de intervención
sobre los que ir construyendo o ampliando el propio estilo
terapéutico.
Comentario final
Al comenzar la lectura de la primera parte del Manual que
hemos reseñado aquí, cada lector puede haber partido de
un punto diferente, con mayor o menor conocimiento de
la corriente sistémica y con una mayor o menor
predisposición hacia la misma. Después de esta lectura,
quienes trajesen un bagaje propio han podido afianzar y
ampliar conocimientos previos, mientras que los que
desconocían este modelo han tenido la oportunidad de
empezar a probarse esos “anteojos” para ver a sus
pacientes y a sí mismos desde nuevas perspectivas y
están ya más preparados para adentrarse poco a poco en
la práctica.
Y es que esta primera parte, que recoge las bases
conceptuales y principales herramientas terapéuticas,
invita al lector a una toma de contacto con el enfoque
sistémico de una forma eficaz y didáctica, pero sin
resultar dogmática. No es imprescindible estar sentado
frente a toda la familia para abordar los aspectos
relacionales del problema, ni para que el terapeuta pueda
estar aplicando los principios sistémicos básicos. Con los
seis capítulos aquí reseñados, el lector cuenta con una
introducción a las bases teóricas de este enfoque, una
nueva forma de mirar la realidad y tener una visión de
contextual de los problemas y el cambio; puede enfocar
cualquier proceso terapéutico incorporando la
perspectiva de género y teniendo en cuenta la visión
longitudinal y evolutiva del ciclo vital familiar; tiene
herramientas para realizar una evaluación familiar y un
mapa claro y detallado para aplicar esta visión contextual
a las fases iniciales de cualquier intervención. Y por
último, cuenta con una visión de conjunto de todas las
herramientas de intervención que le aporta este enfoque.
Y si esto le ha generado interés y curiosidad por seguir
ampliando sus recursos, encontrará en la segunda parte
del Manual la descripción detallada y práctica de los siete
principales modelos de terapia sistémica y una parte final
para abordar la principal “herramienta”: la propia persona
del terapeuta.
El Manual puede parecer a primera vista un volumen vasto
y pesado (casi 600 páginas). Sin embargo, la lectura es
amena y se ve facilitada por el estilo de la exposición y por
la estructuración en bloques y contenidos que van
complementando y ampliando lo expuesto anteriormente,
pero que también pueden leerse independientemente.
Son muy de agradecer los numerosos ejemplos que se
incluyen en cada capítulo para acompañar e ilustrar los
conceptos expuestos, de manera que éstos se van
afianzando e integrando de una manera más inmediata, a
la vez que permite asociarlos con casos ya conocidos por
el lector. Además, los índices al inicio de cada capítulo
dan una perspectiva global de sus contenidos y permiten
hacer una lectura rápida cuando acudamos al Manual
para consultar puntualmente alguna cuestión. Al final de
cada capítulo se incluye una sección de lecturas
recomendadas y comentadas, invitándonos a seguir
profundizando en el tema y acceder a las fuentes
originales.
Los veinte autores que componen esta obra aportan cada
uno su propio estilo e impronta personales, aunque sin
llegar a perder el sentido de continuidad y coherencia
entre los distintos capítulos, lo que a veces es difícil de
lograr cuando se trata de obras colectivas de este tipo.
Hay que destacar en este caso la amplia trayectoria
clínica y docente de todos ellos (resumida en la sección
final del libro) y la colaboración especial de Carlos Sluzki,
uno de los artífices y protagonista de muchos de los
desarrollos teóricos y prácticos que se exponen en el
Manual.
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