Colección Horizontes-educación Título: Rendimiento escolar y formación integral Primera edición (papel): octubre de 2020 Primera edición (epub): septiembre de 2021 © Valentín Martínez-Otero Pérez © De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S. L. C/ Bailén, 5 – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 http: www.octaedro.com email: octaedro@octaedro.com Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN (papel): 978-84-18348-32-7 ISBN (epub): 978-84-18819-94-0 Diseño y producción: Octaedro Editorial Sumario Presentación 1. El fracaso escolar: concepto y panorámica 2. Condicionantes del éxito y del fracaso escolar 3. Teoría de la inteligencia unidiversa 4. La práctica de la educación intelectual unidiversa 5. Motivación, rendimiento y educación 6. La familia 7. Clima social en la institución escolar Referencias bibliográficas Presentación Hay una perenne preocupación en torno al fracaso escolar, pues los indicadores existentes en relación con el rendimiento académico revelan que en España un considerable número de alumnos no alcanzan los resultados establecidos para su edad y curso. Si pensamos en el impacto que dicho fracaso tiene en la vida del estudiante se advierte la importancia de este fenómeno. Desde luego, los alumnos no son los únicos responsables; también hay que tener en cuenta distintos condicionantes como la familia, la institución escolar, la formación del profesorado y hasta la política educativa, inadecuada y errática. Llevamos muchos años asistiendo a significativas discrepancias entre algunos partidos políticos en lo concerniente a establecer el marco legislativo más conveniente para la educación escolar. La utilización partidista de la educación, aparte de revelar endeblez, genera flaco servicio al alumnado y al conjunto de la sociedad. La prevención del fracaso escolar y la mejora de la educación requieren firmeza y unidad entre los partidos, con su plasmación en las leyes, cuya elaboración y aprobación es potestad del Parlamento; aunque sin perder de vista que no por mucho legislar se combate con mayor efectividad el fracaso escolar ni sale beneficiado el proceso formativo, menos aún si se cambia de leyes con cada partido en el Gobierno. En este libro, desde una perspectiva pedagógica, se revisan los conceptos de fracaso escolar y rendimiento académico, sobre los que se ofrecen sendas definiciones. El acercamiento a estas realidades se realiza a partir de la propia investigación, iniciada hace décadas y enriquecida con la revisión teórica, lo cual nos ha permitido identificar un conjunto de condicionantes psicológicos, pedagógicos y sociales (inteligencia, personalidad, hábitos y técnicas de estudio, intereses vocacionales-profesionales, motivación, clima social escolar y ambiente familiar) que se analizan por separado, aunque sin soslayar que constituyen un complejo entramado en el que resulta muy difícil, acaso imposible, conocer cuál es la incidencia específica de cada uno. El estudio y la mejora del «rendimiento escolar» cobran sentido en el marco más amplio de optimización de la educación, tarea humanizadora por antonomasia. Por ello, ya desde el título de esta obra mostramos nuestro compromiso con la «formación integral», expresión con la que enfatizamos la necesidad de fomentar el desarrollo personal unitario en todas sus vertientes: intelectual, afectiva, social, moral, física y espiritual. En ese despliegue integral del educando asume gran relevancia la inteligencia, concepto particularmente controvertido. En este libro presentamos la original «teoría de la inteligencia unidiversa», de gran alcance pedagógico. En síntesis, lo que defendemos es que la inteligencia es a un tiempo «unitaria y múltiple»; una posición bifronte inexplicablemente obviada por algunos planteamientos actuales exitosos. Confiamos en que este planteamiento conceptual resulte provechoso para psicólogos, pedagogos, educadores y alumnos. Nuestra formulación teórica sobre la inteligencia se complementa con una propuesta programática de «educación intelectual unidiversa», encaminada a personalizar el proceso formativo en esta área y, concretamente, a asegurar a todos los educandos una estructura intelectual consistente, al tiempo que se cultiva la singularidad intelectual de cada escolar. A este respecto, se brinda un ejemplo sobre cómo diseñar y aplicar un programa de educación intelectual unidiversa (PEIU), que representa una excelente oportunidad para el trabajo docente innovador y que vincula el «saber» con el «hacer». Es habitual que en las investigaciones sobre el rendimiento se dedique espacio a la motivación –que también examinamos en este libro–, pero junto a la motivación en cuanto realidad académica vinculada a los resultados escolares, nos preguntamos por las que podríamos llamar «motivaciones sociales» de los alumnos. Hoy, en plena crisis generada por la pandemia y con reducidas expectativas sociolaborales, estas motivaciones precisan más atención orientadora, so pena de que se incrementen las conductas de riesgo entre los adolescentes. Asimismo, los profesores-tutores, con el apoyo y el asesoramiento de los profesionales de la orientación y en un marco de estrecha colaboración con los padres, pueden contribuir a que los alumnos se conozcan mejor, a que se reduzca el impacto pernicioso que sobre los adolescentes tienen ciertas influencias sociales y mediáticas, a que fortalezcan su compromiso con el estudio, a que dispongan de opciones saludables de tiempo libre y, en definitiva, a que desplieguen de la manera más apropiada posible su proyecto personal. Junto a los aspectos mencionados, nos adentramos igualmente en el análisis del ambiente familiar y del clima social en la institución escolar. Por un lado, la prevención del fracaso escolar y el fomento de la formación integral no pueden realizarse sin contar con la familia, la gran germinadora de personas. Por otro lado, el clima social escolar, integrado por aspectos humanos y materiales, es fundamental a la hora de explicar el rendimiento, pero también el grado de bienestar y el desarrollo integral del alumnado, lo que acertadamente ha llevado a que PISA (Programme for International Student Assessment; Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes) lo considere. En suma, tenemos la dicha de presentar un libro de investigación y de reflexión en el que se exponen relevantes cuestiones teórico-prácticas sobre el rendimiento escolar y sobre el proceso educativo en su conjunto. Es una obra realizada a partir de fundamentos científicos y humanísticos, con la convicción de que es posible mejorar la educación de nuestro alumnado y con la esperanza de que realmente todos los implicados, incluidos los responsables políticos, concurran con sinérgico esfuerzo al logro de tan noble meta. 1 El fracaso escolar: concepto y panorámica 1.1. Introducción El rendimiento escolar es objeto de frecuente preocupación, pues los datos que de vez en cuando se publican reflejan altas tasas de «insuficiencia» de nuestros alumnos. No resulta halagüeño, por cierto, que en el Informe de PISA correspondiente al año 2018 (Ministerio de Educación y Formación Profesional, 2019) –el último realizado por la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico)–, nuestros escolares adolescentes sigan obteniendo mediocres resultados. La OCDE decidió el aplazamiento de la publicación de los datos de Lectura de PISA 2018 en España, a nivel nacional y de las comunidades autónomas, por lo que el informe español consultado analiza los resultados del rendimiento en las competencias de matemáticas y ciencias, pero no en la de lectura, competencia principal de evaluación. Esto se debe a que un número considerable de alumnos españoles respondieron a una sección de la prueba de lectura sobre fluidez lectora de forma apresurada e inapropiada. En los análisis de las percepciones y del contexto de los alumnos y sus centros educativos sí se describen los aspectos relacionados con la competencia lectora en los entornos personal, familiar y social. En PISA 2018 los alumnos españoles obtuvieron en competencia matemática la puntuación promedio estimada de 481 puntos, significativamente inferior a la de la media de los países de la OCDE: 489, y al total de la Unión Europea: 494. En ediciones anteriores de PISA se obtuvieron las siguientes puntuaciones: 486 en 2015, 484 en 2012, 483 en 2009, 480 en 2006, 485 en 2003 y 473 en el año 2000. En competencia científica, la puntuación media estimada de los estudiantes españoles es de 483 puntos, significativamente inferior a la de la media OCDE: 489, y al total UE: 490. En 2015 fue 493; en 2012 la media fue 496; en 2009 fue 488, igual que en 2006; en 2003 la puntuación promedio fue 487 y en 2000, en la entonces denominada aptitud para ciencias, fue 491. Respecto a la competencia lectora, pese a que no se analizan los resultados en el caso de España, procede recordar que en PISA 2015 España consiguió una puntuación media en lectura de 496 puntos, 3 puntos por encima del promedio de la OCDE: 493, y 2 por encima del total de la UE: 494. En PISA 2012 los alumnos españoles obtuvieron en competencia lectora un promedio de 488 puntos, algunos más que en PISA 2009, donde se obtuvieron 481 puntos; más también que en 2006: 461, más que en el informe del año 2003: de nuevo 481, y por debajo de la puntuación del año 2000, que era 493 puntos. En el informe de 2018 se puede observar, en todos los países de la OCDE y de la UE, que la media calculada para las chicas en lo que se refiere a disfrute de la lectura es significativamente superior a la calculada para los chicos. También se indica, en general, que hay menos lectura por placer, más lectura práctica y superficial. La competencia lectora queda conceptualizada en dicho informe como la capacidad del alumnado para comprender, emplear, valorar, reflexionar e interesarse por los textos escritos, para alcanzar unos objetivos, desarrollar un conocimiento potencial propio y participar en la sociedad. En el documento consultado se constata que, durante los últimos años, la naturaleza de la lectura, lo que se lee y la forma en que se lee han cambiado sustancialmente, en particular por la creciente influencia de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). Cada vez se lee más en formato digital, que, además, no es solo textual, sino también auditivo y visual. Aunque no todo es cuestión de datos y cifras, habrá que extraer apropiadas conclusiones y líneas de actuación de los que acabamos de ofrecer. Nuestra política nacional, sin descuidar cuestiones de auténtica educación, que en este libro pretendemos que sean las principales, ha de hacer lo posible también para mejorar la «enseñanza escolar». No en vano, el rendimiento oficial puede condicionar significativamente el rumbo académico, laboral y vital de las personas. Se requiere inversión económica, pero también se precisa sensibilidad pedagógica por parte de los responsables políticos y de los legisladores, algo que lamentablemente a veces brilla por su ausencia. Procede también reflexionar más sobre cuestiones como la que nos plantea Perrenoud (2008) acerca de la construcción del fracaso y del éxito escolar. El autor suizo señala que hay unos «procedimientos de fabricación» de las jerarquías de excelencia escolar, a tenor de lo que acontece en otros ámbitos sociales. En este sentido, las clasificaciones escolares prefiguran las jerarquías vigentes en la sociedad global, con arreglo a modelos de excelencia suficientemente valorados como para patentizarse en el currículum. No albergamos la menor duda sobre lo planteado por el profesor ginebrino, y lo que en mi opinión queda pendiente en torno a asunto de tanta relevancia es el análisis suficiente de la «excelencia hegemónica» escolar y social, pues muchas veces un mínimo examen revelaría sus debilidades y peligros. El concepto de excelencia debe siempre fundamentarse en la ética; sin embargo, comprobamos cotidianamente que algunos «excelentes» oficiales, ya sea en escenarios políticos, económicos o académicos, parecen estar reñidos con la moralidad. Si además se imponen en las escuelas unos estándares de «falsa o endeble excelencia» que sirven para calificar o clasificar a los alumnos y, por ende, para acrecentar los riesgos de exclusión de los escolares que no los alcanzan («los fracasados»), entonces es menester indignarse. No hace falta ser muy sagaz para advertir que algo de esto ya está sucediendo en todos los niveles de nuestro sistema educativo. 1.2. ¿Qué se entiende por fracaso escolar? Señalemos, en primer lugar, que el rendimiento escolar en su vertiente de fracaso se presenta como un fenómeno de malestar y desigualdad que se deja sentir más allá de la escuela. No se puede reducir, por tanto, esta inquietante temática al ámbito pedagógico, aun cuando en estas páginas este terreno reclame más atención. El alcance laboral, social, político, incluso económico del fracaso escolar hace necesaria la multiplicación de recursos desde todos los frentes posibles para neutralizarlo y, desde luego, también la coordinación internacional, asumida, por ejemplo, por la Unesco, la OCDE, la OEI, etc. Se precisa, asimismo, un marco legislativo consistente que oriente las intervenciones educativas. Hoy muchas de estas acciones no alcanzan metas valiosas por responder en gran medida a estrategias partidistas, que tal vez beneficien a unos cuantos, pero perjudican a la sociedad en su conjunto. En cuanto al llamado «fracaso escolar», ha de recordarse que es un fenómeno complejo y polimórfico en el que la sociedad, la familia, la institución escolar, los profesores, los alumnos y los legisladores tienen parte de responsabilidad. En realidad, no estaría mal hablar de «fracaso social», porque de un modo u otro la disfuncionalidad afecta al conjunto de la sociedad. Aunque pueda haber variantes en el fracaso académico, hallamos un denominador común en todos los casos: la insuficiencia de los resultados escolares oficiales alcanzados. Sorprende, de hecho, que algunos trabajos, incluso recientes y en publicaciones prestigiosas, soslayen la mínima explicación conceptual, lo que suele acrecentar la confusión, pues, según los casos, se habla de fracaso para referirse a abandono, retraso, dificultad de aprendizaje, etc. El fracaso también puede variar según la forma de medirlo, por ejemplo, mediante test de rendimiento, calificaciones, etc., o dependiendo de qué o quiénes centren el análisis: el sistema, los docentes, los escolares, etc. Estas desemejanzas también se advierten en las investigaciones sobre el rendimiento escolar, lo que complica la comprensión del fracaso y su prevención u oportuna solución. En lo que sí es más fácil que haya acuerdo es en que el fracaso es una realidad adversa que fustiga a un significativo número de alumnos, sobre todo a los que se encuentran en una situación socioeconómica desfavorecida. Esto no ha de hacernos contemplar el fracaso como un hecho irremediable. La consideración del fracaso escolar como una realidad inmutable y fatal no se corresponde con un planteamiento educativo serio. Por eso, nuestro enfoque pedagógico, equilibradamente optimista, desde el reconocimiento del problema personal y social que el fracaso comporta, se compromete con su neutralización, algo que de modo más o menos explícito queremos que se advierta en este libro. Tras lo expuesto, y con la pretensión de aclarar el concepto, ofrezco esta definición: «fracaso escolar es toda insuficiencia detectada en los resultados alcanzados por los alumnos en los centros de enseñanza respecto a los objetivos propuestos para su nivel, edad y desarrollo, y que habitualmente se expresa a través de negativas calificaciones escolares». El análisis de la definición anterior nos lleva a reparar, al menos, en los dos aspectos siguientes. • La insuficiencia en los resultados informa en mayor o menor cuantía de un malogro en el rendimiento esperado. Aquí se advierte un nuevo elemento de complejidad, pues las causas del desajuste académico entre lo alcanzado y lo deseado pueden ser numerosas, como después veremos. • Aun cuando la equiparación de negativas calificaciones escolares con fracaso implica una reducción del problema, lo cierto es que las «notas», nos guste o no, son a menudo el indicador oficial del rendimiento académico. Además de las apretadas consideraciones anteriores, es preciso consignar que, aunque el estudio del fracaso escolar nos conduzca a una definición operativa como la apuntada, la educación no es solo ni principalmente rendimiento, es sobre todo un proceso de optimización personal; cognitiva, desde luego, pero también ética, afectiva y social. ¿Cómo puede, por ejemplo, considerarse exitoso al alumno que, a despecho de las elevadas calificaciones obtenidas, es irrespetuoso y no acredita suficiente competencia cívica? Sin soslayar el marco pedagógico esbozado, en el que la genuina educación se inscribe, estamos en condiciones de señalar que el rendimiento académico en su doble vertiente positiva (éxito) y negativa (fracaso) es fruto del aprendizaje, esto es, de la adquisición de conocimientos y destrezas por medio de la acción docente, del estudio y de la experiencia. Aquí centramos nuestra prospección en los alumnos, sobre todo de Enseñanza Secundaria, siquiera sea porque la tasa de fracaso escolar aumenta con el nivel de obligatoriedad, lo que explica que este extendido problema afecte más a los alumnos adolescentes que a los niños, lo que no impide que deba prevenirse desde la infancia, razón por la cual brindaremos orientaciones que, mutatis mutandis, pueden ser útiles para los diversos niveles educativos. Debe tenerse en cuenta que, junto al rendimiento objetivado, el éxito y el fracaso escolar presentan una dimensión subjetiva, pues algunos alumnos pueden, por ejemplo, sentirse fracasados si únicamente obtienen un aprobado y no alcanzan el anhelado sobresaliente. La pedagogía actual –al menos cierto sector– cada vez se interesa más por esta vertiente interna, principalmente a la hora de explicar algunos procesos complejos de bienestar, motivación, expectativas, esfuerzo, realización de tareas, etc. La dimensión externa u objetivada, por su parte, viene establecida por la Administración, que establece los criterios de promoción y decide quién debe hacerlo. En algunos aspectos, la preocupación por el rendimiento académico discurre paralela al interés por la producción empresarial. Frecuentemente, los logros escolares, aunque no se explicite, se asocian a la potencialidad laboral y económica de un país. Acaso por ello se ha impuesto durante largo tiempo la «escuela fabril», centrada únicamente en los resultados y en la clasificación de los alumnos según su supuesta rentabilidad. A menudo, esta suerte de mercantilización escolar, poderoso factor de estratificación y exclusión, ha rebajado el nivel de la verdadera educación. No podemos avanzar sin señalar los peligros de enfoques reductores como el mencionado. El hecho de analizar el rendimiento escolar, lejos de degradar aún más nuestra educación, ha de servir para mejorarla, pero para ello se precisa consideración de numerosos aspectos humano-sociales que rebasan con creces la mera calificación-clasificación académica, de continuo vinculada a una supuesta competencia intelectual, cada vez más cuestionada por el reduccionismo utilitario de que ha sido objeto. La revisión de algunas investigaciones sobre el fracaso escolar permite distinguir el perfil de un alumno con «escasas aptitudes», «poco inteligente» o «con bajo cociente intelectual». A este respecto, nadie duda de que algunos alumnos tengan capacidades cognitivas más elevadas que otros ni que pueda haber intraindividualmente desemejanzas aptitudinales. Estas competencias pueden explicar ciertos resultados escolares, pero es menester mostrarse muy prudentes en las conclusiones, al menos por dos razones. La primera tiene que ver con el concepto de inteligencia, sobre todo con su versión operativa, el cociente intelectual (CI), discutido y discutible por un significativo sector de la psicología, que con razón se queja, por ejemplo, de los abusos que en su nombre se han cometido. La segunda, relacionada con la anterior, se refiere a las variables que eventualmente pueden matizar la proyección académica de dicho CI: estado emocional, motivación, ambiente escolar y familiar, nivel socioeconómico, etc. Si al estudiar el rendimiento académico se pasan por alto los factores «extracognitivos», se puede contribuir, aun sin pretenderlo, a desenfocar la cuestión y a generar peligrosas discriminaciones individuales y colectivas. Resulta evidente, sin embargo, que el conocimiento de la potencialidad intelectual de cada alumno, en un marco amplio que también comprenda otras vertientes personales, se torna labor necesaria para una adecuada orientación educativa. Es preciso, por tanto, que en los círculos psicopedagógicos se revise el tradicional concepto de inteligencia. La visión maquinal preponderante ha lastrado la labor educativa, muy centrada en una «rentabilidad artificiosa», así como la investigación sobre el rendimiento, en cuya órbita solo se vislumbraba el interés por unos resultados escolares expresados en forma de notas, preludio de la productividad adulta en el mundo laboral. 1.3. El contexto social y político de la educación La educación está condicionada por factores sociales, económicos, culturales, políticos, sanitarios, etc. Sería totalmente desacertado acercarse a la escuela y a sus protagonistas si se prescinde del contexto, pues la actividad escolar está entretejida con la vida exterior, con cuanto acontece fuera de las aulas, algo que ha quedado patente en la crisis generada por el coronavirus. La educación rebasa la esfera privada y se convierte en un asunto público. Lejos, pues, de sorprender el interés político, ha de celebrarse, siempre que no se deslice por una senda estrecha de provecho partidista. El conocimiento de la sociedad es necesario para el desarrollo de un programa educativo. En este sentido, hoy nos hallamos en una sociedad crecientemente tecnificada y compleja que es menester tener en cuenta. Lo educadores deben hacerse cargo de esta maraña de condicionamientos psicosocioculturales y sanitarios que facilitan o perturban su actividad. Y hasta puede suceder que si continuamos indagando sobre qué elementos configuran esta intrincada malla de influencias, descubramos que junto a la familia, cada vez más flexible, mixturada y quizá debilitada, se encuentra la controvertida clase socioeconómica, expuesta hoy, en medio de la grave crisis provocada por la pandemia, a múltiples riesgos; la igualmente polémica estructura jurídico-política; la desgastada y preocupante actividad laboral, siquiera sea por el elevado y creciente número de desempleados; la inquietante omnipresencia de las tecnologías informativas y comunicativas, con la manifiesta brecha digital advertida con crudeza durante la crisis del coronavirus, así como otras influyentes fuerzas sociales. Aunque resulte un acercamiento arriesgado, la aproximación al contexto sociopolítico es imprescindible, dada su potencia moldeadora de la personalidad. La convivencia, esto es, el entramado de relaciones en que la persona se desenvuelve, posibilita el modus vivendi, advertido en el lenguaje, los valores y los hábitos, y, en definitiva, en la cultura, entendida como un conjunto de costumbres, tradiciones, conocimientos, sentimientos, actitudes y manifestaciones artísticas, científicas, técnicas, sociales, industriales, etc., que expresa la vida de los pueblos en una determinada época. La cultura lleva a los miembros de una concreta comunidad humana a poseer una cognición y una sensibilidad compartidas que se proyectan en sus acciones y producciones. Cultura que, dicho sea de paso, no es inmutable, sino dinámica y susceptible de revisión. La palabra política, derivada del griego polis (πόλις, ciudad), incluye entre sus objetivos fundamentales definir y asegurar el tipo de convivencia. Para lograrlo no duda en ejercer presión sobre la ciudadanía, por ejemplo, a través de las leyes y normas públicas, aunque puede afirmarse que, si no se respeta la dignidad de la persona, no se trataría de un contexto sociopolítico genuinamente democrático. A la postre, la pretensión esencial de las leyes es promover y garantizar distintas relaciones sociales en un orden justo, de manera que se defiendan y equilibren los intereses individuales y públicos. Obviamente, además del marco jurídico, hay normas no escritas, como los usos o convenciones, que regulan igualmente aspectos básicos de la convivencia. Ciertas opiniones, modas, valores, etc., entrarían en este grupo de reglas de relación interpersonal o social. Ahora bien, admitido lo anterior, procede recordar, de acuerdo con el planteamiento pedagógico que nos guía, que, sin la presencia de determinadas condiciones personales, el marco normativo resulta inoperante. Si pensamos, por ejemplo, en la falta de instrucción suficiente, resulta claro que queda lastrado el desenvolvimiento personal. Se trata de una circunstancia limitadora que estrecha el horizonte de posibilidades. La capacidad del sujeto para obrar con libertad se reduce. Paralelamente, el déficit formativo abona el terreno a la arbitrariedad, a la desigualdad y al autoritarismo. Llegado este punto, y en nombre de la educación, merece la pena fortalecer el compromiso con una realidad sociopolítica impulsora de libertad, igualdad de oportunidades, dignidad del ser humano, cultura y convivencia. Todo educador tiene ante sí el reto de considerar y, hasta donde sea posible, mejorar la circunstancia del educando. A fin de cuentas, la educación, además de hacerse cargo de la estructura social en que el sujeto se halla, debe procurar conquistar su libertad, patentizada en la capacidad de asunción, de elección, de autocontrol y de acción responsable ante sí mismo y ante los demás. En este avance gradual hacia la libertad se verifica el valor de la educación en cuanto proceso de ayuda a la persona para que se autogobierne y trace conscientemente su propio proyecto de vida. Un alumno catalogado como fracasado se encuentra en una situación desventajosa y ve socavadas sus posibilidades personales. El fracaso escolar le impone severas restricciones, hasta el punto de que disminuyen considerablemente sus oportunidades. Se ve perjudicado en el plano psicológico, a menudo con un descenso de su autoestima y con la aparición de un sentimiento de pesar, y en la vertiente social, con menos posibilidades de conseguir trabajo, independencia económica y reconocimiento. Desde luego, es absolutamente necesario luchar para que se prevenga y elimine este grave problema que tanto afecta a nuestra población estudiantil. En la búsqueda de soluciones, claro que hay que tener en cuenta el contexto social y político, pero no para parchear, sino para aportar elementos que contribuyan a la transformación positiva de la realidad. No se debe renunciar a un mundo más justo y equilibrado. Por ello, hemos de criticar a algunos políticos de diversa ideología que, en lugar de aunar esfuerzos para combatir el fracaso escolar, actúan pro domo sua, y lo acrecientan. Demos desde aquí nuestro respaldo modesto al cada vez más demandado pacto social y político por la educación, llamado a superar recelos, contradicciones y egoísmos partidistas. Un consenso así, más allá de colores e intereses, es absolutamente necesario. Puede y debe contribuir a corregir negativos aspectos legislativos y líneas de actuación que han rebajado nuestra educación, con elevado coste personal, laboral y social. Si queremos alcanzar una mayor calidad de vida, se deben emprender, con el concurso de los diversos agentes, profundas reformas que impulsen la libertad y el auténtico avance humano-social. 1.4. El pacto social y político por la educación Se ha puesto de moda hablar de «pacto educativo» y lo cierto es que, según venimos defendiendo, es totalmente necesario. La endeble situación educativa española, agravada ahora por la pandemia del coronavirus, justifica sobradamente un gran acuerdo. Las distintas administraciones y la sociedad en su conjunto han de implicarse responsable y diferencialmente en la defensa y la propulsión del «Estado del bienestar». En nuestros días, la política educativa tiene escasa credibilidad, acaso por la confusión generada con la errática legislación, por las múltiples contradicciones encontradas y por los indeseados resultados cosechados. Para encarar los numerosos retos que se presentan en un entorno de crisis y crecientemente interconectado es preciso adoptar enfoques amplios y generosos. Con la vista puesta en un horizonte de auténtico progreso se necesita mejorar la educación. En este terreno han de sembrarse las semillas del porvenir, que representan el origen del trabajo, de la libertad y de la convivencia. La constatación de considerables sombras en la zigzagueante política educativa de los últimos años (López Herrerías, Martínez-Otero y Romera, 2008) nos anima a demandar un cambio de rumbo, lo cual exige diálogo y consenso. Un pacto tal debe fundamentarse en el artículo 27 de nuestra Constitución y al mismo tiempo está llamado a vigorizarlo. Por ello, el marco autonómico debe armonizarse con el constitucional. En lugar de asistir a conflictos de competencias que frenen el desarrollo conjunto, hay que impulsar políticas comunes que den estabilidad a un proyecto compartido en el escenario europeo y mundial. No puede augurarse el éxito a las leyes nacidas sin el suficiente consenso. En España, durante el «estado de alarma» se ha iniciado la andadura parlamentaria de una nueva Ley de Educación, enésima ley educativa de la democracia, la LOMLOE, Ley Orgánica de Modificación de la LOE, más conocida como «Ley Celaá». Inquieta, sin embargo, que en un asunto tan importante como es la educación no se abandonen los intereses partidistas y se busque el acuerdo y la estabilidad. La experiencia demuestra que las visiones estrechas y dogmáticas generan contiendas y fragmentaciones, y, con ellas, lamentaciones. La política o el «arte de lo posible» exige mirada abierta y diálogo reflexivo, participación de los agentes sociales y económicos, de las instituciones y de los partidos. La implicación colectiva en la situación educativa se ha de concretar en una serie de objetivos y medidas que eleven la calidad de nuestro sistema educativo. Un pacto que, desde la necesaria estabilidad, evite la manipulación política o ideológica y fomente la calidad y el desarrollo de la educación. Las metas que podría incluir se concretan en: • Asegurar que la educación llegue a todas las personas en un marco de formación a lo largo de la vida. • Favorecer el uso responsable de las tecnologías de la información y comunicación. • Reducir la brecha digital. • Apoyar la educación familiar, la primera y principal. • Estimular la cooperación de padres y profesorado, es decir, de la institución familiar y escolar. • Poner los medios para que todos los escolares finalicen la Enseñanza Obligatoria. • Flexibilizar los itinerarios formativos con objeto de prevenir el fracaso y de fomentar el estudio. • Dignificar la formación profesional. • Invertir en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i), particularmente en el nivel universitario. • Potenciar la educación integral, no la mera enseñanza, en las distintas etapas. • Reforzar el sistema de becas y ayudas al estudio. • Buscar la implicación de los medios de comunicación en la educación. • Impulsar la formación inicial y permanente del profesorado de todos los niveles, al tiempo que se mejoran sus condiciones laborales y su reconocimiento social. • Promover el aprendizaje de idiomas. • Incorporar nuevas figuras profesionales al ámbito educativo: psicopedagogos, pedagogos, educadores sociales, etc. • Cultivar la educación inclusiva, lo que supone reconocer, valorar y acoger a todas las personas en el marco de una comunidad educativa cohesionada. • Evaluar el sistema educativo de forma cuantitativa y cualitativa. La evaluación meramente estandarizada de resultados comparables ha de ceder el turno a una evaluación integral, contextualizada y humanizada, que también tenga en cuenta los procesos. • Robustecer el compromiso de la Universidad con el saber, la ética, la investigación auténtica, la comunicación y la educación. El pacto que demandamos, al igual que en muchos ámbitos, exige corresponsabilidad a todos los sectores y se extiende a toda la educación. Si queremos avanzar hacia un horizonte de desarrollo personal y social, es menester dialogar y trabajar juntos. De otro modo, los problemas y las deficiencias en nuestro sistema educativo se acrecentarán, con altísimo coste humano y social. Nos referimos al fracaso escolar, a la exclusión, a la falta de oportunidades, a la insuficiente investigación, al desempleo, al malestar, a la debilitación de la democracia, a la violencia en los centros, etc. Hoy advertimos en la sociedad un descontento generalizado con la educación, claramente adentrada en la senda estrecha y sombría de la conflictividad y de la estulticia, con merma evidente de su elevada misión y sin norte definido. En estas circunstancias, queda justificado pedagógica, social y políticamente el pacto en la educación, que, de no alcanzarse, instala al país en una situación de cariz más grave. 1.5. Fracaso, éxito, excelencia y educación integral La consideración del fracaso escolar como un exclusivo problema del alumno, único causante de sus malos resultados, debe abandonarse por inadecuada e injusta. La posición pedagógica y ética que defendemos reconoce la responsabilidad del propio alumno, pero también la participación, de un modo u otro, de la familia, la escuela, la Administración y la sociedad en su conjunto. Hay toda una serie de deficiencias, usos inapropiados, incluso costumbres refrendadas legislativamente que empujan hacia el fracaso. Podemos pensar en la rigidez a veces observada en el currículum, en la intransigencia de algunos docentes ante ciertas situaciones de sus alumnos, en la falta de atención suficiente en el seno familiar, en la dificultad de aprendizaje no detectada, en la escasez de recursos, en la insensibilidad evaluadora, más estandarizada que personalizada, en los mensajes altamente seductores e insidiosos de los mass media, etc. El llamado fracaso escolar, por tanto, no siempre es imputable al alumno, inicial perjudicado. Cuantos constituimos la sociedad quedamos en alguna medida concernidos: padres, profesores, responsables políticos, legisladores, periodistas, etc. No es raro que el alumno que «fracasa» quede abandonado a su suerte por la comunidad educativa. Como no consigue obtener los resultados esperados, la escuela le cierra sus puertas y le arrastra hacia un perverso circuito de exclusión que puede sufrirse en el terreno laboral, social y personal. Ante tamaño y frecuente yerro, de graves consecuencias, la pedagogía actual exige –o debiera exigir– a la escuela que oriente suficientemente al alumno, pues tiene derecho a recibir oportuno asesoramiento, igual que sus padres, sobre la situación que atraviesa y sus remedios. Así pues, la atención educativa de los estudiantes exige tener en cuenta sus necesidades y características, identificar los problemas y comprometerse en la búsqueda participativa de soluciones. Debe precisarse, por otro lado, como indica García Hoz (1993), que la preocupación en torno al fracaso escolar nos sitúa ante una concepción negativa de la vida escolar, distinguida por la adversidad y contemplada desde una perspectiva correctiva o, en el mejor de los casos, preventiva. Claro que, como acertadamente plantea el mismo pedagogo español, la reacción frente a una visión así puede llevar a considerar la institución escolar en función del éxito, que, si bien supone un avance innegable respecto a la «escuela disfuncional», de nuevo nos enfrenta con una realidad controvertida: el término éxito deriva del latín exĭtus, «salida»; por tanto, puede llevar a pensar en el resultado, no en el proceso educativo propiamente dicho. Así lo expresa este autor: «No es buena la obsesión por el fracaso escolar, pero tampoco es recomendable concentrar todo el sentido de la educación en el éxito» (ibíd., p. 308). Y más adelante continúa: «Hay un término de no larga, pero noble tradición, que se viene usando en los últimos años para compendiar en él los grandes objetivos de la educación. Es la “excelencia”» (ibíd.). Tras acercamiento al DRAE (Real Academia Española, 2019) encontramos que la excelencia es la superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo, en este caso la educación. Podríamos quedarnos con este concepto, pero la verdad es que se ha manejado mucho en el mundo empresarial, al igual que el término calidad, en un marco de gestión competitiva al servicio exclusivo de la economía, de la ganancia. Un planteamiento así permanece atento a los resultados, al coste, al beneficio esperado, etc. Aplicado a la escuela, podría traducirse en el establecimiento de numerosos criterios o estándares de excelencia encaminados a la evaluación y a la mejora continua del rendimiento escolar (productividad) y del engranaje organizacional. Todo depende, por supuesto, del sentido que se quiera dar a la palabra, y probablemente muchos de los que la utilizan pretendan enfatizar con ella la dimensión humanizadora del proceso formativo. Comoquiera que sea, y aunque no escape a un cierto pleonasmo, mostramos nuestra preferencia por la noción «formación» o «educación integral», con la que queremos hacer hincapié en el fomento del desarrollo personal unitario en todas sus vertientes: intelectual, afectiva, social, moral, física y espiritual. No se trata de acumular sumandos, sino de promover la formación conjunta de la personalidad, que lleva en sí la unidad y la diversidad, la esencia y el dinamismo, lo constitutivo y lo potencial. Una educación de la inteligencia, del corazón, del alma y del cuerpo, abrigada por la familia, la escuela y la comunidad, comprometida con el despliegue armónico, holístico y saludable de la persona que se educa, a la que acompaña sensible y comprensivamente según su circunstancia y a la que estimula en su proyecto existencial. 2 Condicionantes del éxito y del fracaso escolar 2.1. Introducción Aun cuando el concepto de «rendimiento», centrado en los resultados, es controvertido, analizamos en este capítulo algunos condicionantes del éxito y del fracaso escolar en la Enseñanza Secundaria. La razón principal es que ya hace más de veinte años (Martínez-Otero, 1997) realicé la que se convirtió para mí en una ardua y enjundiosa investigación sobre este complejo fenómeno. A despecho de los años transcurridos, creo que aquel estudio aún me permite ofrecer algunas pautas orientadoras, siempre con la condición de que el rendimiento se inserte en el terreno más profundo de la genuina educación. En las páginas que siguen se define operativamente el «rendimiento académico» y se reflexiona sobre la situación actual de profesores y alumnos. A continuación, se pasa revista a diversos factores psicológicos, pedagógicos y sociales que influyen en el rendimiento escolar. Conviene advertir desde aquí que, si bien se analizan los distintos condicionantes por separado, en realidad son inextricables y es en extremo complejo ponderar la incidencia específica de cada uno. Así pues, los contenidos que a continuación se presentan se apoyan en gran medida en el referido estudio propio publicado como libro con el título: Los adolescentes ante el estudio. Causas y consecuencias del rendimiento académico, lo que no es óbice para que se viertan también nuevas reflexiones pedagógicas fruto de la propia experiencia, de encuentros con profesionales de la educación, de lecturas, etc. Espero que al contar el capítulo con un doble respaldo: el proveniente de la investigación y el correspondiente al análisis teórico, se gane en profundidad. El acercamiento reflexivo y científico al rendimiento académico ha de permitir fundamentalmente una comprensión suficiente del mismo, al igual que un punto de partida para prevenir el fracaso escolar y optimizar la educación. 2.2. Sobre el concepto de rendimiento académico A semejanza de la definición de fracaso escolar ofrecida en el capítulo anterior, ahora nos acercamos al rendimiento académico, concepto de mayor amplitud entendido como «el aprendizaje conseguido por el alumnado en los centros de enseñanza y que frecuentemente se refleja a través de las calificaciones escolares». En gran medida, el rendimiento académico, también llamado desempeño o logro escolar, es fruto del aprendizaje, o sea, de la adquisición de conocimientos y destrezas por medio de la acción docente, del estudio y de la propia experiencia. Aunque también podríamos hablar de rendimiento del profesorado y aun de rendimiento del sistema educativo, dada la complejidad del asunto centraremos la prospección en los alumnos de Enseñanza Secundaria, etapa en la que hay mayor fracaso escolar, sin que se soslaye que ya se advierten signos preocupantes en la Enseñanza Primaria. Hemos de extremar la cautela, porque la definición operativa recogida líneas arriba se centra en los resultados y es bien cierto que la educación ha de atender igualmente a los procesos. Por extraño que resulte, no siempre hay correspondencia unívoca entre aprendizaje y rendimiento. Sea como fuere, «las notas» constituyen objeto de general inquietud, a la par que son indicadores oficiales del rendimiento, lo que justifica nuestra preocupación. El hecho de considerar las calificaciones escolares como expresión del rendimiento académico acaso también resulte relativo si pensamos que no hay un criterio único para todos los centros, cursos, asignaturas ni profesores. Habitualmente, las calificaciones son el resultado de pruebas periódicas que los profesores, en función de su experiencia y formación, realizan a sus alumnos durante el curso y constituyen el criterio legal del rendimiento de los estudiantes en el ámbito escolar. Al calificar a los alumnos lo aconsejable es que se combinen, siempre que sea posible, distintas vías de evaluación: exámenes tradicionales, exposiciones orales, pruebas tipo test, intervenciones en clase, observación, entrevistas, trabajos, etc. Al contar con diversidad de elementos para valorar al educando se gana en rigor y objetividad. Es necesario, en sintonía con trabajos como el Sanahuja y Sánchez-Tarazaga (2018), que los programas de formación docente contemplen suficientemente el fomento de la competencia evaluativa. Ha de agregarse que las notas escolares generalmente reflejan los logros del alumno en el dominio cognoscitivo. Las calificaciones expresan, en el mejor de los casos, hasta qué punto el estudiante domina la materia de la que se ha examinado, pero no suelen tenerse en cuenta otros aspectos de índole emocional, moral, social, etc. En definitiva, a pesar de las limitaciones de las calificaciones, por el momento son los indicadores más invocados del rendimiento académico,¹ sin que ello suponga aquiescencia por nuestra parte. 2.3. Diversos condicionantes del rendimiento escolar Con objeto de iniciar la aproximación global al rendimiento escolar, se describen resumidamente algunos de sus condicionantes en la Enseñanza Secundaria. Los condicionantes se adscriben, en mayor o menor grado, al ámbito personal, familiar, escolar o social. Desde otra perspectiva, se trataría de condicionantes susceptibles de localizarse en el terreno psicológico, pedagógico o social. Para facilitar la exposición se analizan los distintos factores por separado. No hay que olvidar, empero, que en el rendimiento escolar influyen numerosas variables que configuran una enmarañada red en la que es harto complejo calibrar la incidencia específica de cada una. Algunas investigaciones han desenfocado la cuestión al centrarse en un factor único, generalmente la inteligencia, y otorgarle toda la responsabilidad de los resultados escolares. En otros trabajos se han elaborado listas de condicionantes tan amplias que son poco operativas a la hora de explicar el rendimiento académico. En este capítulo optamos por una posición equidistante que puede resultar práctica y contribuir a la mejora del rendimiento y la educación de nuestros alumnos. 2.3.1. Inteligencia El término inteligencia procede del latín intelligere («comprender», «entender»), a su vez derivado de legere («coger», «escoger»). Más allá de la exploración etimológica, no es tarea sencilla definir qué es la «inteligencia», pues los sentidos que se dan a esta noción varían considerablemente según las escuelas psicológicas y los autores. Pese a esta dificultad y a la pobreza de la habitual definición operativa que equipara inteligencia y puntuaciones obtenidas en los test de inteligencia, etc., en este apartado también tendremos en cuenta este emparejamiento, por ser el más extendido en los estudios sobre rendimiento, incluido el nuestro (Martínez-Otero, 1997). La mayor parte de las investigaciones encuentran que hay correlaciones positivas entre factores intelectuales y rendimiento, pero es preciso matizar que los resultados en los test de aptitudes o de inteligencia, entendida ahora en un sentido tradicional, no explican por sí mismos el éxito o fracaso escolar, sino más bien el potencial de aprendizaje del estudiante. Hay alumnos que obtienen altas puntuaciones en las clásicas pruebas de cociente intelectual (CI) y cuyos resultados escolares no son especialmente brillantes, incluso en algunos casos son negativos. Para explicar esta situación o la inversa, es decir, la de escolares con bajas puntuaciones en los test y alto rendimiento, hay que apelar a otros aspectos, por ejemplo, la personalidad, el hábito de estudio o la motivación. Se sabe que cuando se consideran estos factores las predicciones sobre el rendimiento académico mejoran. Hay que evitar, por tanto, las interpretaciones simples, según las cuales el fracaso escolar siempre se debe a la «cortedad de luces» o escasa dotación intelectual del alumno. Para no caer en desacertadas conclusiones se debe valorar cada caso de modo personalizado, porque es indudable que puede haber significativas diferencias interindividuales. Valga como ejemplo el caso del genial científico Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), que llegó a ser Premio Nobel de Medicina, y durante su rebelde adolescencia se vio apartado de los estudios por su progenitor y colocado como ayudante de rapabarbas y aprendiz de zapatero. Más allá del excepcional caso citado, la variable intelectual con mayor capacidad predictiva del rendimiento académico es la «aptitud verbal», entendida como comprensión y fluidez oral y escrita (Martínez-Otero, 1997). La competencia lingüística influye considerablemente en los resultados escolares, dado que el componente verbal desempeña una relevante función en el aprendizaje. También hay que tener en cuenta que todo profesor, consciente o inconscientemente, tiene muy presente al evaluar cómo se expresan sus alumnos. Una vez más lamentamos que las respuestas «inverosímiles» de estudiantes españoles en la última evaluación PISA 2018 (Ministerio de Educación y Formación Profesional, 2019) hayan llevado a la OCDE a aplazar la publicación de los resultados en competencia lectora en el marco de la competencia lingüística. La lectura es llave de numerosos aprendizajes escolares –y de otra índole– e impulsora de progreso intelectual. Su insuficiencia retrasa la adquisición de contenidos, dificulta la comprensión de casi todas las disciplinas académicas; estrecha el universo mental y, consiguientemente, empuja hacia el fracaso. 2.3.2. Personalidad La personalidad es el conjunto de rasgos individuales que se poseen y que explican la manera habitual de comportarse. Aun cuando engloba aspectos morfológicos, generalmente se refiere a la estructura psicológica, esto es, a la dimensión intelectual, afectiva y volitiva, de ahí que se manifieste en los pensamientos, sentimientos, deseos y, por supuesto, en las acciones. La personalidad constituye una globalidad dinámica y adaptativa. Es el resultado de los factores hereditarios y ambientales. Es relativamente estable y consistente, pero también experimenta cambios más o menos significativos, por ejemplo, en función de los acontecimientos biográficos. En contra de lo planteado por alguna oscura concepción psicológica, la personalidad no está determinada, lo que nos lleva, por un lado, a reconocer el valor de la libertad, aunque sea con limitaciones, y, por otro, a insistir en la posibilidad de mejora personal, incluso en edades avanzadas de la vida. Entre las condiciones que poseen mayor potencia modeladora de la personalidad se encuentra, sin duda alguna, la educación. El legado genético no fija el camino que hay que seguir. El ser humano, a diferencia de los animales o de las máquinas, es capaz de trazar su propio rumbo con libertad. Enlazando con esta bella noción, que choca con planteamientos pedagógicos mecanicistas y sombríos, la educación se alza como la genuina impulsora de la autonomía responsable. Durante la adolescencia acontecen notables transformaciones físicas y psicológicas que pueden afectar al aprendizaje y al rendimiento. Los profesores han de ser sensibles a estos cambios para prevenir en lo posible problemas. No se pretende que sean especialistas en salud mental, pero sí que posean el tacto y los conocimientos psicológicos suficientes para tratar con adolescentes. Un rasgo de personalidad que contribuye a obtener buenos resultados es la «perseverancia». Todo éxito requiere constancia, esfuerzo prolongado, tolerancia a la ambigüedad y a la frustración. El dicho «el que persevera alcanza» alberga una profunda sabiduría. También Esopo (siglo VI a.C.) desde la Antigüedad nos brinda el mismo mensaje con su célebre fábula de la liebre y la tortuga. La moraleja que cabe extraer es que, así como la pereza y el exceso de confianza pueden truncar los objetivos, la tenacidad conduce a buenos resultados, aun cuando a priori se posean menos cualidades. Nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997) confirma lo ya recogido por otros acreditados autores (v. gr., Cattell y Kline, 1982; Eysenck y Eysenck, 1987), que expresan que, en la Enseñanza Secundaria, suelen tener calificaciones más elevadas los estudiantes algo introvertidos que los extravertidos, acaso porque se concentran mejor. Desde el Reino Unido, Crozier (2001) señala que diversos estudios revelan que en la etapa Primaria los alumnos extravertidos tienen un rendimiento algo superior, mientras que en la etapa Secundaria esta ventaja desaparece y se invierte la tendencia. Estos resultados, sin embargo, pueden quedar matizados por variables como el género, la edad, el estilo de enseñanza, el tipo de actividad y materia escolar, otros rasgos de la personalidad, la situación concreta de aprendizaje, etc. A fin de cuentas, al igual que el profesor de psicología de la Universidad de Gales, Crozier (2001), en este trabajo rechazamos que el fracaso escolar se explique mediante la simple apelación a un rasgo de personalidad. Es preciso tener en cuenta la circunstancia discente y el sentido que el propio alumno da a su experiencia. La formación de los educadores ha de permitir manejar de la mejor manera posible las turbulencias de los adolescentes, lo que equivale a brindarles apoyo, confianza y seguridad, tan necesarios para el despliegue saludable y fecundo de la personalidad. Así pues, en la capacitación docente es fundamental la preparación psicológica acrecentadora de sensibilidad y facilitadora de relaciones humanas. En toda actividad educativa ha de haber una oportuna orientación del educando. 2.3.3. Afectividad y regulación emocional En los últimos tiempos, cada vez adquiere mayor protagonismo el terreno emocional en la escuela, tanto porque se aspira a formar íntegramente al estudiante como porque se advierte la incidencia de dicha vertiente en los resultados escolares. En el ámbito de la afectividad hay que pensar, por ejemplo, en el beneficioso impacto que tienen en el alumno los sentimientos positivos hacia su institución escolar, sobre todo porque pueden acrecentar la satisfacción, la motivación, la confianza, etc. La autoestima y el autoconcepto, por otro lado, favorecen la adaptación, el ajuste personal y el rendimiento académico. Esta aseveración no impide que en ocasiones haya alumnos con alta autoestima y bajas calificaciones, o a la inversa. El respeto, la cordialidad, la confianza y el fomento de la autonomía son algunos de los aspectos que educadores e instituciones escolares han de cultivar cotidianamente. La exclusión y el desafecto son condiciones de riesgo que empujan a los alumnos hacia el fracaso y los problemas de salud mental. La incidencia de este tipo de nocividad se incrementa en los centros donde abundan las situaciones estresantes, segregacionistas, etc. Desde una perspectiva crítica, Harwood (2009) muestra en un interesante trabajo algunas vías de exclusión de niños y adolescentes problemáticos, a los que quizá sería preferible denominar «problematizados». Los fenómenos afectivos, concretamente las motivaciones, los sentimientos, las emociones y hasta las pasiones que se gestan en los contextos escolares pueden impulsar o, en su caso, frenar el estudio y el rendimiento. Es probable, por ejemplo, que el alumno temeroso y que se siente incapaz de aprobar el examen de una determinada asignatura decida no prepararla. Y es que los pensamientos de los escolares se acompañan de estados afectivos que repercuten en la percepción de las materias, en las expectativas, en el trabajo académico, en el aprendizaje y en el rendimiento. El caso de la ansiedad resulta ilustrativo. Es frecuente que la ansiedad elevada dificulte el rendimiento académico. Un alto nivel de ansiedad interfiere en el aprendizaje, ya que disminuye la atención, la concentración y la extracción de información relevante. Un alumno con intensa ansiedad es presa de la preocupación y de la emotividad. La preocupación mal canalizada le lleva a tener bajas expectativas sobre sí mismo en relación con la tarea, al tiempo que la emotividad y su cortejo de síntomas fisiológicos como hiperhidrosis, tensión muscular, temblores, etc., dificultan la entrega al estudio. Recordemos a este respecto que la «inteligencia afectiva» (expresión equivalente a la de «inteligencia emocional», muy popular gracias a trabajos como el de Goleman, 1995), susceptible de mejora, ayuda a los estudiantes a enfrentarse a las situaciones ansiógenas y estresantes. Por el contrario, los alumnos con escasa inteligencia afectiva son más vulnerables al distrés (estrés perjudicial), corren alto riesgo de ser asediados por pensamientos y sentimientos negativos y de que su rendimiento disminuya. Serrano y Andreu (2016), a partir de su investigación con adolescentes, concluyen que los alumnos que perciben y regulan satisfactoriamente sus estados emocionales se implican y concentran con mayor facilidad en las actividades académicas, muestran más energía y predisposición a invertir esfuerzos y persisten en mayor cuantía ante las dificultades que puedan encontrarse. Por fuera de estas consideraciones adscritas a la personalidad del educando, no hay que pasar por alto que un ambiente escolar altamente competitivo, rígido e inclinado al etiquetaje de los alumnos se convierte fácilmente en caldo de cultivo de la discriminación, la violencia y el sufrimiento. 2.3.4. Hábitos y técnicas de estudio Procede enfatizar la necesidad de que los alumnos, con el concurso de los profesores, estén suficientemente motivados y de que rentabilicen el esfuerzo que conlleva el trabajo académico. El «hábito» –práctica constante de la misma actividad– no se debe confundir con las «técnicas» –procedimientos o recursos–. Uno y otras, sin embargo, coadyuvan a la eficacia y eficiencia del estudio. De un lado, el hábito de estudio, en cuanto comportamiento estable, es necesario si se quiere progresar en el aprendizaje. De otro, conviene sacar el máximo provecho a la energía que requiere la práctica intencional e intensiva del estudio por medio de unas técnicas adecuadas. Capdevila y Bellmunt (2016), en su investigación con adolescentes a partir del Cuestionario de hábitos y técnicas de estudio (CHTE), concluyen que el rendimiento académico se relaciona positivamente con los hábitos de estudio y, además, el género femenino es el que puntúa más alto tanto en rendimiento como en hábitos de estudio. Estos autores indican que la planificación del tiempo, la actitud o el lugar de estudio son aspectos relevantes para la mejora del rendimiento académico. Complementariamente, a través del Inventario de hábitos de estudio (IHE) de Pozar (1989) se ha podido comprobar que la costumbre de estudiar tiene gran poder predictivo del rendimiento académico, mayor incluso que las aptitudes intelectuales (Martínez-Otero, 1997). En concreto, las dimensiones evaluadas mediante esta prueba con más capacidad de pronosticar los resultados escolares son las condiciones ambientales y la planificación del estudio. Ciertamente, el rendimiento intelectual depende en gran medida del entorno en que se estudia. La iluminación, la temperatura, la ventilación, el ruido o el silencio, al igual que el mobiliario, son algunos de los factores que influyen en el estado psicofísico y en la concentración del estudiante. Igualmente importante es la planificación del estudio, sobre todo en lo que se refiere a la organización y a la confección de un horario que permita ahorrar tiempo, energías y distribuir las tareas sin que haya que renunciar a otras actividades. No en vano, el estudio ha de realizarse ordenadamente conforme a un plan personal, realista, flexible y equilibrado: • Personal, porque es aconsejable que se adapte a las necesidades, intereses, ritmo de aprendizaje, posibilidades, limitaciones y circunstancia de cada cual. Exige, como puede comprobarse, un conocimiento de uno mismo. Hay que procurar además que resulte atractivo, que no se perciba como una pesada carga. • Realista, es decir, que verdaderamente se pueda cumplir. De nada sirve trazar un plan muy ambicioso si es irrealizable. Es preferible comenzar por un plan sencillo en el que se propongan metas alcanzables para después aumentar de forma progresiva el nivel de exigencia. • Flexible, o sea, susceptible de variar lo que sea menester, sin que se eche a perder el plan. La flexibilidad permite introducir modificaciones en función de imprevistos que surjan. Así como la rigidez extrema puede originar frustración y sensación de agobio, la flexibilidad favorece el ajuste a las circunstancias. No se ha de confundir flexibilidad con falta de compromiso, que lleva a incumplir sistemáticamente las obligaciones. • Equilibrado, ya que en virtud de esta propiedad el plan permite distribuir racionalmente el tiempo de estudio evitando los períodos prolongados de inactividad y los «atracones» de última hora. El estudio –bueno es recordarlo– ha de ser diario. En las cuatro notas mencionadas se condensan las características que debe tener un buen plan de estudio. Es aconsejable escribirlo, pues facilita su control, asunción y cumplimiento. Algunos alumnos lo tienen tan interiorizado que no necesitan plasmarlo en un papel, pero si no se tiene mucha confianza en uno mismo o si se tiende a la desorganización, es mejor contar con un plan de trabajo escrito y colocarlo en lugar visible. La planificación del estudio se debe hacer de acuerdo a tres niveles interrelacionados: largo, medio y corto plazo: • El plan a largo plazo se refiere a todo el curso y aunque hay muchas cuestiones que se escapan al control del alumno al inicio del año académico, se debe hacer lo posible por organizar de modo general el trabajo. Cabe atender, por ejemplo, a aspectos tales como programas de las asignaturas, períodos de exámenes, prácticas, cambios de materias según el cuatrimestre, entrega de trabajos, exposiciones, etc. Con tanto tiempo por delante se producirán cambios que harán necesario reestructurar el plan, sin que por ello se invalide. • El plan a medio plazo puede abarcar todo un cuatrimestre o una evaluación. Es más realista que el anterior, pero igual que aquél ha de permitir trazar con la suficiente antelación el rumbo en cada una de las asignaturas, a fin de llegar a buen puerto. • El plan a corto plazo es el que se maneja cotidianamente y en él se recoge la programación diaria y semanal. Hay que fijar en este plan todo lo que debe hacerse y compararlo con lo que realmente se ha hecho. Si es preciso hay que introducir variaciones cada semana según las necesidades. Las tres modalidades de planificación descritas constituyen partes diferenciadas de un único plan de trabajo académico racionalmente concebido, que invita a pensar de forma global, es decir, sobre todo el curso, con objeto de mejorar la actuación estudiantil cotidiana. Solo si se dispone de un mapa organizativo general se puede ser eficaz en el diseño y cumplimiento de las acciones y responsabilidades concretas y cercanas. En resumen, la planificación del estudio ayuda a ahorrar tiempo y a rentabilizar el esfuerzo. Un buen horario tiene en cuenta la importancia y la dificultad de las asignaturas, el tiempo diario que se dedica a cada materia, así como la duración de los descansos. Merced a la planificación –personal, realista, atractiva, equilibrada y flexible– el estudiante, además de mejorar el aprendizaje, puede llegar al período de exámenes suficientemente preparado, sin agobios y con la confianza necesaria para salir airoso. 2.3.5. Intereses vocacionales-profesionales Nos encontramos en un tiempo nefasto para el mundo laboral. La destrucción de empleo provocada por la actual crisis sanitaria no tiene precedentes. El impacto será desigual entre la población. Según Llorente (2020), entre los colectivos laborales más perjudicados o vulnerables se hallan las mujeres empleadas en los sectores de comercio, hostelería y turismo, los jóvenes, los trabajadores de más 45 años de edad, los inmigrantes, los trabajadores temporales y los menos cualificados o que realizan ocupaciones elementales. Resulta evidente que la toma de una decisión sobre el futuro profesional es una de las más trascendentes en la vida, porque en gran medida determina cómo se invertirá el tiempo, quiénes serán los compañeros, cuál será el sueldo, etc. En las actuales circunstancias dicha decisión se complica, los adolescentes viven una situación presidida por la inseguridad. El empleo, tan deteriorado, debe contribuir al desarrollo psicosocial y la carencia de ocupación tiene, en la mayor parte de los casos, efectos totalmente adversos para las personas y la sociedad en su conjunto. No hay más que ver la alargada sombra que se cierne sobre la salud física y mental de los parados, tanto si se trata de jóvenes que no encuentran su primer empleo como de adultos que lo han perdido, lacerantes situaciones que Alonso Fernández (2008) denomina respectivamente «paro primario», que generalmente concentra sus nocivos efectos en el joven desocupado, y «paro secundario», cuyas negativas consecuencias se dejan sentir en el trabajador y en su familia. Hay adolescentes que se plantean dejar los estudios y ponerse a trabajar, noble actividad que se torna cada vez más difícil. Otros, decididos a continuar la senda académica, se ven en la necesidad de elegir itinerario concreto o carrera. En ambos casos –trabajo y estudio–, el abanico de opciones se abre y hasta donde sea posible hay que elegir adecuadamente. Estas «decisiones» hacen necesaria en los centros escolares la presencia de profesionales dedicados a tareas de asesoramiento vocacional y laboral. Viene bien recordar que, ya en el siglo XVI, el médico y filósofo de origen navarro Juan Huarte de San Juan (1529-1588), en su Examen de ingenios para las ciencias (1991), realizó un estudio «científico» de los tipos de inteligencia con la intención de orientar hacia la especialización profesional según la naturaleza individual. Para Huarte, la inadecuada «selección profesional» practicada en su época originaba la mayor parte de los problemas sociales. El interés vocacional-profesional, entendido sumariamente como inclinación o atracción realista con base aptitudinal hacia un campo laboral, condiciona la elección, la satisfacción y la continuidad en la profesión, así como la decisión de realizar los estudios que conducen a dicha actividad ocupacional. Pues bien, en lo que se refiere a la relación de los intereses vocacionales-profesionales, medidos a través de test (Registro de preferencias vocacionales, Kuder-C) con el rendimiento académico, se comprueba que tienen escaso poder predictivo de los resultados escolares (Martínez-Otero, 1997), quizá porque las puntuaciones en intereses adolecen, en general, de inestabilidad en buen número de estudiantes adolescentes, aún inmaduros en muchos aspectos. Merced a nuestra investigación, se comprobó también que los alumnos de rendimiento académico alto, tomados en conjunto, se interesan más por el área científica que los escolares de rendimiento medio y bajo. Por su parte, Hernández Franco (2001) encontró que el interés vocacional-profesional hacia las áreas de investigación científica, ingeniería, economía y negocios, humanidades y derecho es más frecuente en las clases altas, mientras que los grupos de estatus sociofamiliar bajo se inclinan más hacia las áreas de técnica aplicada, administración, enseñanza, relaciones personales y estética. En suma, el hecho de que los intereses profesionales no hayan cristalizado suficientemente durante la adolescencia, al menos en un considerable número de alumnos, hace aún más necesaria en esa etapa la orientación vocacional en su vertiente profesional. De acuerdo con el carácter teleológico (del griego τέλος, εος, «fin», y -logía) de la educación, esta modalidad orientadora debe contribuir, en el marco del proceso formativo, a que los alumnos organicen gradual y adecuadamente la información recibida para que decidan responsablemente sobre su futuro –si es que se despeja– y tracen proyectos realistas. 2.3.6. Motivación Aunque la motivación puede incluirse en el dominio de la afectividad, brilla con luz propia y aquí se le dedica un apartado independiente. Habitualmente se acepta que la motivación se refiere al conjunto de procesos implicados en la activación, dirección y persistencia de un determinado comportamiento. En este sentido, resulta plausible la idea de que la motivación discente desempeñe un papel relevante en el inicio y persistencia de la actividad de estudiar y que, por tanto, favorezca los buenos resultados escolares. Cabe pensar que el alumno motivado se involucre en su proceso de aprendizaje y haga lo posible por alcanzar las metas establecidas. En la trama motivacional se descubren mixturadas hebras de esfuerzo, curiosidad, afán de conocer, búsqueda de recompensas (calificaciones, halagos, obsequios...), autoeficacia, etc. A menudo, en la motivación, las vertientes intrínseca-interna y extrínseca-externa se presentan entrelazadas. El deseo de mejorar personalmente se suele emparejar con la necesidad de reconocimiento, algo que encontramos incluso en grandes investigadores. La motivación, en su doble vertiente intrínseca y extrínseca, es requisito del rendimiento escolar. Esta necesaria concepción binocular puede correr peligro si –como sucede en ocasiones– el discurso educativo (docente e institucional) renuncia a la dimensión motivadora por considerar que no es de su incumbencia, o si, por el contrario, se responsabiliza en exclusiva al profesorado de la desmotivación del alumnado. Obviamente, la posición más cabal se mantiene equidistante entre las dos señaladas y activa y canaliza el comportamiento del alumno hacia el éxito escolar. Usán y Salavera (2018), en su investigación con una muestra de más de 3000 adolescentes, encontraron que los alumnos con más motivación intrínseca hacia experiencias estimulantes, el conocimiento y el logro presentaban más atención, claridad y regulación emocional, al igual que un rendimiento académico más alto. La «motivación de logro», relacionada con el nivel de aspiraciones, activa y orienta el comportamiento hacia el éxito. La comprensión del papel desempeñado por la motivación de logro en los resultados escolares se enriquece si, con arreglo a lo recogido por González Cabanach et al. (1996), se tiene en cuenta que el alumno puede orientarse fundamentalmente hacia metas y estrategias de aprendizaje o de rendimiento. Así como la respuesta ante el éxito es semejante en cualquiera de los dos casos, la reacción ante el fracaso es diferente. Los alumnos con metas de rendimiento suelen interpretar el fracaso como una falta de capacidad que provoca sentimientos de incompetencia y reacciones afectivas negativas en relación con las tareas; por ejemplo, ansiedad, rechazo, etc., lo cual se traduce en una menor implicación en el aprendizaje y en una disminución en la persistencia y en la utilización de ciertas estrategias que permitan superar los obstáculos. En cambio, la reacción de los alumnos que persiguen metas de aprendizaje ante los malos resultados no se centra tanto en realizar atribuciones sobre su fracaso como en buscar estrategias autorreguladoras que solucionen las dificultades, por lo que dedican mayor esfuerzo y atención a las tareas. Más adelante, en el capítulo dedicado a la motivación, abordaremos con mayor profundidad sus relaciones con el rendimiento y la educación. Partimos sobre todo de la base de que la motivación depende de aspectos personales, pero también de las características contextuales. Los cambios positivos en la enseñanza, en el discurso docente, en la relación interhumana, en el ambiente, etc., generan muchas veces un poderoso efecto pedagógico sobre los estudiantes y es oportuno que se favorezcan para aumentar su motivación. 2.3.7. Clima social escolar El ambiente o clima social escolar no se reduce a la dimensión física, también incluye la dimensión humana. Desde esta perspectiva psicosocial, el clima escolar es el resultado de aspectos tan relevantes como la cohesión, la comunicación, la cooperación, la autonomía, la organización y, cómo no, el estilo de dirección docente. En general, el tipo de profesor sincero, dialogante, comprensivo y cercano a los alumnos es el que más contribuye al logro de resultados positivos y a la creación de un escenario formativo distinguido por la cordialidad. La calidad de la comunicación, no siempre cultivada con el primor requerido, es un valioso indicador de la profundidad educativa. Por esta razón, hay que promover en los centros escolares la participación a través de la interacción, el establecimiento consensuado de normas de convivencia, la implicación de los alumnos en cuanto atañe a su educación, la asunción creciente de responsabilidades, etc.; todo lo cual permitirá a los educandos avanzar por los caminos de la maduración y la autonomía. Moos et al. (1989) en su Escala de clima social en el centro escolar (CES) identificaban nueve subescalas agrupadas en cuatro grandes dimensiones destinadas a calibrar el ambiente del aula: relaciones (implicación, afiliación, ayuda), autorrealización (tareas, competitividad), estabilidad (organización, claridad, control) y cambio (innovación). Los datos arrojados por nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997) permiten pronosticar un mejor rendimiento académico a los alumnos que trabajan en un ambiente presidido por normas claras y en el que no se promueve la competitividad. Vendría, en cierto modo, a confirmarse el postulado de que el establecimiento y el seguimiento de normas claras y el conocimiento por parte de los alumnos de las consecuencias de su incumplimiento, ejercen una influencia positiva sobre el rendimiento. Claro que, para que se favorezca la convivencia y el trabajo escolar, las normas deben ser realistas, razonables y alcanzables. Asimismo, se apoya la opinión de los investigadores que no son partidarios de las estructuras de aprendizaje de tipo competitivo. Expresado de forma positiva, es oportuno recordar que la cooperación entre alumnos, además de favorecer el rendimiento académico, genera relaciones personales positivas entre ellos. Hay abundante bibliografía psicopedagógica que hace hincapié en los beneficios de la cooperación entre alumnos, por ejemplo, Ovejero (1990), Slavin (1999), León et al. (2011). La colaboración entre escolares contribuye a la mejora del clima social del aula. A diferencia de situaciones de aprendizaje de tipo individualista o competitivo, el ambiente cooperativo auténtico se caracteriza por la cohesión grupal, esto es, por los lazos interpersonales positivos. Prestar y recibir ayuda equivale a enriquecerse personalmente. La cooperación/colaboración en la educación permite hacer algo por los demás, pero también por uno mismo, al tiempo que se estrechan los vínculos entre compañeros. Las bondades de la cooperación entre alumnos se dejan sentir en varios frentes: aumento y fortalecimiento de los lazos interpersonales, reducción de los conflictos intra e intergrupales y mejora del rendimiento académico. Especialmente importante para la formación del educando es la «estructura de aprendizaje» que se adopte y que en gran medida depende de la actividad, de la recompensa y de la autoridad. Echeita y Martín (1990) siguiendo a Slavin, describen tres modalidades paradigmáticas por las que puede optar el profesor a la hora de organizar la estructura de aprendizaje: • Organización individualista. Aquí el alumno se preocupa de su trabajo y de alcanzar los objetivos propuestos en cada tarea, al margen de que los compañeros logren sus metas y de que reciban reconocimiento por su esfuerzo. • Organización competitiva. En este tipo de organización los alumnos se ocupan de su trabajo, pero saben que solo podrán alcanzar la recompensa, v. gr., la mejor calificación o el primer puesto, si los demás no lo consiguen. • Organización cooperativa. En esta situación los alumnos están vinculados entre sí y son conscientes de que su éxito personal ayuda a los compañeros. Los resultados que persigue cada miembro del grupo son, por tanto, beneficiosos para los restantes integrantes con los que se relaciona cooperativamente. Coll (1984), tras revisar diversas investigaciones, afirma que la organización cooperativa de las actividades de aprendizaje es superior a la estructura individualista o competitiva, tanto en lo que se refiere al rendimiento de los participantes como en lo concerniente a generar relaciones positivas entre alumnos. El aprendizaje cooperativo/colaborativo imprime dinamismo al proceso de enseñanza-aprendizaje. Alarcón, Sepúlveda y Madrid (2018) enfatizan que se trata de un planteamiento educativo que incluye métodos, técnicas o estrategias didácticas concretas y, en consecuencia, una forma particular de organizar la enseñanza-aprendizaje. Aunque hay autores, como Roselli (2016), que distinguen entre aprendizaje cooperativo, más funcionalista, y aprendizaje colaborativo, de naturaleza socioconstructivista; aquí los empleamos de forma indistinta, al igual que realizan otros autores (Pazos y Hernando, 2016). Por su parte, Ovejero (1993), en un artículo en el que subraya el carácter psicosocial del fracaso escolar, señala que las técnicas de aprendizaje cooperativo han demostrado su eficacia para mejorar la motivación intrínseca, la autoestima y el funcionamiento de las capacidades intelectuales de los educandos, ya que acrecientan particularmente la capacidad crítica y la calidad del procesamiento de la información, todo lo cual se refleja en un considerable incremento del rendimiento académico. Por último, puntualizamos que la autonomía, de gran valor pedagógico, no está reñida con la colaboración. No se puede abusar de las actividades cooperativas hasta llegar a una especie de «siamesismo discente», una realidad escolar paidopática que se caracteriza por la anulación de la iniciativa y de la independencia personal. El trabajo autónomo o aprendizaje autorregulado, por el cual los alumnos se involucran activamente en el propio proceso de aprendizaje, debe equilibrarse con las metodologías cooperativas y colaborativas, una andadura educativa en la que es clave la implicación y la formación docente (Gaeta, 2014; Peñalva y Leiva, 2019). 2.3.8. Ambiente familiar La crisis de la COVID-19, sin parangón en la historia reciente, se acrecienta con rapidez y se deja sentir en todos los ámbitos, también en el familiar, con graves consecuencias socioeconómicas y personales. El confinamiento y la merma en los ingresos han empeorado la situación de pobreza en muchas familias. El retroceso experimentado durante la pandemia es enorme y los efectos se dejan sentir en el plano material y psicológico. El teletrabajo; la pérdida de empleo o el recorte en los ingresos; el confinamiento, en ocasiones en condiciones de hacinamiento; el cierre de escuelas; la brecha digital, etc., han golpeado y alterado la vida familiar, particularmente en los sectores más frágiles, y se precisa con urgencia que las administraciones desplieguen políticas de protección, con recursos públicos suficientes, para neutralizar las consecuencias negativas. Tras el párrafo anterior, reclamado por la actual emergencia sanitaria y socioeconómica, ha de señalarse que la familia es la institución natural y cultural más importante en la formación y, por lo mismo, debería impulsarse una «política familiar» que facilitase la conciliación de la vida familiar y laboral y que apoyase a los progenitores en su labor educadora, hoy particularmente amenazada por la sobrevenida crisis. Es preciso que las medidas que se adopten y los recursos que se destinen a las familias contribuyan a fortalecerlas y, desde luego, a minimizar los efectos adversos producidos en estos momentos particularmente duros en que se advierte el incremento de la pobreza, la debilitación de las relaciones en su seno y de la educación de los hijos. Una política sensible a la realidad familiar contribuye a su estructuración, a mejorar la salud mental de sus miembros, a reducir los comportamientos antisociales, a prevenir el fracaso escolar y a favorecer el desarrollo integral de los hijos. Bien indica García Hoz (1990) que la familia ejerce tanto una influencia generalizada sobre sus miembros, consecuencia de la acción de todos los factores que intervienen en la vida familiar, como diversas influencias específicas que o bien proceden de los distintos integrantes (padre, madre, hermanos, etc.), o bien se manifiestan en un ámbito concreto de la vida (lenguaje, tiempo libre, utilización del dinero...). Hay que pensar, en efecto, que el nivel instructivo y el nivel socioeconómico de la familia condicionan el rendimiento escolar de los hijos. Aunque haya excepciones, si los padres adolecen de analfabetismo es más probable que los resultados escolares de los hijos sean insatisfactorios, mientras que si el nivel de estudios de los progenitores es de grado medio o superior se favorece el rendimiento, siquiera sea porque la escuela maneja y alzaprima valores y usos lingüísticos dominantes, de manera que quienes presentan un bagaje sociocultural y lingüístico distinto y considerado «inferior» son más vulnerables al fracaso. En esta dirección apunta la explicación ofrecida por Bernstein (2001) sobre los códigos manejados en la institución escolar, y que este sociólogo de la educación entiende como dispositivos de posicionamiento sociocultural, por cuanto sitúan a los sujetos y las relaciones que mantienen entre sí con arreglo a las formas de comunicación dominantes y dominadas. En la escuela y en el aula, los códigos actuarían, a menudo tácitamente, como principios reguladores que seleccionan e integran significados, realizaciones y contextos supuestamente relevantes y legítimos, al tiempo que prescinden de otros considerados inapropiados e ilegítimos. Por otra parte, la escasez de recursos económicos familiares, acompañada de vulnerable situación social, puede frenar el proceso formativo y el rendimiento académico de los hijos cuando las presiones y situaciones impuestas por la penuria son tan grandes que ahogan a los menores en preocupaciones o impiden disponer de las condiciones materiales necesarias para estudiar. Por fuera de estas consideraciones, se sabe que las expectativas realistas y el saludable interés de la familia por el discurrir escolar de los hijos estimulan el rendimiento. Entre las condiciones que perjudican la educación y el rendimiento de los hijos pueden citarse los problemas de desatención derivados de la orfandad, la ruptura y, sobre todo, la hostilidad familiar. No es extraño que en estos casos disminuya el rendimiento ni que emerjan trastornos psíquicos. De hecho, como consecuencia de la pandemia, se ve afectada la salud mental, particularmente de las personas más vulnerables, entre las que se encuentran los niños y adolescentes (Unicef, 2020), con previsible aumento de trastornos del sueño, síntomas depresivos, ansiedad, estrés, etc. Gómez Dacal (1992) destaca que el clima familiar constituye un subsistema muy importante del sistema de relaciones sociales en que vive el alumno, con mucha influencia en la actividad escolar, pues de sus características depende que se generen o no expectativas e intereses favorecedores del aprendizaje, que se reciba mayor o menor apoyo tanto en el ámbito material como intelectual y afectivo, que haya riqueza o pobreza de estímulos culturales y científicos, que se perciba o no seguridad, que se realicen visitas a los profesores para pedir información, que se valoren las actividades docentes, etc. El mismo autor sostiene que si se quiere conocer de qué forma incide la familia en el rendimiento de los estudiantes, es preciso recurrir a tres grupos de variables, según se refieran a los intercambios (afectivos, motivacionales, intelectuales, estéticos, etc.) que acontecen en el seno de la familia, a la utilización del tiempo de permanencia en el domicilio por los diferentes miembros de la familia o a las relaciones que se establecen entre la familia y su entorno. Lo cierto es que en numerosas investigaciones se encuentran significativas relaciones entre características de la familia y el rendimiento académico. Chaparro, González y Caso (2016), a partir de su investigación con estudiantes de la etapa Secundaria, afirman que los alumnos con perfil de rendimiento académico alto presentaron un nivel socioeconómico y un capital cultural elevados, así como una organización familiar distinguida por la implicación en los procesos escolares. En cambio, los estudiantes con un perfil de rendimiento académico bajo se caracterizaban por un nivel socioeconómico y un capital cultural menores, así como por una organización familiar de escasa implicación. A su vez, Pérez y Londoño-Vásquez (2015) señalan en su estudio que la situación socioeconómica y los estilos de autoridad adoptados en la familia influyen considerablemente en el rendimiento académico de los adolescentes. Conviene matizar que el hecho de que, en algunos entornos familiares más desfavorecidos, los índices de fracaso aumenten no ha de interpretarse como que lo negativo de los resultados se debe exclusivamente a la desventajosa situación familiar, que es condicionante, pero no determinante, y, por supuesto, llamada a corregirse para que todas las familias se encuentren en una situación digna, con recursos socioeconómicos y culturales suficientes. En la investigación realizada por Serrano y Rodríguez (2016) se puso de manifiesto que la interacción entre los padres, los hijos y las instituciones escolares es clave para mejorar el rendimiento académico. En general, los estudiantes se sienten motivados cuando reciben apoyo de sus padres, cuando los progenitores asisten a los respectivos centros escolares y cuando hay una adecuada comunicación entre padres, hijos y centro escolar. Con nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997), en la que se utilizó la Escala de clima social en la familia (FES) de Moos et al. (1989), se pudo comprobar que las actividades sociales y recreativas de la familia constituyen un buen indicador de la influencia que esta institución ejerce sobre el rendimiento escolar del alumno. Ha de aprovecharse este dato para recomendar una utilización apropiada del tiempo libre, de forma que se combine, siempre que sea posible, la formación y la diversión. En este sentido, por ejemplo, no sería conveniente pasar tantas horas al día ante las pantallas electrónicas y sí resulta aconsejable, en cambio, practicar deporte, acudir al teatro y al cine, interesarse por el arte, leer, realizar excursiones, integrarse en grupos prosociales, etc. Actividades estimuladas por un ambiente familiar genuinamente cultural-educativo ensanchan los horizontes intelectuales y personales y, por ende, coadyuvan a mejorar el rendimiento académico. En síntesis, la familia ejerce una influencia considerable y duradera sobre el rendimiento académico de los adolescentes. Los padres equilibradamente preocupados por los estudios de sus hijos, comprensivos, dialogantes y estimulantes, con holgura socioeconómica e instructiva pueden tener un efecto beneficioso sobre el desempeño escolar de los adolescentes, por otro lado, muy dependiente de numerosos factores. Finalmente, se torna preciso potenciar cuanto tiene que ver con la «pedagogía familiar», que trasciende el rango teórico, conecta con la realidad y busca el beneficio aplicativo, por ejemplo, a través de educadores u orientadores familiares. Está llamada, pues, a tener un gran alcance personal y social. En su marco, rompemos una lanza específicamente por las «escuelas de familias», una iniciativa cada vez más necesaria en una sociedad crecientemente compleja y que, si bien es variable en sus concreciones, está teniendo un positivo impacto generalizado en la formación de los progenitores, en el acercamiento entre la familia y el centro educativo, al igual que en la prevención del fracaso escolar y de otros extendidos problemas, ahora acrecentados con la crisis mundial. 2.4. El rendimiento académico: un complejo entramado de factores El rendimiento escolar en los distintos niveles de enseñanza es el resultado de una constelación de factores personales, familiares, escolares y sociales. Pese a los numerosos y heterogéneos estudios sobre el tema, permanecen las incógnitas y dificultades del sistema educativo, en general, y de los educadores, en particular, a la hora de erradicar el elevado fracaso escolar. Tras revisar diversas investigaciones hemos podido comprobar que algunos trabajos sobrevaloran el impacto de la inteligencia en el rendimiento escolar y prescinden del estudio de otros condicionantes. De igual modo, hay estudios harto ambiciosos que pretenden abarcar numerosos factores explicativos del rendimiento y terminan por ser imprecisos. Aunque en este capítulo se parte de una investigación propia (Martínez-Otero, 1997), ampliamente citada a nivel internacional por diversos autores, no se prescinde del análisis reflexivo, y se describen sumariamente algunos condicionantes del rendimiento escolar en la adolescencia. Se analizan algunos relevantes factores, pero evidentemente no se abarcan todos. También se podía haber calibrado, por ejemplo, la influencia del tipo de centro –público o privado–, el carácter religioso o laico del mismo, el género, la metodología, etc. A decir verdad, los factores que inciden en el rendimiento son numerosos y, como se dijo anteriormente, constituyen una intrincada malla. En cualquier caso, una taxonomía apropiada para acercarse al complejo fenómeno que nos ocupa ha de permitir reconocer entreveradamente tres grupos de condicionantes: psicológicos (rasgos de personalidad, aptitudes intelectuales, etc.), pedagógicos (hábitos y técnicas de estudio, estilos de enseñanza-aprendizaje, discurso educativo, etc.) y sociales (ambiente familiar y escolar, mass media, etc.). Desde una perspectiva sistémica, no podemos dejar de señalar que la actual crisis sanitaria y socioeconómica global gravita sobre todos nosotros e impacta negativamente sobre nuestras vidas, particularmente en los más vulnerables. Todo lo cual, en lo que se refiere a la prevención y erradicación del fracaso académico, nos ha de llevar a actuar en diferentes frentes (familiar, escolar, social) y sin perder de vista los niveles macro (políticas nacionales e internacionales), meso (normativa de las Comunidades Autónomas, condiciones institucionales...) y micro (actividad educativa directa con el alumno, etc.). Con arreglo a los condicionantes analizados en las páginas anteriores, el perfil de un alumno de alto rendimiento académico quedaría integrado por las notas siguientes: buena aptitud verbal, perseverancia, hábito de estudiar y dominio de técnicas, intereses científicos, motivación, organización e integración en el centro escolar, ocupación saludable del tiempo libre y apoyo familiar. Por el contrario, el perfil del alumno de bajo rendimiento vendría dado por el sentido negativo de las características anteriores o por la ausencia de las mismas. Naturalmente, estos retratos tienen valor orientativo y general, de ahí la necesidad de calibrar de modo personalizado cada caso concreto. Con el repaso realizado se ofrece, por un lado, una panorámica de los condicionantes del rendimiento escolar en la adolescencia y, por otro, pautas que optimicen la actuación de los educadores naturales y profesionales. A fin de cuentas, entre todos se debe mejorar el proceso perfectivo de los educandos. Es bueno recordar que cuando se modifican positivamente las condiciones formativas muchos alumnos transitan del fracaso al éxito y, lo que es más importante, participan en el propio proceso de despliegue integral. 2.5. Propuestas pedagógicas para mejorar el rendimiento escolar Después de haber descrito en las páginas anteriores algunos de los condicionantes psicológicos, pedagógicos y sociales del rendimiento escolar, en este último apartado se brindan algunas propuestas encaminadas a mejorarlo. Es verdad que al tiempo que se repasaban los diversos factores se vertían algunas orientaciones, algo que también en los próximos capítulos se seguirá haciendo, pero ello no obsta para que compendiemos aquí algunas de esas ideas de alcance práctico. El problema del llamado «fracaso escolar» es tan complejo que, por fuerza, las vías de solución reclaman el concurso de cuantas personas e instituciones tienen responsabilidades educativas. Más allá de esta evidencia, es bien cierto igualmente que cada alumno precisa una evaluación y un plan recuperador personalizados en un marco de colaboración entre la familia y la escuela. Acrecentar la distancia y la oposición entre ambas instituciones equivale a errar educativamente. Por eso, es obligación de padres y profesores la apertura mutua y la interrelación fluida. Tras los párrafos precedentes y con arreglo al esquema psicosociopedagógico seguido en el capítulo, estamos en condiciones de ofrecer diversas propuestas concatenadas y resumidas que bien pueden optimizar el rendimiento escolar de alumnos preadolescentes y adolescentes: • Los alumnos/hijos deben recibir suficiente «estimulación intelectual» con objeto de que se desplieguen sus capacidades. Es bien sabido que, aun cuando el desarrollo intelectual está condicionado por la dotación genética, el ambiente también tiene un considerable impacto. Asimismo, la información proporcionada en la escuela, más que dogmática y masiva, ha de apostar por favorecer en el educando el análisis crítico, la búsqueda y el pensamiento autónomo. De este modo, se beneficia la consistencia intelectual, la dilatación cultural y el aprendizaje autorregulado, cooperativo/colaborativo, heurístico y significativo. • La trascendencia de la «aptitud verbal» (comprensión y fluidez orales y escritas) en el rendimiento escolar nos lleva a insistir en que todo profesor, no solo los de Lengua, ha de promover la competencia lingüística de los alumnos. El lenguaje que discurre por los centros escolares no debe quedar circunscrito a clichés ni sometido a modas injustificadas. Ha de recordarse que el enriquecimiento verbal se acompaña de ensanchamiento cognitivo y, por ende, personal. • En lo concerniente a la «personalidad» los centros educativos deben favorecer la estabilidad emocional, la maduración afectiva, la autoestima, el autocontrol, la apertura y la perseverancia. Estas notas componen, aunque sea a grandes trazos, un cuadro de deseable equilibrio psicológico para el trabajo, el rendimiento y la educación en la escuela. • El «hábito de estudiar» es condición necesaria, pero no suficiente para mantener un rendimiento académico satisfactorio. Se precisa también el respaldo de «técnicas de estudio» que permitan rentabilizar el esfuerzo realizado. Por muchas cualidades intelectuales que se posean puede asegurarse que, sin trabajo escolar suficiente y apropiado, tarde o temprano se fracasa. Precisamente para facilitar el trabajo del alumno se han proporcionado con anterioridad algunas claves sobre la planificación y las condiciones ambientales adecuadas para estudiar, muchas de las cuales se han puesto a prueba durante el cierre de los centros escolares y el confinamiento derivados de la pandemia. • Respecto a los «intereses vocacionales-profesionales», es oportuno señalar que constituyen una suerte de epicentro explicativo del trabajo estudiantil, sobre todo en lo que se refiere a la orientación del mismo, los recursos desplegados y las decisiones adoptadas. Un buen número de problemas de inadaptación y de bajo rendimiento académico tienen su raíz en la incapacidad de las instituciones escolares para «ganarse» a los alumnos. En este sentido, los centros educativos tienen la responsabilidad de despertar el interés, en general, y los intereses, en particular, de los estudiantes a través de programas y diseños formativos suficientemente sensibles y atractivos, entre los que sobresalen las actividades de orientación académica, vocacional-profesional y personal. • La «motivación», en la que se entreveran la vertiente intrínseca y extrínseca, es clave en el rendimiento escolar. Se trata de activar y canalizar la conducta del estudiante hacia el éxito. Para ello es fundamental introducir cambios en el discurso docente, en las metodologías y en el ambiente, pues en la medida en que el alumnado exhibe una mejor disposición hacia el aprendizaje su desempeño académico tiende a ser más elevado. • En general, un buen «clima social» escolar se caracteriza por el trabajo, la cordialidad, la cooperación y la seguridad. Con frecuencia la ausencia/quiebra de estas propiedades nos sitúa ante centros deficitarios cuyo impacto negativo se deja sentir en mayor o menor grado sobre los estudiantes en forma de insatisfacción, temor, insuficiencia instructiva, fracaso escolar o desarrollo anómalo de la personalidad. Para evitar este tipo de influjos nocivos y orientar positivamente al alumno y su rendimiento se requiere un genuino compromiso con la convivencia y la educación. • Es de sobra conocido que la «familia» es el primer y principal ámbito educativo. Ahora bien, para que esta institución despliegue su función educativa y consiguientemente se mejore el rendimiento escolar de los hijos se necesitan varias condiciones entre las que cabe destacar: las relaciones entre sus miembros basadas en el amor, el cuidado y la atención; el diálogo abierto, respetuoso y cordial; la autoridad de los padres, así como la estimulación cultural suficiente. La constatación de la importancia del tiempo libre en el proceso formativo nos anima igualmente a recordar el relevante papel de los padres a la hora de encauzar saludablemente las actividades de los hijos, de forma que se combine formación y diversión siempre que sea posible y, por supuesto, desde el respeto a la libertad individual. La magnitud del tema no permite abordar todas las variables que inciden en el rendimiento escolar, pero sí se han descrito algunas de las más directamente involucradas en el fracaso o en el éxito de los alumnos. Con las propuestas pedagógicas realizadas, muchas de las cuales se ampliarán a lo largo del libro, deseamos que los padres, profesores y responsables educativos obtengan orientaciones suficientemente prácticas para mejorar el rendimiento escolar y el proceso educativo de los estudiantes. Cabe pensar que, al incorporar, mutatis mutandis, estas ideas a la política educativa, evidentemente con los necesarios recursos, un significativo sector de los ahora catalogados como «fracasados» se liberarían de tal etiqueta y pasarían a engrosar las filas de los «buenos estudiantes», o, mejor aún, de los que avanzan por la senda de la educación integral. Nos hallamos, en fin, en un momento crucial en que la solución de los problemas de rendimiento escolar exige, además de esperanza, una considerable dosis de adecuación pedagógica. 1. Cabe también la posibilidad de valorar el rendimiento escolar mediante pruebas objetivas estandarizadas, generalmente costosas en su diseño y aplicación, y más relacionadas con las evaluaciones internacionales, v. gr., PISA, pero lo cierto es que, por el momento, no resultan prácticas, siquiera sea por la inversión requerida en el centro escolar. 3 Teoría de la inteligencia unidiversa 3.1. Introducción En este capítulo se presenta la original teoría de la inteligencia unidiversa (Martínez-Otero, 2009), de gran alcance educativo, pues si bien es cierto que sobre el concepto de inteligencia se ha escrito abundantemente, muchas de las definiciones que se manejan, de las que se derivan implicaciones pedagógicas más o menos afortunadas, llegan de allende nuestras fronteras. Ya dice Quintana (2006), por ejemplo, que casi todas las aportaciones sobre la inteligencia procedentes de Norteamérica introducen estrategias innovadoras que mejoran la práctica, pero desde el punto de vista conceptual son pobres y confusas. A lo que nosotros podemos agregar que esa «mejora» no siempre acontece, precisamente porque arranca de endeblez teórica. Lo dicho en el párrafo anterior carecería de trascendencia si no fuese porque la educación, sin soslayar la existencia de cuestiones de carácter universal, está muy condicionada por aspectos de índole sociocultural, con lo que no es fácil ni recomendable un transvase acrítico de planteamientos psicopedagógicos que, aunque den sus frutos en un determinado contexto, no tienen por qué arrojar los mismos resultados en otro entorno. De hecho, como expresamos en este capítulo, en el campo de la educación de la inteligencia, el susodicho seguidismo genera más voluntarismo estéril, –cuando no insidioso– que logros pedagógicos contrastados. Se puede afirmar, además, que hay falta de consenso científico suficiente sobre el concepto de inteligencia. Sobre este constructo circulan en nuestros ámbitos universitarios nociones muy distintas y aun contradictorias. ¿Cómo vamos a promover en esta parcela de la realidad personal un proceso educativo consistente si carecemos de una noción de inteligencia suficientemente reconocida? El interrogante anterior tiene un indiscutible interés científico. Hay que decir sí a la colaboración gnoseológica fecunda, pero no debemos ir siempre a la zaga de otras disciplinas ni de lo que se haga en el extranjero. La pedagogía realmente comprometida con el avance educativo debe nutrirse de hallazgos realizados en otros territorios científicos, pero sin renunciar a un legítimo protagonismo investigador que posibilite el progreso en el propio, anchuroso y trascendente campo. Sin una atalaya pedagógica suficientemente elevada no podremos mejorar, ni siquiera de forma modesta, nuestra maltrecha educación. Pues bien, a este fin perfectivo de la realidad personal y social se ordenan estas páginas que se centran en el constructo de inteligencia, sobre el que se ofrece una particular noción revisada. 3.2. La inteligencia y la educación El interés por la alianza conceptual entre la educación y la inteligencia se remonta a mucho tiempo atrás. En Occidente es indiscutible el valor que los griegos daban a la educación de la inteligencia. Los maestros helénicos, algunos de los cuales lo son de la humanidad, como Sócrates, Platón o Aristóteles, ya desde la calle, la Academia o el Liceo, promovieron el despliegue del término inteligencia, que se deriva de la palabra latina intelligere («comprender», «entender»), a su vez compuesto de intus y legere, esto es, leer dentro de algo la razón de su existencia. Y así aconteció que mediante la lectura interior o inteligencia (en griego, noûs) nuestro mundo se tornó crecientemente inteligible, comprensible. Aunque según los momentos se haya hecho con mayor o menor acierto, la legibilidad –interna y externa– es inherente al vivir humano. De ahí, quizá, la invocación con peculiar grafía (letra «j») del excelso poeta onubense Juan Ramón Jiménez: «¡Intelijencia, dame/ el nombre exacto de las cosas!». Es decir, la inteligencia como vía regia, a la par cognitiva y cordial, hacia la realidad. Si nos alejamos de las raíces griegas y de las expresiones poéticas señaladas, encontramos que en el siglo XX se plantean las grandes polémicas en torno a la inteligencia y su educación. Los nombres de Binet (1857-1911) y Simon (18721961), por ejemplo, permanecen ligados a los primeros test de inteligencia, por cierto diseñados por estos autores desde una óptica humanista, lamentablemente abandonada más adelante por quienes defendieron la tesis hereditarista del cociente intelectual (CI), v. gr., H. H. Goddard (1866-1957), R. M. Yerkes (1876-1956) y L. M. Terman (1877-1956). La psicometría del CI ha sido realmente espectacular, según se advierte en el copioso número de pruebas existentes. A menudo, esta actividad medidora –no exenta de polémica– se ha acompañado de la pretensión de definir la inteligencia, cuestión igualmente controvertida que llega hasta nosotros. Autores como Gould (2017) o, en nuestro ámbito, Ovejero (2003) han denunciado que, en nombre de la «ciencia» se han cometido múltiples atropellos. Este último dice textualmente ibíd., p. 22): «En efecto, han sido muchos los psicómetras –afortunadamente no todos, ni mucho menos– que, a lo largo del siglo XX, y siempre escondiéndose tras la túnica sagrada de la ciencia, lo único que han hecho es racismo científico, de tal manera que sus teorías, sus escritos y hasta sus datos empíricos han estado permanentemente al servicio de las clases sociales dominantes con la finalidad patente de justificar los privilegios de unos y la exclusión de otros». Las mediciones de la inteligencia y principalmente del CI han servido en ocasiones para discriminar a sujetos y a grupos humanos, de manera que toda precaución es insuficiente cuando lo que está sobre la mesa son aspectos fundamentales de la vida de las personas, incluida su educación. Podemos pensar, por ejemplo, en la inadecuada utilización de test para calificar/clasificar a los alumnos según su supuesta inteligencia, sin tener en cuenta que lo que muchas veces se ha medido es el nivel de conocimientos en un contexto «artificial». Tampoco es raro que, desde posiciones geneticistas, algunos educadores hayan cuestionado que los escolares con bajas puntuaciones en los test de inteligencia puedan aprovechar la enseñanza recibida. Como quedó dicho en un capítulo anterior, los resultados en las pruebas de inteligencia o de aptitudes intelectuales, más que explicar por sí mismos el éxito o fracaso escolar, informan del potencial de aprendizaje del estudiante. Solano (2015) nos recuerda que la investigación ha revelado que junto a las aptitudes intelectuales han de considerarse otras variables explicativas del rendimiento académico, como la motivación, la adaptación, la personalidad, la madurez social, la estabilidad emocional, la conciencia, la autosuficiencia, las actitudes, los intereses y los métodos de estudio. Hace unos años, Stobart (2010), de la Universidad de Londres, se mostraba muy crítico con ciertos usos y abusos evaluadores, y señalaba que, al menos en Inglaterra, aunque la evaluación se centra mucho menos en los test de CI y más en las pruebas de rendimiento, la tradición psicométrica pervive en forma de test de capacidad y de aptitud –muy extendidos–, que llevan a los profesores a considerar que la capacidad –heredada y medible– es la responsable del rendimiento. A lo que podemos agregar, a partir de nuestra experiencia profesional con orientadores, que en España ocurre algo parecido, pues es frecuente pensar que el rendimiento depende casi en exclusiva de las aptitudes intelectuales. Personalmente, considero positivo que se utilicen estos instrumentos, siempre que no se tomen sus resultados de forma absoluta ni con finalidad perversa. Los test han de ponerse al servicio del conocimiento personal y de la educación. Ha de recordarse, por otra parte, que la exploración educativa sale beneficiada cuando hay suficiente sensibilidad hacia la circunstancia del educando y cuando se dispone de diversos elementos de estimación. 3.3. Algunas propuestas teóricas sobre la inteligencia Tras esta llamada a la cautela, procede recordar sumariamente, guiados por Yela (1987), la trascendencia de algunas investigaciones sobre la estructura diferencial de la inteligencia, particularmente la de Spearman (1863-1945) y, en menor medida, la de Thurstone (1887-1955) y la de Guilford (1897-1987). Según Spearman (psicólogo inglés), la actividad inteligente es función de un único factor general «g», común a todas las actividades, y de un factor específico «s», propio de cada una. Por su parte, Thurstone (norteamericano) identificó varias aptitudes mentales primarias que configuran la inteligencia. Dichas capacidades manifiestan una tendencia a covariar, que apunta hacia un factor general como el de Spearman. Los hallazgos de Spearman y Thurstone, compatibles, dieron lugar a un paradigma muy estable. En cuanto a Guilford, diseñó un modelo de la inteligencia al que denominó estructura del intelecto y que se organiza en tres dimensiones: operaciones, contenidos y productos. Estudios como los mencionados han generado una larga tradición psicométrica, no exenta de críticas, que se mantiene en la actualidad. Tampoco nos podemos olvidar del difundido CI, utilizado por primera vez por el psicólogo alemán W. Stern (1871-1938), quien propuso relacionar la edad mental con la edad cronológica, con objeto de superar ciertas deficiencias del concepto de edad mental de Binet. Hay también otros autores cuyas propuestas teóricas han alcanzado considerable difusión, por ejemplo, R. B. Cattell (1905-1998), que propuso la existencia de dos factores que se conocen como inteligencia fluida e inteligencia cristalizada. Grosso modo, la «inteligencia fluida» tiene un componente hereditario y está relacionada con el proceso madurativo y la capacidad para resolver problemas ante situaciones o estímulos desconocidos, mientras que la «inteligencia cristalizada», vinculada a la educación y a las experiencias, tiene que ver con el funcionamiento intelectual en tareas que requieren cultura y aprendizaje previos. Especialmente relevante en la gestación de nuestro planteamiento es la teoría del continuo heterogéneo y jerárquico, correspondiente a Yela (1987). Este psicólogo sostiene que las diferencias individuales en comportamiento inteligente covarían sistemáticamente. Para este autor, la estructura diferencial de la inteligencia está dominada –aunque según los casos– por un factor general que actúa a través de grandes factores comunes (verbal, técnico, lógico), que va ordenando y diferenciando el continuo de covariación en una multiplicidad prácticamente ilimitada de subfactores, productos diferenciales de la interacción entre la dotación genética y la experiencia de las personas y las sociedades. Así pues, la estructura diferencial de la inteligencia consiste en un continuo de covariación heterogéneo y jerárquico. Es una estructura relativamente «unitaria», con tendencia general a la integración abstracta, relacionante e innovadora. Es una tendencia «múltiple», como se aprecia en las numerosas aptitudes. Se trata de una estructura prefijada en ciertas propiedades generales que son comunes, con matices, a todos los seres humanos y culturas, y abierta a la inventiva y al aprendizaje. El conjunto de rasgos diferenciales, comunes o diversos, tiende a organizarse jerárquicamente, desde el rasgo general, que se expresa en casi todo comportamiento inteligente, a los rasgos específicos, tantos como comportamientos, pasando por un número indefinido de niveles intermedios. En el planteamiento anterior, cuya estela seguimos, cuando Yela se refiere a la estructura diferencial de la inteligencia utiliza dos palabras claves que ex profeso hemos entrecomillado más arriba: unitaria y múltiple. Procede avanzar a este respecto que la originalidad de nuestra perspectiva teórica de alcance pedagógico consiste justamente en apoyarse en esta posición bifronte, pues nos basamos simultáneamente en la unidad y en la multiplicidad de la inteligencia. También la educación, como después insistiremos, debe reconocer esa dualidad intelectual. En esa síntesis de «unidad y diversidad», esto es, en esa «inteligencia unidiversa» y en su proyección educativa hallamos la especificidad de nuestra aportación. Adelantado el núcleo de nuestro planteamiento, revisamos dos aportaciones teóricas recientes procedentes de Norteamérica: una, la de Sternberg (1988); otra, la de Gardner (2001), a la que dedicaremos más atención crítica. En la teoría triárquica de Sternberg (1988), en la que armoniza las perspectivas diferencial y cognitiva, cabe distinguir tres dimensiones encaminadas a comprender y mejorar la inteligencia: componencial, experiencial y contextual. Estas, a su vez, permiten hablar de otras tantas subteorías: la subteoría componencial o analítica, que asocia el funcionamiento de la mente a una serie de componentes propios de la actividad inteligente; la subteoría experiencial o creativa, que especifica los procesos que tienen lugar cuando la persona se enfrenta a situaciones más o menos novedosas, y la subteoría contextual o práctica, que relaciona la inteligencia con el mundo exterior del sujeto, esto es, con el contexto sociocultural en que se desenvuelve. De acuerdo con esta subteoría, la adaptación del individuo a su ambiente y el afrontamiento exitoso de las situaciones cotidianas refleja su grado de inteligencia. Gardner (2001), por su parte, se ha hecho mundialmente famoso con su teoría de las inteligencias múltiples. Tras reformular su teoría, este profesor de la Universidad de Harvard identifica nueve inteligencias autónomas y dotadas de poder ejecutivo: • Inteligencia lingüística: sensibilidad especial hacia el lenguaje hablado y escrito, capacidad para aprender idiomas y para alcanzar determinados objetivos a través del lenguaje. Entre las personas que destacan en esta inteligencia cabe citar a los oradores, los poetas, los escritores y los abogados. • Inteligencia lógico-matemática: capacidad para analizar problemas de una manera lógica, para realizar operaciones matemáticas e investigaciones científicas. Destacan en este tipo de inteligencia los matemáticos, los lógicos y los científicos. • Inteligencia musical: capacidad para interpretar, componer y apreciar pautas musicales. En su estructura es análoga a la inteligencia lingüística. Han de incluirse aquí músicos, compositores, críticos musicales, etc. • Inteligencia corporal-cinestésica: capacidad para utilizar partes del propio cuerpo o su totalidad en la resolución de problemas o en la creación de productos. Destacan en esta inteligencia los bailarines, los actores y los deportistas, pero también es importante para los cirujanos, los artesanos, los científicos de laboratorio, los mecánicos, etc. • Inteligencia espacial: capacidad para reconocer y manipular pautas en espacios grandes (como hacen, por ejemplo, los navegantes y los pilotos) y en espacios más reducidos (como hacen los escultores, los cirujanos, los jugadores de ajedrez, los artistas gráficos o los arquitectos). • Inteligencia interpersonal: capacidad de una persona para entender las intenciones, las motivaciones y los deseos ajenos y, por tanto, su capacidad para trabajar eficazmente con otras personas. Los profesores, los médicos, los líderes religiosos y políticos, los actores y los vendedores necesitan una gran inteligencia interpersonal. • Inteligencia intrapersonal: capacidad para autocomprenderse, para tener un modelo útil y eficaz de uno mismo, con inclusión de deseos, miedos y capacidades, y para emplear esta información adecuadamente en la regulación de la propia vida. • Inteligencia naturalista: capacidad para reconocer y clasificar las numerosas especies –la flora y la fauna– del entorno. Es capacidad para categorizar organismos nuevos o poco familiares. La persona con inteligencia naturalista es «biófila». se siente a gusto en el mundo de los seres vivientes y puede tener especial aptitud para cuidar e interaccionar con muchos de ellos. Los biólogos son a menudo personas con elevada inteligencia naturalista. • Inteligencia existencial: inquietud por las cuestiones «esenciales». Es la capacidad de situarse uno mismo en relación con las facetas más extremas del cosmos y de enlazar con determinadas características existenciales de la condición humana, como el significado de la vida y de la muerte, el destino final del mundo físico y el mundo psicológico, y ciertas experiencias como sentir un profundo amor o quedarse absorto ante una obra de arte. Se supone que los líderes religiosos, entre otras personas, han de poseer elevada inteligencia existencial. Se trata, sin duda, de una interesante teoría con enormes implicaciones educativas, sobre la que conviene recordar que el propio Gardner ha aumentado el número de inteligencias, según puede constatarse, por ejemplo, en su libro La inteligencia reformulada (2001), respecto a obras anteriores, como la titulada Inteligencias múltiples (1998). Sirva el dato para advertir que, si el mismo autor puede replantear su teoría, también es lícito introducir críticas desde posiciones externas. 3.4. La teoría de la inteligencia unidiversa Un rápido recordatorio me lleva al curso 1993-1994, en el que impartí un seminario sobre la mejora de la inteligencia en la Universidad Complutense de Madrid. Al menos desde entonces vengo interesándome por el constructo inteligencia desde una perspectiva teórico-práctica, y creo oportuno esbozar una teoría, a la par estructural y funcional, sobre esta compleja facultad. Debo adelantar que la teoría de la «inteligencia unidiversa», aún en ciernes, no surge ex nihilo. Como ya consigné, coincido con Yela (1987) cuando dice que la inteligencia es, a la vez, «una y múltiple». Así pues, lo que me propongo es robustecer este fundamental planteamiento tanto por razones teóricas como educativas. En lo que a educación se refiere, no es raro comprobar que Estados Unidos lleva, como en otras cuestiones, la «voz cantante». Con frecuencia, por ejemplo, quedamos deslumbrados por teorías foráneas, como la de las inteligencias múltiples, sobre la que expreso mi preocupación, porque me parece que uno de los peligros de esta formulación es que, junto a la escisión de la propia inteligencia, se quiebre también la educación. La vieja consigna «divide y vencerás» está dando sus frutos en forma de pingües beneficios económicos, pero está sembrando de confusionismo nuestro campo pedagógico. Ahora, so pretexto de que se ha democratizado y ensanchado la inteligencia, asistimos perplejos a una lista interminable de «nuevos inteligentes»: sexuales o psicosexuales, eróticos, visuales, auditivos, mecánicos, ecológicos, económicos, estratégicos, comerciales, sanitarios, danzantes... y hasta criminales, como «certeramente» precisaba un diario para referirse a determinados delincuentes buscados internacionalmente. En verdad, el que no se contenta es porque no quiere. Considero que al utilizar el sustantivo inteligencia tan profusamente pierde su verdadera significación. Es cierto que este término, investido de dignidad, realza el discurso, lo que explica en buena medida su uso creciente, pero su frecuente manejo arbitrario lo desvirtúa. La frivolidad con que se está utilizando la noción ha oscurecido esta área de investigación que tantas implicaciones educativas tiene. La calificación de la inteligencia como «unidiversa» es quizá una de las aportaciones de nuestro planteamiento. Hasta donde conozco es un término que no se había manejado antes aplicado a la inteligencia. Con este neologismo, más o menos afortunado, se enfatiza la unidad de esta facultad, al tiempo que se reconoce su valor interno, su versatilidad y su proyección sobre diversos campos. Esta concepción de la inteligencia como unitas multiplex no quiebra su unidad ni niega su polivalencia. Por ello, podría hablarse también de «inteligencia múltiple» o de «inteligencia compleja», que vendrían a ser expresiones sinónimas. Es sabido que algunos teóricos, acaso llevados por una comprensible reacción frente a la visión hegemónica, monolítica y unitarista de la inteligencia, cayeron en el craso error de atomizarla. Otra novedad de la teoría de la inteligencia unidiversa se descubre en sus fundamentos, más psicológicos y antropológicos que matemáticos, pero justificados para emprender la necesaria labor explicativa de la realidad estructural y funcional de la inteligencia. Todavía hay otra contribución que, en cierto modo, compendia las anteriores. Y es que se trata de una teoría de alcance pedagógico, social, histórico y cultural, sensible, respetuosa y comprometida con la unidad y la diversidad intelectual de nuestra especie. En definitiva, aquí nos acercamos a la inteligencia desde una perspectiva sintética y superadora de los enfoques unitaristas y pluralistas. Con la debida modestia, pero con rotundidad, hay que afirmar que nos hallamos ante una noción del intelecto más rica desde la óptica psicológica, pero también con más enjundia pedagógica. Por eso, una aspiración irrenunciable es mejorar la educación en este ámbito. 3.5. La inteligencia unidiversa: unitas multiplex En este apartado se ahonda en el potencial educativo de la teoría de la inteligencia unidiversa, para lo cual se estudia la estructura diferencial de la inteligencia a partir de distintas disciplinas y se buscan vías pedagógicas para desplegarla. Pretendemos que la revisión de la literatura científica dé solidez a nuestro planteamiento, de manera que nuestra propuesta teórica sobre la inteligencia sea consistente y tenga el mayor alcance educativo posible. En aras de la claridad y de la progresión investigadora, seguiremos un esquema exploratorio de conceptos y de sus respectivos avales científicos. Tras las declaraciones previas, recordemos que en el solar hispano se remontan a mucho tiempo atrás los estudios de alcance pedagógico en los que se destaca la necesidad de identificar las principales aptitudes personales. Es el caso del Tratado de la enseñanza (2004) del valenciano Juan Luis Vives (1492-1540) y del Examen de ingenios para las ciencias (1991) del navarro Juan Huarte de San Juan (1529-1588). Pese a los antecedentes renacentistas, es en el siglo XX cuando aumenta de forma considerable el interés por las aptitudes, en gran medida por la expansión de la metodología experimental en la investigación educativa. En la pasada centuria, al hablar de los estudios sobre inteligencia, es obligado citar nuevamente a Mariano Yela (1921-1994). Su afirmación (1987) de que «la inteligencia no es simple, sino compleja» nos permite reparar en que nos encontramos ante un constructo unitario (sistema) y múltiple (numerosas aptitudes). La inteligencia es, en efecto, una estructura de múltiples aptitudes, desde la general, que interviene en casi todo, hasta las más vinculadas a cada situación particular, pasando por aptitudes de amplitud variable. Frente a enfoques que defienden la parcelación/modularidad de la mente (véase, v. gr., Fodor, 1986), admitimos cierta autonomía y especificidad en la esfera intelectual y reconocemos, a la vez, la relativa interdependencia de las capacidades. Estamos convencidos de que la inteligencia es unitas multiplex. Por ejemplo, desde la perspectiva neurofisiológica, Castelló (2001) ofrece algunos datos valiosos que nos asisten y que resumimos: • La estructura y organización del cerebro revelan una marcada especialización de ciertas áreas de este órgano en determinadas formas de procesamiento de la información. A pesar de la especialización, el cerebro funciona de una manera bastante global, lo que implica la acción coordinada de diversas áreas, particularmente en las actividades cognitivas complejas. • Hay poca evidencia de la arquitectura cerebral centralizada, es decir, hay escasos indicios que apoyen un enfoque unitario de la inteligencia. El registro de la actividad neural por medio de sistemas de tomografía por emisión de positrones (TEP) demuestra la especificidad de determinadas áreas. No obstante, los estudios que ofrecen estos datos sobre la especificidad cerebral, suelen destacar la importancia de las interconexiones en el cerebro o funcionamiento global del mismo. Parece, pues, que en el cerebro se combinan de forma compleja las ubicaciones concretas y las interacciones entre áreas; de hecho, pueden resultar más significativas las comunicaciones entre zonas que la acción de las propias áreas. • El cerebro ni se organiza en unidades independientes ni funciona de manera centralizada. Los datos revelan que la configuración del cerebro combina zonas especializadas –muy puntuales– con gran flexibilidad de conexión funcional, de acuerdo con el azar y las propias limitaciones del organismo y del ambiente. En resumen, las investigaciones sobre topografía cerebral demuestran que el cerebro combina de manera compleja la globalización y la localización, lo que apoya el concepto de inteligencia unidiversa que defendemos. Recurrimos también a un trabajo de Pinillos (1999), en cierto modo clásico, para recordar la actuación global del cerebro como un todo orgánico, lo que supone la interacción coordinada de sus estructuras mediante sistemas funcionales muy plásticos, definidos por sus respectivas tareas u objetivos vitales. Con objeto de profundizar en los postulados anteriores y robustecer la teoría, procede revisar, entre otros, trabajos como los que se citan a continuación, de los que extraemos algunas ideas valiosas. Ortiz (2009), en su obra Neurociencia y educación, relaciona los conocimientos sobre el cerebro con el mundo de la educación. Básicamente pretende aproximar la neurociencia a la práctica cotidiana de la enseñanza en la infancia y la adolescencia. Obviamente no podemos equiparar el cerebro, que es un órgano, con la inteligencia, que es una capacidad compleja, pero sí que podemos comprender mejor esta facultad mediante los conocimientos que hoy se poseen sobre su soporte físico. Desde luego, si desde nuestro campo pedagógico permanecemos atentos a los avances neurocientíficos, particularmente a cuanto tiene que ver con la plasticidad y el desarrollo cerebral, estaremos en condiciones de establecer principios y normas de actuación parental y docente que promuevan un adecuado despliegue intelectual. En relación con el despliegue organizativo del cerebro, Ortiz (2009) recuerda que en el período que va desde el nacimiento hasta los 3 años acontecen los grandes desarrollos de conexiones sinápticas entre áreas corticales próximas, lo que permite absorber indiscriminadamente enorme cantidad de información. A este respecto, se pronuncia educativamente de un modo que compartimos, pues dice que la estimulación ambiental temprana integrada, ordenada, novedosa y rica, sin pretender que el cerebro se especialice en un determinado tipo de conducta, habilidad o destreza constituye el proceso formativo más apropiado en este tramo vital. El autor señala que en el período comprendido entre los 4 y los 11 años se produce la gran armonización en el desarrollo global del cerebro, debido a las numerosas interacciones córtico-corticales y subcórtico-corticales, tanto de las áreas anteriores (lóbulos frontales) como de las áreas asociativas temporo-parieto-occipitales. La integración de estas áreas permite la proliferación de conocimientos, procesos, valores y aprendizajes, algo que ha de tenerse en cuenta en las programaciones educativas. La estimulación ambiental, sistemática, ordenada y novedosa, debe incidir tanto en los aprendizajes escolares (lengua, matemáticas, lectura, etc.) como en el crecimiento emocional, social y moral del niño, de manera que se generen redes neuronales estables capaces de consolidar las adquisiciones. En cuanto a la adolescencia, se trata de una etapa de gran desarrollo neurohormonal que afecta a diferentes áreas cerebrales, sobre todo a las prefrontales y cerebelosas, responsables del aprendizaje y de la adaptabilidad motriz. Estos cambios, llamados a contemplarse pedagógicamente, permiten la realización de funciones cognitivas complejas, pero también abren enormes posibilidades desde el punto de vista social, ético y emocional. Ortiz (2009) indica que los nuevos estudios realizados mediante neuroimagen funcional dejan entrever un cerebro más holístico en funciones complejas. En lo que a desarrollo cerebral se refiere, el futuro pasa por generar de modo creciente nuevas conexiones y redes neuronales a través de la educación. Se trata de estimular el desarrollo tanto de áreas y capacidades específicas, según las necesidades y posibilidades personales, como del cerebro en su conjunto. En resumen, como expresa el propio autor, la neuropedagogía pretende conocer mejor el funcionamiento del cerebro, investigar cómo generar más neuronas y conexiones cerebrales mediante la educación y contribuir a un desarrollo integral del cerebro infantil. Mora (2009), en su libro Cómo funciona el cerebro, citando a Gross (2001), nos ofrece, entre otros muchos, un interesante dato sobre el proceso de abstracción, del que afirma que no queda limitado a un área del cerebro, sino que posiblemente se trate de circuitos distribuidos en amplias zonas cerebrales a las que llegan los estímulos tras pasar los procesamientos neuronales primarios y básicos. Trabajos como el de Mora (2009) pueden apoyar neurofisiológicamente nuestra teoría de la inteligencia unidiversa, en la que se enfatiza, a un tiempo, la localización/especialización y la interconexión/globalización del sistema intelectual, integrado por numerosas aptitudes. Una original concepción teórica de la que se derivan, como después mostraremos, relevantes implicaciones pedagógicas. Es más, no se trata únicamente de que las aptitudes intelectuales sean interdependientes, sino de que el cerebro –y con él la inteligencia– se relaciona con el resto del cuerpo. En este mismo sentido se expresa Mora (ibíd. pp. 57-58) al referirse a la cuestión: «Digámoslo ya, mi cerebro interactúa con el mundo a través de mi cuerpo (representado en mi cerebro y actualizado en él constantemente).» Y agrega: «El cuerpo así es “uno” con el cerebro en su interacción con el mundo, tanto cuando se percibe algo, sea un depredador o la comida, como cuando se actúa sobre ese algo». Merced a la aptitud corporal, contemplada en nuestro planteamiento –y de la que tantos beneficios podemos extraer para la teoría de la educación física o, quizá mejor, psicofísica–, ya se vislumbra la relación entre inteligencia, cerebro y cuerpo. Desde Inglaterra, las neurocientíficas Blakemore y Frith (2010), con la obra Cómo aprende el cerebro, proporcionan abundante material valioso del que puede nutrirse nuestra concepción de la inteligencia, abierta al diálogo interdisciplinar. Nuestra formulación teórico-educativa sobre la inteligencia unidiversa no se circunscribe a las etapas del desarrollo. Interesa profundizar igualmente en cómo se produce el aprendizaje intelectual en la etapa adulta y aun en la vejez. A este respecto, conviene adelantar, a partir de estas autoras, que la plasticidad cerebral se extiende a todo el discurrir vital, aunque sin soslayar que el cerebro envejecido se vuelve menos maleable y nuevos aprendizajes requieren más tiempo. Indiscutiblemente se abren muchas posibilidades para la gerontopedagogía. Blakemore y Frith (2010) se sirven, en general, de la atinada y bella metáfora del jardín cerebral que permite contemplar a los educadores (profesionales y naturales) como las personas encargadas de cuidarlo y cultivarlo con esmero. De acuerdo con este tropo, podemos y debemos sembrar semillas intelectuales según la naturaleza de cada educando. La educación no cambia solo la mente sino también el cerebro. Según las autoras, la educación es a este órgano lo que la jardinería al paisaje. Conviene, pues, que los programas educativos recojan aportaciones como las que vamos mostrando a partir de distintos trabajos. Se trata, al fin, de desplegar formativamente todo el potencial intelectual y personal. Entre las obras que, además de las citadas, pueden revisarse incluimos las de Delgado (1994), Jensen (2010) y Damasio (2010). Si nos detenemos en la consideración de ciertos aspectos neurofisiológicos, es porque un conocimiento básico del cerebro resulta imprescindible para robustecer nuestra formulación sobre la inteligencia y para conocer sus implicaciones pedagógicas. 3.5.1. Estructura arbórea de la inteligencia unidiversa y su potencialidad educativa La estructura de la inteligencia unidiversa puede presentarse, siquiera sea a grandes trazos, mediante la clásica metáfora del árbol, que nos permite contemplar una planta cuyas raíces se hunden en la personalidad y que se eleva gracias a un tronco común a todo comportamiento inteligente ramificado en aptitudes de especificidad variable. De acuerdo con este tropo, la inteligencia es viva y requiere cuidados para desarrollarse. Es preciso conocer, a este respecto, la familia a la que cada árbol pertenece, no sea que neciamente nos empeñemos en pedir «peras al olmo». Ahora bien, este reconocimiento de las diferencias individuales y de la necesidad de atención educativa respetuosa de la singularidad no debe llevarnos a pasar por alto el calendario madurativo de nuestra especie en los primeros tramos del desarrollo. El proceso natural de crecimiento infantil, cualquiera que sea la vertiente en que nos centremos, ha de concordar con la estimulación proporcionada, de manera tal que ni se frene el desarrollo ni se perturbe por aceleraciones desmesuradas. En este punto, la metáfora no debe tornarse engañosa y servir de excusa a actuaciones educativas regidas por la precipitación y ancladas en la idea de que hay «numerosas inteligencias» (autónomas y ejecutivas) que han de recibir atención formativa diferencial desde la cuna. Esta peligrosa interpretación puede extenderse y dar lugar a categorizaciones prematuras sobre el tipo de inteligencia de cada escolar. La desigual presencia de aptitudes intelectuales en las personas no es pretexto para desatender la estructura troncal de la inteligencia. Solo desde el cultivo de este minimum se puede obtener un maximum, lo que equivale a decir que únicamente si se cuida el tallo intelectual es posible desarrollar alguna de las capacidades que de él se derivan. Por el contrario, el empecinamiento en que cada individuo ha de desplegar su «particular inteligencia» nos conduciría en su interpretación extrema a la formación de «talentos retrasados»; es decir, sujetos muy dotados para una determinada actividad, pero deficientes en todas las demás. La teoría de la inteligencia unidiversa ofrece –dicho sea con toda la modestia– una perspectiva más flexible y completa de la inteligencia y al mismo tiempo abre posibilidades educativas de mayor alcance que las derivadas de las teorías unitaristas y de las teorías multiplicistas. Con esta concepción doctrinal sobre la que seguiremos reflexionando e investigando a partir de fuentes de diversa índole: antropológica, psicológica, pedagógica y neurofisiológica, no pretendemos haber hallado mecanismos o elementos intelectuales desconocidos. De un modo u otro, los datos que estamos ofreciendo se citan en publicaciones, pero de una forma asistemática y sin reparar en la trascendencia de ofrecer una visión de la inteligencia que fusione y supere las parciales concepciones sobre la inteligencia, unitaristas y multiplicistas. A esta innovación se agrega la identificación de una distribución aptitudinal original, que se presentará más adelante en el seno de la estructura arbórea completa de la inteligencia unidiversa, que procedemos a describir. Comenzamos por las «raíces», que se hunden en la personalidad. Ha de reconocerse que la inteligencia humana no actúa aisladamente. No se puede desgajar de la realidad personal en que permanece enclavada. El marco biográfico condiciona la actuación intelectual y, por tanto, al estudiarla no parece apropiado, como a veces ha hecho cierta psicología cognitiva radical, soslayar la circunstancia del sujeto. Según revelan numerosos trabajos experimentales y aun la evidencia, hay factores psicológicos, sociales, biológicos, culturales, educativos, económicos, sanitarios, etcétera, que influyen en la personalidad y en la actividad intelectual. A este respecto, nuestra teoría, al presentar una visión compleja, flexible, contextualizada y más humana de la inteligencia, avanza científicamente en su comprensión. Kincheloe (2004) señala con acierto que la psicología educativa dominante no reconoce nuestro marco cultural, lo que frecuentemente conduce a explicaciones erróneas. Con sus propias palabras (ibíd., p. 22): «En este contexto, el cognitivismo que ha dominado el campo de la psicología educativa durante las últimas décadas, aunque ha sido brillante a veces, está echado a perder por su desconexión de una visión más compleja del ser, su propia historicidad como una manera de ver construida socialmente y una visión democrática para guiar las preguntas que formula». Desde luego, las anteriores declaraciones de Kincheloe rebasan el ámbito de la psicología educativa y se dejan sentir en el terreno pedagógico, hasta el punto de que puede hablarse de un modelo pedagógico cognitivista (Sarramona, 2000). Resulta evidente que la actividad intelectual del sujeto está condicionada por su entorno. Si acercamos la lente a las raíces de la inteligencia, se observa la trascendencia de la experiencia afectiva temprana, de la que va a depender en gran medida la organización moral de la realidad. Como afirma Castilla del Pino (2000, p. 87), «a lo largo del desarrollo del sistema cognitivoemocional, el sujeto construye un repertorio de bipolaridades axiológicas que aplica a los objetos de su universo, incluido él. Los sentimientos o valores abstraídos de los objetos componen la tabla de valores positivos y negativos de cada sujeto». Defendemos que la inteligencia permanece ligada a la afectividad e incluso a la moralidad. Tengo la certeza de que la genuina inteligencia ni es neutra ni se subordina a intereses aberrantes. En apoyo de esta idea podemos citar trabajos como el Hauser (2008) sobre la mente moral. La cognición humana no se puede analizar de forma aislada. Por más que algunas concepciones computacionales se empecinen en lo contrario, la persona no piensa con gelidez maquinal. La persona tiene valores, sentimientos, etc., que es preciso tener en cuenta para comprender el comportamiento inteligente. Obviar la importancia de la moralidad o la afectividad conduce a una pobre visión de los procesos intelectuales. Se abre, a este respecto, un largo camino investigador que puede iniciarse con el reconocimiento de la estructura constitutivamente moral del ser humano, idea defendida por Zubiri y difundida por López Aranguren (1981). También el eximio filósofo vasco (1991) se muestra elocuente al enfatizar la naturaleza sentiente de la inteligencia, pues el sentir humano y la intelección no son dos actos numéricamente distintos, sino que constituyen dos momentos del mismo acto de aprehensión sentiente de lo real. En síntesis, la inteligencia unidiversa tal como se conceptualiza implica reparar en el marco emocional, moral, social, cultural, histórico y económico en el que la cognición se gesta y actúa. Nuestra formulación, aunque original, tiene en cuenta e integra numerosos datos parciales procedentes de fuentes diversas, advierte la existencia de múltiples condicionantes y enlaza con planteamientos posformales, siquiera sea porque, además de insistir en la pobreza del constructo «inteligencia» según lo maneja determinada perspectiva cognitivista de la educación, subraya la trascendencia de estudiar la ética/moral, la afectividad, la cultura, la historia, la sociedad, etc., si de verdad se quiere comprender y enriquecer la inteligencia y, en último término, al ser humano. Llegamos ahora al «tronco» en el que se sitúa el núcleo de la inteligencia. En esta parte troncal, de índole humano-social, nos topamos primordialmente con la capacidad intelectual general involucrada en la planificación, la resolución de problemas, la abstracción, el aprendizaje, etcétera. Se relaciona con el rendimiento intelectual en gran número de tareas. En sintonía con lo señalado por Yela (1987), este tronco cognoscitivo manifiesta unidad de acción de una estructura compleja en la que pueden identificarse numerosas aptitudes. Guardemos prudentemente las distancias con Spearman (1927), porque no hay ni pretende haber equivalencia entre nuestro tronco intelectual con el factor «g», que representa estadísticamente a la inteligencia general. Sin embargo, si pasamos el polémico concepto del psicólogo inglés por el tamiz fenomenológico, tal vez podamos rescatar para nuestro planteamiento la existencia de un tronco vinculado a toda actividad inteligente. Entre esas funciones troncales sobresalen la abstracción –que posibilita la consideración atenta de los objetos y la captación de lo esencial–, el establecimiento de relaciones entre datos y la generación de conocimiento. Nos informa igualmente de la capacidad reflexiva y de la energía mental del sujeto, por supuesto muy condicionadas por el ambiente. Finalmente, en este afán comprensivo, estructural y pedagógico señalamos la coexistencia del tronco con múltiples aptitudes intelectuales de amplitud variable y cultivables por la educación. Nos hallamos, por tanto, ante un tronco duro de roer y al que, sin embargo, es preciso hincar el diente. En lo que se refiere a las «ramas», prolongación del tronco, representan las diversas aptitudes intelectuales existentes. En la historia de la psicología se descubren considerables esfuerzos por identificar y explicar la estructura diferencial de la inteligencia; sin embargo, más allá de las semejanzas y aproximaciones teóricas, sigue habiendo significativas diferencias entre investigadores. La senda fenomenológica, empero, permite mostrar una provisional estructura diferencial de la inteligencia. Por supuesto, no se desdeñan otros modelos y datos obtenidos por metodologías o técnicas distintas, pero de momento vamos a transitar la mencionada vía investigadora. En definitiva, esta propuesta de alcance funcional, abierta a cualquier contribución enriquecedora, permite distinguir, al menos, las siguientes aptitudes intelectuales interdependientes ordenadas alfabéticamente y sobre las que se espera que ulteriores aportaciones arrojen más luz: • Aptitud afectiva:² capacidad para conocer, expresar y canalizar la afectividad sobre todo los sentimientos, las emociones, las pasiones y las motivaciones. Esta aptitud permite identificar los fenómenos afectivos propios y aun ajenos. Abre las puertas a la discriminación e interpretación correcta de los estados de ánimo. La persona con conocimiento de la afectividad advierte fácilmente la naturaleza de los sentimientos, emociones, pasiones y motivaciones, los relaciona y juzga con acierto. • Aptitud artística: capacidad para expresarse bellamente mediante recursos plásticos, lingüísticos o sonoros. A menudo exige combinación de procesos lógicos e intuiciones, extraordinaria interpretación de lo real o imaginado y acreditada habilidad ejecutiva. • Aptitud corporal: capacidad para actuar físicamente en el entorno. Implica que el sujeto es consciente de su propia realidad corporal. Es habilidad psicomotriz que permite la canalización energética, el ajuste y el desenvolvimiento personal, así como la apertura, expresión y relación con los demás. • Aptitud espacial: capacidad para comprender y manejar las relaciones de los objetos en el espacio. Permite imaginar y concebir objetos en dos o tres dimensiones. Las personas con una elevada aptitud espacial se orientan fácilmente en el espacio. • Aptitud ecológica: capacidad para reconocer que formamos parte de un ecosistema, de una misma comunidad de seres vivos. Gracias a esta aptitud se exhibe una conducta beneficiosa para el ambiente. • Aptitud espiritual: capacidad para desarrollarse interiormente y abrirse a la trascendencia. Esta aptitud permite una mayor conciencia de uno mismo, de los demás y del mundo. Si bien va más allá de lo meramente sensible, permite vibrar con la realidad toda y se proyecta en la actividad cotidiana del sujeto. • Aptitud ética/moral: Cabe hablar de aptitud ética/moral, no solo de actitud. La persona con esta capacidad se orienta hacia el bien. Sus actos se distinguen por el compromiso, la responsabilidad, la justicia, la entrega y el perfeccionamiento. Se caracteriza por la buena conducta o eupraxía. • Aptitud lingüística: capacidad para comprender y expresar conceptos y estados anímicos a través de palabras, tanto de forma oral como escrita. Merced a esta aptitud cognoscitiva las personas organizan su mundo, piensan sobre sí mismas y se comunican. • Aptitud manipulativa: capacidad para utilizar instrumentos. Es habilidad para realizar actividades manuales, en las que, en general, hay que tener destreza y precisión de movimientos. Las tareas pueden exigir, según los casos, rapidez, coordinación, equilibrio, control postural, etc. • Aptitud matemática: capacidad para manejar y utilizar con rapidez y precisión números y relaciones matemáticas. Implica habilidad lógico-matemática que permite hacer cálculos mentales y resolver problemas. Con frecuencia supone formulación y verificación de hipótesis. • Aptitud social: capacidad que permite interesarse por los demás y trabar relaciones con ellos. Es fundamental para vivir y convivir. Esta habilidad comporta apertura y es incompatible con la intransigencia. En efecto, la persona con esta aptitud está en condiciones de iniciar y mantener interacciones saludables. • Aptitud temporal: capacidad para orientarse en el tiempo e integrar el fluir de las vivencias. Es percepción del tiempo interno, subjetivo. Supone conciencia y manejo de la temporalidad según se advierte en los proyectos, estructuración y po-sicionamiento ante los sucesos, organización y realización de la propia narrativa existencial, etc. Es igualmente ajuste de la acción personal al tiempo físico-matemático, técnico-racional, convencional, social, público, objetivado, exteriorizado, espacializado y medido a través del reloj y el calendario. Una rápida revisión de la literatura científica permitiría comprobar que algunas de las aptitudes intelectuales anteriores, sucintamente descritas, figuran en diversos modelos explicativos de la estructura diferencial de la inteligencia. En cambio, es más extraño que se localicen otras en las propuestas teóricas sobre este complejo constructo. Es el caso de la aptitud espiritual, la aptitud ética/moral, la aptitud temporal e incluso la aptitud afectiva. Las incorporo porque sin ellas se torna muy difícil, si no imposible, explicar el comportamiento inteligente. Habrá ocasión igualmente de prestar atención a los «frutos» de la inteligencia unidiversa, lo que equivale a interesarse por la creatividad, complejo concepto que, como es sabido, no solo depende de la cognición. Puede ligarse a aspectos técnicos o estéticos y designa un amplio conjunto de acciones, entre las que se han de incluir los inventos, los descubrimientos y las producciones artísticas de toda índole. Enfaticemos, por el momento, que la inteligencia es dependiente del entorno sociocultural. Solo en la medida en que se acepte este hecho estaremos en condiciones de valorar aptitudes como las últimas mencionadas. Se precisa, en verdad, avanzar hacia un concepto de inteligencia más completo, menos maquinal. A este respecto, nuestro planteamiento teórico enfatiza la importancia de las circunstancias personales, sin las cuales la aproximación a la inteligencia se torna artificial. Ha de consignarse, además, que la inteligencia y sus diversas aptitudes se activan –o se inhiben– precisamente en determinadas situaciones, que han de tenerse en cuenta a la hora de explicarlas y de promoverlas educativamente. Por otro lado, sin negar la relativa autonomía de ciertos procesos, la teoría de la inteligencia unidiversa hace hincapié en la interdependencia existente entre todas las aptitudes. Esta compleja vinculación entre aptitudes confiere integración al funcionamiento intelectual, algo que, como venimos sosteniendo, parece soslayarse en algunas propuestas teóricas recientes. Con carácter general, nuestro planteamiento se aleja de la visión estrecha que resquebraja el sistema intelectual al elevar a categoría de inteligencia independiente lo que es mera aptitud. Desde la perspectiva pedagógica, el reconocimiento de la unidiversidad intelectual alberga, además, el compromiso de desplegar la inteligencia básica en cada educando al tiempo que se atiende su singularidad aptitudinal, de manera que se despierten sus potencialidades y se compensen sus limitaciones. Aunque desde la óptica ontogenética algunas de las aptitudes puedan manifestarse antes que otras, todas están presentes a lo largo del discurrir vital y, mutatis mutandis, están llamadas a desplegarse educativamente en grado suficiente. La escuela debe garantizar nivel competencial básico a los alumnos en todo el entramado intelectual, siempre desde la consideración de las necesidades, fortalezas y flaquezas personales. 3.5.2. Relevancia de lo «humano-social» en la inteligencia unidiversa La inteligencia unidiversa enfatiza la trascendencia de lo humano-social, por ser la realidad en que brota y se sostiene y que, al mismo tiempo, explica su naturaleza y despliegue en la familia, en la escuela y en la sociedad. De hecho, con esta noción se robustece la visión de la persona como ser cultural, afectivo, social, moral e histórico. El reconocimiento de estos esenciales atributos antropológicos permite abandonar la visión biologicista con que a veces se ha contemplado al hombre. Desde luego, se precisa un acercamiento fisiológico a la naturaleza humana, pero nunca debe ser reduccionista. En lo que a la realidad personal se refiere, es cierto que la biología no lo explica todo, pero tampoco se puede soslayar que sin ella no se comprende bien nada. Admitida la sustantiva unidad psicofísica del ser humano, es factible aventurar una interpretación de esta esencialidad en términos que se corresponden con lo defendido hasta ahora. Así, nos encontramos con que el cerebro humano es el órgano dotado de mayor significación psicológica. Entre sus complejas funciones psíquicas se halla, por fuera de la controversial noción, la inteligencia. Consabido es que no hay equivalencia entre cerebro e inteligencia, aunque también es evidente que sin el soporte del prodigioso órgano no habría intelección. La postura, pues, que interesa defender aquí es la que hace hincapié en la relevancia «humano-social» de la inteligencia. Con objeto de explicar esta afirmación, conviene señalar de nuevo que, con arreglo a la teoría de la inteligencia unidiversa, esta facultad humana no opera fríamente, es decir, al margen de la moral, la afectividad, la convivencia o la situación. La concepción maquinal de la inteligencia, sostenida durante largo tiempo, además de pobre, encierra cierta dosis de cinismo, pues con facilidad abre las puertas a procesos cognitivos y a conductas que se ponen al servicio de intereses particulares y que hoy, acaso con mayor intensidad que en cualquier tiempo pretérito, revelan su potencia destructiva. Aun cuando se posean aptitudes cognitivas destacadas y relativamente independientes, si la actuación intelectual no se pone al servicio del progreso humano/social no debería calificarse de verdadera inteligencia. En su íntima configuración, la inteligencia es social, convivencial. No se trata únicamente de que la relación interpersonal y el ambiente social posibiliten el despliegue de la inteligencia, sino de que la inteligencia se ponga al servicio del encuentro interhumano y de la sociedad, cualquiera que sea el camino aptitudinal transitado. Las afirmaciones anteriores pueden causar extrañeza, pero de nuevo ha de recordarse que la inteligencia humana no opera en el vacío, sino en un abigarrado marco de realidad psíquica tejida de cognición, sensibilidad, ética y compromiso. Si se examinan, siquiera sea fugazmente, estas complejas notas, se comprobará que no tiene mucho sentido seguir premiando por su supuesta inteligencia a la persona que adolece de déficit empático o de insuficiente conciencia de sí misma, de los demás o del mundo; carencias que, si bien pertenecen a un terreno privado, a menudo se desvelan en la conducta cotidiana. Aspiramos a destronar una concepción de la inteligencia harto limitada que, sin embargo, continúa vigente en muchos ámbitos, incluido el escolar. Mantener en la hegemonía una noción tal constituye un grave desvarío que se deja sentir en la convivencia. En resumen, lo que se pretende resaltar en el seno de la teoría de la inteligencia unidiversa es que esta potencia se organiza merced a elementos cognoscitivos, pero también cordiales, morales, espirituales, culturales y sociales. Si no se reconoce la trascendencia de estos aspectos en la inteligencia humana, difícilmente se podrá educar adecuadamente en la familia y en la escuela. Nuestra teoría, alejada del cognitivismo radical, es sensible a la hondura de la persona y se esfuerza por favorecer que el educando, ya desde el inicio de la escolaridad, se implique en su propio proceso educativo. La educación integral exige responsabilidad, compromiso, conciencia, comprensión y participación. Únicamente así se puede evitar el fracaso y abrazar el genuino éxito, el que se advierte en el saludable despliegue de uno mismo y en la calidad de la propia vida en relación con los demás. El discurso eminentemente teórico de estas páginas aspira a reforzarse con la práctica. Así pues, si el capítulo que concluye se ha dedicado fundamentalmente a la descripción de la teoría de la inteligencia unidiversa, en el que sigue, sin perder de vista la íntima ligazón entre saber y hacer, se busca su aplicación educativa. Se brindan para ello algunas claves susceptibles de adaptación por parte de los educadores. 2. En otros trabajos, por ejemplo, Martínez-Otero (2007) hablo de «inteligencia afectiva», mientras que aquí utilizo el término aptitud en el marco más amplio de la estructura diferencial de la inteligencia, para centrarme en aspectos concretos. En cualquier caso, es oportuno consignar, en sintonía con lo que sostiene Zubiri (1991) cuando se refiere a la «inteligencia sentiente», que la realidad siempre afecta, en mayor o menor cuantía, al ser humano. La intelección y la afectación están forzosamente unidas. Ahora bien, que la inteligencia siempre sea afectiva no nos impide distinguir ahora en su estructura unidiversa una aptitud específica como la que nos ocupa. 4 La práctica de la educación intelectual unidiversa 4.1. Introducción En este capítulo se presenta una programación de educación intelectual unidiversa, esto es, un diseño flexible que puede servir de referencia a los educadores abiertos a la innovación y en el que, a partir de la teoría de la inteligencia unidiversa y sin perder de vista la realidad de cada centro escolar, se detallan los diversos elementos de alcance formativo. Una propuesta programática, en fin, que, por su compromiso con la personalización, debe adaptarse a las posibilidades de cada educando. La teoría de la inteligencia unidiversa tiene relevantes implicaciones pedagógicas. De hecho, hay tres aspectos interrelacionados, en cierto modo avanzados en el capítulo anterior, que reclaman nuestra atención: 1. La necesidad de tener en cuenta la circunstancia del sujeto a la hora de estudiar y cultivar la inteligencia. Si la educación intelectual abstrae de considerar los condicionantes sociales, culturales, afectivos, sanitarios, económicos, biográficos, etcétera, resultará en extremo difícil alcanzar objetivos formativos valiosos. El olvido de la persona complica considerablemente el despliegue de su inteligencia. Se ha de hacer un esfuerzo pedagógico por personalizar la educación en este ámbito, a menudo descontextualizado y expuesto a prácticas rígidas y aun excluyentes. 2. La relevancia de promover formativamente el desarrollo global de la inteligencia. Las diversas aptitudes intelectuales están vinculadas entre sí y es menester que la educación estimule el progreso de la inteligencia tomada en su conjunto. Cuanto más robusto sea el sistema intelectual unitariamente considerado más ricas serán cada una de sus facetas. 3. La urgencia de abrir caminos para la intervención educativa en cada aptitud intelectual a través de métodos concretos. En un marco pedagógico global, es necesario activar y enriquecer cada aptitud mediante vías específicas que, lejos de quebrar la unidad intelectual, la fortalezcan, naturalmente desde el cultivo de la singularidad de cada educando. La triple acción pedagógica señalada asegura que todos los educandos alcancen mediante una praxis contextualizada una estructura intelectual mínimamente consistente, al tiempo que se cultiva la unicidad intelectual de cada escolar. Estos objetivos, en definitiva, permiten personalizar la educación, como se verá más adelante con nuestro programa. El seductor impacto, por ejemplo, de la teoría de las inteligencias múltiples está generando en algunas personas, instituciones y aun programas políticos peligrosas metas educativas. En concreto, esta suerte de moda teórica y su espejismo acompañante puede llevar en algún caso a soslayar programas formativos intelectuales de índole nuclear para centrarse radicalmente en determinada «inteligencia» supuestamente detectada en el niño o que se quiere desplegar en él a cualquier precio. A este respecto, Wrigley (2007) advertía que, en Inglaterra, el Gobierno estaba incrementando el número de escuelas especializadas dispuestas a seleccionar a alumnos de 11 años en función de su capacidad en áreas específicas, por ejemplo, matemáticas, idiomas, deporte y negocios. En palabras del propio profesor del Reino Unido (ibíd., p. 92): «Puede parecer que esto es un avance sobre la idea de una inteligencia general fija, pero ya que no hay mecanismos creíbles para identificar el potencial en estos campos, puede resultar que el sistema es únicamente una nueva forma de discriminación social. Servirá para seleccionar a aquellos niños cuyo entorno les ha dado mayores oportunidades de experimentar estos campos, o cuyos padres pueden expresarse mejor al abogar por su admisión». A lo que podemos agregar que planes educativos como el comentado también pueden perjudicar a esos mismos escolares a los que hipotéticamente se quiere beneficiar, sobre todo porque, en aras de una pretendida especialización precoz, se les puede privar de la deseada robustez formativa troncal en la esfera intelectual. Por tanto, la política educativa no debe obviar la unidiversidad intelectual, esto es, ni los aspectos troncales de la inteligencia ni sus aptitudes específicas. Así como una visión anacrónica y monolítica en este terreno puede conducir a una educación de corto alcance negadora tanto de la complejidad de la inteligencia como de las diferencias interindividuales, la óptica atomizadora puede deslizarse no solo hacia planteamientos pedagógicos elitistas sino también endebles pues, al empeñarse en desplegar «inteligencias autónomas», puede restar consistencia formativa a la plataforma intelectual sobre la que se erigen las aptitudes interdependientes. En el marco general descrito se enclava la praxis educativa derivada de la teoría de la inteligencia unidiversa. Tras estas primeras ideas, ampliaremos enseguida la descripción de procedimientos y condiciones que posibilitan la práctica en este terreno mediante un ejemplo de programación. 4.2. La educación intelectual unidiversa A priori identificamos una serie de rasgos de la teoría de la inteligencia unidiversa que pueden servir de referencia pedagógica para su educación en entornos escolares: • Reconoce la unidad y la complejidad de la inteligencia. • Identifica una nueva estructura aptitudinal, con doce aptitudes interdependientes. • Enfatiza la índole humano-social de la inteligencia. • Subraya que la inteligencia está integrada en la personalidad. • Hace hincapié en el dinamismo intelectual, susceptible de mejorarse. • Destaca la necesidad de cultivar tanto el tronco intelectual como las distintas aptitudes en función de la singularidad de cada educando. • Impulsa la personalización educativa en el terreno intelectual. La eficacia de la educación intelectual basada en nuestra formulación va a depender de que directivos y profesores conozcan suficientemente la teoría y participen de sus fundamentos, así como de su capacidad didáctica y motivadora para interesar a los alumnos en las actividades que se realicen. Además, la proyección pedagógica de todo lo descrito en páginas anteriores sobre la inteligencia reconceptualizada pasa por tener en cuenta algunos principios generales como: implicación de toda la comunidad educativa, actuación colegiada del profesorado, disposición a innovar, asunción por parte de las distintas áreas de enseñanza –con el asesoramiento de orientadores y técnicos– de las aptitudes que puedan integrarse en el propio ámbito, sensibilidad a las características y circunstancias de los educandos. Todas las consideraciones anteriores sobre la educación intelectual han de entenderse en un contexto formativo integral. No en vano, lo que nos planteamos es que el despliegue de la inteligencia unidiversa contribuya al desarrollo de la personalidad. Desde un punto de vista pedagógico, esto comporta la exigencia de buscar caminos concurrentes tanto en lo que se refiere al desenvolvimiento de las distintas aptitudes intelectuales como al cultivo de la unidad de la persona en un marco relacional. Nuestro planteamiento rechaza que se ensalce una noción de inteligencia desvinculada de la persona. Un error así es el que ha exhibido cierto cognitivismo desentendido del ser humano y centrado en una mente maquinal y desvirtuada. Interesa recordar que la acción educativa sobre la inteligencia responde a la necesidad de dar a la vida humana su profundo y verdadero sentido, ligado al discurrir social, y por el cual la persona, en este caso el alumno, se interesa por el mundo (interior y exterior), trata de comprenderlo y se conduce con libertad. Operativamente, la autonomía personal, iluminada por la inteligencia, se patentiza en la formulación de un proyecto existencial. Se llega por esta senda reflexiva a la práctica educativa, es decir, al proceso concreto que se quiere promover. Queda atrás la descripción de la inteligencia unidiversa y se asume ahora una perspectiva normativa, pues nos planteamos cómo debe ser la educación en el terreno intelectual: la formulación teórica aspira a verificarse en la praxis, concretamente a través del currículum. 4.2.1. El currículum de la educación intelectual unidiversa: hacia el metacurrículum Más allá de su polisemia, el currículum (del latín curricŭlum, «carrera») se nos presenta como el engarce entre la especulación y la acción, o, lo que es equivalente, entre la teorización y la practicidad. El puente que une las dos dimensiones en apariencia irreconciliables es el currículum. Este eslabón muestra con claridad que la separación entre teoría y práctica es a menudo artificial, pues es de sobra conocido que el saber pedagógico es a un tiempo soporte doctrinal y obra. Con la vista puesta en la realidad escolar, interesa resaltar la significación que ofrece Gimeno (2007) sobre el currículum, entendido como proyecto concretado en un diseño en el que se conectan unos principios y la realización de los mismos. Este autor indica que el currículum puede advertirse tanto en un macrodiseño (estructura general de ideas y contenidos), como en un microdiseño, propio de prácticas concretas, por ejemplo, el que puede realizar un profesor/orientador –o investigador– para desarrollar un determinado tópico. Pues bien, en este último contexto conceptual, de carácter específico, se ubica nuestra consideración del currículum de la educación intelectual. Se trata de una previsión próxima, aplicable por un profesor, orientador o equipo docente en el marco de lo establecido por la política educativa. En lo que se refiere a la programación que a modo de ejemplo mostraremos, podemos incluso dar un paso más y decir que se trata de una suerte de metacurrículum, en el sentido que maneja Perkins (1995), ya que, por un lado, el diseño previsto se centra preponderantemente en la metacognición, a diferencia del currículum escolar regular, que sobre todo dirige su atención a los contenidos o mera cognición, y, por otro lado, no se agrega a la enseñanza ordinaria, sino que la entrelaza con la pretensión de ampliarla y enriquecerla. 4.2.2. Diseño educativo: elaboración de un programa de educación intelectual unidiversa Ofrecemos inicialmente unas pautas generales sobre la educación intelectual unidiversa, cuya concreción, en última instancia, dependerá del nivel educativo (infantil, primario o secundario) y de las características de los participantes, sobre todo de los alumnos, pero también de los profesores u orientadores que lo apliquen. Lo que ahora realizamos es una representación educativa o mapa pedagógico, susceptible de recorrerse con detalle en la aplicación. Adelantamos el plano de la acción formativa en el terreno intelectual. En este diseño programático se analiza la situación, se explicitan sus fundamentos teóricos, se determina quiénes son los alumnos con los que se va a trabajar, se fijan los objetivos y el camino a seguir para alcanzarlos, la metodología, las actividades, los recursos y materiales, la organización temporal y los criterios de valoración. La adecuación de la intervención educativa a través de programa cuenta con suficientes avales; entre otros: Vélaz de Medrano (1998), Bisquerra (coord.) (1998) o Santana (2003). Naturalmente, se trata de una senda pedagógica que puede complementarse con otras como la consulta entre el orientador y el profesor/tutor, ambos en el doble rol de consultor y consultante, o la transversalidad, ya que la educación intelectual debe promoverse por todo el claustro, etc. 4.2.2.1. Esquema del Programa de Educación Intelectual Unidiversa (PEIU) En el proceso de programación se distinguen seis fases que enunciamos a continuación, con algunos cambios, a partir del resumen ofrecido por Álvarez González (coord.) (2001). 1. Análisis del contexto. Más que referirnos a un centro escolar concreto, algo que debería hacerse una vez tomada la decisión de aplicar el programa, basamos nuestra «investigación-acción pedagógica» mediante programa en la significativa situación de fracaso escolar en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Creemos que un programa de educación intelectual unidiversa, aunque no tiene por objetivo principal la mejora de los resultados escolares, bien puede contribuir al aumento del rendimiento académico, dado que acrecienta los recursos intelectuales y personales del educando. 2. Destinatarios. La Educación Secundaria Obligatoria es una etapa educativa (obligatoria y gratuita) que se extiende a lo largo de cuatro años, de los 12 a los 16 años, después de la etapa de Educación Primaria. Con las modificaciones oportunas podrá aplicarse igualmente en escolares de menor o mayor edad. 3. Identificación de potencialidades y limitaciones. El éxito de una programación de este tipo depende en gran medida del conocimiento concreto de los alumnos. El trato suficiente con los escolares, con los demás profesores, con los padres, etc., proporciona relevante información sobre las fortalezas y flaquezas formativas de los estudiantes. Lógicamente, si el programa lo aplicase un investigador externo a la institución, debería esforzarse más en este quehacer exploratorio. Por otra parte, el conocimiento de las potencialidades y limitaciones no se circunscribe al alumnado. También hay que recoger información sobre el propio centro escolar (organización, ambiente, servicios, etc.) y el entorno (recursos sociales, culturales, deportivos, económicos, etc.). 4. Fundamentación del programa. Se refiere principalmente a las bases teóricas de la intervención. Se trata de elaborar un programa que tenga por cimientos, además de la racionalidad pedagógica y numerosas experiencias educativas, diversas formulaciones epistemológicas como: • La dilatada tradición humanista en el ámbito pedagógico. De hecho, se advierte en todo el proceso la preocupación por la persona y la confianza en el saludable desarrollo de sus potencialidades. • Las bases antropológicas y filosóficas perennes, por favorecer la comprensión integral del educando, así como por estimular la reflexión y el cultivo de la inteligencia. • La teoría de la inteligencia unidiversa, según queda descrita en este libro. • El conocimiento sistematizado y actual sobre el cerebro y el funcionamiento intelectual, así como sus implicaciones educativas, tal como se ha recogido sumariamente. • La teoría de la dinámica de grupos, porque brinda claves para organizar las actividades con los educandos. 5. Formulación de objetivos. El objetivo general de un programa (PEIU) como el que se propone es favorecer la educación de la inteligencia unidiversa. Esta meta puede alcanzarse mediante diversos objetivos específicos distribuidos a lo largo de las sesiones del programa y que compendiamos en los siguientes: • Cultivar las raíces de la inteligencia unidiversa, lo que supone tener en cuenta la circunstancia personal de cada educando, así como el terreno emocional, moral, cultural y social en el que el sistema intelectual emerge y se desarrolla. • Fortalecer el tronco de la inteligencia unidiversa, esto es, la capacidad intelectual general involucrada en la reflexión, la planificación, la resolución de problemas, la abstracción –a medida que el niño crece es cada vez menos «empírica» y más «elaborada»–, el aprendizaje escolar, etc. • Estimular el despliegue de las ramas o diversas aptitudes de la inteligencia unidiversa. 6. Selección de actividades. Más que contenidos propiamente dichos, que corresponden a las distintas asignaturas que los educandos reciban, se realizaría una previsión de actividades encaminadas a la educación de la inteligencia unidiversa (raíces, tronco y ramas). Ha de recordarse también que nuestra labor mediadora es predominantemente estimulante y orientadora, lo verdaderamente importante es la actuación de los escolares. Las actividades del programa se incluirían en sesiones constituidas por una justificación, objetivos, tiempo, estructuración, información, material, descripción de la tarea y valoración de la misma. Las actividades deben promover las distintas aptitudes que integran la inteligencia unidiversa y conexionarse con las respectivas áreas de aprendizaje: lengua y literatura; matemáticas; biología y geología; geografía e historia; educación física; música; educación plástica, visual y audiovisual; tecnología; religión o valores éticos, cultura clásica, etc. A falta de un plan detallado, conviene que las diversas actividades contempladas en el programa se distribuyan en estas modalidades interrelacionadas: las tareas cognitivas (lectura comprensiva, composiciones escritas, cálculo, etc.), ejercicios estéticos (musicales, poético-literarios, cantos, dibujos, modelados, etc.), prácticas psicomotrices (movimientos, danzas, deportes, juegos, dramatizaciones, etc.), e interrogaciones y coloquios sobre el sentido de la vida (diálogo socrático que favorezca la apertura a uno mismo, a los demás, al mundo objetivo y a la trascendencia). La educación de la inteligencia unidiversa no es un cúmulo de sumandos y, por lo mismo, la programación se ha de distinguir por su carácter sistémico. Según las actividades, además, adquieren gran importancia las relaciones humanas cordiales, la orientación espacio-temporal, la asunción de valores y el crecimiento moral, el fomento de la creatividad, la actividad lúdica, etc. Para que no queden cabos sueltos, la programación final tendrá en cuenta el ritmo psicobiológico de los escolares y buscará la alternancia de actividades grupales e individuales, así como la complementariedad de tareas que exijan atención y manipulación. El hecho de que actividades como las propuestas ya se estén realizando de un modo u otro en nuestros centros escolares nos lleva a preguntarnos qué aporta un programa como el propuesto. La respuesta pasa por hacer hincapié en la unidiversidad de la inteligencia, esto es, en su carácter holístico, precisamente derivado del reconocimiento de su multiplicidad. Así como la inteligencia humana, en última instancia, se torna fértil cuando se pone al servicio de la vida, también la educación escolar, pese a la diversidad de tareas, ha de mantener la integración si quiere posibilitar el despliegue unitario de la personalidad. Hoy, en cambio, hay muchos profesores desbordados por el aumento de asignaturas, ya de por sí extensas, y por otras responsabilidades profesionales, lo que torna muy complicado mantener el sentido unitario del proceso educativo. Con facilidad se llega a una desintegración del currículum que, a su vez, empuja al propio educando hacia la disgregación escolar y aun personal. Las reflexiones de Morin (2001, p. 66) sobre la necesidad de cultivar la unidad y la diversidad respaldan nuestro planteamiento: «La educación debe ilustrar este principio de unidad-diversidad en todos los campos». Así pues, creemos que la adopción de un programa educativo como el que se propone permite estimular esa complejidad intelectual, sin quebrar su integración, de la que carece hoy el currículum en buen número de centros escolares, lo que, por otro lado, quizá explique, al menos parcialmente, por qué fracasan tantos alumnos. También la idea del metacurrículum, a tenor de lo defendido por Perkins (1995) –según se comentó con anterioridad–, apoya nuestra contestación. Si el currículum ordinario en la escuela se ocupa de los contenidos convencionales, es decir, de la mera cognición, el metacurrículum que prevemos realizar con la investigación se centra sobre todo en la búsqueda del conocimiento y en el fomento de la comprensión, o sea, en la metacognición. Desde esta perspectiva, se trata de profundizar la enseñanza habitual de las asignaturas, ampliándolas y enriqueciéndolas, en beneficio de la inteligencia y de la persona que se educa. Damos fin a este apartado y a la pregunta formulada párrafos atrás mediante la complementaria respuesta inspirada en el Círculo de Educación Personalizada (1993) cuando señala que un currículum basado en las materias escolares es sobre todo «lógico» –sustentado en materias de conocimiento que se hacen objeto de enseñanza–, mientras que un diseño como el que proponemos – fundamentado en la estructura intelectual, con sus diversas aptitudes– tiene un carácter claramente «antropológico», pues halla su razón de ser, más que en aspectos administrativos, en la unidad de la persona y de su inteligencia. 7. Recursos materiales para la realización de actividades. Estos recursos adquieren gran significación porque permiten el desarrollo de las actividades y el alcance de los objetivos. Esperamos contar con los siguientes medios: • La realidad propiamente dicha. Como hay muchas limitaciones para acceder a parte suficiente de la misma, se aprovecharán todos los elementos que la propia institución y los alumnos puedan aportar: instalaciones, objetos naturales o hechos a mano, etc. • Medios tecnológicos, material impreso y audiovisual, material curricular, material fungible (pegamento, pinturas, lápices, etc.), material de desecho (corchos, trapos, periódicos...), etc. La sumaria relación de recursos ha de utilizarse con flexibilidad, según las necesidades y las actividades. La adecuada organización y selección de los mismos será fundamental para la conquista de las metas. Por último, no es ocioso señalar que los materiales deben cumplir unos criterios de seguridad, de manera que no se ponga en peligro al alumnado. 8. Previsión temporal. Se destinará una hora semanal durante un curso casi completo, siempre en función de la organización del centro escolar. Se pretenden evitar interferencias con la planificación institucional, de ahí que se pueda comenzar la implementación del programa una vez iniciado el curso y terminar su aplicación algo antes de la finalización del año académico en junio. También se buscará la coordinación con los demás maestros y con el equipo de orientación. 9. Valoración de las actividades. Al final de cada actividad se hará una evaluación de la misma, por ejemplo, a partir de preguntas del tipo: ¿cómo ha resultado la experiencia?, ¿qué opinan los alumnos de la actividad?, ¿se fomentan las relaciones positivas entre los alumnos?, ¿se ha alcanzado el objetivo?, ¿se ha desplegado la aptitud pretendida?, etc. 10. Costes. Ha de calcularse el presupuesto económico a partir de los materiales que previsiblemente se adquirirán y del trabajo realizado por el profesor/aplicador en la preparación, ejecución y evaluación del programa. No se debe soslayar que en este tipo de programas, sobre todo en la fase de ejecución, pueden surgir imprevistos y variaciones en el gasto. En cualquier caso, no se requiere un gran desembolso, lo fundamental es contar con el equipo directivo y con profesorado dispuesto a realizar la innovación. 11. Aplicación del programa. Debe regirse por un enfoque metodológico integrador, motivador, activo, participativo y flexible que, según las sesiones y situaciones, optará por distintos procedimientos y agrupaciones de los alumnos. Consabido es que la incorporación de numerosas estrategias quiebra la monotonía y favorece la implicación de los escolares. En general, son recomendables los siguientes criterios: diálogo socrático entre aplicador y alumnos; carácter holístico de las actividades; fomento de la participación y el dinamismo en un entorno lúdico-formativo; interconexión de las actividades con las distintas áreas curriculares; compromiso con el aprendizaje significativo y operativo; estímulo de la actividad psicomotriz, racional y extracognitiva, al igual que de la resolución de problemas y de la toma de decisiones; selección y secuenciación de actividades en función de las características de los escolares; búsqueda del equilibrio entre objetivos y medios utilizados; empleo de recursos de diversa índole en función de las metas; evaluación dinámica y formativa durante todo el proceso de aplicación, etc. En definitiva, este planteamiento metodológico se encamina a activar funciones de índole perceptiva, reflexiva/cognitiva, heurística, expresiva/comunicativa, afectiva, estética, social, moral, volitiva, corporal, pragmática, etc. En la medida en que los escolares tienen diferentes estilos y ritmos de aprendizaje intelectual es oportuno que la labor docente a lo largo de todo el programa sea suficientemente amplia, dinámica y diversificada, de manera que las estrategias, recursos y métodos utilizados se correspondan todo lo posible con las desemejantes condiciones personales. 12. Evaluación del programa. La evaluación es parte esencial del programa. Para conocer su funcionalidad nos interesa una valoración inicial, pero también una evaluación a lo largo de todo el proceso y, por supuesto, al final, pues se trata de comprobar si realmente se han alcanzado los objetivos establecidos. La «evaluación inicial» del programa puede basarse en la propuesta de Pérez Juste (1994), que facilita la toma de decisiones sobre su aplicación, según sea su diseño, y llegado el caso orienta sobre las modificaciones que conviene introducir en su redacción o incluso si procede desestimarlo. Se atiende, por lo mismo, a varias dimensiones: • La calidad intrínseca del programa. Su finalidad es analizar el programa, sobre todo los siguientes aspectos: – Contenido del programa. En este sentido, el Programa de Educación Intelectual Unidiversa (PEIU) ha de contar con argumentaciones, formulaciones teóricas y técnicas de intervención pedagógica ampliamente contrastadas. Los contenidos y actividades del programa pretenden ser coherentes con sus fundamentos. – Calidad técnica. Debe estructurarse de forma racional, con congruencia interna entre sus diversos elementos y ajuste a los destinatarios: alumnos de Educación Secundaria Obligatoria. El PEIU, además, tendrá en cuenta las diferencias personales (ritmo, características, necesidades e intereses) de los educandos y se adaptará a las circunstancias de cada centro escolar. – Evaluación. El PEIU ha de ser evaluable de forma rigurosa, tanto en lo que se refiere al lenguaje utilizado y a la metodología como a sus actividades y contenidos. En el diseño se utilizará un lenguaje claro y preciso para facilitar su aplicación. Se describirá el marco teórico del programa y se ofrecerán referencias sobre las técnicas que se propongan. • Adecuación del programa al contexto. El cuidado de los aspectos anteriores hará que el programa gane en finura pedagógica, muy necesaria para hacer frente a algunos de los retos de la educación actual, presidida por la sobrecarga curricular, la desconexión y el «fracaso». Un programa así no aspira a ser la panacea, pero puede ayudar a reestructurar algunos aspectos escolares, en aras del despliegue intelectual de los educandos. • Ajuste a la situación de partida. El respaldo pedagógico, neurofisiológico, psicológico, antropológico, etc., la adecuación a las características de educadores y educandos, así como la facilidad para aplicarse hacen que un diseño como el propuesto tenga muchas posibilidades de alcanzar sus metas. Entre los criterios que guiarán el diseño del PEIU pueden mencionarse: realismo en los objetivos, claridad en los procedimientos, adecuación en las actividades, sencillez en la aplicación, disponibilidad de materiales y corrección en el lenguaje. En definitiva, la evaluación inicial sugiere que un programa así puede ser un instrumento adecuado para promover el desarrollo intelectual en la Educación Secundaria Obligatoria. Además de la evaluación inicial prevista, ha de realizarse una «evaluación de todo el proceso» de aplicación. Grosso modo, en este segundo momento interesa valorar el cumplimiento de la previsión temporal, la consecución de los objetivos parciales, la adecuación de la metodología y de los recursos, el tipo de relación entre el aplicador (orientador o tutor) y los alumnos, las actitudes despertadas en los escolares, los imprevistos surgidos, etc. También se recogerá información sistemática sobre el desarrollo de las diferentes sesiones y sus respectivas actividades. Junto a la observación y el registro de hechos relevantes, es fundamental conocer opiniones y comentarios a través del diálogo con los alumnos, así como con los otros profesores, miembros del equipo pedagógico y, si es posible, con los familiares. Esta evaluación del proceso de aplicación pretende verificar si se lleva a efecto lo planificado. Ya dice Pérez Juste (1994) que cuando el programa es novedoso la primera aplicación se orienta a su validación, tanto en metas como en metodología y medios. Recuerda también este autor que la evaluación en este segundo momento se centra en dos dimensiones interrelacionadas: la «aplicación» –lo más importante– y el «marco» en que se lleva a cabo. Llegado el caso, esta evaluación permitirá realizar ajustes, de ahí la conveniencia de la apertura y la flexibilidad del diseño, sin que se altere su esencia. Dimensiones Objeto de la evaluación Aplicación del programa Objetivos parciales Actividades Metodología Recursos T Marco en que se aplica Clima social escolar Coherencia con el contexto instituci Cuadro modificado a partir del propuesto por Pérez Juste (1994) sobre dimensiones y contenidos de evaluación de los procesos de aplicación de programas. En íntima relación con lo anterior, se encuentra la «evaluación final». Este tercer y último momento se encamina a valorar los logros y a constatar si se consiguen los objetivos fijados en el programa. Es, como señala Pérez Juste (1994), una evaluación de la eficacia, realizada a partir de «datos objetivos» derivados de la medida de los resultados y de «datos subjetivos» relativos a la mayor o menor satisfacción de los implicados y de la correspondencia entre el esfuerzo y los frutos obtenidos. Todo ello proporcionará información sobre si procede mantenerlo, cambiarlo o eliminarlo. Conviene optar por una evaluación mixta, a la par cuantitativa y cualitativa. Por un lado, se tendrán en cuenta porcentajes sobre el grado de cumplimiento de cada uno de los aspectos observados y registrados sistemáticamente en las sesiones a través, por ejemplo, de las listas de control, los anecdotarios, los cuestionarios elaborados ad hoc y las escalas de valoración. Por otro lado, interesa igualmente el nivel de satisfacción generada en el profesorado, en los alumnos y en el propio docente/orientador aplicador. Esta valoración participativa, en que son especialmente relevantes las aportaciones de los otros profesores y tutores, se fundamenta en una práctica investigadora y profesional de carácter cooperativo y reflexivo, y se enriquece con los análisis continuos de los comportamientos y realizaciones de los escolares. En definitiva, lo que se pretende es evaluar holística, contextualizada y participativamente el programa, de manera que se identifiquen sus fortalezas y flaquezas, y se mejore. 4.3. Metodología Ha de recordarse que en el programa que se aplique hay dos partes bien diferenciadas. La primera, se refiere a la revisión teórica sobre la inteligencia, que aporta y consolida conocimiento de alcance pedagógico y, la segunda, relativa al diseño e intervención educativa a través de un programa. Esta variedad y complejidad de la investigación-acción, a la par teórica y práctica, lleva a utilizar, de modo más recurrente que sucesivo, recursos metodológicos de diversa índole, que a continuación enunciamos de modo sumario: • Análisis y descripción de conceptos y teorías sobre la inteligencia, tal como se hace en este mismo libro, pues es conveniente recabar información procedente de distintas disciplinas científicas (neurofisiología, pedagogía, psicología, antropología, etc.), que ulteriormente se valore en función de sus implicaciones educativas. • El estudio, a partir de múltiples publicaciones, de la problemática pedagógica en torno a la inteligencia. Algo que también queda abordado en esta obra. • Búsqueda y examen de vías de intervención y programas pedagógicos encaminados a la educación de la inteligencia. Valoración de su adecuación formativa en los niveles escolares, principalmente en el nivel secundario. • Revisión de trabajos sobre el diseño educativo y realización del programa pedagógico para desplegar la inteligencia unidiversa. • Aplicación del programa pedagógico en un marco de investigación-acción, lo que supone contar con el beneplácito de la institución escolar en que se implemente. En síntesis, la metodología combina rutas para ensanchar el saber pedagógico y vías para mejorar la actuación educativa. En cuanto al conocimiento, cabe decir, con Prellezo y García (2003), que el amplio conjunto de factores que giran en torno a la actividad teorética justifican el pluralismo científico de las fuentes consultables. También procede consignar, en lo que se refiere a la aplicación del programa, que se puede complementar el enfoque cualitativo con la recogida y análisis de datos. En el diseño-aplicación del programa, en su sentido extenso y con toda la flexibilidad metodológica necesaria, habrá momentos técnicos, hermenéuticos y críticos. 5 Motivación, rendimiento y educación 5.1. Introducción El rendimiento escolar no puede entenderse al margen de la motivación. Interesa, por ejemplo, conocer qué lleva a un alumno a implicarse en el estudio, así como las estrategias que despliega para hacer frente exitosamente a las demandas escolares. Por supuesto, estos aspectos no permanecen ajenos a la actividad docente y por ello es fundamental que el profesorado haga lo posible para estimular al alumnado en su aprendizaje. Son muchos los profesores que se quejan de la desmotivación de sus alumnos, al tiempo que se preguntan qué pueden hacer para atraer su interés por la asignatura y por implicarles en su propio aprendizaje. La motivación desempeña un papel capital en el proceso académico y es de suponer que, en la medida en que los alumnos estén suficientemente motivados, desplegarán recursos para el cumplimiento de las tareas escolares, así como para la superación de las dificultades que eventualmente se puedan encontrar. Lo natural no es estar desmotivado, pero es cierto que no siempre hay coincidencia entre lo que los profesores y los alumnos consideran motivador. Algunos estudiantes se desmotivan, ya sea porque no les gustan los contenidos, ya porque les resultan particularmente difíciles. En estas circunstancias no es extraño que el rendimiento académico disminuya. La explicación es compleja, porque pueden entrar en escena muchas variables, pero sí resulta conveniente, en cualquier caso, al estilo de lo que defiende Rodríguez Fuentes (2009), que el profesorado utilice diversos itinerarios motivacionales para suscitar el interés del mayor número posible de alumnos hacia las distintas actividades y contenidos. Se precia igualmente un conocimiento suficiente de las necesidades e intereses de los estudiantes, fomentar su autoconcepto y autoestima, establecer expectativas realistas sobre el aprendizaje de las asignaturas, potenciar el clima cordial durante las clases, utilizar metodologías participativas y, en definitiva, buscar que los alumnos encuentren un sentido a lo que hacen y estudian. Además de los aspectos señalados, pretendemos destacar en este capítulo la relevancia de la motivación en el desarrollo integral. La educación afectiva no soslaya el importante papel que la motivación desempeña en el proceso de crecimiento personal y social. 5.2. Las motivaciones humanas El término motivación se deriva del vocablo latino motivus, relativo al movimiento, emparentado con la palabra emoción. Efectivamente, el comportamiento humano es motivado, lo que explica el inicio de la actividad, la orientación de la conducta y su estabilidad o persistencia. Dada la amplitud y heterogeneidad de la cuestión, manejamos en este momento el plural: motivaciones. Pinillos (1999) indica que presentan una doble naturaleza. Una «energética», que activa la conducta, y otra «direccional», que regula y orienta el comportamiento, con frecuencia están fundidas en una sola. Es posible ensayar una clasificación de las mismas en la que no pueden faltar las dos modalidades siguientes: • Motivaciones biológicas: Son de naturaleza fisiológica y vienen establecidas por las necesidades del organismo. También se las denomina motivaciones básicas o primarias. Entre ellas sobresalen el hambre y la sed, la sexualidad y otras encaminadas a garantizar la supervivencia y que se relacionan con la protección y la crianza. • Motivaciones psicosociales: Son específicamente humanas y presentan variantes culturales. Aunque hay gran amplitud, cabe citar, por ejemplo, las motivaciones de carácter ético y estético, al igual que las relacionadas con la obtención de información, con el prestigio, con ser querido, etc. No es extraño diferenciar entre motivaciones de afiliación (pertenencia, interdependencia...) y motivaciones egocéntricas (afán de dinero, ansia de poder, etc.). Es evidente que, en la mayor parte de las personas, las motivaciones son abigarradas, integradas por elementos heterogéneos de índole biológica y psicosocial. No sorprende que también en esta área hayan surgido numerosas teorías: conductistas, cognoscitivas, humanistas, etc. Sin entrar en la descripción pormenorizada de las mismas, fácilmente localizables por el lector interesado, sí procede recordar a vuelapluma que la corriente conductista explica la motivación como algo que media entre el estímulo y la respuesta. Enfatiza, de hecho, la importancia que en la conducta motivada tiene la estimulación, y así se explicaría la motivación extrínseca, es decir, la que se activa desde el exterior, por ejemplo, mediante la administración de premios y castigos. La línea cognitiva destaca el papel de los aspectos internos. A la hora de explicar la motivación se tienen en cuenta proyectos, expectativas, etc. Desde esta perspectiva, el sujeto es capaz de autorregular racionalmente su motivación. Por su parte, la corriente humanista sitúa la motivación en un marco de desarrollo personal. Aun cuando a esta dirección se le critique en ocasiones su falta de rigor científico, ha alumbrado teorías harto difundidas, como la perteneciente al psicólogo norteamericano Maslow (1991), en la que se descubre una popular jerarquía de necesidades básicas ordenadas de modo ascendente. Las primeras necesidades humanas son las fisiológicas, como alimento, oxígeno, etc. Son las más poderosas de todas, en el sentido de que, si alguien carece de comida, seguridad y estima, probablemente se planteará en primer lugar la búsqueda de alimento. Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas surgen las de seguridad: estabilidad, dependencia, protección, ausencia de miedo, etc. En el tercer escalón y cuando los dos tipos de necesidades anteriores están satisfechas aparecen las de amor, afecto y sentido de pertenencia. El cuarto nivel corresponde a las necesidades de estima. Todas las personas, salvo excepciones, tienen necesidad de respeto, aprecio, etc. Por último, nos encontramos con la necesidad de autorrealización. Se refiere al deseo de la persona por la autosatisfacción, o sea, la tendencia en ella a hacer realidad todas sus posibilidades. En esta célebre pirámide se aprecia con nitidez el escalonamiento de las necesidades. Como dice el propio Maslow (1991) –y en contra de lo que a veces se sostiene–, no debe dar la falsa impresión de que una necesidad tiene que estar totalmente cubierta antes de que aparezca otra. La mayor parte de las personas están parcialmente satisfechas e insatisfechas en todas las necesidades básicas a la vez. A los cinco grupos de necesidades mencionadas, más conocidas, el propio autor agrega las necesidades cognitivas básicas (de saber y entender), al igual que las necesidades estéticas. La dinámica del despliegue motivacional humano que Maslow presenta puede ayudarnos a comprender mejor qué nos incita a actuar. Con todo, debe permanecer la idea de que el comportamiento, en mayor o menor cuantía, está motivado de forma múltiple, con necesidades adscritas a modalidades diferentes. Asimismo, es claro que la observación de los distintos niveles de necesidades puede permitirnos conocer mejor qué cambios cabe introducir en nuestra vida para satisfacerlas. La concepción de Maslow (1976 y 1991) es claramente optimista, por cuanto considera las distintas necesidades básicas como meros peldaños en la escalera que conduce a la autorrealización. El propio psicólogo (1976, p. 211) dice: «El ser humano está estructurado de tal forma que presiona hacia un ser cada vez más pleno, lo cual significa hacia aquello que la mayoría de nosotros calificaría de valores positivos: hacia la serenidad, la amabilidad, la valentía, la honestidad, el amor, el altruismo y la bondad». 5.3. La motivación y el aprendizaje La motivación es un proceso dinámico muy relacionado con el aprendizaje. Así como un alumno motivado tiene más probabilidades de alcanzar las metas escolares, un estudiante desmotivado está más expuesto al fracaso. Hay alumnos que consideran que merece la pena esforzarse y, coherentes con esta idea, ponen los medios para realizar las tareas escolares y aprender. Aunque es cierto que entran en juego otras variables, el resultado de su estudio, lato sensu, previsiblemente será la obtención de conocimientos valiosos y de calificaciones positivas. Sin duda, estamos simplificando la cuestión, mucho más compleja, ya que, por ejemplo, no siempre coincide la motivación por aprender con la motivación por aprobar. Además, la motivación no permanece desligada de otros aspectos personales (cognitivos, metacognitivos, afectivos, etc.), familiares, escolares y sociales que también condicionan el aprendizaje. Comoquiera que sea, trataremos de explorar algunas claves motivacionales que pueden facilitar el aprendizaje y, por ende, el rendimiento académico. En principio, recordemos con Pintrich y De Groot (1990) –que se basan a su vez en trabajos anteriores– que hay tres componentes de la motivación vinculados al aprendizaje autorregulado: a) un componente de «expectativa», que incluye creencias de los estudiantes sobre su capacidad para realizar una tarea; b) un componente de «valor», relativo a las consideraciones de los alumnos acerca de la importancia y el interés de la tarea; c) un componente «afectivo», que se refiere a las reacciones emocionales ante las tareas y las metas, la estimación de sus propias competencias y las atribuciones causales que realizan. A partir de los autores citados, revisaremos con cierta libertad cada uno de los componentes: • La expectativa. Queda conceptualizada en la literatura psicológica de diversas maneras, por ejemplo, percepción de competencia, autoeficacia, estilo atribucional y creencias de control. Implica que los alumnos se perciben capaces de realizar la tarea y que se sienten responsables de su propio rendimiento. La expectativa se vincula a la pregunta: «¿Puedo realizar esta tarea?». Diferentes aspectos de la expectativa se han relacionado con la metacognición de los alumnos, con el uso de estrategias cognitivas y con la gestión del esfuerzo. En general, la investigación sugiere que los estudiantes que se consideran capaces activan más procesos metacognitivos, estrategias cognitivas y son más persistentes en las tareas que los alumnos que se sienten incapaces. • El valor. Se refiere sobre todo a las razones de los estudiantes para realizar una tarea. Se relaciona con la pregunta: «¿Por qué estoy haciendo esta tarea?». La investigación sugiere que los estudiantes que consideran interesante, valiosa y desafiante la tarea y que se plantean objetivos en términos de destreza y aprendizaje utilizan más estrategias cognitivas y metacognitivas, y gestionan mejor el esfuerzo. • La afectividad. Este componente se refiere a las reacciones emocionales de los alumnos ante la tarea. Podría concretarse en la pregunta: «¿Cómo me siento al realizar esta tarea?». Hay una gran variedad de reacciones afectivas posibles: orgullo, satisfacción, aburrimiento, culpa, etc. En el contexto del aprendizaje escolar es muy frecuente la ansiedad, por ejemplo, ante los exámenes. De cualquier modo, dado que el componente emocional puede influir significativamente en el alumno, se trata de que tenga un impacto positivo en su aprendizaje. La motivación de los adolescentes dependerá entreverada y equilibradamente de los tres componentes señalados. Es conveniente que los alumnos conozcan estas cuestiones, porque así se puede favorecer su implicación en el aprendizaje. Es lo que se conoce como «aprendizaje autorregulado» (self-regulated learning), que comporta que el educando participa activamente en su propio proceso de aprendizaje, se orienta emocionalmente hacia el estudio, al que confiere valor, y tiene expectativas realistas. El aprendizaje autorregulado supone la activación conjunta de elementos cognitivos (estrategias cognitivas, metacognitivas, etc.), afectivos (motivacionales, reactividad emocional facilitadora, etc.) y conductuales (realización de tareas, persistencia, etc.) para alcanzar los propios objetivos. El aprendizaje autorregulado corresponde a alumnos que confían realista y suficientemente en sí mismos, automotivados, comprometidos, previsores, tenaces, conscientes del impacto que el ambiente físico y psicosocial tiene sobre su actividad, etc. La autorregulación del aprendizaje permite avanzar por la senda de la autonomía personal (Gaeta, Teruel y Orejudo, 2012). 5.4. Tipos de motivación: intrínseca, extrínseca y de logro En el marco del concepto complejo y multifacético de la motivación nos acercamos ahora a tres modalidades muy presentes en la literatura psicopedagógica y cuyo conocimiento puede resultar útil para potenciar el aprendizaje. La «motivación intrínseca», que brota del interior del sujeto, está vinculada a la curiosidad y a la satisfacción que se experimenta al realizar la tarea, al margen de cualquier incentivo externo. Cuando un alumno está motivado intrínsecamente se esfuerza y persiste para alcanzar los objetivos. Probablemente, al resultarle gratificante la actividad de estudiar, obtendrá un mayor rendimiento que el alumno que únicamente trabaja si espera recompensas externas. En este segundo caso, nos hallamos ante la «motivación extrínseca», regulada por factores externos al estudiante. En la práctica, ambos tipos de motivación –intrínseca y extrínseca– suelen combinarse, aunque pueda predominar una u otra. En relación con esta cuestión nos topamos con las «metas académicas» o fines de los alumnos, muy dependientes de su orientación motivacional, y así identificamos las «metas de aprendizaje» (con predominio de la motivación intrínseca) y las «metas de rendimiento» (con predominio de la motivación extrínseca). Aunque hay diversos estudios sobre esta temática, seguiremos a Núñez (2009), quien, tras revisar algunos trabajos, nos recuerda que los alumnos con metas de aprendizaje se encaminan a incrementar su capacidad mientras que los que optan por metas de rendimiento tratan de demostrar su capacidad. En lo que se refiere a estas últimas metas, cabe distinguir entre las de «aproximación» –que corresponden a alumnos orientados a superar en rendimiento a los compañeros, a demostrar su capacidad y a conseguir juicios favorables de los demás– y las de «evitación» – las de estudiantes orientados a evitar el fracaso, la imagen de incompetentes y los juicios negativos de los demás–. Pues bien, las metas de aprendizaje se relacionan positivamente con el interés y parece que predicen la persistencia, el esfuerzo y el procesamiento profundo. Por su parte, las metas de aproximación al rendimiento muestran relaciones positivas con el procesamiento superficial, la persistencia, el esfuerzo y el rendimiento escolar, y las metas de evitación del fracaso se relacionan negativamente con el interés, con el procesamiento profundo y con el rendimiento. Barca-Lozano et al. (2012), en un estudio que analiza el impacto de variables personales relacionadas con las metas académicas y las estrategias de aprendizaje del alumnado de Educación Secundaria en su rendimiento escolar, encuentran que cuanto más altas son las metas de aprendizaje y las de rendimiento, más se incrementa el rendimiento académico. Por el contrario, cuando las metas de valoración social –encaminadas a lograr el reconocimiento de padres, profesores, compañeros y amigos– y las de miedo al fracaso son altas, el rendimiento académico disminuye o es negativo. Esta investigación revela también que el rendimiento escolar mantiene correlaciones positivas y significativas con las «estrategias de organización y comprensión» del alumnado. Destaca sobre todo la correlación de la variable «autoeficacia, autorregulación y estrategias de apoyo» con el rendimiento académico. Se trata de una dimensión en la que se entrecruzan dos aspectos importantes. Por un lado, la capacidad percibida y la valoración de uno mismo como persona y como alumno, y, por otro, las estrategias de apoyo (metacognitivas, socioafectivas), que proporcionan seguridad y motivación al aprendiz cuando afronta las tareas de estudio. Complementariamente, en la misma investigación se observa que la variable «estrategias superficiales y ansiedad ante exámenes» guarda una correlación negativa y significativa con el rendimiento de los alumnos. Esto indica que el rendimiento académico disminuye si se afronta negativamente el proceso de estudio. Es el caso, por ejemplo, de un excesivo nerviosismo ante los exámenes que dificulta la concentración y, por ende, la adecuada realización de los mismos. El interés en torno a las metas académicas nos lleva en este momento a preguntarnos por la «motivación de logro», vinculada a la intención y al esfuerzo del educando para alcanzar sus objetivos. Con carácter general, la motivación de logro se ha venido considerando en la literatura como una clave del éxito escolar. Es la disposición a realizar bien algo, lo que puede generar un sentimiento positivo en el sujeto. Como señala Bueno (1995), cuando la persona se enfrenta a la tarea tiene ante sí dos motivos contrapuestos: la motivación para alcanzar la meta y la motivación para evitar el fracaso o el miedo de no alcanzar el objetivo. Estas dos facetas mantienen un constante juego de equilibrios que determinará si se hace o no la tarea. Si el motivo para alcanzar la meta es mayor que el miedo a no conseguirla estará más motivado hacia el logro que si aconteciese lo contrario. Es, por tanto, un concepto de gran valor educativo. En el ámbito escolar, por ejemplo, los alumnos con alta motivación de logro, al contrario que los estudiantes poco motivados, consideran que sus éxitos se deben a su habilidad y esfuerzo, tienen más autoestima, no se desaniman ante los fracasos, persisten en la realización de las tareas, se interesan por los beneficios que pueden obtener y demandan retroalimentación inmediata. La motivación de logro permite reparar en que hay alumnos cuyas expectativas les llevan a desplegar activamente estrategias para alcanzarlas. La dialéctica entre la búsqueda del éxito y la evitación del fracaso brinda una mejor comprensión del comportamiento de los educandos, sobre todo en lo que se refiere al esfuerzo y a los métodos que utilizan para realizar tareas, resolver problemas, etc. Es de esperar, por ejemplo, que un alumno con alta motivación de logro trabaje con ahínco, esté verdaderamente interesado en aprender y se implique en las actividades escolares y que, por el contrario, un alumno poco orientado a la conquista de metas no estudie lo suficiente. Un alumno desmotivado, pusilánime o que se infravalora presenta unas negativas condiciones personales para la adecuada realización de la actividad estudiantil. El trabajo académico exige, junto a la capacidad, una nítida tendencia autoperfectiva y buena dosis de esfuerzo. Así como se torna difícil alcanzar el éxito escolar si no se reúnen estas características, los alumnos trabajadores y con equilibrado nivel de aspiraciones propenden a conquistar las metas. En el estudio y comprensión de la motivación de logro puede ser muy relevante la Teoría de Metas de Logro (Nicholls, 1989). En el ámbito escolar esta formulación permite distinguir a los alumnos según estén orientados al «ego» (al rendimiento, al resultado) o a la «tarea» (a la maestría, al aprendizaje). Los estudiantes orientados al ego tratan de superar a los demás y conseguir aprobación social. En cambio, los que están orientados a la maestría, centran sus esfuerzos en mejorar y aprender. La investigación realizada por Delgado et al. (2010) permitió concluir que las orientaciones motivacionales de los alumnos de Educación Secundaria son dinámicas y adaptativas y varían según el género y el curso académico. Los varones suelen orientar sus estudios hacia la comparación social, la obtención de juicios de aprobación y evitación del rechazo de padres y profesores, y las chicas se orientan sobre todo hacia la adquisición de conocimientos, la mejora competencial, el logro y el avance en sus estudios. En general, a la hora de promover la motivación se ha de aprovechar la tendencia natural a aprender que todo alumno posee. Por desgracia, a veces la insensibilidad pedagógica de ciertos docentes e instituciones escolares desaprovecha o trunca esta disposición estudiantil. Reconocer el valor de la motivación en todo linaje de educación ha de traducirse en el compromiso docente de despertar o mantener el interés de los alumnos por las asignaturas. Todo ello pasa por mejorar la comunicación, por ejemplo, a través de un proceso discursivo suficientemente estimulante que lejos de marchitar a los alumnos les haga vibrar. Sobre esta potencia del discurso en la educación hablaremos más adelante. De momento ofrecemos algunas propuestas generales que pueden acrecentar la motivación en el aula: • Dar a conocer a los escolares los objetivos de las lecciones. • Seleccionar actividades de aprendizaje suficientemente atractivas. • Fomentar la autonomía del educando en función de sus características. • Optar por una metodología flexible y participativa. • Favorecer la comunicación con los padres. • Reconocer los logros de los alumnos. • Construir un ambiente cordial en el aula y en el centro. • Promover estructuras de aprendizaje cooperativo/colaborativo. A la hora de explicar los resultados escolares de los alumnos intervienen muchas variables, pero no se puede negar la relación entre motivación y rendimiento académico. ¿De quién depende esa motivación? La respuesta no es sencilla y desde luego no podemos responsabilizar en exclusiva a los alumnos o a los profesores. La cuestión es compleja y procede recordar que en la motivación y en el rendimiento, tomados por separado y en interacción, además de la escuela, también influyen la familia, los medios de comunicación, la coyuntura socioeconómica, la política educativa, etc. Como dice Broc (2006), en la motivación intervienen muchos factores y aunque tiene un difícil abordaje psicopedagógico, se precisa abrir un amplio debate en el que participe la comunidad educativa en su conjunto. Este mismo autor, en su estudio (2006) sobre la motivación y el rendimiento académico en alumnos de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato LOGSE, encuentra que las dimensiones motivadoras no son, en principio, unas variables «predictoras» todo lo potentes que pudiera sospecharse a la hora de pronosticar el rendimiento académico. En dicha investigación, el rendimiento escolar final se predice, en su mayor parte, a partir de las calificaciones obtenidas en las evaluaciones y cursos previos, aspecto que, según Broc, pone en entredicho la relevancia de los programas de orientación e intervención psicopedagógica en el sistema educativo actual e impregna de cierto determinismo la consecución o no del éxito académico. Efectivamente, numerosas investigaciones revelan que el mejor predictor del éxito académico es el rendimiento escolar previo. Con carácter general, cuanto más cercano sea el rendimiento anterior considerado más acertado tiende a ser el pronóstico. Desde esta perspectiva, es más probable predecir bien el rendimiento de un alumno de 2.º de Bachillerato si, en lugar de tener en cuenta los resultados escolares de 1.º de Educación Primaria, se toman como referencia los obtenidos en 1.º de Bachillerato. Una explicación puede hallarse en el hecho de que, ante situaciones parecidas y próximas temporalmente, el comportamiento humano, incluido el exhibido en entornos escolares, aunque impredecible en su totalidad, presenta relativa consistencia/estabilidad, observable en el plano de los intereses, valores, aptitudes, actitudes, motivaciones, estrategias, etc. Ahora bien, también hay que tener presente que junto a esta regularidad personal/conductual, el ser humano se distingue por su ductilidad, lo que nos aleja del determinismo y abre las puertas al optimismo pedagógico moderado. En términos concretos, esto supone que, sin exacerbar la trascendencia de la motivación, se puede y se debe hacer lo posible para mejorar el proceso de aprendizaje-enseñanza, en el que la motivación desempeña un destacado papel. Más aún, el interés pedagógico por la motivación se explica por la pretensión de mejorar la educación, esto es, la acción personalizadora, que rebasa lo estrictamente escolar. Parafraseando a Gilbert (2005), podemos decir que la escuela no es un destino en sí misma, aunque ciertamente es una realidad significativa en el proceso formativo que dura toda la vida. Los alumnos deben salir de los centros escolares con valores, habilidades y conocimientos que les permitan seguir creciendo a lo largo de su trayectoria existencial. Por eso conviene que reflexionemos igualmente sobre la motivación social del alumnado, una cuestión insuficientemente atendida en muchas publicaciones sobre la adolescencia. 5.5. Motivaciones sociales Hemos hablado en páginas anteriores de la motivación como realidad académica, con implicaciones en el aprendizaje y en el rendimiento de los alumnos, pero la cuestión tiene mucha más enjundia educativa. De forma general, la motivación humana, cuyas fuentes son internas y externas, activa y dirige nuestro comportamiento, según se advierte, por ejemplo, en planes y actuaciones de diversa índole. Su fuerza en la orientación de nuestra conducta es tal que conviene estimularla adecuadamente. En la actualidad, buen número de las metas de los adolescentes están muy influidas por los medios. Los efectos de los mass media no siempre son positivos y a veces la exposición inadecuada o abusiva a los mismos activa ciertas conductas peligrosas que, en mayor o menor grado, dejan un rastro de sufrimiento. No podemos culpar de todos los males a las tecnologías. Nos hallamos en una sociedad crecientemente compleja y en una coyuntura socioeconómica y sanitaria dura, lo que dificulta la realización del proyecto de vida. El horizonte de muchos jóvenes se reduce o ensombrece y no es extraño que en circunstancias así, más aún si se carece de asideros sociofamiliares sólidos, la salud mental corra el riesgo de resquebrajarse. Desde una perspectiva pedagógica amplia y comprensiva, se precisa educar conjuntamente la motivación y la voluntad del educando. Así como la motivación activa, regula y orienta el comportamiento, la voluntad decide y aproxima o aleja de algo. La fuerza de la voluntad energiza la motivación. El comportamiento es motivado por metas, pero el esfuerzo para alcanzarlas depende de la voluntad. Vázquez (2009), tras subrayar la relación entre motivación y voluntad, afirma que el momento motivacional no se puede desgajar del volitivo, sino que es un aspecto de este. En cierto modo, el dinamismo del comportamiento adolescente puede verse perturbado cuando las metas que se le presentan son insuficientes o están desdibujadas, tal como sucede en la actual situación de crisis. El despliegue de sus potencialidades, su autonomía y desarrollo personal se ven ralentizados y aun escorados peligrosamente si el horizonte se estrecha y ensombrece. Cuando menos, los adolescentes precisan referencias axiológicas, experiencias y modelos sólidos para construir su propio sistema motivacional. Hoy, muchas de esas referencias son endebles, las experiencias escasas y los modelos inapropiados. El resultado es que les cuesta dar sentido a su vida y desplegar una identidad saludable. Sus motivaciones muchas veces no rebasan el reducido terreno de la inmediatez y de la superfluidad. Desde una perspectiva psicosocial y existencial quedan a merced de las circunstancias, sin proyecto que articule sus motivaciones, sin dirección personal definida. Hay diferencias entre los adolescentes, pero esta confusión vital, que rebasa la crisis de la propia franja etaria y se patentiza en problemas de diversa índole, está muy extendida. La motivación, en el marco de un proyecto vital consistente, realista y positivo, se orienta al logro, a la conquista de objetivos saludables, por ejemplo, sobre mejora formativa y profesional. De igual modo, en circunstancias así, los adolescentes tienden a establecer relaciones interpersonales estrechas y acrecentadoras, muy distintas a las que se caracterizan por la conflictividad o la falta de compromiso. El impulso psicosocial que anida en todo adolescente debe canalizarse hacia el compañerismo y la amistad dentro y fuera de las instituciones escolares, pero para ello es fundamental, como recientemente defendía Echeita (2020), que nuestros sistemas educativos sean más inclusivos. Del informe Juventud en riesgo: análisis de las consecuencias socioeconómicas de la COVID-19 sobre la población joven en España (Injuve-CJE, 2020) se recogen algunos relevantes datos de naturaleza sociolaboral sobre la población comprendida entre los 16 y los 29 años: • El mercado laboral juvenil con anterioridad a la pandemia ya era segregado, precario, eventual y mal remunerado, aunque en los últimos meses de 2019 presentaba síntomas de una relativa recuperación. • La tasa de desempleo juvenil en España se situaba en el 25,2 % durante las primeras semanas del confinamiento, con un incremento trimestral más de dos veces superior al registrado entre la población de 30 a 64 años. • Los jóvenes son el colectivo con mayor riesgo de perder el empleo ante el fin de los expedientes de regulación temporal de empleo (los ERTE). • El 33,0 % de los jóvenes ocupados en el primer trimestre de 2020 se dedicaban al comercio y a la hostelería, dos de los sectores de actividad en riesgo. • La precariedad laboral amenaza a los jóvenes de dos maneras: de forma inmediata, ya que serán los primeros en ser despedidos cuando finalicen los ERTE. A medio plazo, porque los que conserven sus empleos estarán más expuestos al despido si se materializa la amenaza de una crisis económica provocada por el coronavirus. • El 72,1 % de los jóvenes empleados lo hacen en trabajos vulnerables, lo que supone que se exponen a irse al paro ante la coyuntura de una crisis económica. Las motivaciones psicosociales de los adolescentes actuales, sus necesidades de reconocimiento, logro, poder, relación interpersonal, etc., no se pueden entender sin tener en cuenta este sombrío panorama sociolaboral. La expectativa de conseguir un trabajo digno y la actividad laboral ofrecen, en general, bienestar personal. El trabajo se asocia a beneficios económicos, psicológicos y sociales, pues además de permitir el acceso a bienes materiales, impulsa el desarrollo personal, especialmente si se ejercitan aptitudes intelectuales o se realizan tareas creativas, favorece el reconocimiento social, así como las relaciones humanas. No es extraño, por ello, que las personas que están inadaptadas laboralmente o que carecen de empleo estén más expuestas a alteraciones psíquicas. Previsiblemente, en el caso concreto de los adolescentes y jóvenes, ante el angosto y oscuro horizonte laboral, se acreciente el pesimismo, el desánimo y la frustración. Alonso Fernández (2008) señala que esta negativa coyuntura no deja impasibles a los estudiantes, que experimentan temor al paro desde el primer año de la carrera universitaria. Algunos alumnos reaccionan con un redoblado esfuerzo competitivo, pero también hay adolescentes que optan por la evasión, el pasotismo, la violencia o la contracultura. 6 La familia 6.1. Introducción En el transcurso del desarrollo individual se atraviesan diversas etapas en las que se advierte la influencia formativa de la familia y la escuela. Desde una perspectiva psicoevolutiva se ha prestado especial atención a la intervención educativa en los primeros años de la vida infantil (0 a 6 años), sobre todo en lo que se refiere a aspectos relacionados con el crecimiento físico y con el desarrollo cognitivo, lingüístico, socioafectivo, psicomotor, moral y de la personalidad en su conjunto. Posterior a este período de la primera infancia, a su vez susceptible de división entre los 0 a 3 años y los 3 a 6 años, y que sirve de base a la organización en dos ciclos de la Educación Infantil, nos encontramos con la segunda infancia (6 a 12 años), coincidente con la Educación Primaria, y en la que persiste el interés por comprender y describir los cambios que se producen en las vertientes del desarrollo señaladas. El despliegue de la personalidad es progresivo. Es como si se subiese una escalera, en la que cada peldaño eleva las posibilidades personales. Tras la dilatada infancia sigue la adolescencia, etapa que, al menos, encuentra su correspondencia escolar en la Educación Secundaria Obligatoria y el Bachillerato, y que se distingue, en el marco del continuum madurativo señalado, por las grandes transformaciones de tipo biológico (pubertad), intelectual, afectivo y psicosocial. La adolescencia, que una vez completada se coronará con la juventud, nos interesa también aquí, al igual que las etapas anteriores, por los desafíos que plantea desde el punto de vista educativo familiar y escolar. Pasemos, pues, revista a algunas cuestiones de interés académico y formativo. 6.2. La familia hoy Al adentrarnos en la exploración etimológica del término ‘familia’ encontramos que procede del latín famŭlus («sirviente, esclavo»), que, a su vez, parece derivarse de fames («hambre») y, por ello, quedaba definida la familia como el conjunto de personas alimentadas por el pater familias. Inicialmente la familia designaba a los esclavos y criados de una persona. El prestigio del señor dependía en gran medida del número de esclavos poseídos. Con el discurrir del tiempo la familia incluiría también a los parientes. El concepto de familia ha evolucionado considerablemente, pero la controversia llega hasta nosotros. No siempre hay acuerdo en torno a la noción, menos aún si nos atenemos a las diversas agrupaciones familiares existentes. Se ha dicho, incluso (véase, por ej., Rodríguez, Araque y Salazar, 2009), que hay una manifiesta incoherencia entre la noción de familia propia de las construcciones teóricas y el concepto manejado en la vida cotidiana. Entre los cambios más destacados, procede recordar los que tienen que ver con la mayor dilación actual para fundar una familia. De hecho, cada vez más personas se deciden a formar una familia con más edad que hace unos años. Este dato se explica por la ampliación del nivel de estudios, por problemas económicos y laborales que retrasan la emancipación de los jóvenes, algo que se agrava en la actual crisis, etc. Otros cambios se refieren al incremento de las nulidades, así como de los divorcios y separaciones, muchos de mutuo acuerdo, aunque en un número significativo de casos se producen contenciosos. Han aumentado también las familias monoparentales y reconstituidas con niños que no conviven con ambos padres biológicos. Asimismo, junto a la estructura propia de la familia tradicional se han extendido otras realidades familiares como las que cuentan con progenitores de igual género. Se constata igualmente que el tamaño de la familia ha disminuido considerablemente. En España es especialmente llamativo el descenso de nacimientos y nos hallamos en situación de «natalidad crítica», algo mitigada por las madres extranjeras, cuyo índice de fecundidad (1,71) es un poco más alto que el de las madres españolas (1,25), sin que por ello se frene la inversión de la pirámide poblacional (Instituto de Política Familiar, 2019). Por otro lado, los hijos permanecen más tiempo con personas a las que no están unidos consanguíneamente, por ejemplo, con maestros, cuidadores diversos, etc. La familia en España se ve afectada igualmente por el fenómeno general del envejecimiento. Este hecho es en principio muy positivo, pero en la práctica hay personas mayores con serios problemas de salud o de otra índole que no cuentan con ningún tipo de protección, como ha quedado demostrado durante la pandemia. En lo que se refiere a la familia tradicional, Altarejos (2005) sostiene que experimenta su específica situación crítica. El modelo de familia tradicional se caracteriza por el contrato legal entre un hombre y una mujer, el compromiso de futuro, los hijos nacidos de la unión y la marcada desemejanza de roles, con un padre-marido como proveedor de recursos y una madre-esposa como ama de casa. Aunque esta estructura está expuesta a críticas, como la concerniente al disímil reparto de papeles entre géneros, nos interesa principalmente recoger el dato para que cada cual lo valore como estime oportuno, al tiempo que consignamos que, en ocasiones, más allá de la oficialidad o de la consanguinidad, la verdadera familia es la que se vive como tal, sobre todo por el afecto que se profesan los integrantes del grupo de convivencia. Los datos ofrecidos, aun sin ser exhaustivos, revelan que la familia es hoy más inestable que la de hace unos años. Esto obliga a sus miembros a rápidas adaptaciones no siempre fáciles. Los niños evidentemente son muy vulnerables a las continuas mudanzas y a veces se deteriora su salud mental y su calidad de vida. La erosión de la trama familiar produce estrés y otros trastornos psíquicos y físicos. Se trata, en definitiva, de una situación nociva que atenta contra el desarrollo infantil. Si nos detenemos en la pandemia provocada por el coronavirus, Cabrera (2020) en su estudio muestra, por ejemplo, que el cierre de los centros escolares en España, con la asunción diferencial desde el hogar de la enseñanza telemática ha incrementado la desigualdad de oportunidades educativas por las carencias materiales de dispositivos electrónicos en los hogares más desfavorecidos, con menores rentas y recursos, más aún en los hogares monoparentales y con progenitores con nivel de estudios secundarios obligatorios o menos, lo que se agrava en los alumnos de centros públicos, así como en los que viven en Galicia y en las comunidades autónomas del sur, incluida Canarias. Ante los profundos cambios acontecidos en la familia, algunos acrecentados por la crisis del coronavirus, las administraciones públicas deben reaccionar. Es menester diseñar políticas públicas en consonancia con la nueva realidad, con medidas específicas encaminadas a paliar el negativo impacto psicológico, educativo y socioeconómico. Por desgracia, la cacareada «cogobernanza» entre el Gobierno y las comunidades, esto es, un necesario modelo de gestión basado en la coordinación fecunda, llega tarde y se ha aplicado mal. 6.3. Familia y educación La función educadora de la familia está fuera de toda duda, por tratarse del primer y principal grupo humano en la vida personal. A esta unidad fundamental de convivencia llega el recién nacido, en ella crece y, con frecuencia, cuando es adulto, se decide a fundar otra familia. A esta familia recién creada, cada miembro aporta su forma de pensar y de sentir, sus valores, que dejan una huella profunda y duradera en los hijos. Cada familia es única, con una organización peculiar y una manera igualmente singular de relacionarse interna y externamente, en función de su circunstancia y de las características de sus integrantes. En su seno, salvo aberraciones, los vínculos son estrechos y cálidos. En su apertura, la familia no permanece ajena a los condicionamientos, costumbres y normas del contexto sociohistórico. El entramado y las actividades de la familia se orientan a satisfacer las necesidades de sus miembros. Esta unidad esencial, que posibilita el desarrollo saludable, se rige por las sagradas leyes del cuidado, del afecto y de la responsabilidad. El futuro personal se ve condicionado por la familia, en la que se ponen los cimientos cognitivos, afectivos, morales y espirituales del adulto. De un modo u otro, la familia satisface diversas necesidades básicas. Por un lado, la «seguridad», pues el niño es en muchos aspectos un ser indefenso. Esto supone que la familia ha de proporcionar unas condiciones ambientales, físicas y psicosociales, libres de riesgos y, en un sentido positivo, adecuadas a las características infantiles en lo que se refiere, por ejemplo, a vivienda, alimentación, vestido, higiene, salud, escolaridad, juego, descanso y sueño, relaciones interpersonales, elementos materiales, etc. Estos aspectos, que no constituyen un compartimento estanco, son fundamentales en el cuidado y protección de la infancia. En íntima relación con ellos encontramos la necesidad de «afecto», pues es bien sabido que las primeras experiencias de afecto y, por desgracia también de desafecto, se dan en la familia. Al considerar la configuración y la organización de la personalidad, desde la temprana infancia, no se puede prescindir del relevante papel de la afectividad. El desarrollo psíquico del niño se perturba sin suficiente afecto. Rof Carballo (1997) tuvo el enorme acierto de consagrar el término urdimbre para designar el substrato del mundo emocional, cuya alteración tiene impacto negativo en la salud mental y corporal. En su obra Violencia y ternura, este eximio humanista sostiene que la urdimbre primigenia o constitutiva, cuando es equilibrada y segura, fomenta la confianza básica del niño hacia su cuerpo, el mundo exterior y la propia mismidad. Esta urdimbre primera, cálida y segura, fruto de la unión armoniosa y amorosa con la madre, es condición fundamental para que el esbozo del «yo» sea consistente. En mayor o menor grado la urdimbre inicial subsiste siempre y colorea decisivamente las etapas segunda y tercera del desarrollo humano: la urdimbre de orden, en los cuatro o cinco primeros años de la vida, a la que sigue la urdimbre de identidad, en la adolescencia. El desarrollo es un proceso continuo, un progresivo camino de enriquecimiento que está condicionado por la familia. Aunque haya necesidades distintas según las etapas y las diferencias individuales, siempre es fundamental la vida familiar, la primera y más importante. Cuando falta o falla surgen problemas que pueden lastrar considerablemente el discurrir existencial. Es verdad que, por duras que sean las condiciones familiares, por ejemplo, en casos de violencia, no todo está perdido. Sobre esta idea se alza con fuerza en nuestros días el concepto de «resiliencia», es decir, la capacidad de adaptación y de superación frente a los sucesos adversos. Un constructo que, si bien no se circunscribe al ámbito familiar, ofrece relevantes implicaciones educativas en beneficio de la prevención y de la solución de diversos problemas acaecidos en su seno. Y es que, aunque resulte paradójico, la familia es a menudo una institución violenta en la que las agresiones suelen permanecer invisibles y silenciadas de puertas hacia afuera por tratarse de un ámbito privado. La familia cumple un papel fundamental en el desarrollo afectivo del niño. Los lazos amorosos paterno-filiales constituyen la base para el despliegue saludable de la personalidad. Este vínculo emocional, patente en la comunicación afectiva que se establece, favorece el progreso intelectual, moral, social y físico durante la infancia. Las vertientes del desarrollo tienen valor en sí mismas, pero no pueden entenderse de forma aislada. Están íntimamente interconectadas y se retroalimentan. El desarrollo es un proceso integral y, por supuesto, complejo que no puede entenderse sin la familia, núcleo de la educación. Algunas de las principales funciones educativas de la familia son: • Satisfacer las necesidades infantiles básicas: alimento, vivienda, vestido, higiene, asistencia sanitaria, protección, actividad física, afecto y seguridad. • Transmitir la lengua, así como tradiciones, costumbres, valores, creencias, normas de convivencia, formas de comunicación y de relación con los demás. La familia garantiza que la herencia cultural pase de una generación a otra. Por supuesto, en todo este proceso de transferencia adquiere gran relevancia el fomento del sentido crítico. • Promover la maduración de los hijos, de manera que puedan conducirse libremente. La educación en la familia es senda de humanización que prepara para la vida. La familia es una comunidad abierta, dinámica, en continua interacción con el entorno. La familia no permanece aislada de la sociedad y precisa en su labor educadora de otra gran institución: la escuela. Es una institución compleja que ha experimentado notables modificaciones en su historia. En la sociedad preindustrial, la llamada «familia extensa» (la que excede el grupo familiar nuclear y cuyos miembros suelen estar emparentados) cumplía una función económica relevante, algo que en gran medida se ha perdido en la «familia nuclear» (pequeña unidad constituida por los padres y los hijos) de nuestros días. En general, con la llegada de la Revolución industrial, la familia dejó de ser un centro de producción y muchos de sus miembros pasaron a trabajar fuera del hogar. Al acercar la lente hasta el siglo XX, en España advertimos, a partir del trabajo firmado por Del Campo y Rodríguez-Brioso (2002), algunas significativas transformaciones en la familia. Así, la transición desde la familia extensa a la familia nuclear se produjo en nuestro país antes de los años cincuenta, cuando se impuso el patrón de la conyugalidad, junto con una fecundidad limitada y decreciente. En los años sesenta, muchos cambios en la familia tuvieron gran repercusión, como la reducción del tamaño medio de la familia, el descenso de la natalidad y la salida de los hogares de otros parientes. A partir de los años ochenta, la evolución se acentuó. Con todo, la nueva transformación de la familia se alejó de los parámetros estructurales que caracterizaron el tránsito de sociedad tradicional a sociedad industrial avanzada, pasando a ser eminentemente cultural, según se advierte en aspectos tales como el aumento de los hijos extramatrimoniales y de las parejas consensuales, las familias monoparentales y la mayor flexibilidad familiar derivada del recién asumido estatus femenino en la sociedad. Complementariamente, se generaliza la planificación de la familia y hay más igualdad entre los cónyuges, reflejada en la toma de decisiones y en la asunción de tareas. Con independencia de los cambios señalados y de los que previsiblemente se puedan generar, resulta indudable la primacía de la familia en la educación. Salvo aberraciones, es la institución en que primero y de modo más profundo se expresa el afecto hacia sus miembros. Es la más trascendente comunidad de personalización. Los niños emprenden su camino por la vida merced a sus padres, de quienes reciben el apoyo material y espiritual que necesitan para descubrir nuevos horizontes. En todo este proceso educativo familiar, verdaderamente complejo, asumen especial importancia ciertas condiciones generales concatenadas: • Relaciones basadas en el amor: Las relaciones amorosas conyugales, paternofiliales y fraternales son esenciales para el despliegue saludable de los hijos. Para que haya educación familiar cada miembro ha de sentirse acogido y querido. • Interacciones continuas y positivas caracterizadas por el cuidado y la atención. • Comunicación y participación de sus miembros, patentizadas en el diálogo abierto, respetuoso y cordial. • Autoridad de los padres, entendida como facultad racional y ética capaz de suscitar la adhesión de los hijos, particularmente cuando son menores. Se encamina a fomentar la autonomía responsable de los vástagos. La autoridad no debe confundirse con el autoritarismo. En los fundamentos de amor, cuidado, atención, comunicación, autoridad, etc., se asienta la educación familiar. Desde una perspectiva práctica, tienen mucho sentido las llamadas «escuelas de familias», a las que dedicaremos el siguiente apartado. 6.3.1. Escuelas de familias Son tan rápidos y tan profundos los cambios que acontecen en la sociedad que las familias no siempre saben cómo afrontar los nuevos desafíos que se plantean. Conviene que los progenitores y otros familiares conozcan cómo actuar ante determinadas situaciones que pueden atravesar los hijos. En este sentido, las escuelas de madres y padres o, quizá mejor, las escuelas de familias constituyen espacios de encuentro y de formación en los que se dan a conocer aspectos relevantes de la educación familiar. Estas iniciativas permiten a los padres y madres asistentes compartir sus experiencias, miedos, inquietudes, alegrías y dificultades, lo que contribuye a que se sientan más acompañados y a que mejore la dinámica familiar. Algunos de los contenidos que pueden incluirse en los programas de estas escuelas son: • La familia y la educación. • Características de la educación familiar. • Relaciones familia-escuela. • El desarrollo en el período infanto-juvenil. Aspectos esenciales y etapas. • Estímulos y recursos de educación familiar. El amor, el diálogo, habilidades sociales. • La convivencia familiar: autoridad, normas, disciplina, cohesión. • Situaciones y problemas concretos: uso de la tecnología, salud y enfermedad, pérdida de un ser querido, adicciones, educación psicosexual, actividad físicodeportiva, alimentación, acoso y ciberacoso, estudio y rendimiento escolar, resolución de conflictos, ocio y tiempo libre, premios y castigos, deberes escolares, agresividad/violencia, autoestima, etc. Dada la gran variedad de realidades familiares, resulta muy complejo, cuando no imposible, incluir en un programa de formación para padres todas las situaciones posibles. Sin embargo, puede asegurarse que muchos de los contenidos apuntados interesan a todos. En una escuela de familia ha de brindarse ocasión para que se expresen confidencialmente ciertas preocupaciones y si es preciso se debe derivar a los padres hacia servicios especializados. No hay duda de que muchos padres, quizá por sus propias ocupaciones, tienen dificultades para estar con sus hijos. A esto se agrega la significativa desorientación axiológica de nuestro tiempo y el influjo, a veces pernicioso, de los medios de información y las tecnologías. El hecho de que las escuelas de familias a menudo estén enclavadas en los centros escolares favorece la colaboración entre las dos grandes instituciones educadoras. Estas iniciativas formativas promueven la adquisición de conocimientos, actitudes y valores necesarios para la adecuada educación familiar. Los padres requieren formación y, por ello, estas escuelas constituyen en nuestros días unas extraordinarias vías pedagógicas que pueden surgir por iniciativa de los propios progenitores o de los centros escolares. Con independencia de sus concreciones, estas experiencias están resultando muy enriquecedoras para todos, especialmente para los hijos, verdaderos destinatarios de las mismas. 6.4. Estilos educativos de los padres Al hablar de estilo educativo parental nos referimos a la manera habitual de obrar de los padres para promover el despliegue formativo de sus hijos. El estilo educativo es una «manera de educar» que, sin escapar a las influencias culturales, se vincula con la forma de ser del progenitor y condiciona el comportamiento del hijo. Los estilos educativos de los padres y su repercusión en los hijos se describen sumariamente a continuación: • Los padres de estilo «permisivo» son excesivamente tolerantes. En la práctica reniegan de su función educadora. Son indiferentes ante muchos aspectos de los hijos, quienes pueden manifestar numerosos problemas escolares y psicológicos. • Los padres de estilo «sobreprotector» son los que tienen una preocupación mal entendida y excesiva. Esta actitud puede generar inseguridad en el hijo y también rebeldía. • Los padres de estilo «autoritario» imponen las pautas de conducta con rigidez. Es un estilo represivo que se apoya en sanciones. En estos casos se dificulta la espontaneidad y la autonomía. • Los padres de estilo «democrático» ejercen la autoridad, no el autoritarismo. Son participativos, dialogantes y estimulantes. Favorecen la autoconfianza en los hijos, una positiva actitud ante la vida y buena salud mental. Es el estilo más apropiado, que fomenta la autoestima en los hijos, respeta sus derechos e impulsa el cumplimiento de deberes. Ha de consignarse que al hablar de estilo educativo de los padres nos referimos a ambos progenitores. Empero, no siempre coincide la práctica predominante del padre y de la madre. Lo ideal es que los dos progenitores tengan estilo democrático, pues es el que, en general, más beneficios parece reportar a los hijos. Por otro lado, no siempre es fácil encontrar un estilo educativo único. Generalmente, se combinan aspectos correspondientes a distintos estilos, al tiempo que pueden producirse variaciones en función del género, de la edad, etc. Se sabe, por ejemplo, que antaño el estilo educativo parental podía variar considerablemente según se tratase de un hijo o de una hija. Hoy, en cambio, en consonancia con las nuevas concepciones sociales sobre el género, el patrón de actividad educadora exhibido por los padres respecto a sus hijos e hijas tiende a aproximarse. La estructura familiar actual es más igualitaria y se advierte un mayor acercamiento en los roles de ambos progenitores. Esto es absolutamente necesario cuando el padre y la madre trabajan fuera del hogar. Es preciso seguir impulsando la idea de responsabilidad compartida. En cuanto a la disciplina, afortunadamente se están abandonando modelos autoritarios y se adopta cada vez más un sistema de reglas razonadas y razonables, en cuya elaboración hay que buscar la implicación de los hijos. 6.5. Los padres ante los deberes escolares de los hijos La magnitud humanizadora de la familia, una de las más celebradas y evidentes, ha menguado considerablemente en los últimos tiempos, sobre todo por razones sociales y laborales, a la par que ha aumentado la función educativa exigida a los centros escolares. Aunque la delegación educativa de los padres en la institución escolar sea una constante, parece recortarse el papel de los progenitores en la formación de sus hijos. Por muy equipadas que estén las escuelas no pueden ni deben sustituir a los padres en su responsabilidad educativa. Se sabe que la acción directa, acogedora y benigna de los padres en el proceso formativo de los hijos es clave en su desarrollo saludable y que la ausencia injustificada e imprudente de esta participación no se compensa con matrículas colegiales costosas. Defendemos que en el hogar haya una actuación parental apropiada y suficiente adscrita a un patrón educativo cálido y razonable integrado por el ejemplo, la autoridad, la confianza, la comunicación y el amor. Ahora bien, para que esta constelación de notas cumpla su cometido formativo es preciso que los padres permanezcan atentos al rumbo escolar de sus hijos. Cuando los esfuerzos educativos de la familia y la escuela concurren el horizonte del niño o adolescente se despeja. El antagonismo entre las dos instituciones es tan artificial como perjudicial. Naturalmente, cada una presenta unos rasgos diferenciales, pero no tienen por qué contraponerse. Acrecentar la distancia y la oposición entre ambas equivale a errar educativamente. Por eso es obligación de padres y profesores la apertura mutua y la interrelación fluida. Tan negativo resulta para el hijo o alumno unos padres que no se acercan a su colegio ni por casualidad como unos profesores encerrados en su torre de marfil. Sin embargo, es justo precisar que no todo es cuestión de visitas y reuniones. Uno de los aspectos donde se patentiza la sana preocupación por los hijos es el referido a los estudios, genuina labranza personal que se extiende a toda la vida escolar y que, si bien es tutelada por los centros escolares, ha de realizarse con el concurso de la familia. El rol de escolar y la responsabilidad estudiantil del hijo no presentan uniformidad. A medida que se crece se producen significativos cambios psíquicos y corporales en el niño que le enfrentan con nuevos retos y le capacitan para aprendizajes más complejos. El período de desarrollo, intenso y dilatado, se caracteriza por el paulatino enriquecimiento comportamental. Este proceso de cambio incesante desborda las leyes estrictamente biológicas y está claramente influido por las condiciones familiares y socioculturales. Es aquí donde la educación se manifiesta con todo su valor, pues resulta decisiva para compensar las limitaciones y desplegar las potencialidades personales. No obstante, conviene advertir que tan negativo puede ser el proceso formativo lento como el acelerado. Los riesgos derivados de una actuación parental inadecuada o precipitada se evitan en gran medida con asesoramiento docente y técnico, labor esta que se beneficia a su vez de la información que los padres proporcionan. Con el ingreso en el centro educativo y su participación en el fluir programado y sistemático asume el niño su nueva identidad de alumno que comporta la asunción progresiva de responsabilidades. La vida infantil toma así una nueva trayectoria en la que ya no queda todo confiado al quehacer natural de los progenitores. En sentido estricto, entra en escena la pedagogía escolar, cuya fuerza reguladora desborda el salón de clase y penetra en el hogar. Los deberes muestran nítidamente que el estrenado rol de estudiante también comporta obligaciones. Estas actividades, no exentas de controversia, han de complementar a las realizadas en el colegio y deben encaminarse a recuperar, afianzar o avanzar distintos aspectos del aprendizaje. En el amplio espectro de ejercicios posibles cabe citar, por ejemplo, el estudio de un determinado tema, la redacción, el dibujo, la resolución de problemas o la realización de un trabajo manual. El establecimiento arbitrario o abusivo de deberes ha de descartarse. La imagen del hijo privado de esparcimiento y juego, sobrecargado de actividades inconexas y abrumado por la escasez de tiempo para realizarlas configura una estampa tan triste como la que ofrece el difundido retrato adolescente en que su ocioso y solitario protagonista no se despega durante horas de la pantalla electrónica. Un estudio realizado por Pan et al. (2013) con el objetivo de comprobar si había diferencias significativas en el compromiso con los deberes y en algunas variables motivacionales vinculadas a las tareas para casa entre los alumnos de Educación Primaria con rendimiento alto, medio y bajo, concretamente en Matemáticas y Lengua Inglesa, reveló que los estudiantes con rendimiento alto estaban, en general, más motivados intrínsecamente y más implicados en hacer los deberes (cantidad y aprovechamiento de los mismos). Suárez (2015), a partir de diversos estudios que constituyen su tesis doctoral sobre los deberes escolares y el rendimiento académico en alumnos de educación obligatoria (Educación Primaria y Educación Secundaria), llega a las siguientes conclusiones: • Realizar los deberes solicitados es mejor que no hacerlos. • Dedicar más tiempo a los deberes no siempre es mejor, pues la clave está en aprovechar bien el tiempo. • La relación entre el curso académico y el aprovechamiento del tiempo es inversa; de hecho, los alumnos de mayor edad (Educación Secundaria) desaprovechan más el tiempo dedicado a los deberes que los alumnos menores (Educación Primaria). • Si se prescriben deberes, los profesores han de retroalimentar a los alumnos (por sus efectos beneficiosos sobre la implicación y el rendimiento); de lo contrario, es mejor no prescribirlos. • Cuanto más elaboradas sean la retroalimentación y la información proporcionadas a los alumnos, mejores serán los resultados escolares. • Una mayor implicación parental conduce a un mayor compromiso del estudiante en los deberes y a un mayor rendimiento, si bien esta relación queda matizada por el tipo de implicación de los padres (es mejor el apoyo que el mero control) y por la edad de los estudiantes (se ha observado en la Educación Secundaria, pero no en Educación Primaria). Para que los deberes sean beneficiosos han de enmarcarse en una estrategia pedagógica que valore y estimule el esfuerzo personal, pero que no impida al hijo/alumno disfrutar de la compañía de familiares y amigos, de actividad lúdica ni de descanso. Asimismo, las tareas encomendadas, fruto de la coordinación del equipo profesoral, han de respetar las diferencias existentes entre los estudiantes y acomodarse a su edad, ritmo de aprendizaje, situación, necesidades, aptitudes e intereses. Con las condiciones anteriores presentes, las tareas escolares en casa pueden abrir una ruta formativa equilibrada y complementaria para conquistar autonomía y consolidar aprendizajes y hábitos de trabajo. En la medida en que los deberes permiten aplicar en el hogar los conocimientos y destrezas adquiridos en el colegio, fortalecen la demandada comunicación entre padres y profesores. Llegado este punto es oportuno señalar que carece de sentido que los padres realicen los deberes de sus hijos. El trabajo escolar responde a una finalidad educativa que se esquiva cuando son los progenitores quienes lo realizan, con el consiguiente perjuicio para sus hijos. Tampoco es recomendable que en torno a los deberes predomine la postura permisiva ni la rigidez sancionadora, porque pueden conducir respectivamente a que el hijo haga lo que quiera o a que realice las tareas por temor y no por verdadero compromiso. Es muy saludable, en cambio, la actitud de los padres presidida por la conversación, el equilibrado control, el acompañamiento, la orientación y siempre presta a garantizar las condiciones ambientales apropiadas para el trabajo escolar, sobre todo en lo que se refiere al lugar, la planificación y los recursos utilizados. Esta disponibilidad parental, expresión de comprensión y ayuda, resulta muy estimulante, al tiempo que fomenta la autoexigencia, el hábito de estudio y la responsabilidad. 7 Clima social en la institución escolar 7.1. Introducción Los conceptos de ambiente y clima social, términos que manejaremos indistintamente, cuentan con larga tradición teórica y es frecuente citar como uno de los primeros trabajos la investigación de Halpin y Croft (1963) sobre el clima organizacional escolar. Desde entonces, los estudios de alcance psicológico y pedagógico sobre el clima se han multiplicado y diversificado, hasta el punto de que no es difícil encontrar investigaciones centradas en el ambiente laboral, escolar, familiar, etc. La significación del constructo, del que más adelante ofreceremos alguna definición, está fuera de toda duda, sobre todo porque hay creciente conciencia de la relevante influencia que las condiciones físicas y psicosociales de un ámbito concreto ejercen sobre las personas que habitualmente despliegan algún tipo de actividad en él. Aun cuando entren en juego muchas variables, son innegables las relaciones entre ciertas dimensiones del mundo escolar y determinadas conductas de los alumnos. En cuanto al ambiente familiar, es bien sabido que ejerce un gran impacto, no siempre positivo, en todos sus miembros, aunque, al igual que ocurre en otros contextos, no es fácil conocer el signo y la intensidad de los efectos producidos, a menudo diferentes según se trate de una persona u otra. Admitida la relación entre el sujeto y el entorno, la relevancia del estudio del ambiente deriva de su influencia en la conducta humana, y a la inversa, pues, como dice Wiesenfeld (2001, p. 4), persona y ambiente se encuentran «coimplicados». Proponemos que se estudie el clima institucional a partir de un modelo a la par humanista y sistémico. Es frecuente que los modelos teóricos y los dispositivos técnicos evaluativos tengan en cuenta tanto los aspectos materiales como los psicosociales que configuran el ambiente. Con todos los matices que se quiera, la vertiente física y la vertiente relacional, interdependientes, presentan consistencia en los distintos ambientes. Junto a los elementos tangibles del ambiente, como los recursos económicos y tecnológicos o los propios espacios institucionales, hay otros intangibles como las relaciones interpersonales o la implicación de sus integrantes. Entre todos los aspectos contextuales, patentes o latentes, se producen interacciones complejas que no siempre es posible evaluar en detalle. La mejora del ambiente puede contribuir positivamente a que se alcancen los objetivos educativos. Es indiscutible que el ambiente influye sobre las personas, y a la inversa, algo que se advierte en la cotidianeidad de la vida institucional, particularmente en los valores y las actitudes, así como en las relaciones que se establecen. Por ello, ofrecemos seguidamente algunas ideas y propuestas que pueden fortalecer y enriquecer aspectos ambientales directamente vinculados con la calidad de la educación. 7.2. Acercamiento conceptual al ambiente Aunque en cierto modo ya hemos ido acotando el concepto, en aras de una delimitación aún mayor debe recordarse que, con arreglo a su etimología, la palabra ambiente se deriva del lat. ambiens, -entis, «que rodea o cerca», que nos remite a lo que está alrededor de algo o de alguien. Los trabajos existentes desde mucho tiempo atrás han venido explorando y continúan haciéndolo las complejas relaciones entre las personas y su entorno natural o cultural. De hecho, como afirman Pol, Valera y Vidal (1999), la psicología ambiental tiene por objeto de estudio la interacción entre las personas y sus entornos. Estamos en condiciones de definir el ambiente como «un contexto físico y psicosocial en el que se halla el sujeto, sobre el que influye y que a su vez es influido por él». Este clima o ambiente, que adopta diversas concreciones, por ejemplo, familiar, escolar, laboral o penitenciario, ha sido evaluado mediante distintos instrumentos, entre los que citamos, por su difusión hace unos años, las Escalas de clima social de Moos, Moos y Trickett (1989), diseñadas y elaboradas en su versión original en el Laboratorio de Ecología Social de la Universidad de Stanford (California). El ambiente es un conjunto organizado –y dinámico– de la realidad física y psicosocial que está integrado en estructuras o sistemas más complejos. A este respecto, es inevitable recordar la valiosa contribución de Bronfenbrenner (1987) a la comprensión del desarrollo humano y en concreto su concepción del ambiente ecológico como conjunto de estructuras seriadas. A semejanza de las muñecas rusas, cada estructura cabe dentro de la siguiente. El nivel más interno corresponde al entorno inmediato que contiene a la persona en desarrollo, por ejemplo, el hogar, la clase... Las complejas interrelaciones dentro del entorno inmediato reciben el nombre de microsistema. El siguiente nivel, conocido como mesosistema, está formado por las relaciones entre los entornos, que pueden ser tan decisivas para el desarrollo como lo que sucede dentro de un entorno determinado. En un tercer nivel, llamado exosistema, se sugiere que el desarrollo de la persona en su ambiente inmediato está afectado profundamente por lo que ocurre en entornos en los que el sujeto no está necesariamente presente, por ejemplo, las condiciones laborales de los progenitores. Ha de agregarse para los tres niveles mencionados que, dentro de un mismo patrón cultural generalizado o macrosistema, los entornos de una misma clase, como el hogar, la calle o la oficina, tienden a ser parecidos entre sí, y a diferenciarse claramente de unas culturas a otras. Complementariamente, ha de subrayarse la importancia que el ambiente percibido tiene sobre la conducta y el desarrollo, en ocasiones más que el ambiente en cuanto realidad «objetiva». Aun cuando la perspectiva ecológica sumariamente descrita permite advertir la complejidad del ambiente y brinda un marco referencial para comprender la interrelación de entornos, ponemos el foco en lo que denominamos específicamente clima o ambiente sociocultural, del que no se excluyen los elementos físicos o materiales. 7.3. Clima escolar, rendimiento académico y bienestar Nos interesa conocer qué relación hay entre el clima social en la escuela y en el aula y el rendimiento académico. Al respecto, el estudio realizado por Andrade (2015) mediante la Escala de clima social en el centro escolar (CES) y algunos cuestionarios, a partir de más de 9000 estudiantes y más de 600 docentes ecuatorianos de séptimo grado de Educación Básica (coincidente con 6.º de Educación Primaria en España), reveló lo siguiente: 1) el clima social escolar influye en el rendimiento académico; 2) las habilidades pedagógico-didácticas del profesorado y las relaciones que se establecen entre los docentes y los estudiantes tienen un efecto directo sobre los resultados escolares y otro indirecto a través de su impacto en el clima escolar. Como sostiene Sandoval (2014), la investigación sobre el clima social escolar ha arrojado resultados sobre la relación de esta dimensión con aspectos tan relevantes como la capacidad de retención de las escuelas, el bienestar y desarrollo socioafectivo del alumnado, el bienestar docente, el rendimiento y la efectividad escolar, entre otros. Al hablar de bienestar volvemos nuestra mirada hacia el Informe PISA 2018, porque acertadamente consigna que una de las metas fundamentales de los sistemas educativos es promover el bienestar de niños y adolescentes en el entorno escolar, para lo cual se debe promover el desarrollo integral del alumnado en sus dimensiones física, psicológica y social. Con arreglo a este informe, una mayor satisfacción de los estudiantes conduce a una motivación más alta y, por ende, a mejores resultados escolares y sociales. Aunque PISA 2018 (Ministerio de Educación y Formación Profesional, 2019) reconoce la multidimensionalidad del constructo «clima escolar» y la ausencia de consenso en torno a los indicadores que permiten medirlo, destaca cuatro esferas en él: • Seguridad: acoso, disciplina, abuso de ciertas sustancias, absentismo escolar, normas, adaptación al entorno escolar, etc. • Enseñanza y aprendizaje: apoyo académico, retroalimentación y entusiasmo, aprendizaje cívico y habilidades socioemocionales, indicadores de desarrollo profesional docente y liderazgo escolar como la cooperación, la evaluación, el apoyo administrativo y la visión de la escuela. • Comunidad escolar: relaciones entre estudiantes y profesores, cooperación y trabajo en equipo de los estudiantes, respeto a la diversidad, participación de los padres o asociaciones comunitarias, apego a la escuela, sentido de pertenencia (superior en los estudiantes españoles al de la media de países OCDE), compromiso con el centro escolar. • Entorno institucional: recursos escolares, como edificios, instalaciones, recursos educativos y tecnología, organización escolar como tamaño de la clase y de la escuela o la agrupación en función de las capacidades. PISA 2018 se ha centrado sobre todo en la seguridad y en la comunidad escolar. En concreto, se trata de factores relacionados con cuatro aspectos: el comportamiento disruptivo de los estudiantes; la comunidad escolar, sobre todo en lo relativo a las relaciones dentro del entorno escolar; bienestar de los estudiantes y sentido que encuentran a su propia vida en plena adolescencia; y los sentimientos de los estudiantes, referidos, en este caso, a la creencia en sus propias capacidades para enfrentarse a las tareas cotidianas, incluso en situaciones de adversidad. Sobre esta última cuestión, debe destacarse de nuevo el importante trabajo que se puede realizar en los centros escolares en aras de la «resiliencia», una capacidad que permite a las personas, ya desde la infancia, afrontar circunstancias negativas, como la actual crisis sanitaria, con posibilidad incluso de salir fortalecidas. 7.4. Ambiente sociocultural y educativo El ambiente sociocultural, fruto de la interacción entre características personales e institucionales, está constituido por los elementos físicos y humanos. Es el conjunto de condiciones materiales y psicosocioculturales complejas e interrelacionadas que configuran la vida institucional en un determinado momento. Desde un punto de vista pedagógico, adquiere capital importancia el estudio del influjo del ambiente en el desarrollo de la personalidad. El entorno educativo puede calibrarse a partir de las dos dimensiones interrelacionadas señaladas. De un lado, la vertiente física, que comprende el espacio, el edificio, el mobiliario, los materiales, etc. De otro, la vertiente psicosocial, en la que sobresalen por su virtualidad formativa la comunicación y las relaciones entre los miembros de la institución. A la hora de acercarse al ambiente apropiado para el proceso educativo un aspecto de gran trascendencia y aún poco investigado desde la perspectiva psicopedagógica es el discurso del educador. El discurso ha de considerarse como una variable constitutiva y estructurante del clima educativo. Si bien el ambiente depende de un amplio conjunto de factores de diversa índole, desde la óptica psicosocial y formativa es menester prestar atención al discurso educativo. De acuerdo con el modelo pentadimensional para el análisis del discurso (Martínez-Otero, 2008), se identifican cinco dimensiones interdependientes: instructiva, afectiva, motivadora, social y ética. A partir de dicho modelo, con significativo recorrido científico, se puede ensayar una clasificación del ambiente educativo según la dimensión discursiva alcanzada: • Dimensión instructiva (ambiente intelectualista): Son espacios distinguidos por la enseñanza de corte tradicional, organizados en torno a la transmisión de contenidos. El profesional, un mero enseñante, asume el protagonismo en perjuicio del alumno, quien se ve forzado a adoptar el papel de receptor. Este proceso de enseñanza-aprendizaje de tipo «vertical», con el docente arriba y el estudiante abajo, deja poco lugar a las relaciones interpersonales. • Dimensión afectiva (ambiente domiciliario): Estos espacios, bien distintos a las anteriores, se caracterizan por cultivar exclusivamente los aspectos emocionales. Aunque en este ambiente suele haber mucha interacción, se soslayan las bases técnicas de la educación y, por lo mismo, queda con frecuencia a merced del voluntarismo estéril o infortunado. • Dimensión motivadora (ambiente espectáculo): Siempre hay un aire festivo, lo cual en sí mismo no es malo, si no fuese porque en un ambiente tal se busca ante todo encandilar a los alumnos aunque para ello haya que renunciar al esfuerzo y al proceso educativo en su conjunto. • Dimensión social (ambiente politizador): La educación recibe una orientación política sesgada en función de la parcial ideología del profesor, que pretende a toda costa la adhesión del educando a sus ideas. La educación adopta un carácter instrumental al servicio de la ideologización. • Dimensión ética (ambiente sectario): Corresponde a lugares de adoctrinamiento. En un clima así no hay lugar para la reflexión o la crítica, todo se ordena de acuerdo a la moralina correctora de las supuestas conductas desviadas. En los cinco tipos de climas descritos hay una perversión ambiental, derivada de la descompensación y la presión, de efectos claramente adversos sobre el educando. El equilibrio ambiental de naturaleza educativa vendría dado por la presencia suficiente de las cinco dimensiones del discurso, aunque insistimos en que se trata sobre todo de tendencias, ya que el ambiente depende de otros factores. Sea como fuere, la estructura discursiva pentadimensional, en la que se acreditan las cinco dimensiones (instructiva, afectiva, motivadora, social y ética), actúa como plataforma facilitadora de las condiciones psicosociopedagógicas propias del clima genuinamente educativo. Así, el ambiente educativo es el que corresponde al clima formativo integral. El discurso pentadimensional favorece la creación de un ambiente de aprendizaje, presidido por la cordialidad, la motivación, la proyección social, la moralidad y la espiritualidad, una metadimensión discursiva. Esta atención a la vertiente espiritual facilita el despliegue pleno de la personalidad por medio de la participación y la interacción dialógica. Hemos pretendido establecer las notas propias de un ambiente adecuado desde el «plano humano». Si hacemos un esfuerzo de síntesis e incluimos aspectos deseables en el «orden físico», el clima educativo personalizado quedaría integrado por las siguientes características agrupadas en dos niveles: • Plano humano: – Comunicación interpersonal: Es una comunicación auténtica y circular en la que tanto profesores como alumnos participan en ella actuando a la vez como emisores y receptores. En este tipo de comunicación, aunque haya desigual distribución del uso de la palabra, hay verdadera interacción entre educador y educandos. – Relaciones personales: Son relaciones en las que hay mayor consideración del otro, más profundidad y cercanía. – Cordialidad: Se refiere a la sinceridad y al trato afectuoso. La actitud cordial favorece la aproximación y el encuentro. – Empatía: Es la capacidad para ponerse en el lugar del otro. La empatía permite entender a los demás, generalmente en lo que se refiere a los estados de ánimo. – Proyección social: Sensibilidad a los problemas y necesidades sociales. Se cultiva la dimensión social del educando de manera que esté en condiciones de participar responsablemente en la familia, en el centro escolar, en la comunidad, etc. – Cooperación/colaboración: Frente al individualismo o la rivalidad rampantes, se tejen las relaciones interhumanas a partir de la ayuda y la solidaridad. – Aprendizaje: Se estimulan el estudio y la experimentación como sendas para adquirir destrezas y contenidos significativos. Se cultiva el pensamiento, la reflexión y la creatividad. – Alegría: Acaso se condense en este estado anímico el impacto positivo que el ambiente atrayente y motivador tiene sobre el desenvolvimiento del sujeto. – Diálogo: La educación acontece a través del diálogo. El despliegue de la personalidad únicamente es posible desde la pluralidad de voces o intercambio polifónico. – Marco ético: Sin la presencia de un contexto regido por valores universalmente deseables la personalización queda suspendida, porque la atmósfera moral en la escuela impregna todo el proceso educativo. – Espiritualidad: Rezuma humanismo y compromiso pedagógico con la elevación del sentido vital. Posibilita la apertura a la trascendencia. • Plano físico: – Entorno natural: Mantenimiento de un ambiente lo más natural posible, que no está reñido con la utilización racional de ordenadores, vídeos y otras tecnologías. Dada la actual situación de pandemia, quizá habría que aprovechar, siempre que sea posible, los espacios exteriores de las instituciones escolares. Lo relevante es que exista esta opción y que los centros se organicen para que algunos profesores puedan elegirla. Una medida así permitiría ganar espacio en los respectivos centros. La propuesta de utilización organizada de espacios exteriores, cuando el tiempo lo permita, compatible con el uso de aulas convencionales y de la educación a distancia, requeriría un pequeño estudio institucional y poca inversión: algunas cubiertas protectoras del sol y de la lluvia, sillas y poco más. – Condiciones estimulares apropiadas: Son de sobra conocidos los positivos efectos que las adecuadas características del aire, la temperatura, la iluminación, el color, el olor y el sonido, entre otros factores ambientales, ejercen sobre las personas. – Asientos y mesas movibles e individuales, de suerte que se puedan realizar variedad de actividades. La educación personalizada precisa flexibilidad. – Espacio suficiente dentro y fuera del aula/taller que garantice la comodidad, así como la libertad de movimientos y juegos necesarios para el óptimo desarrollo. Es recomendable, asimismo, disponer de dependencias de amplitud variable en las que se puedan realizar distintas tareas. La relación ofrecida, aun sin ser exhaustiva, revela que la presencia de los factores mencionados da cuenta de la riqueza ambiental, mientras que su ausencia explica el incremento de problemas de salud y de conducta. Las condiciones ambientales aversivas se asocian a problemas y trastornos de diversa índole, como estrés, depresión, agresividad, etc., sin contar en nuestros días los elevados riesgos de contraer el coronavirus en espacios escolares caracterizados por el hacinamiento o la falta de ventilación. La psicología ambiental tiene que recorrer todavía un largo camino antes de esclarecer las relaciones concretas entre las variables del entorno, el comportamiento y la salud. Lo que resulta indudable es que el ambiente educativo saludable impulsa el proceso formativo integral. Referencias bibliográficas Alarcón, E., Sepúlveda, P. y Madrid: D. (2018). Qué es y qué no es aprendizaje cooperativo. Ensayos. Revista de la Facultad de Educación de Albacete, 33 (1), 205-220. Alonso Fernández, F. (2008). ¿Por qué trabajamos? El trabajo entre el estrés y la felicidad. Madrid: Díaz de Santos. Altarejos, F. (2005). Cambios y expectativas en la familia. En: Bernal, A. (ed.). La familia como ámbito educativo. Madrid: Rialp. Álvarez González, M. (coord.) (2001). Diseño y evaluación de programas de educación emocional. Barcelona: Praxis. Andrade Vargas, L. D. (2015). Desarrollo de un modelo de evaluación del clima escolar y competencias docentes. 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Teoría de la inteligencia unidiversa 3.1. Introducción 3.2. La inteligencia y la educación 3.3. Algunas propuestas teóricas sobre la inteligencia 3.4. La teoría de la inteligencia unidiversa 3.5. La inteligencia unidiversa: unitas multiplex 3.5.1. Estructura arbórea de la inteligencia unidiversa y su potencialidad educativa 3.5.2. Relevancia de lo «humano-social» en la inteligencia unidiversa 4. La práctica de la educación intelectual unidiversa 4.1. Introducción 4.2. La educación intelectual unidiversa 4.2.1. El currículum de la educación intelectual unidiversa: hacia el metacurrículum 4.2.2. Diseño educativo: elaboración de un programa de educación intelectual unidiversa 4.2.2.1. Esquema del Programa de Educación Intelectual Unidiversa (PEIU) 4.3. Metodología 5. Motivación, rendimiento y educación 5.1. Introducción 5.2. Las motivaciones humanas 5.3. La motivación y el aprendizaje 5.4. Tipos de motivación: intrínseca, extrínseca y de logro 5.5. Motivaciones sociales 6. La familia 6.1. Introducción 6.2. La familia hoy 6.3. Familia y educación 6.3.1. Escuelas de familias 6.4. Estilos educativos de los padres 6.5. Los padres ante los deberes escolares de los hijos 7. Clima social en la institución escolar 7.1. Introducción 7.2. Acercamiento conceptual al ambiente 7.3. Clima escolar, rendimiento académico y bienestar 7.4. Ambiente sociocultural y educativo Referencias bibliográficas