Fe y Razón ¿Qué es la FE? “La Fe es garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve”1. “La Fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él... Pero no es menos cierto que es un acto auténticamente humano”2. “A pesar de que la Fe está por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo, ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero (CC. Vaticano I: DS 3017). Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la Fe, porque las realidades profanas y las realidades de Fe tienen su origen en el mismo Dios”3. Veamos qué piensa San Buenaventura: “El filósofo está menos seguro de lo que sabe que el fiel de lo que cree. Y, sin embargo, es la misma fe en la verdad revelada la fuente de la especulación filosófica. En efecto, allí donde la razón es suficiente para determinar el asentimiento, la fe no encuentra sitio; pero sucede muy a menudo que la fe se refiere a un objeto demasiado elevado para que podamos aprehenderlo racionalmente. No es la razón, sino el amor a este objeto, lo que nos impulsa al acto de fe. Entonces entra en juego la especulación filosófica. El que cree por amor quiere tener razones de su creencia; nada es más dulce para el hombre que comprender lo que ama; así, la filosofía nace de una necesidad del corazón, que quiere gozar, de manera más plena, del objeto de su fe. Esto equivale a decir que la filosofía y la teología, distintas por sus métodos, se completan y continúan una a otra, hasta el punto de aparecer como dos guías que nos conducen hacia Dios. Toda nuestra vida no es sino una peregrinación hacia Dios; el camino que seguimos, si estamos en la buena vía, es la vía iluminativa; la finalidad nos es dada por la fe; la alcanzamos y nos adherimos a ella por el amor, pero con un alcance incierto, y con una adhesión a menudo vacilante, porque nos falta el conocimiento claro sobre el que se fundaría un amor inmutable. El amor perfecto y el goce total que lo acompaña nos esperan al término de la peregrinación en que nos hallamos metidos. El camino puede parecer largo; pero si lo miramos bien, ¡cuántas alegrías anunciadoras de la bienaventuranza nos esperan ya en el camino! El que sigue la vía iluminativa, creyendo y esforzándose por comprender lo que cree, encuentra en cada una de sus percepciones y en cada uno de sus actos de conocimiento al mismo Dios escondido en el interior de las cosas”4. Ahora veamos el pensamiento de Santo Tomás: “Una doble condición domina el desarrollo de la filosofía tomista: la distinción entre la razón y la fe, y la necesidad de su concordancia. El ámbito entero de la filosofía proviene exclusivamente de la razón; es decir, que el filósofo no debe admitir nada más que lo que sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el contrario, se basa en la revelación, o sea, en fin de cuentas, en la autoridad de Dios. Los artículos de la fe son conocimientos de origen sobrenatural, contenidos en fórmulas cuyo sentido no nos es Hb 11, 1. Otra traducción dice: “la certeza de lo que no vemos”. Catecismo, nº 153-154. 3 Catecismo, nº 159. 4 Gilson, La Filosofía en la Edad Media. Gredos, Madrid, 1965. Pág. 433. Hojas más adelante, Gilson dirá desde Sto. Tomás lo siguiente: “el origen de nuestro conocimiento se halla en los sentidos; explicar el conocimiento humano es definir la colaboración que se establece entre las cosas materiales, los sentidos y el entendimiento” (Pág. 525) La Fe, entonces, ¿es conocimiento?. Sí, pero distinto del conocimiento científico. 1 2 enteramente penetrable, pero que debemos aceptar como tales, aunque no podamos comprenderlos. Así, pues, un filósofo argumenta siempre buscando en la razón los principios de su argumentación; un teólogo argumenta siempre buscando sus principios primeros en la revelación. Delimitados así los dos dominios, es necesario constatar, empero, que ocupan en común un determinado número de posiciones. En primer lugar, la armonía de derecho entre sus conclusiones últimas es cosa cierta, incluso cuando esa armonía no aparezca de hecho. Ni la razón -cuando la usamos correctamente- ni la revelación -puesto que tiene su origen en Dios- pueden engañarnos. Ahora bien, la concordancia de la verdad con la verdad es necesaria. Es, por tanto, cierto que la verdad de la filosofía se ajustaría a la verdad de la revelación por una cadena ininterrumpida de lazos de unión verdaderos e inteligibles, si nuestro espíritu pudiese comprender plenamente los datos de la fe. De aquí resulta que, siempre que una conclusión filosófica contradice al dogma, nos hallamos ante un signo cierto de que tal conclusión es falsa. La razón, debidamente advertida, tiene que criticarse en seguida a sí misma y encontrar el punto en que se ha producido el error. También se deduce de aquí que la imposibilidad en que nos hallamos de tratar a la filosofía y a la teología con un método único, no nos impide considerarlas como formando idealmente una sola verdad total. Por el contrario, tenemos el deber de llevar lo más lejos posible la interpretación racional de las verdades de la fe, de ascender por la razón hacia la revelación y de volver a descender desde la revelación hacia la razón. Partir del dogma como de un dato, definirlo, desarrollar su contenido, incluso esforzarse -mediante analogías bien escogidas y razones de conveniencia- en mostrar por dónde puede nuestra razón rastrear el sentido del dogma: tal es el objeto de la ciencia sagrada. En cuanto teología, argumenta partiendo de la revelación; y, desde este punto de vista, no tenemos por qué preocupamos. Pero las cosas suceden de muy distinto modo cuando el trabajo lo hace la razón partiendo de sus propios principios. Así puede determinar ante todo la suerte de las filosofías que contradicen los datos de la fe. Puesto que el desacuerdo en cuestión es un indicio de error, y ya que el error no puede encontrarse en la revelación divina, es necesario que se encuentre en la filosofía. Por tanto, o bien demostraremos que esas filosofías se equivocan, o mostraremos que han querido probar en una materia en que la prueba racional es imposible, y donde, por consiguiente, la decisión debe pertenecer a la fe. En semejante caso, la revelación no interviene más que para señalar el error; pero no lo hace en su nombre, sino exclusivamente en el de la razón. Una segunda tarea -ésta, positiva y constructiva- incumbe a la filosofía. En las enseñanzas de la Escritura existe el misterio y lo indemostrable, pero también existe lo inteligible y lo demostrable. Ahora bien, es mejor entender que creer, siempre que nos sea permitido elegir. Dios ha dicho: Ego sum qui sum. Esta palabra basta para imponer al ignorante la fe en la existencia de Dios; pero no dispensa al metafísico, cuyo objeto propio es el ser en cuanto ser, de buscar qué es lo que semejante fórmula nos enseña acerca de lo que Dios es. Hay, pues, dos teologías específicamente distintas, que, si no se continúan con todo rigor para nuestros espíritus finitos, pueden, al menos, concordar y completarse: la teología revelada, que parte del dogma, y la teología natural, que es elaborada por la razón. La teología natural no es toda la filosofía; sólo es una parte, o mejor aún, su coronamiento”5. De aquí en más, cerremos con los pensamientos de San Agustín y San Anselmo: El fundamento de la reflexión especulativa lo constituye la verdad revelada aceptada El tema de los dogmas debería ser repensado desde el criterio de pedagogía divina como proceso que incluye el error. (Releer el tema de la infalibilidad). Para Santo Tomás no habría distinción entre dogma de Fe y Revelacion divina. 5 Gilson, La Filosofía en la Edad Media. Gredos, Madrid, 1965. Pág. 516-517. por la fe. Fides Quaerens intellectum (la fe va buscando el intelecto, o la fe busca entender). No se menosprecia la función de la razón, antes bien se la fomenta hasta donde la fe lo permita. La razón, dentro de este procedimiento, tiene sus propios límites. La razón presupone la fe: Credere ut intelligas (cree para que entiendas). Pero, a partir de este dato, es tarea de la razón el entenderlo e interpretarlo, a tal grado que no pone límites a la razón: intellige ut credas (entiende para que creas). San Agustín decía: “Nisi credideritis, non intelligetis” 6 (Si no creyereis, no entenderéis)7. “Intellige ut credas verbum meum; crede ut intelligas verbum Dei”8 (emplea la inteligencia para que llegues a creer en mi palabra; cree para que llegues a entender la palabra de Dios). “Creo para comprender y comprendo para creer mejor”9. 6 San Agustín, Del libre albedrío, II, 2, 6. Se basaba en una traducción de Is 7, 9 que ya no se utiliza. 8 Castellani, San Agustín y Nosotros. Pág. 53. 9 San Agustín, Sermones, 43, 7, 9. 7