EL MUNDIAL NIBELUNGO DAVID MARTÍNEZ Internacionalista, socio del Centro de Investigación y Análisis Político GALMA SC. Todos saben que Alemania será sede, este verano, del mundial de fútbol. El mundial es, quizá, con la excepción de los Juegos Olímpicos, el acontecimiento deportivo más grande del mundo. Pero, ¿ esta preparada Alemania para ello ? Hurguemos un poco en el espíritu alemán y, veamos, qué nos puede deparar este verano más allá de las salchichas franfoters y la cerveza caliente. Dice, con razón, el profesor Ralf Darenhof que Alemania reúne lo mejor y lo peor de la condición humana. Alemania es la tierra de Kant, Hegel, Einstein, Schopenhauer, Adorno y su Escuela de Francfort, el multicitado guru de los medios Jurgen Habermas y el actual papa Joseph Ratzinger, el dios de la música Beethoven y el kaiser Franz Beckenbauer. ¿Cómo no admirar un país así ? Al final, es el país que nos dio el vochito, la aspirina y al Bayern de Munich. Pero también es el país que engendró a la bestia del nazismo, cuya sombra – demasiado alargada todavía – sigue recordándonos que Alemania, durante una generación, fue presa de un estado de inconsciencia colectiva que derivó en el Gobierno del Tercer Reich y en la Segunda Guerra Mundial. Es, con dolor, la tierra de Hitler, Himmler, Goebbles y Eichmann; esos tipos abominables y despreciables que engendraron la solución final y los campos de concentración y exterminio ( Dachau en Munich, Buchenwald cerca de Weimar y Auschwitz en el pueblo polaco de Oswiecim ). ¿ Cómo no temer a un país así ? ¿ Cómo no sentir pena ? Parte de esta grandeza y miseria están contenidos en el celebre poema El cantar de los Nibelungos, la biblia del nacionalismo alemán. El héroe del Cantar es Sigfrido; quien queda embelesado con Crimilda, hermana del rey Gunther, y con la que esta decidido a casarse. El rey accede esta petición a cambio de su ayuda para derrotar a Brunilda, reina de Islandia, de la que estaba perdidamente enamorado, y que había prometido que se casaría con quien lograra vencerla en combate. Sigfrido y Gunther, como otros antes en la literatura, viajaron a Islandia, donde Sigfrido derrotó a Brunilda en una lucha cuerpo a cuerpo. Esta, creyendo que el triunfador había sido Gunther, se casó con él. A su vez, Sigfrido se unió a Crimilda. Hasta aquí todo es genio y figura, esa parte noble y grande del espíritu alemán. Pero la tragedia y la miseria alemana estaban a punto de presentarse. Hagen, un astuto y perverso consejero de Gunther, lo convenció de que Sigfrido era considerado por todos superior a él. Su odio aumentó cuando su mujer Brunilda, enterándose de que su matrimonio era fruto de un engaño, le confiesa una pasión desesperada por Sigfrido. Así, Hagen asesinaría a Sigfrido durante una cacería real. Crimilda, como en la mejor de las novelas de Televisa, jura vengar la muerte de su esposo. Lo lograría, trece años más tarde, al casarse con Atila, rey de los hunos y azote de dios. Para el banquete de bodas, Crimilda consiguió atraer a Hagen, Gunther y sus seguidores hasta la corte de los hunos. En ese encuentro, desgarrador, las viejas rencillas emergen y todo se resuelve por las armas. La masacre de todos los burgondos a manos de las huestes de Atila nos habla de la naturaleza trágica de Alemania y nos transporta a un escenario parecido al posterior al de la Segunda Guerra Mundial: un país ocupado por fuerzas extranjeras, dividido en cuatro regiones. Cuenta la leyenda que Atila, antes de dividir el país, celebró esa masacre envolviendo las cabezas de Hagen y Gunther en vejiga de caballo y pateándolas, de manera similar a cómo hoy pateamos un balón. De ser cierta esta anécdota, marcaría el principio de una larga relación entre la Historia de Alemania y el fútbol. Así, en la Primera Guerra Mundial, franceses y alemanes, en medio de los bombardeos, paran un momento el rifirrafe para disputar un partidillo de fútbol. Alemania, que perdería la guerra, gana aquel partido 2 – 0 y el fútbol entra en la Historia como el deporte que, por cuarenta minutos, paró la guerra más cruel que los hombres conocían. Más adelante, en 1954, en el Mundial de Suiza, Alemania se enfrenta a la Hungría del Cañoncito Bum, Ferenc Puskas, quizá el delantero más hermoso que pisara una cancha nunca jamás. Todos daban por seguro que Hungría ganaría el encuentro por goleada, pero el marcador era 2 – 2 en el minuto 75. En la memoria de todo alemán de la posguerra quedará aquel increíble disparo de Helmut Rahn, conectado con el pie izquierdo pocos minutos antes del final. El grito de GOL convirtió a Alemania, una paria internacional después del nazismo, en un país sinónimo de triunfo. Era una vuelta, en toda regla, a la Comunidad Internacional. Las crónicas nos hablan, todavía, del famoso milagro de Berna y de aquella frase ... “desde atrás debería disparar Rahn”. A la Historia le deben gustar las coincidencias, se suele decir en las aulas universitarias; pero lo cierto es que esa frase se puede aplicar a la siguiente anécdota. Es 7 de julio de 1990 y, en Roma, se juega la final de la Copa del Mundo entre la Argentina de Maradona y la Alemania de Mathaus y Andreas Breme. Diez minutos antes del final, el arbitro uruguayo, nacionalizado mexicano, Edgardo Codesal, marca un penalti contra Argentina. Andreas Breme toma el balón y lo lanza al fondo de la red. Alemania, campeona del mundo. Dos meses después, cayó el muro de Berlín y se unificó el país. Helmut Kohl, el eterno canciller alemán, declaró: Alemania es el país más feliz de la tierra. Incluso, el campeonato del mundo celebrado en Alemania en 1974 sirvió, además de para proclamar a Beckenbahuer kaiser de facto del país, para borrar la mala imagen que el país dio dos años antes en los Juegos de Munich. La Alemania de Beckenbauer demostró que el país era capaz de poner orden. Enfrente, nada más y nada menos, estaba el atractivo orden del caos de la Holanda de Cruyff y Rinus Hitchell. Pero el fútbol también ha demostrado el espíritu negro de Alemania: en 2002, en medio de una recesión económica fuerte, Alemania se calificó para la final de la Copa del Mundo de Korea y Japón. Oliver Kahn, capitán de la selección en ese entonces, retó a un Ronaldo que recién volvía de una lesión. Palabras demás y Ronaldo anotó dos goles que le devolvieron el título de mejor delantero del mundo. Kahn resultó, al fin, ser un verdadero kantamañanas y un tarugo. De igual forma, en 1966 en Londres, Alemania jugó la final de la Copa del Mundo contra Inglaterra. En las gradas el barullo era enorme y Alemania volvió a descubrir lo que Hitler experimentó pocos años antes en carne propia: conquistar Inglaterra es punto menos que imposible. En medio, claro, un gol fantasma que todos declaran el atraco más grande del mundo mundial. Y cuatro años después, en México 70, una Alemania que ya había ajustado cuentas con Inglaterra, jugó con Italia el partido del siglo. No creo que se pueda decir nada sobre ese partido que no se escribiese en ese entonces: dos contendientes que deciden matar al contrario aunque para ello tengan que inmolarse. Poco pudo hacer una Alemania que no las tenía todas consigo, pues pocos años había comenzado la famosa ostpolitik o apertura al este. Y justamente, señalan los cronistas, por dar demasiados espacios, Alemania perdió el partido. Quedará, eso si, el honor. Pero de qué sirve el honor si no se es campeón del mundo, cabría preguntarse. Como también hay que volver a preguntarse si Alemania está preparada para el mundial. ¿ Cuál de sus caras nos mostrará ? ¿ La del equipo ordenado, que se lanza a tumba abierta contra el rival o la del equipo que se siente superior a los demás y se encuentra con un equipo que es dos, tres veces mejor ? Quizá, y siguiendo la frase de Ralf Darenhof, cabría escuchar a Friedrich Schlegel, quien ha dicho que “todos los juegos no son más que imitaciones lejanas del juego infinito del mundo, de la obra de arte que eternamente se está haciendo a sí misma”. El fútbol es el juego por excelencia; Alemania, la metáfora de la condición humana. Juntos son el mundial, el máximo escaparate, el microscopio donde podremos ver a héroes como Sigfrido, que luchan en pos de la amistad y la hermandad, y a verdaderos criminales de guerra, rompedores de piernas y cabezas como Atila. Esperemos, por el bien del fútbol o del destino del mundo, que veamos más a los primeros que a los segundos. Sólo así, Alemania podrá ser – por fin – ese huésped que entiende que el fútbol, como la vida, es mucho más que un simple juego.