NECESITAN CARCOMA ESTOS GRUESOS MUROS Y hacia otra luz más pura partió el hermano de la luz del alba, del sol de los talleres, el viejo alegre de la vida santa. . . . Oh, sí, llevad, amigos, su cuerpo a la montaña, a los azules montes del ancho Guadarrama. Allí hay barrancos hondos de pinos verdes donde el viento canta. Su corazón repose bajo una encina casta, en tierra de tomillos, donde juegan mariposas doradas . . . Allí el maestro un día soñaba un nuevo florecer de España. Con estos versos termina el breve poema elegíaco escrito por Antonio Machado como despedida al maestro que más huella le dejó: Francisco Giner de los Ríos. De su muerte se cumplen hoy, 17 de Febrero de 2015, cien años. De su vida es lección imperecedera el compromiso con la idea de una educación que fuera arma cargada de futuro. Cien años no son nada y una mínima mirada a su biografía delata que fue en Ronda su nacimiento y siendo niño se trasladó a Cádiz a cursar sus primeros estudios. De Cádiz saltó a otras latitudes y fue aprendiendo, consolidando su fe y su amor por la educación hasta comenzar su labor docente convencido de que le había tocado vivir y enseñar en un tiempo y un lugar en los que la enseñanza estaba confinada en un edificio de gruesos muros, de aulas frías, sombrías y marcadas por su herencia religiosa. Cien años son tanto y una breve incursión en los principios pedagógicos en los que cimentó su aspiración de carcomer esos muros y edificar una nueva pedagogía hace temer que debió ser poco el poso de su paso por un lugar de cuyo nombre no me quiero acordar. Que tal vez quedara el eco de sus palabras pero es solo el eco hueco que dejan las palabras cuando se enuncian despojadas del correlato de la acción. Hablaba Don Francisco de una educación que se liberase de la sumisión a todo dogma; de una pedagogía en la que las robustas columnas del adoctrinamiento católico en la que durante tantos siglos se había asentado fueran derribadas y sustituidas por un nuevo orden arquitectónico cuya basa, fuste y capitel fueran el estimulo de la sensibilidad artística, el contacto con la naturaleza y los hábitos de vida activos y saludables. Hablaba Don Francisco de una educación laica y libre que diera calor y vigor al ser y al querer ser de cada alumno. De una educación en la que la palabra alumna no significara nada distinto a la palabra alumno. En la que sin restricciones por razón de género ni de condición familiar o económica cada estudiante pudiera realizarse; permeable a todo lo diverso y acogedora con cada inclinación y cada inquietud. Situaba en el epicentro de sus aspiraciones Don Francisco una fuerza motriz irrenunciable: El Maestro. El Maestro al que quería embarcar en su aventura tenía que ser una persona aferrada a su vocación; a la fe en su potencial, en lo que desde su individualidad pudiera aportar a los alumnos; con un apetito insaciable de aprender; entusiasmado por vivir y convivir, por diluir las distancias entre escuela y familia. Alguien capaz de resistir al oleaje, que no se dejase vencer por la corriente de una burocracia que tira de él hacia la desidia, que le acorrala en la percepción de su labor como un empleo y no como un trabajo. Un maestro que entendiera el Aula como un medio, nunca como un fin; como un espacio, complementario de otros muchos posibles y necesarios, exteriores e infinitos, a los que había que asomar la docencia tanto como fuera posible. Hoy, a cien años de distancia, es sano y estimulante acordarse de Don Francisco. Proclamar su incansable labor pedagógica, la total vigencia de su desafío a una educación que presta servicio al eterno retorno, aferrada al argumento de "esto se hace así porque siempre se ha hecho así"; de su apuesta por una educación al servicio del cambio, basada en la intuición, el intento y el derecho a equivocarse. Celebrar el quijotismo inquebrantable que le llevó a construir la Institución Libre de Enseñanza, a abrir la Residencia de Estudiantes y a dar con sus huesos en la cárcel. Hoy, a cien años de distancia, las aspiraciones que depositó en sus escritos y en sus actos aparecen reproducidas en toneladas de documentación escolar y han engendrado conceptos como Coeducación, Formación Integral del Individuo, Comunidades de Aprendizaje, Atención a la Diversidad o Contenidos Transversales; pero tal vez la verdadera acción sea todavía una tarea pendiente y sigan en pie los mismos gruesos muros necesitando carcomas que los erosionen. Hoy, a 100 años de distancia, el maestro que tras mucho recorrer descansó bajo las encinas del ancho Guadarrama tal vez estaría encantado de encontrar a medio camino entre Ronda y Cádiz, en el ecuador de su trayecto iniciático, alumnos caminantes que quieren hacer camino; náufragos en Utopía predispuestos a soñar con nuevos floreceres; Quijotes y Sanchos enfrentados a gigantes y molinos; Mafaldas y Felipes impacientes por vacunarse contra el despotismo, contra el nepotismo, contra el conformismo, el sedentarismo y tantos ismos más que les invitan, como dijo William Blake, a aceptar que la senda de la madurez consiste en limitarse, sentirse limitado y aceptarse limitado.