Fahrenheit 451 y un millón de libros prohibidos : para leer y ver Nestor Saul Solano Hinel Fahrenheit 451 y un millón de libros prohibidos (Foto: Suministrada/VANGUARDIA LIBERAL) Compartir La adaptación cinematográfica de obras literarias es una tendencia que pretende acercarse al universo de sentido que las palabras recrean, aunque, generalmente, la imagen no logra igualar en intención narrativa el alcance de lo que dicen las palabras. Eso puede notarse en cintas como La fiesta del chivo de Luis Llosa respecto a la obra homónima de Mario Vargas Llosa; o Como agua para chocolate de Laura Esquivel, y adaptación de Alfonso Arau; El perfume de Patrick Süskind frente al de Tom Tykwer; o la obra de José Saramago Ensayo sobre la ceguera y la puesta en escena del director brasileño Fernando Meirelles, Ceguera, por citar algunos ejemplos. El Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y el de François Truffaut son diferentes. La genialidad del cineasta francés hace que la cinta supere la obra literaria por varias razones. De entrada, por el desarrollo de la sicología de los personajes. El retrato de Clarisse McClellan que representa Bradbury (la chica iconoclasta que en el filme de Truffaut le da un giro a la vida de Guy Montag) es un personaje que desaparece sin mayor atisbo en el relato y, aunque supone una presencia inquietante para Montag, resulta incidental. En cambio, Truffaut la transforma y le da gran relevancia a su rol. Es más, la agrupa junto a Linda, la esposa de Montag –Mildred en la pieza literaria– en una misma actriz (Julie Christie), y crea una dualidad fantástica con esas figuras femeninas. En Clarisse, se encuentra un personaje incomprendido. “Creen que no soy sociable. Es extraño; en el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo que se entienda por sociable. Para mí, representa hablar de lo extraño que es el mundo. No considero que sea sociable reunir a un grupo de personas y después no dejar que hable”. En Mildred, esposa de Montag, observamos un personaje plano, atrapado entre la televisión sujeta de la pared y en el cotilleo frívolo sobre automóviles, ropa y piscinas que tiene a diario con sus amigas, y que hace parte de su realidad deficiente y parasitaria de la existencia, alimentada por el conformismo y los intereses creados, las telenovelas, la literatura “light” y del corazón y la de superación personal. Montag, por su parte, es un sujeto enigmático. Su trabajo de bombero pirómano le impone estrictas reglas que él cumple a cabalidad sin cuestionar: uno, responder rápidamente a la alarma; dos, iniciar el fuego rápidamente; tres, quemarlo todo; cuatro, regresar inmediatamente al cuartel; y cinco, permanecer alerta para otras alarmas. Todos los días de la semana arden en la hoguera de Fahrenheit 451 las obras de William Shakespeare y Jonathan Swift, el Quijote de Cervantes, la lucidez de William Blake y de Henry Miller, la prosa de William Faulkner, los poemas de Edgar Allan Poe, y hasta la filosofía existencialista de Arthur Schopenhauer. Novelas, biografías y relatos de aventuras hacen combustión en la pira de Montag diariamente. “Los reducimos a cenizas y luego quemamos las cenizas”, acota. Sin embargo, en sus ratos libres, ocupa su tiempo en leer los mismos libros que su trabajo le ordena incinerar. La idea de si es cierto que hace mucho tiempo los bomberos solían apagar incendios en lugar de quemar libros lo atormenta. La importancia de Fahrenheit 451 es que representa una bella metáfora-hipérbole acerca de la censura y la incapacidad de razonar y pensar por sí mismos. Y si bien la obra es ficticia, cabe decir que está inspirada en sombríos pasajes de la humanidad en los que la censura, el absolutismo político y el fanatismo religioso han impuesto la demencia arguyendo la razón y la verdad como motivos. Hay que recordar que en 1933 en Berlín Hitler instigó a arrojar a la hoguera todo material literario judío y aquel que fuese considerado como antigermánico. En los años 50 en Norteamérica, durante el periodo macarthista, además de la cacería de brujas emprendida contra críticos y artistas, fue prohibido y encarcelado el poema Aullido, que el escritor beat Allen Ginsberg dedicó a Carl Solomon. Sin embargo, ya no hace falta quemar libros con lanzallamas y keroseno, si el mundo se inunda de gente que no lee, que no aprende y que no sabe, de sujetos masificados por la industria del consumo que les administra el mundo de la vida hasta convertirlos en individuos que no odian ni aman y que solo funcionan; ya no se necesitan bomberos que prendan fuego y persigan al lector, si la Tierra se atesta de almas tristes que no sienten, que nunca preguntan y que creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Por eso, en el filme Truffaut explota con las imágenes las palabras que no están consignadas en la obra. Allí le rinde tributo a otra de sus pasiones, la literatura, uno de los personajes principales de la cinta y que no tiene tanto despliegue en el texto de Bradbury. Truffaut toma la idea, la situación y los personajes de Bradbury y los resignifica desde el lente de su cámara. Es un filme esperanzador porque pone de manifiesto el dilema moral que le impone a Montag el espíritu burocrático de su trabajo hasta su gradual metamorfosis, y muestra cómo la irreductibilidad del espíritu humano cuestiona la ciega obediencia de una cadena de órdenes y termina por rebelarse a la banalidad del mal y al sinsentido; de cómo la semilla de la rebelión germina como reacción ante todo régimen totalitario y esclavizante. La disidencia decide esconder los libros donde no puedan ser destruidos: memorizándolos. Ellos se hacen libros. Esto es un canto a sí mismo y a la desobediencia civil, un mensaje y una declaración que dice que donde se queman los libros se queman las ideas, y donde se queman las ideas se impone la demencia, y allí donde se impone la demencia hay que resistir. NESTOR SAUL SOLANO HINEL Tusitala Sintonice TUSITALA RADIO : Información y Cultura para Todos Emisora Cultural Luis Carlos Galán Sarmiento 100.7 F.M-Domingos 6:00 p.m. - 7:00 p.m. Biblioteca Pùblica Municipal Gabriel Turbay Bucaramanga-Santander-Colombia