EL AJONJOLí DE TODOS LOS MOLES

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El ajonjolí de todos los moles
Eduardo Merlo*
C
* Eduardo Merlo Juárez es, como el título de este
artículo: “Ajonjolí de todos los moles”, porque de
profesión originalmente es arqueólogo, egresado
de la Escuela Nacional de Antropología e Historia,
para luego hacer los posgrados convenientes en la
unam, de Ciencias Antropológicas y de Arquitectura
y Urbanismo, así que como antropólogo formado en
una época en que había que saber de todo y entrarle
con singular alegría, ha incursionado mucho en
la Etnohistoria y Etnografía, también en Historia
especialmente la del periodo colonial, y en el arte
en todos sus aspectos. Lo anterior le ha permitido
publicar varios libros sobre estos temas e infinidad
de artículos de toda índole. Una especial inclinación
por la buena comida lo ha llevado al ámbito de la
historia de la gastronomía, que ha estudiado tanto
en nuestro país, como en el Lejano Oriente, África y
Europa. De ahí el atrevimiento de escribir sobre este
tema. El autor es investigador del Instituto Nacional
de Antropología e Historia y catedrático en varias
prestigiosas universidades.
uando alguno anda sandungueando por todas partes y sirve lo mismo para un barrido
que para un fregado —me refiero a esos que hacen el milagro de repicar y andar en la procesión,
y hasta chiflar y comer pinole— solemos decirles que son “ajonjolí de todos los moles”, porque
desde que se conoció en estas tierras la semillita
que Alá el omnipotente sembró en las tierras de
sus amados hijos los musulmanes, sarracenos,
islámicos o moros, sirvió, no para el dicho, sino
como complemento sabroso y aromático de cualquiera de los moles tan sabrosos y famosos que
tenemos en buena parte de nuestro país.
El arabísimo ajonjolí se ha convertido en parte indispensable de los moles mexicanos, que
son innumerables, por tanto, esta semilla va de un
lado para otro, dando lugar al dicho: “ajonjolí de
todos los moles”. Llegó en barriles en las naves que
arribaban a Veracruz, procedentes de la Madre Patria, porque allá era ya famoso y útil para muchas
cosas. El famoso Linneo, padre de la botánica,
lo clasificó como manda la ciencia: pertenece al
reino Plantae, en la división Magnoliophyta, clase
Magnolopsida, con lo cual debe haberlo asociado
a las magnolias, o muy cerca de ellas, pues cierta-
41
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
mente las plantitas se parecen, incluso sus flores.
Es del orden de los Lamiales, los que pertenecen
a la familia Pedaliaceae, y su nombre genérico es
Sesamum, de la especie Sesamum indicum. La alusión última nos habla de su lugar de origen que es
la India, y debe ser, ya que en ese enorme y polifacético país el sésamo se utiliza en infinidad de
guisos. Así que el nombre que más se conoce es:
Sesamum indicum. Es un arbusto que lo máximo
que llega a crecer es metro y medio y tiene en sus
hojas y en el tallo unos pelos pegajosos, que crecen también en los frutos que son unas capsulitas
en donde están las apreciadas semillas.
Los árabes, incansables viajeros, lo llevaron a
su tierra en enormes caravanas a través de desiertos y montañas, y luego a España, que también era de ellos entonces. Fueron quienes le
pusieron el nombre al-yul-yulan, que en los
dialectos del norte de África se modificó a alyul-yulin, y se tornó en gongolil para los moros
de Andalucía, de donde salió al-jijirí que quedó en “ajonjolí”, sonoro y bonito. Qué curioso
que ahora los españoles le dicen sésamo, cuando fueron ellos los responsables del apelativo
ajonjolí.1
Antes que beneficiara a los moles, el ajonjolí sirvió en sus lugares de origen para fabricar
aceite, lo que fue recibido como una bendición,
puesto que las religiones imperantes proscriben
la manteca de cerdo por impura. Además, se
incorporó a la panadería y a infinidad de platillos regionales. Resabio de esos orígenes son
1
42
Anina Jimeno Jaén, El sabor de las palabras. Una fascinante
degustación de términos gastronómicos, México, Aguilar, 2008, p. 32.
los cocoles, las semitas, rosquillas y hasta el pan
hamburguesero, que son esparcidos de ajonjolí
lo que les da un sabor inconfundible.
Aclarando lo anterior, que es a lo que se refiere el título del artículo, hacemos un comentario
oportuno: los mexicanos heredamos de nuestros
ancestros indígenas, mucho, pero mucho más
de lo que nos imaginamos. Una de estas herencias es sin duda el protocolo y el gusto verdadero
de dar de comer. Aun la gente de las ciudades,
que es la que más se ha alejado de los orígenes autóctonos, busca llevar a los amigos o conocidos
a comer, si no lo puede hacer a un restaurante o
fonda, lo mejor es llevarlo directamente a la casa,
y si se deja, atiborrarlo de una manera brutal.
Lo mismo pasa en la provincia, pero con mucho mayor énfasis. La comida ofrecida en la
casa es una especie de ritual, quien ha sido invitado debe sumergirse en ese protocolo y darle
gusto a los anfitriones. Si se trata de una fiesta
es mucho mejor, porque los invitados conocen
lo que esto significa y comparten la costumbre.
Todavía hay más, si se trata de la festividad del
pueblo, todas las casas están preparadas para
recibir a quienes han sido invitados directamente, invitación que es realmente una obligación, ya
que el desaire se toma como algo terrible, una
afrenta directa a la familia, especialmente al jefe
de la casa. En esa festividad del pueblo o del barrio,
las casas están preparadas también para recibir invitados espontáneos —no importa cuántos— ya
que mientras más sean, aumentará el prestigio de
la familia y la presunción ante los vecinos.
El mundo prehispánico sentó las bases de esta
tradición y la transmitió de manera impecable,
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
comer es lo mejor que se puede ofrecer al prójimo, echar la casa por la ventana —que es un decir, ya que entonces no había ventanas. Ir en la
actualidad a la fiesta patronal de cualquiera de
los pueblos de lo que fue Mesoamérica, es como
introducirse al mundo antiguo, con muy poca
diferencia, ya que la organización, el protocolo
y, sobre todo, el gusto, serán idénticos. Como la
festividad del pueblo implica un complicado ritual, mucho del cual se celebra en el templo o sus
anexos, también se ritualiza en el patio de la casa,
donde está la “cocina de humo”. La preparación
de la comida es solemne, las mujeres se tornan
sacerdotisas del fuego y de la “alquimia” de los
condimentos.
Es un ritual matar a las gallinas o a los guajolotes, desplumarlos, desviscerarlos, si es que
se permite esta palabra, para luego proceder
al descuartizamiento, como si tratara de víctimas propiciatorias en el tezcal de un teocalli.
Siempre habrá una voz rectora, heredera de la
tlacualchiuhqui, usualmente la mujer que gobierna la casa, para que dirija a las ayudantas
en ese rebumbio, que vigile y sancione, que
mezcle y condimente. Las auxiliares buscarán
participar solícitas, lavar y cocer los chiles, desvenarlos, tener listos los demás ingredientes,
correr por los faltantes, preparar los metates, ir
moliendo lo necesario, cuidar del comal, echar
tortillas sin descanso. Desde hace más de treinta siglos, el ritual gastronómico se repite hasta
la actualidad como una banda sinfín.
Hay que ver los rostros de los anfitriones: son
de satisfacción y orgullo cuando los comensales ponderan la comida y la agradecen, lo cual es
señal de que hay que servir otra ración, igualmente generosa; inclusive se sabe de antemano
que habrá “itacate”, es decir, un “poco” de esa
comida para llevarse a casa, de tal manera que
hay quienes llegan ya con sus recipientes para
recibir esos alimentos, sin que eso se tome como
un abuso, al contrario, es señal de que la comida
es digna de llevarla consigo para seguirla degustando los días sucesivos.
Viene a colación que en la lengua náhuatl, “comida” se dice cualli, que significa “todo lo que
es bueno”, principalmente lo alimenticio; pues
hasta en el saludo está el término: cualliteotlatzin
dice uno al encontrarse con otra persona, que
significa que “Dios te dé lo bueno” o bien: “Dios
te dé de comer”, con lo cual se nota la importancia que se le concede a la comida. Con razón.
Esas costumbres, que han persistido hasta el
presente, provienen del mundo indígena anterior a la conquista europea. Incluso la religión
estaba ligada a costumbres culinarias bien definidas, las cuales abundan en las descripciones
de los primeros cronistas españoles. Por ejemplo, el ilustre fray Bernardino de Sahagún, erudito religioso franciscano, indagador de cuanto
pudo, nos habla de una costumbre que ya era
antigua cuando se la narraron, tenía que ver con
la conmemoración de la fundación de Tenochtitlán, porque uno de los sacerdotes principales, de
nombre muy rumboso: Chalchiuhquacuilli, que
significa: “el precioso comedor de gusanos” o “el
que come gusanos preciosos”, porque seguramente los preparaba para comerlos ceremonialmente;
este encumbrado señor, habiendo concluido las
ceremonias solemnísimas, se presentaba ante
43
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
Metate, valle de México, 800 a.C.- 200 d.C.
otro grupo de sacerdotes y expresaba: coatl izomocayan moyotl icauacayan, atapalcatl inechiccanahuayan, aztapilcue cuetlacayan, que quiere
decir: “este es lugar de culebras, lugar de mosquitos, y lugar de patos y lugar de juncias”.2 Los que
estaban presentes, como era a orillas de la laguna, se echaban al agua e imitaban a los animales
del lago, todo en recuerdo del islote en que se
fundó la gran ciudad. Más tarde, todos se reunían: “sentábanse en corrillos en el suelo, para
comer, puestos en cuclillas como siempre
suelen comer, y luego daban a cada uno su
comida […] eran muy recatados y curiosos,
que no derramasen gota ni pizca de la comida que comían, allí donde comían; y si alguno derramaba alguna gota de la mazamorra
que sorbía, o del chilmolli en que mojaban, luego
le notaban la culpa para castigarle, si no redimiese su culpa con alguna paga”.3
44
2
Ibid., p. 164.
3
Ibid., p. 165.
En estos pasajes seleccionados encontramos
una información extremadamente rica —independientemente de saber que recordaban
ceremonialmente la fundación de la gran ciudad, de una manera que quizá hoy nos pareciera cómica, describen la forma educada de
reunirse a comer, es decir, formando grupos y
puestos en cuclillas, lo que nos lleva a una asociación muy cercana con las costumbres y formas orientales. Uno puede mirar la forma de
comer de la gente de la India y la narración podría describirlos con exactitud. Ponerse en cuclillas era algo común; hoy muchos indígenas de
diversas partes de nuestro país así lo hacen, no
sólo para comer, sino para descansar de una larga caminata, para estar en el templo o en el mercado. Las mesas muy bajas, llamadas tlapechtli, únicamente eran utilizadas por los grandes
señores y sólo en ocasiones señaladas.
El relato del franciscano menciona el guiso
que nos trae a esta ocasión: chilmolli, palabra de
la lengua náhuatl que se compone de las voces
chilli, que alude al capsicum, y molli o molonqui,
que significa triturar, machacar, moler; siendo
esto una coincidencia, como muchas otras, con
los vocablos españoles. Por cierto, la palabra
chilli significa “irritar”, porque primeramente
irrita el paladar y luego la nariz. Los toltecas
llevaron esa voz hasta los mayas que la cambiaron por tziz, con la misma connotación, y no al
revés como dicen algunos.
Molli y “moler” son prácticamente iguales. El
referido padre nos dice: “el chilmolli en que mojaban”, es decir que este guiso era principalmente
para que todos mojaran, en este caso las tlaxcalli
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
o tortillas de maíz, en un recipiente llamado chilmolcáxitl. Y ya vamos por buen camino.
Si la dieta común de los indígenas de estas tierras
era especialmente a base de vegetales, insectos y
pescados, en las festividades ésta se complementaba con carne de aves, especialmente patos y
algunas variedades de garzas, dejando para las
grandes ocasiones al huexólotl o tótotl, y por
supuesto a la más popular de las razas de cánidos, los itzcuintlis, que eran los perrillos domésticos, o los xoloitzcuintlis que andaban salvajes en
los cerros y los tepetzcuintlis, de iguales condiciones; aunque en realidad estos animales no eran
accesibles para la mayoría.
Los alimentos festivos eran cocidos en caldos
o al vapor y solamente en ocasiones especiales
se cocinaban esas carnes en el guiso, por ejemplo para las festividades religiosas, cual platillos
rituales, como en la fiesta llamada Tlacaxipehualiztli, en honor del Señor Desollado, símbolo de la renovación de la naturaleza. El mismo
padre Sahagún nos describe lo que sucedía en
esa festividad, en la cual a las víctimas propiciatorias, una vez sacrificadas, se les quitaba la piel
con una gran destreza; dice:
después de desollados, los viejos que llamaban
quaquacuiltin llevaban los cuerpos al calpulco,
adonde el dueño del cautivo había hecho su voto
o prometimiento; allí le dividían y enviaban a
Motecuzoma un muslo para que comiese, y lo
demás lo repartían por los otros principales o parientes; íbanlo a comer a la casa del que cautivó al
muerto. Cocían aquella carne con maíz y daban a
cada uno un pedazo de aquella carne en una es-
cudilla o cajete, con su caldo y su maíz cocido, y
llamaban aquella comida tlacatlaolli; después de
haber comido andaba la borrachería.4
A ese guiso donde la carne era cocida con el
propio caldo, chile en abundancia y mucho
maíz de cierta variedad, se le llamaba también:
potzolli, el cual era muy apreciado aunque no
todos lo podían comer.
Por lo demás, la comida de fiestas era básicamente el chilmolli, preparado con la combinación de al menos dos variedades de chile, al
que se añadía cacao y masa de maíz para darle
espesura. Este tipo de chilmolli es el que mencionan las fuentes que comía, de preferencia,
el señor Moctezuma Xocoyotzin, combinando
sus alimentos según las buenas maneras de la
corte, es decir, teniendo ante él un plato grande
con trozos de carne variada, ya fuera huexólotl, itzcuintli, mázatl —que era el venado—,
carne reservada para la nobleza; el canáhuatl,
que es pato, junto con chichicuilotl, cierto tipo
de garza; zollin o codorniz, perdices, faisanes,
gallinas de papada, conejos, liebres, palomas y
por supuesto, animales lacustres, como el atxólotl o ajolote e infinidad de peces, más la carne
humana que ya escuchamos en el escrito del
padre Sahagún. Claro que este último alimento
era sagrado y no frecuente; contrario de lo que
mencionaban algunos exagerados, que hasta
afirmaban que la vendían en el mercado; esto
para provocar el rechazo e indignación de los
4
Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva
España, México, Porrúa. 1981, vol. I, p. 143.
45
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
lectores europeos del siglo xvi y justificar los
excesos de los conquistadores. Diego Rivera
plasmó esto en sus murales del Palacio Nacional, pero para burlarse de esos calumniadores.
El soldado veraz, Bernal Díaz del Castillo, escribió sobre la mesa de Motecuzoma:
En el comer, le tenían sus cocineros sobre
treinta maneras de guisados, hechos a su manera y usanza, y teníanlos puestos en braseros
de barro chicos debajo, porque no se enfriasen, y de aquello que el gran Montezuma había
de comer guisaban mas de trescientos platos
[…] salíase Montezuma algunas veces con sus
principales y mayordomos y le señalaban cuál
guisado era mejor, y de qué aves y cosas estaba
guisado […] él sentado en un asentadero bajo,
rico y blando, y la mesa también baja […] y allí
le ponían sus manteles de mantas blancas y unos
pañizuelos algo largos de lo mismo, y cuatro
mujeres muy hermosas y limpias le daban agua
a manos en unos como a manera de aguamaniles
hondos, que llamaban xicales; le ponían debajo,
para recoger el agua, otros a manera de platos,
y le daban sus toallas, y otras dos mujeres le
traían el pan de tortillas. Y ya que comenzaba
a comer echábanse delante una como puerta
de madera muy pintada de oro, porque no le
viesen comer… Servíase con barro de Cholula,
uno colorado y otro prieto.5
5
46
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la
Nueva España, México, Promex Editores, 1979, pp. 182-183.
La narración del conquistador es clara y contundente, las maneras de la buena mesa eran
estrictas y exquisitas, hay que ver lo del mantel,
las servilletas, el lavado de manos y de boca, al
pasar de un platillo a otro, la cantidad de guisos
y la discreción comensal. Los platos de barro
cholultecas eran los mejores y más lujosos de
cuantos se podían conocer en esos tiempos, los
arqueólogos hemos encontrado las más diversas formas y decorados en esa loza de increíbles hechuras. Pero esto era el culmen de esa
sociedad, de ahí que para esa nobleza delicada
algunos platillos fueran guisados con la carne y
no aparte, como era cosa común.
En las casas de la nobleza, que eran los tecaleque o pipiltin, se repetía el mismo patrón, el
chilmolli combinado con carne y servido junto con platillos de verduras variadas, a las que
llamaban quílitl. En las viviendas de los macehualtin (la gente pobre), en las fiestas que por
supuesto se celebraban, los anfitriones preparaban el chilmolli acompañado de carne de patos y para presumir, de huexólotl, ya que todos
tenían en sus casas corrales donde se criaban
estas aves, únicamente para las ocasiones que lo
ameritaban. Es muy importante resaltar que en
esas ocasiones era obligada la cortesía de recibir invitados y agasajarlos con estos alimentos,
sin importar cuantos fueran. La gente comía
contenta y ponderaba la hospitalidad y esplendidez de la familia. Esa fue la base de las actuales costumbres en los pueblos, prácticamente
con muy pocos cambios en la organización y
maneras, aunque sí en la preparación de los
alimentos.
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
Ilustración tomada de Cristina Barros y Marco Buenrostro
(eds.), La alimentación de los antiguos mexicanos en la Historia
Natural de la Nueva España de Francisco Hernández, México,
Universidad Nacional Autónoma de México-Dirección General de
Publicaciones y Fomento Editorial, 2007, p. 62.
Hablamos del chilmolli y de cómo se preparaba, enriqueciendo el guiso con al menos dos
variedades de chile, principalmente el llamado
huehuechilli, literalmente “chile viejo”, que hoy
llamamos “pasilla” y el chilcpoctli, que era un chile especialmente ahumado para provocar cierta
miel cáustica. En realidad no acabaríamos nunca de hacer al menos una somera relación de
los diferentes tipos de chiles; recordemos que
en las cuevas de la Cañada, en Tehuacán, se encontraron semillas del capsicum, con una antigüedad de 7 000 años, pero básicamente eran los
mismos que hoy conocemos y puede que más,
porque muchas variedades han desaparecido.
Es posible que las únicas excepciones, porque
vinieron de fuera, sean el chile de tiempo o
poblano y el chile güero o chile largo, ambos
caracterizados como “tornachiles”, que son otra
historia.
Para lograr más espesura, la pasta o masilla
de chile se molía con cacao y maíz. Los chiles
se debían triturar una vez cocidos, operación
llamada chilatextli. Esta masa espesa era otra
vez molida junto con el cacao para conformar
el chilcacahuatl, aunque también se le decía así
a una bebida de la cual sólamente se sorbía la
espuma picante. La masa combinada era adelgazada con el caldo de la carne de huexólotl,
operación llamada chilahuia. Si el guiso no se
deseaba espeso, se aguadaba y entonces ya no
era chilmolli, sino chílatl. El chilmolli aguado
no era tan apetecible, de donde vino a resultar el dicho: “no hay nada más desdichado que
mole flojo y aguado”.
Todavía hoy, en la región oriental del estado
de Puebla se consume un guiso llamado “chilate”, que debe ser caldoso y acompañado de bollitos de masa, relativamente parecido al “mole
de olla” del centro del país y al famoso “chilpozonte” de la Sierra Norte de Puebla. El original
chilmolli prehispánico no llevaba ninguna clase
de condimento, salvo los ingredientes mencionados y sal.
Por supuesto que fue el platillo festivo desde
tiempos inmemoriales. Aunque esto la arqueología no lo comprueba fácilmente, al considerar
el tipo de recipientes y las vajillas domésticas, se
llega a esta conclusión. El chilmolli era la salsa que
se colocaba accesible a los comensales, los que,
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El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
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como ya dijimos, estaban en cuclillas alrededor de
esos recipientes, pudiendo mojar sus tortillas o tamales cuantas veces fuese necesario, como se hace
en las comidas de Asia. La variedad de tamales o
tamallin era infinita, y, aunque al paso del tiempo
se perdieron muchos de estos bollos de maíz, los
que nos quedaron son muchos más de los que nos
imaginamos.
Junto a los recipientes de chilmolli, que eran
llenados cada que era necesario, estaban otros
donde se colocaba la carne ya cocida y cortada debidamente para que cada quien tomara la
que apeteciera y fuera comiendo, sin más instrumentos que las manos y, en su caso, el hábil
manejo de las tortillas; aunque hay que aclarar
que éstas no eran tan delgadas como ahora,
aunque sí mucho más grandes, por lo cual podían utilizarse sirviendo la salsa directamente
en la tortilla e irle cortando pedazos para sopear; deliberadamente, cuando la tortilla se
colocaba en el comal caliente, se le iban pellizcando las orillas para que pudieran contener
alimentos espesos, los cuales también podían
servirse en un plato individual —que los había
de diferentes formas, capacidades y decorados.
Por supuesto que cada región preparaba el
chilmolli de acuerdo con sus costumbres, ya
que podía ser más espeso o más delgado, con
mayor o menor picor, hay registrados guisos
como tlemolli, huaxmolli, chilpozontli, chichilotl, en general muy parecidos, y sobre todo,
considerados platillo de lujo para las grandes
ocasiones. Desde las culturas totonacas, tepehuas, otomís, huastecas, hasta las nahuas,
chontales, mixtecas, zapotecas, popolocas y
mayas, el chilmolli, como quiera que se le haya
dicho, era el plato festivo y de lujo. Ninguna casa
preparaba chilmolli en la vida cotidiana, aunque
tuviera los recursos, pues se hubiera considerado como una falta de respeto a las tradiciones, a
las cuales estaban estrictamente apegados. Cabe
decir que el chilmolli era, antes que todo, el alimento para los dioses, después de las ofrendas
de corazones, tanto animales como humanos:
las divinidades recibían en sus aposentos sagrados los cajetes de chilmolli y de carnes varias, no
obviando la tlacatlaolli ya mencionada, ésta sí
guisada con la salsa.
Como se pueden dar cuenta, para nada se
ha mencionado fritura alguna, ya que no había
más grasa que la que las propias carnes soltaban, si es que las asaban, pues, siendo cocidas
con agua o al vapor, no había las molestias colesteríticas, ni triglicéridas que hoy nos traen
epáyotl, es decir: “azorrillados”.
Todo esto es simplemente el antecedente sólido de la tradición de un guiso que ha sido emblemático de los pueblos que a la larga constituyeron una nación. Así que hay que tomar en
cuenta que el famoso chilmolli y sus variantes
fueron creados y saboreados desde los primeros
estadios culturales de Mesoamérica y, como todos los alimentos de la humanidad, fueron variando y enriqueciéndose en cada generación.
Llegaron los conquistadores castellanos y se
encontraron con la cocina mesoamericana, vegetariana más que carnívora, lo que mucho les
molestó, dado que quizá no haya pueblo más
tragón de carne que los españoles (al menos
llevan ventaja sobre muchos otros). Relataban
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
los cronistas cómo los indígenas de Zempoala
ofrecían platos con chilmolli y carne de huexólotl a los caballos, entristeciéndose cuando esos
animalotes no querían comer de la ofrenda.
En la larga trayectoria hasta el Altiplano, Cortés y su ejército se enfrentaron a algo cuyas espadas no podían combatir, la apabullante cortesía
de los indígenas que los honraban con platillos
atiborrados de chilmolli, así como con quílitl o
verduras, tlaxcalli-tortillas y carne de huexólotl,
porque ésta se consideraba la mejor para agasajar a los visitantes. Lo más probable es que al
principio sufrieran el famoso “efecto campana:
hoy pica y mañana repica”, es decir, la terrible
“venganza de Moctezuma”, propiciada por lo
pesado y difícil del chilmolli para la digestión
europea. Con el paso del tiempo debieron acostumbrarse, aunque no mucho, al gusto por esos
guisos extraños y picantes.
Concluyó la conquista armada y empezaron
a arribar los primeros evangelizadores y tras
ellos cada día más colonos. Fueron los frailes
los primeros en enseñar a los naturales a cocinar a la española; los conventos tenían en sus
cocinas enormes chimeneas de donde colgaban pesados calderos para hacer los pucheros
y potajes, utilizando los mismos animales que
los indígenas criaban o cazaban, hasta que se
trajeron la primeras reses, que fueron una gran
novedad, tanto por su figura como por el sabor
y consistencia de la carne. Un poco más tarde
arribaron los primeros pies de cría de cerdos;
fueron trasladados a la incipiente fundación
o puebla, que los franciscanos llamaban “Ciudad de los Ángeles”, establecida para que los
españoles que andaban vagando por el territorio se asentaran en ella y mostraran a los indios
las formas de vida de la Madre Patria. Inclusive las
manzanas rectangulares que caracterizan la traza de la Angelópolis se agrandaron en longitud
en las afueras para permitir los chiqueros de
cría de cerdos. Esta industria floreció rápidamente dando origen a dos cosas: primero que
se dijera: “cuatro cosas come el poblano: cerdo,
cochino, puerco, marrano”, y la otra, que empezara a verse en los mercados y en las calles: la
manteca, que primero debió provocar diarreas
terribles a cholultecas, huexotzincas, tlaxcaltecas y demás vecinos.
La manteca y el aceite de oliva causaron una
revolución en estas tierras; las cocineras españolas y las indígenas intercambiaron experiencias y conocimientos, dando lugar a la cocina
mestiza que poco a poco dejó de parecerse a la
europea, enriqueciendo la autóctona. La primera tradición que se alteró fue la elaboración
del chilmolli, al cual se le añadió el proceso de
freír los chiles y la carne. Casi de inmediato,
el sustancioso guiso cambió de platillo fuerte,
aunque casi vegetariano, a un guiso donde la
grasa sentó sus reales.
Era imposible que en la nueva cocina no hicieran su entrada triunfal los condimentos de origen asiático, principalmente el clavo, la pimienta
y la canela, que aderezaron muy bien los guisos,
ya que se llevaron de maravilla con los chiles y
demás hierbas.
La Puebla de los Ángeles prosperó y se llenó
de conventos de frailes y de monjas; tan sólo de
éstos presumía de 11 establecimientos, la mitad
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El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
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que en la capital, pero más abundantes en proporción en cuanto al número de sus habitantes.
Las religiosas se esmeraban en la grandeza de sus
edificios, la suntuosidad de los templos, la maravilla de sus retablos y coros, el primor y tranquilidad de sus claustros, la frescura y enormidad
de las huertas; la santidad y devoción de las religiosas y, por encima de todo esto, pensando en
nuestro tema, las cocinas enormes, con sus anexos, los cuales eran bien dotados de despensas,
mercedes de agua abundante y lavaderos capaces. Las cocinas conventuales rivalizaban entre
sí para halagar a los prelados, a los equivalentes
frailunos, pero sobre todo, a los bienhechores del
convento, quienes bien agradecían la gentileza y
caridad de las monjitas, al elegirlos para ser agasajados con los platillos que salían de tan olorosos
recintos.
Las reverendas madres capuchinas, clarisas,
concepcionistas, agustinas, carmelitas, jerónimas y dominicas aprovecharon lo mejor de la
tradición culinaria indígena —salvo insectos
y animales raros— para irla combinando sutilmente con los sabores y elementos fundamentales de las cocinas españolas, porque España tiene
tantas variantes culinarias, como provincias y regiones; mucho más con los grandes aportes que
los moros llevaron desde Persia y Mesopotamia,
de Arabia y Egipto, de la India y de la gran China.
Como bendición del cielo, el fraile agustino
Andrés de Urdaneta junto con Miguel de Legaspi obedecieron la orden terminante de Felipe II
y surcaron el Pacífico para llegar hasta las Filipinas, y luego hicieron la hazaña de encontrar,
mediante la corriente del Kurosivo, la ruta de
retorno hasta las costas novohispanas. El resultado fue la flota de Filipinas, la llamada Nao
de China, que llevó y trajo, trajo y llevó, todo lo
transportable. Directamente del Oriente arribaron, además de las ricas mercaderías, los condimentos que definitivamente cambiaron el gusto
y sabor de la cocina, al menos de la criolla y la
mestiza.
El antiquísimo chilmolli se fue condimentando, enriqueciendo, cambiando paulatinamente;
de su pasta picante salieron adobos, pepianes,
chanfainas enmoladas, envueltos y las famosas
enchiladas. Las monjas supieron ir afinando
adecuadamente esos alimentos que muy ponto
fueron la delicia de los mismos “gachupines”,
como se les llamaba desde la Conquista a los
peninsulares.
Se sabe que entre estas santas cocinas de convento destacaron siempre las agustinas de Santa
Mónica, llamadas cariñosamente “las mónicas”,
quienes siempre llevaron la delantera en guisos
complicados, que eran enviados estratégicamente para el señor obispo en su cumpleaños, para
la familia aristocrática en alguno de los días
de fiesta de guardar o para tal o cual religioso,
canónigo o catedrático. Los agradecimientos
obligados no se hacían esperar, ya fuera en dinero
contante y sonante, en donaciones generosas o en
herencias sustanciosas; de tal manera que la cocina era la mejor ecónoma de cada monasterio.
Pasó el tiempo y los conventos crecían en exceso, la oferta era mucho mayor que la demanda, infinidad de jóvenes solicitaban el ingreso a
los claustros afamados; sin embargo, las reglas
eran estrictas limitando el número de profesas.
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
Cúpula y campanario de la catedral de Puebla de los Ángeles.
El crecimiento obligaba a nuevas fundaciones,
y así sucedió con las religiosas dominicas, las
primeras que arribaron a la Puebla de los Ángeles. Muy pronto tuvieron que desgajar de su
claustro de Santa Catalina de Siena a varias religiosas para que fueran a fundar el de Santa Inés
de Monte Policiano; una manzana entera les fue
regalada para que el convento fuera de mucha
capacidad y la huerta muy próspera. Las “ineses”
pronto alcanzaron igual fama que las de Santa
Catalina.
Otra vez el convento se saturó y las solicitudes eran muchas, de tal manera que un religioso que era fraile del convento de Santo Domingo, llamado fray Bernardo de Andía, tomó
como suyo el problema de las jóvenes que
deseaban vivamente ser religiosas dominicas.
Para suerte suya y de la orden, fue nombrado
albacea del rico poblano don Mateo de Ledez-
ma, quien en su testamento le daba
manga ancha al fraile para disponer de sus caudales. Eludiendo los
reclamos de algunos que alegaban
derechos testamentarios, solicitó y
obtuvo del papa Clemente XII el
poder necesario para disponer
de ese dinero y emplearlo en sus
propósitos de caridad y de beneficio para la orden dominica.
Con todo ese respaldo, el padre
de Andía compró una manzana
completa, no exactamente para el
nuevo claustro, sino para edificar
casas y rentarlas, con lo cual muy
pronto el dinero se multiplicó. Fray Bernardo buscó al rico comerciante don Ildefonso
Raboso, para que uniendo esfuerzos se estableciera un recinto en que tuvieran cabida las
aspirantes, a lo que este último accedió, sobre
todo porque era su deseo que en el nuevo recinto se juntaran sus tres hijas como fundadoras, a las que se añadiría doña Gertrudis
López, protegida del dominico. Don Ildefonso
decidió que el convento en prospecto llevara
el título de la santa que había sido canonizada en 1671, cuya causa entusiasmó a todo el
Continente; se trataba de Santa Rosa de Santa
María, mejor conocida como Santa Rosa de
Lima, aunque fray Bernardo insistía en que
se denominara igual que el otro gran convento femenino: Santa Inés de Monte Policiano.
Para darle gusto, se permitió que iniciara un
beaterio con ese nombre, el cual se abrió en
1683 con 15 aspirantes.
51
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
52
Fray Bernardo de Andía murió en 1696, por
lo que el proyecto fue tomado como propio por
el entonces obispo de Puebla, el ilustre don Manuel Fernández de Santa Cruz, al que yo denomino “obispo monjero”, porque se esmeró en el
cuidado y engrandecimiento de la vida religiosa
femenina. Estaba fundando por ese tiempo el
convento de Santa Mónica, y mucho se entusiasmó por concluir la obra del padre de Andía.
Al efecto, pidió al padre provincial de los dominicos y al cabildo de la ciudad que por escrito
dieran su parecer para que, junto con una carta
suya, se solicitara al virrey la anuencia para pedir al rey y al sumo pontífice las autorizaciones correspondientes con el fin de establecer
el instituto como un convento formal. El papa
Clemente XI concedió la gracia alrededor de
1700, y así se estableció el convento de religiosas dominicas de Nuestra Madre Santa Rosa de
Santa María de la Puebla de los Ángeles, siendo
protector y patrono don Miguel Raboso, hijo de
don Ildefonso. La autorización real tardó mucho, pues llegó hasta 1735, cuando era monarca
Felipe V, de tal forma que las monjas decidieron
que la fecha oficial de apertura del convento
fuera el 12 de julio de 1740.
Para no enfrascarnos demasiado en la historia
del convento, solamente mencionaremos que en
el “directorio” o reglamento primero se ordena
que en el recinto nunca haya más de 25 religiosas, 21 de coro y cuatro legas; luego pormenoriza
en el vestuario, moblaje de las celdas, enfermería
y demás dependencias, habla de horarios y obligaciones, nombramientos y responsabilidades,
entre otros temas; pero para nuestro interés, se
ordena que las monjas no puedan tener criadas,
aunque sean de familia noble. Luego, algo primordial: “Ordeno y mando que la priora muela,
o mande moler, chocolate para la comunidad,
mañana y tarde”.6 Sigue con las mortificaciones
y ayunos cuaresmales, amén de otras cosas.
Pero viene después un mandato curioso:
Ordeno y mando que no guisen ni laven, ni
muelan chocolate para personas de fuera, aunque sean prelados o superiores; que no envíen
regalos, salvo algunos casos de compromiso, o
cuando los superiores, el médico y el cirujano
estuvieren enfermos.7
Esta disposición contradice lo que frecuentemente hacían las religiosas. Como si el mandato
nunca hubiese sido escrito, se dedicaban a elaborar guisos, dulces, refrescos y curiosidades para
obsequiar a los prelados, como al obispo y los
canónigos, a los propios superiores de la orden
dominica y a infinidad de bienhechores. Otros
mandatos se refieren a atender especialmente la
cocina, cuidando de sus utensilios y fregando
trastes para que siempre luzca impecable.
La cocina original pronto fue insuficiente para
la demanda de guisos que recibía, así que decidieron construir una nueva con mucho mayor
capacidad, de tal manera que que varias cocineras podían moverse dentro, así como las galopinas y legas, con lo cual se denota que el “man6
7
Esteban Arroyo, Monasterio de Santa Rosa de Lima. Puebla de los
Ángeles, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, 1992, p. 28.
Ibid.
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
dato” o regla primera ya no se cumplía, puesto
que se alentaba a las monjas con habilidades
culinarias a que ensayaran nuevos platillos para
halagar la gula de los ricos poblanos. Cabe decir
que desde los primeros tiempos del convento ya
corría la fama de que sus chimoleras eran excelentes, puesto que el chilmolli era de mucha calidad, aunque todavía no llegaban al punto que les
daría fama eterna.
La cocina de Santa Rosa es un recinto cuadrilongo que se agranda en la porción sur, todo techado con bóveda de plato, en tres tramos muy
espaciosos, dejando entrar suficiente luz. Un texto
de ese tiempo dice:
La nueva cocina es muy clara y desahogada, tiene dos fogones: uno alto y otro bajo, una tarima
para las cocineras; tiene dos ventanas, una inmediata a la otra, por las que sirven la comida,
ya que una cae al refectorio o comedor de las
monjas sanas, que todo el año comen de vigilia; y la otra al comedor de las monjas enfermas,
que suelen comer carne […] tiene dentro una
pila de agua limpia y corriente; pero con el defecto de que no tiene respiradero, y se concentra
el calor. Cuenta con dos cuartos para guardar
lo necesario, en el patio hay un corral para las
gallinas destinadas al sacrificio en beneficio de
las monjas enfermas […] A continuación de la
cocina actual hay dos cuartos, a modo de alacenas una de ellas conserva la humedad necesaria
para almacenar ciertos alimentos, conseguida
por tuberías que pasan por las paredes y suelo.8
8
Ibid, p. 54.
Lo más espectacular de esa cocina es que está
completamente recubierta, de piso a techo, con
azulejos de Talavera, que le dan un aspecto maravilloso, como si se tratara, no de una cocina,
sino de una capilla, y lo es: un recinto sagrado
donde tuvieron lugar las ceremonias de mezclar, de cocer y gustar, por obra y gracia de las
sacerdotisas culinarias.
La ironía de la vida era que, como dice la nota,
las religiosas sanas comían de vigilia todo el año,
es decir, se abstenían de carne, inclusive de pollo,
dejando estos alimentos para las enfermas. Así
que, teniendo en la cocina guisos portentosos,
los probaban únicamente las cocineras y la madre priora que acudía frecuentemente a dar el
visto bueno.
En esa “santa competencia” por llamarla de
alguna manera, las religiosas buscaban superar a las de otros monasterios en la confección
de guisos diferentes, fue así que tomaron por
su cuenta la tradición del chilmolli, al que para
entonces nadie le decía así, mestizándose por
“mole”, palabra que fue adoptada hasta por los
propios indígenas de los pueblos. El antiquísimo guisado dejó de ser únicamente una salsa
para convertirse en el espeso complemento de
la carne, ya fuera de guajolote, de gallina, de res
o de cerdo, añadiéndole poco a poco jitomate, tomate y por supuesto ajo y cebolla; por lo
demás, la salsa se preparaba a partir de la molienda de los chiles originales, más el cacao y
el maíz.
Aquí la historia se mezcla con la leyenda; se
cuenta que anunció su arribo a la Puebla de los
Ángeles el mismísimo virrey, lo cual no era fre-
53
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
54
cuente, salvo cuando llegaba de Veracruz para
tomar posesión o se retiraba a España para dar
lugar a su sucesor. Tanto el cabildo del ayuntamiento, como el de la catedral y el propio
obispo se llenaron de preocupación por tan especial visita, y estando vigente y aumentada la
costumbre de recibir a las visitas con comida,
había que agasajar el virreinal paladar con los
mejores platillos que se pudiera.
La leyenda, mejor dicho las leyendas, porque
se han forjado varias, pero una que se toma
como la original, dice que quien llegaba era
el virrey don Antonio de la Cerda y Aragón,
conde de Paredes y marqués de la Laguna. Era
el año de 1680 y el beaterío de Santa Rosa de
Santa María no estaba aún aprobado y consolidado; no obstante, las religiosas vivían ya en
comunidad y por tanto, lo que sucedió pudo ser
cierto. Otras versiones mencionan que el virrey
visitante era el posterior: don Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza, conde de Gelves,
lo cual es mucho más creíble, toda vez que en
el libro de profesiones se mencionan los nombres de las religiosas fundadoras, y entre ellas
no aparece el de la protagonista fundamental:
sor Andrea de la Asunción. Por tanto, nos inclinamos más por el conde de Gelves, que del
marqués de la Laguna.
La priora del convento, si esto fue en 1680,
sería sor María de Jesús Nazareno, quizá la que
le siguió: sor Magdalena de Jesús Nazareno o su
sucesora, sor Teresa de Santa Catalina. Ésta llamó a sor Andrea para amonestarla en relación
con que estaba en juego el prestigio del convento, ya que para el regio banquete que se ofrecería
en el palacio episcopal se estaban preparando
platillos solicitados a las monjas de Santa Mónica y de Santa Catalina, de los cuales no tenían la
menor idea, únicamente sabían que los postres
correrían a cargo de las Clarisas que eran las más
connotadas en el ramo.
El señor obispo, que en el primer caso sería don
Manuel Fernández de Santa Cruz, o bien, en el
segundo: don Pedro Nogales Dávila sugirió que
quizá fuera bueno un mole no picante para
evitar ofender las nobles papilas gustativas no
acostumbradas aún al chile, obligatorio en estos platillos. Las monjas lo tomaron como una
orden y se pusieron a experimentar en su bien
abastecida cocina. Es importante pensar que en
esos tiempos para la mente obtusa de sus habitantes, Puebla era un girón de la España misma,
manifestando un sentido de superioridad con
respecto al resto de la Nueva España, lo que los
hacía ya odiosos. La comida poblana presumía
de no ser como la de los indios, sino distinta,
acorde con la gente que entraba y salía de las barrocas iglesias, de las regias mansiones, de los paseos
floridos.
Y ahí estuvo la clave del asunto: un mole que no
fuera significativamente picante, pero que tampoco perdiera su esencia; si el tradicional llevaba
cacao, pues a experimentar con esta semilla, llegando incluso a agregar chocolate, con lo cual aminoró el picor; así que echaron mano de cuanto
había en los potes de las alacenas para endulzar
la pasta: además del chocolate, bien quedarían
pasitas, igualmente molidas en esa pasta, pero
así tomaría un giro demasiado dulce; para aliviar esto usaron cacahuates y, por supuesto,
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
lo que ya se había utilizado para el guiso, esto
es, clavo y ajonjolí frito y molido, luego anís y
almendras, con lo que el aroma se tornó suave y atractivo. Todo lo anterior, respetando la
molienda de los chiles fundamentales, mulato, ancho, pasilla y chipotle, fritos en manteca,
más jitomate, cilantro, ajo y lo indispensable: en
lugar de agua, le echaron el caldo del guajolote y
para evitar que se adelgazara, cortaron rodajas de
plátano macho y se las añadieron a la pasta, que
de por sí ya tenía maíz, aunque las monjitas, con
sor Andrea como gobernanta, pusieron algunas
tortillas duras bien tostadas, mejor dicho, quemadas. La salsa quedó estupenda, guardando el
sabor tan especial del mole antiguo, más el dulzor de los ingredientes y el aroma diferente.
Las galopinas mataron y desplumaron varios
guajolotes gordos, los destriparon y cortaron las
partes con cuidado, poniéndolas a cocer por
mucho tiempo, dado que es carne muy dura;
el caldo, como ya se dijo, se echó en la enorme
cazuela en donde se estaba haciendo el guisado.
No me imagino cuántas veces habrán ensayado,
pero debieron ser muchas, en cada una iban
graduando las cantidades de los componentes: “ponle un poco más, ya te pasaste, quítale
eso que lo amarga, añade este condimento, el
otro, uno más. Sóplale a la lumbre, calienta
el metate, muele el cacao, desvena los chiles.
Trae el ajonjolí, muévele a la cazuela, cuidado
que no se pegue en el fondo; ya está en su punto, agréguenle la carne del guajolote. Madre,
venga y pruebe”.
El resultado de tantos esfuerzos estuvo finalmente listo. Las monjas inventoras seguramente
Capilla del Rosario, Puebla de los Ángeles.
abrazaron a sor Andrea; la madre priora debió
dirigirle una leve sonrisa, para no ceder autoridad. Era el mole del convento de Santa Rosa, un
platillo basado en la añeja tradición prehispánica, convertido en criollo, pero nuevo, novísimo;
contraste de sabores, un poco picante, un mucho
dulce; espeso y ligero, sin tanta grasa, un mole que
no era cholulteca ni tlaxcalteca ni xochimilca ni
tenochca, era un mole poblano, como las yeserías
de la capilla del Rosario, de la que es contemporáneo; como los azulejos de las cúpulas; como
el acento extremadamente alargado del hablar
lugareño. Un platillo barroco indiscutible, pues
combina muchas cosas. Sigue la tradición indígena pero con gusto españolizado y al mismo
tiempo moro. Cuántas cosas se juntan en un guiso: la herencia de la ocupación árabe en la Península, el gusto de la España cristiana y la riqueza
de la tradición indígena mesoamericana.
55
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
Lamentablemente, nadie consignó la crónica
del banquete, no sabemos si gustó al virrey o se
lo comió por compromiso; yo creo que sí saboreó el platillo y debió ingerirlo con placer, de lo
contrario se hubiera registrado el fracaso de las
religiosas. Cierto que esos personajes cortesanos eran remilgosos y chocantes, pero un buen
guiso lo saborea hasta el más recalcitrante. Es
lógico que si el “mole poblano”, como empezó a
llamársele, fue exitoso en la mesa virreinal, saltó de inmediato a todas las mesas aristócratas
de Puebla y luego a las del resto de la Nueva
España, alcanzando título nobiliario.
Las monjas de Santa Rosa no se guardaron la
receta, quizá ocultaron algunas cosas para que
su mole siguiera siendo distinto y muy apetecido. Pronto los otros conventos imitaron a “las
rosas”, aunque cada quien puso de su parte. La
receta de las “rosas” se menciona en un compendio anónimo del siglo xviii:
56
Para un guajolote grande empléase una libra de
chile mulato, cuatro onzas de chile pasilla y otras
cuatro de chile ancho; si faltara chile se puede aumentar en tres onzas más el mulato. Se desvena
y se pone en una cazuela con manteca, con poca
lumbre para que se dore poco a poco; se eligen
tomates según la cantidad de chile, y se remuelen. Aparte se tuesta en el comal una cuartilla
de ajonjolí y se muele en seco hasta que sude;
se dora en manteca un real de almendras y se
muelen, también en seco con todo y cáscara y
se juntan con el ajonjolí. El guajolote se troza en
cuartos que se lavan y secan con una servilleta y
se sancochan en manteca hasta que queden do-
rados. Al día siguiente, temprano, se pone una
cazuela con el guajolote. Al hacerse el mole se
ha de poner a calentar agua en una olla, cuando esté muy caliente se disminuye la lumbre. Se
pone al fuego una cazuela vacía y después que
se haya calentado se le unta un poco de manteca; después se echa el chile para que se fría, y se
vierte, poco a poco, agua caliente mientras se va
desmenuzando con una cuchara.
Una vez que esté bien frito, se pasa a la cazuela del guajolote, del mismo modo se fríe el
jitomate; se desbarata con una cuchara en agua
caliente y se echa también en la cazuela del guajolote. Con agua caliente se enjuaga la cazuela
en que se frió el chile, en donde el guajolote. El
mole se pone a la lumbre ya que lo tiene todo
y se le echa agua en cantidad regular, tendiendo a que no quede aguado. El agua ha de estar
caliente, lo mismo que el ajonjolí; la almendra se
desbarata con una cuchara y se echa al mole. Se
tuestan en el comal unas pepitas de chile y un
poco de anís, procurando que no se pase y vaya
a amargar el mole, así como un poco de clavo,
canela, pimienta y un cuarterón de tortilla dorada en manteca. Todo se muele con agua caliente y se agrega al mole con sal aguada; para
que no quede demasiado blando el guajolote,
se saca del caldillo, si ya está cocido, para que
no se desmenuce mientras el caldillo espesa lo
necesario.9
9
Anónimo, Cocina poblana, edición facsimilar del original del
siglo xviii, Puebla, Imprenta Madero, 1968. pp. 7-8.
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
Me gusta el texto que el genial y ameno don
Artemio de Valle Arizpe escribió sobre el tema:
La tarde anterior, había mandado matar sor
Andrea un guajolote que engordaron en el convento con nueces, castañas y avellanas, que destinaban para guisárselo al señor obispo. En una
bandeja estaban ya cortadas las piezas. Inspirada cogió sor Andrea de un pote vidriado chile
ancho; de otro chile mulato; de una caja michoacana, negra y rameada, sacó chile chipotle
y de otra hizo una cuidadosa y nimia selección
de rabiosos chiles pasilla. Secos y arrugados estaban todos estos chiles, y crujían en sus manos
como si estrujase las hojas de un viejo infolio.
En la cazuela echó manteca y cuando empezó
a chirriar. Tostó en ella todos revueltos y en el
comal tostó también ajonjolí, revolviéndolo unciosamente con una cuchara. Cada granito subía su esencia olorosa en el aire, y todos juntos
la unieron para tenderla en el convento por encima del perfume de rosas del jardín y de la sutil
fragancia que emanaba de la capilla doméstica,
y de la que efluía de las chiquitas celdas.
De las orcitas talaveranas del limpio vasar, fue
sacando Sor Andrea, clavos, pimientas, cacahuates, canela, almendras, anís y de un tarro tomó
graciosamente unas pulgadas de cominos y empezó moler todo esto, mezclándolo en un almirez que, con los acelerados golpes de la mano
de cobre, cantaba festivo. Del tibor chino, azul y
blanco, en que se guardaba el chocolate monjil,
tomó dos tablillas y las juntó a los ingredientes
que acababa de moler, y el almirez volvió, alegre,
a tintinear persistente con un claro repique de
campana jubilosa. En otro almirez, también de
voz límpida. machacó jitomates, cebollas, ajos
asados, recogiéndose melindrosamente la manga del hábito para que no se le quedara en ella
ningún villanero rastro cebollero.
Luego, todas estas especies las juntó con este
ajo y con estas cebollas y con estos jitomates, y a
su vez, mezcló todo ello con los chiles y con unas
tortillas duras que sacó de lo hondo de una olla
alta, panzuda y oronda como cura de aldea, y en
seguida, ¡Válgame! Con qué santidad, con qué
unción fervorosa se arrodilló ante el negro metate; parecía que iba a comulgar o a pedir una
merced a la Virgen. Empezó a moler todas aquellas cosas, subía y bajaba suave y rítmicamente el
torso de la monja, palpitándole las blancas tocas
al subir y bajar sobre el metate la gruesa mano
de piedra, metlapille, en que se afianzaban, frágiles, leves y blancas, las manos diligentes de
sor Andrea.
Ya para caer la masa en espesa onda bermeja
sobre la artesa, con el filo de la mano, la recogía rápida, subiéndosele con ágil movimiento
de la palma, volviendo ésta hacia arriba, para
ponerla en seguida encima del metate y seguir
triturándola finamente. En seguida, en una reverenda cazuela de barro, de barro había de ser
para que su perfume castizo se uniese delicadamente al de las viandas; en una cazuela de barro,
en la que ya se había derretido bastante manteca
al calor de un fuego manso, en el que previamente se quemó romero y tomillo para alejar
a los malos espíritus, echó Sor Andrea aquella
mixtura, con atropellada y amplia sonrisa de
aventura.
57
El chile. Protagonista de la Independencia y la Revolución
Para un guajolote, un kilo de chile mulato; kilo y
cuarto de chile pasilla; kilo y cuarto de chile ancho; 300 gramos de ajonjolí; kilo y cuarto de almendras; pasas, un cuarto de kilo; jitomate, medio
kilo; ajo, media cabeza; pepitas de chile al gusto;
anís, una cucharada; canela, 50 gramos; clavo, 25
gramos; pimienta, 25 gramos; pan frito muy dorado, una torta; una tortilla frita; cuatro tablillas
de chocolate; azúcar y sal al gusto.
Los chiles, jitomates, almendras, pasas, pepitas
y ajo, todo frito y bien remolido. Los chiles se desvenan muy bien antes de freirlos, se le agrega el
jitomate y el ajo ya fritos, se le ponen las pasas,
las almendras, los olores, el pan y la tortilla bien
molidos, se le echa el caldo cuando se coció la
carne, agregando la sal, la azúcar y el chocolate y
se deja hervir hasta que el mole espesa y la carne
está bien cocida.11
Todo el convento estaba tiernamente embalsamado de una fragancia nueva que salía a la
calle en ondas adorables, y la gente que pasaba,
adivinando en ellas un gran bien, las sorbía con
ansioso deleite, envolvíase en ellas complacida,
como en una indulgencia plenaria.
De la olla en que con papada de puerco se coció el guajolote, sacó Sor Andrea varias jícaras
de caldo espeso y desleyó en él la magnífica salsa que estaba friendo entre las voces suculentas
de la manteca, y cuando hirvió bien, con rondoneo grave, adusto, puso en un plato esa salsa
fragantísima, y con una cucharilla le fue dando
de probar a cada una de las monjas.10
Aparentemente es larga la disertación, pero la
inmensa imaginación de don Artemio nos permite entrar a esa cocina restringida y mirar, oler
y hasta gustar del fabuloso invento. Muchos han
ideado la figura de sor Andrea de la Asunción: la
ponen delgada y bonita, con gracioso talle que
no pueden ocultar los hábitos dominicos, pesados y espesos como ellos solos. Yo creo que no,
una mente que es capaz de mezclar, triturar, componer y agraciar algo tan sutil y suculento debió
ser gordita, no importa si alta o chaparrita, pero
bien entrada en carnes, porque solamente alguien así puede idear comida como esa.
Otra receta ya interpretada a las pesas y medidas actuales, aunque para mi gusto muy cargada,
se atribuye a las religiosas y es la siguiente:
10
58
Paco Ignacio Taibo, Breviario del mole poblano, México, Terra
Nova, 1981, pp. 95-96.
Por supuesto que todo se elabora, de preferencia, y para mejor ambiente, en una cocina
poblana cuajada de azulejos, con infinidad de
jarros y ollas, de cazuelas, de cedazos variados,
de trasteros repletos de platos y vasos, de “chascos” y, sobre todo, del brasero tradicional, con
su carbonera bien llenita del de encino, traído
de la Malinche. Las cazuelas “lloradas” deben
ser del barrio De la Luz, bien bruñidas.
No olvidar que el mole se debe servir caliente, añadiéndole las semillas de ajonjolí esparcidas en todo el plato, para mayor vista y
11
C. Salazar Monroy, La típica cocina poblana y los guisos de sus
religiosas, Puebla, Imprenta López, 1945, p. 9.
Eduardo Merlo • El ajonjolí de todos los moles
gusto. Se debe colocar la azucarera en medio de
la mesa para que los comensales añadan a su
gusto, pues así debe hacerse con el exquisito y
maravilloso mole poblano.
El mole poblano es quizá el más mentado de
todos los moles, sin embargo, no se deben des-
deñar los otros muchos que enriquecen la cocina
tradicional de las diferentes regiones de nuestro
país; pero todos, absolutamente, comparten el
complemento grato a la vista del ajonjolí, de donde el dicho que titula este trabajo, pues: “Mole sin
ajonjolí, ni para ti ni para mí”. 59
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