Gastronomía y turismo de calidad RAFAEL ANSÓN E l turismo, tal como se concibe hoy en día, es un fenómeno relativamente reciente cuyo desarrollo más espectacular no se produce hasta bien entrado nuestro siglo. Va ligado, en principio, a la aparición de nuevos medios de comunicación y de transporte que, al reducir la duración de los viajes, han configurado un nuevo concepto de los desplazamientos humanos, situándolos al alcance de un universo de individuos cada vez más amplio. Así, hemos pasado de forma incluso brusca de los movimientos de los viajeros de manera individual, en busca de sensaciones, con cierto componente elitista y con la inevitable presencia de un componente cultural, a unas migraciones pacíficas y lúdicas pero que destacan, sobre todo, por su carácter masivo. El viaje, concepto hacia el que tan sólo tenían acceso hasta hace poco ciertos privilegiados sociales, se ha hecho asequible prácticamente para todos los estamentos en los países desarrollados. Pero, de algún modo, al perder su elitismo, ha iniciado un imparable proceso de estandarización. Como consecuencia, el OCIO producto que la mayoría de las veces se ofrece al viajero resulta mucho menos cuidado, más uniforme, menos artesano y más industrializado. Y ello se torna particularmente lamentable cuando el viajero busca, por encima de todo, la quiebra de los hábitos tediosos y uniformes de la cotidianeidad. La crítica se va haciendo extensiva ya no solamente a los más tradicionales países receptores de turismo, como sería el caso del nuestro, sino a otros más exóticos de África, Asia o América que no hacen sino enriquecer, a un precio muy dudoso, un mercado que genera unos flujos económicos considerables. Si en muchas ocasiones la búsqueda de aprovisionamiento alimenticio ha contribuido a modelar el desarrollo de una sociedad, resulta bastante evidente que uno de los caminos por donde discurrir en busca de ese turismo de calidad es la mejora de la oferta culinaria a partir de los rasgos locales más específicos. Habría que precisar, no obstante, que la incidencia de la gastronomía, entendida como la búsqueda del conocimiento de las cocinas populares y regionales, resulta diferente en función de cada viajero. Así, y siempre con las excepciones aplicables a toda regla, el turista de viaje organizado opta generalmente por visitar lugares prefijados y se resigna a comer, sin mayores aspavientos, una oferta híbrida de cocina internacional alejada de toda sorpresa. En cambio, el turista individual es mucho más aventurero y gusta de impregnarse de las esencias de país que visita, entre ellas, por supuesto, las gastronómicas, por lo que se sentirá mucho más interesado por las cuidadas ofertas construidas a partir de las despensas locales. Como exponente máximo del buscador de un turismo de calidad, este viajero moderno y contemporáneo nos demuestra día tras día que la cocina es uno de los elementos centrales de su amplia inquietud y para saciar su curiosidad suele aconsejarse de publicaciones especializadas, esas Guías en las que el componente gastronómico alcanza una relevancia creciente. Pero tampoco escapa al calificativo de turista el llamado "sedentario", es decir, aquel que pasa sus vacaciones en un mismo lugar, generalmente al borde del mar, y suele contentarse con el recurso a los productos y las tradiciones locales, pero sin excesiva curiosidad y más bien como mero medio de subsistencia. Por último, el hombre de negocios, también turista a su modo, se convierte en el principal demandante de un servicio de calidad desde todos los puntos de vista y en el caso concreto de la cocina resulta enormemente selectivo y muy dispuesto a calibrar los estilos imperantes en los diferentes lugares que, por motivos de trabajo y a veces a su pesar, visita. En cualquier caso, y por encima de sus diferentes objetivos, todos los tipos de turistas imaginables buscan acabar con el aburrimiento alimenticio y sus viajes no son sino una manera de escapar de un estilo de vida monocorde. La buena mesa se convierte en una de sus principales demandas y, en este apartado, el nivel de exigencia es cada vez mayor. El número de viajeros que se consideran satisfechos con una oferta gastronómica uniforme y ecléctica resulta paulatinamente inferior, aunque, como empresario, cualquier restaurador se ve obligado a atender, con mayores o menores limitaciones, una exigencia de adaptación a los gustas dietéticos de potenciales consumidores procedentes de culturas muy diversas. Este es el único freno para dejarse llevar por las propuestas más atrevidas, pero ni siquiera la masifica-ción inevitable y creciente del turismo debería prostituir la elaboración de las especialidades culinarias locales, siempre que cumplan las mínimas exigencias en cuanto a calidad. Por tanto, nos parece imprescindible mentalizar a los organizadores de viajes de que, además del buen orden, la limpieza y la adecuada estética del lugar de alojamiento, de la buena organización de las excursiones y de la atención personalizada al viajero, la gastronomía auténtica, cuidada y vaciada de falsos tipismos, resulta un atractivo de primera magnitud en cualquier oferta turística. La elevación del nivel sociocultural constituye el factor de «Todos los tipos de turistas imaginables buscan acabar con el aburrimiento alimenticio y sus viajes no son sino una manera de escapar de un estilo de vida monocorde.» cambio más significativo en los gustos alimenticios. Por otra parte, hay razones cada vez más sólidas para conservar lo mejor y lo más auténtico de las tradiciones regionales, dejándolas, al mismo tiempo, evolucionar de forma razonable simplemente siguiendo los senderos que marca el progreso de la civilización. Desde hace unos cuarenta años, prácticamente en coincidencia con la aparición del concepto de "vacaciones pagadas" para todos y de los "charters", nos hemos vuelto mucho más aptos para interesarnos por las cocinas de los demás y este dato es, en abstracto, sumamente positivo. Pero también tenemos nuestra capacidad de exigencia y, entre otras cosas, pedimos a los regionalismos culinarios que trasciendan el marco folklórico o del tipismo y se integren en las esencias culturales de los pueblos a los que representan. Por todas estas razones, la cocina constituye un elemento central del arte del saber viajar, básico para completar la formación intelectual del individuo. De cara a este objetivo, cuyo fin último es avanzar en pos del turismo de calidad, los poderes públicos de cada territorio tienen la obligación inexcusable de facilitar todos los trámites para que el viajero no tropiece con dificultades a la hora de probar la buena cocina de la región que visite. Y paralelamente, hay que convencer a hoteleros y restauradores de que perseveren en el esfuerzo de acercar, a base de cierta vocación divulgativa, su estilo a todos los viajeros imaginables. De paso, habría que evitar que esa influencia se ejerza en sentido contrario, es decir, que sean los propios turistas los que incidan, normalmente para mal, en la propuesta culinaria de los lugares que visitan. Los descubrimientos gastronómicos se están convirtiendo en un motivo suplementario para viajar y en uno de los principales alicientes para nuestros desplazamientos. Porque, al igual que la música, la cocina ignora las barreras del lenguaje y permite un contacto inmediato, físico e incluso afectivo con otras culturas diferentes a la nuestra. En fin, que el objetivo básico del turista es obtener, a resultas de su desplazamiento, una fotografía más o menos precisa del lugar que visita y hoy nos parece enormemente complicado explicar las esencias de un pueblo sin el estudio empírico auxiliar de su alimentación y su cultura gastronómica, un elemento que a nadie puede parecer superfluo y cuya atención contribuye a elevar la calidad del viaje.