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Colección Horizontes-educación
Título: Rendimiento escolar y formación integral
Primera edición (papel): octubre de 2020
Primera edición (epub): septiembre de 2021
© Valentín Martínez-Otero Pérez
© De esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S. L.
C/ Bailén, 5 – 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02
http: www.octaedro.com
email: octaedro@octaedro.com
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titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra.
ISBN (papel): 978-84-18348-32-7
ISBN (epub): 978-84-18819-94-0
Diseño y producción: Octaedro Editorial
Sumario
Presentación
1. El fracaso escolar: concepto y panorámica
2. Condicionantes del éxito y del fracaso escolar
3. Teoría de la inteligencia unidiversa
4. La práctica de la educación intelectual unidiversa
5. Motivación, rendimiento y educación
6. La familia
7. Clima social en la institución escolar
Referencias bibliográficas
Presentación
Hay una perenne preocupación en torno al fracaso escolar, pues los indicadores
existentes en relación con el rendimiento académico revelan que en España un
considerable número de alumnos no alcanzan los resultados establecidos para su
edad y curso. Si pensamos en el impacto que dicho fracaso tiene en la vida del
estudiante se advierte la importancia de este fenómeno. Desde luego, los
alumnos no son los únicos responsables; también hay que tener en cuenta
distintos condicionantes como la familia, la institución escolar, la formación del
profesorado y hasta la política educativa, inadecuada y errática. Llevamos
muchos años asistiendo a significativas discrepancias entre algunos partidos
políticos en lo concerniente a establecer el marco legislativo más conveniente
para la educación escolar. La utilización partidista de la educación, aparte de
revelar endeblez, genera flaco servicio al alumnado y al conjunto de la sociedad.
La prevención del fracaso escolar y la mejora de la educación requieren firmeza
y unidad entre los partidos, con su plasmación en las leyes, cuya elaboración y
aprobación es potestad del Parlamento; aunque sin perder de vista que no por
mucho legislar se combate con mayor efectividad el fracaso escolar ni sale
beneficiado el proceso formativo, menos aún si se cambia de leyes con cada
partido en el Gobierno.
En este libro, desde una perspectiva pedagógica, se revisan los conceptos de
fracaso escolar y rendimiento académico, sobre los que se ofrecen sendas
definiciones. El acercamiento a estas realidades se realiza a partir de la propia
investigación, iniciada hace décadas y enriquecida con la revisión teórica, lo cual
nos ha permitido identificar un conjunto de condicionantes psicológicos,
pedagógicos y sociales (inteligencia, personalidad, hábitos y técnicas de estudio,
intereses vocacionales-profesionales, motivación, clima social escolar y
ambiente familiar) que se analizan por separado, aunque sin soslayar que
constituyen un complejo entramado en el que resulta muy difícil, acaso
imposible, conocer cuál es la incidencia específica de cada uno.
El estudio y la mejora del «rendimiento escolar» cobran sentido en el marco más
amplio de optimización de la educación, tarea humanizadora por antonomasia.
Por ello, ya desde el título de esta obra mostramos nuestro compromiso con la
«formación integral», expresión con la que enfatizamos la necesidad de fomentar
el desarrollo personal unitario en todas sus vertientes: intelectual, afectiva,
social, moral, física y espiritual.
En ese despliegue integral del educando asume gran relevancia la inteligencia,
concepto particularmente controvertido. En este libro presentamos la original
«teoría de la inteligencia unidiversa», de gran alcance pedagógico. En síntesis, lo
que defendemos es que la inteligencia es a un tiempo «unitaria y múltiple»; una
posición bifronte inexplicablemente obviada por algunos planteamientos
actuales exitosos. Confiamos en que este planteamiento conceptual resulte
provechoso para psicólogos, pedagogos, educadores y alumnos.
Nuestra formulación teórica sobre la inteligencia se complementa con una
propuesta programática de «educación intelectual unidiversa», encaminada a
personalizar el proceso formativo en esta área y, concretamente, a asegurar a
todos los educandos una estructura intelectual consistente, al tiempo que se
cultiva la singularidad intelectual de cada escolar. A este respecto, se brinda un
ejemplo sobre cómo diseñar y aplicar un programa de educación intelectual
unidiversa (PEIU), que representa una excelente oportunidad para el trabajo
docente innovador y que vincula el «saber» con el «hacer».
Es habitual que en las investigaciones sobre el rendimiento se dedique espacio a
la motivación –que también examinamos en este libro–, pero junto a la
motivación en cuanto realidad académica vinculada a los resultados escolares,
nos preguntamos por las que podríamos llamar «motivaciones sociales» de los
alumnos. Hoy, en plena crisis generada por la pandemia y con reducidas
expectativas sociolaborales, estas motivaciones precisan más atención
orientadora, so pena de que se incrementen las conductas de riesgo entre los
adolescentes. Asimismo, los profesores-tutores, con el apoyo y el asesoramiento
de los profesionales de la orientación y en un marco de estrecha colaboración
con los padres, pueden contribuir a que los alumnos se conozcan mejor, a que se
reduzca el impacto pernicioso que sobre los adolescentes tienen ciertas
influencias sociales y mediáticas, a que fortalezcan su compromiso con el
estudio, a que dispongan de opciones saludables de tiempo libre y, en definitiva,
a que desplieguen de la manera más apropiada posible su proyecto personal.
Junto a los aspectos mencionados, nos adentramos igualmente en el análisis del
ambiente familiar y del clima social en la institución escolar. Por un lado, la
prevención del fracaso escolar y el fomento de la formación integral no pueden
realizarse sin contar con la familia, la gran germinadora de personas. Por otro
lado, el clima social escolar, integrado por aspectos humanos y materiales, es
fundamental a la hora de explicar el rendimiento, pero también el grado de
bienestar y el desarrollo integral del alumnado, lo que acertadamente ha llevado
a que PISA (Programme for International Student Assessment; Programa para la
Evaluación Internacional de los Estudiantes) lo considere.
En suma, tenemos la dicha de presentar un libro de investigación y de reflexión
en el que se exponen relevantes cuestiones teórico-prácticas sobre el rendimiento
escolar y sobre el proceso educativo en su conjunto. Es una obra realizada a
partir de fundamentos científicos y humanísticos, con la convicción de que es
posible mejorar la educación de nuestro alumnado y con la esperanza de que
realmente todos los implicados, incluidos los responsables políticos, concurran
con sinérgico esfuerzo al logro de tan noble meta.
1
El fracaso escolar: concepto y panorámica
1.1. Introducción
El rendimiento escolar es objeto de frecuente preocupación, pues los datos que
de vez en cuando se publican reflejan altas tasas de «insuficiencia» de nuestros
alumnos. No resulta halagüeño, por cierto, que en el Informe de PISA
correspondiente al año 2018 (Ministerio de Educación y Formación Profesional,
2019) –el último realizado por la OCDE (Organización para la Cooperación y
Desarrollo Económico)–, nuestros escolares adolescentes sigan obteniendo
mediocres resultados. La OCDE decidió el aplazamiento de la publicación de los
datos de Lectura de PISA 2018 en España, a nivel nacional y de las comunidades
autónomas, por lo que el informe español consultado analiza los resultados del
rendimiento en las competencias de matemáticas y ciencias, pero no en la de
lectura, competencia principal de evaluación. Esto se debe a que un número
considerable de alumnos españoles respondieron a una sección de la prueba de
lectura sobre fluidez lectora de forma apresurada e inapropiada. En los análisis
de las percepciones y del contexto de los alumnos y sus centros educativos sí se
describen los aspectos relacionados con la competencia lectora en los entornos
personal, familiar y social.
En PISA 2018 los alumnos españoles obtuvieron en competencia matemática la
puntuación promedio estimada de 481 puntos, significativamente inferior a la de
la media de los países de la OCDE: 489, y al total de la Unión Europea: 494. En
ediciones anteriores de PISA se obtuvieron las siguientes puntuaciones: 486 en
2015, 484 en 2012, 483 en 2009, 480 en 2006, 485 en 2003 y 473 en el año
2000.
En competencia científica, la puntuación media estimada de los estudiantes
españoles es de 483 puntos, significativamente inferior a la de la media OCDE:
489, y al total UE: 490. En 2015 fue 493; en 2012 la media fue 496; en 2009 fue
488, igual que en 2006; en 2003 la puntuación promedio fue 487 y en 2000, en la
entonces denominada aptitud para ciencias, fue 491.
Respecto a la competencia lectora, pese a que no se analizan los resultados en el
caso de España, procede recordar que en PISA 2015 España consiguió una
puntuación media en lectura de 496 puntos, 3 puntos por encima del promedio
de la OCDE: 493, y 2 por encima del total de la UE: 494. En PISA 2012 los
alumnos españoles obtuvieron en competencia lectora un promedio de 488
puntos, algunos más que en PISA 2009, donde se obtuvieron 481 puntos; más
también que en 2006: 461, más que en el informe del año 2003: de nuevo 481, y
por debajo de la puntuación del año 2000, que era 493 puntos.
En el informe de 2018 se puede observar, en todos los países de la OCDE y de la
UE, que la media calculada para las chicas en lo que se refiere a disfrute de la
lectura es significativamente superior a la calculada para los chicos. También se
indica, en general, que hay menos lectura por placer, más lectura práctica y
superficial.
La competencia lectora queda conceptualizada en dicho informe como la
capacidad del alumnado para comprender, emplear, valorar, reflexionar e
interesarse por los textos escritos, para alcanzar unos objetivos, desarrollar un
conocimiento potencial propio y participar en la sociedad. En el documento
consultado se constata que, durante los últimos años, la naturaleza de la lectura,
lo que se lee y la forma en que se lee han cambiado sustancialmente, en
particular por la creciente influencia de las tecnologías de la información y de la
comunicación (TIC). Cada vez se lee más en formato digital, que, además, no es
solo textual, sino también auditivo y visual.
Aunque no todo es cuestión de datos y cifras, habrá que extraer apropiadas
conclusiones y líneas de actuación de los que acabamos de ofrecer. Nuestra
política nacional, sin descuidar cuestiones de auténtica educación, que en este
libro pretendemos que sean las principales, ha de hacer lo posible también para
mejorar la «enseñanza escolar». No en vano, el rendimiento oficial puede
condicionar significativamente el rumbo académico, laboral y vital de las
personas. Se requiere inversión económica, pero también se precisa sensibilidad
pedagógica por parte de los responsables políticos y de los legisladores, algo que
lamentablemente a veces brilla por su ausencia.
Procede también reflexionar más sobre cuestiones como la que nos plantea
Perrenoud (2008) acerca de la construcción del fracaso y del éxito escolar. El
autor suizo señala que hay unos «procedimientos de fabricación» de las
jerarquías de excelencia escolar, a tenor de lo que acontece en otros ámbitos
sociales. En este sentido, las clasificaciones escolares prefiguran las jerarquías
vigentes en la sociedad global, con arreglo a modelos de excelencia
suficientemente valorados como para patentizarse en el currículum.
No albergamos la menor duda sobre lo planteado por el profesor ginebrino, y lo
que en mi opinión queda pendiente en torno a asunto de tanta relevancia es el
análisis suficiente de la «excelencia hegemónica» escolar y social, pues muchas
veces un mínimo examen revelaría sus debilidades y peligros. El concepto de
excelencia debe siempre fundamentarse en la ética; sin embargo, comprobamos
cotidianamente que algunos «excelentes» oficiales, ya sea en escenarios
políticos, económicos o académicos, parecen estar reñidos con la moralidad. Si
además se imponen en las escuelas unos estándares de «falsa o endeble
excelencia» que sirven para calificar o clasificar a los alumnos y, por ende, para
acrecentar los riesgos de exclusión de los escolares que no los alcanzan («los
fracasados»), entonces es menester indignarse. No hace falta ser muy sagaz para
advertir que algo de esto ya está sucediendo en todos los niveles de nuestro
sistema educativo.
1.2. ¿Qué se entiende por fracaso escolar?
Señalemos, en primer lugar, que el rendimiento escolar en su vertiente de fracaso
se presenta como un fenómeno de malestar y desigualdad que se deja sentir más
allá de la escuela. No se puede reducir, por tanto, esta inquietante temática al
ámbito pedagógico, aun cuando en estas páginas este terreno reclame más
atención. El alcance laboral, social, político, incluso económico del fracaso
escolar hace necesaria la multiplicación de recursos desde todos los frentes
posibles para neutralizarlo y, desde luego, también la coordinación internacional,
asumida, por ejemplo, por la Unesco, la OCDE, la OEI, etc. Se precisa,
asimismo, un marco legislativo consistente que oriente las intervenciones
educativas. Hoy muchas de estas acciones no alcanzan metas valiosas por
responder en gran medida a estrategias partidistas, que tal vez beneficien a unos
cuantos, pero perjudican a la sociedad en su conjunto.
En cuanto al llamado «fracaso escolar», ha de recordarse que es un fenómeno
complejo y polimórfico en el que la sociedad, la familia, la institución escolar,
los profesores, los alumnos y los legisladores tienen parte de responsabilidad. En
realidad, no estaría mal hablar de «fracaso social», porque de un modo u otro la
disfuncionalidad afecta al conjunto de la sociedad.
Aunque pueda haber variantes en el fracaso académico, hallamos un
denominador común en todos los casos: la insuficiencia de los resultados
escolares oficiales alcanzados. Sorprende, de hecho, que algunos trabajos,
incluso recientes y en publicaciones prestigiosas, soslayen la mínima explicación
conceptual, lo que suele acrecentar la confusión, pues, según los casos, se habla
de fracaso para referirse a abandono, retraso, dificultad de aprendizaje, etc. El
fracaso también puede variar según la forma de medirlo, por ejemplo, mediante
test de rendimiento, calificaciones, etc., o dependiendo de qué o quiénes centren
el análisis: el sistema, los docentes, los escolares, etc. Estas desemejanzas
también se advierten en las investigaciones sobre el rendimiento escolar, lo que
complica la comprensión del fracaso y su prevención u oportuna solución.
En lo que sí es más fácil que haya acuerdo es en que el fracaso es una realidad
adversa que fustiga a un significativo número de alumnos, sobre todo a los que
se encuentran en una situación socioeconómica desfavorecida. Esto no ha de
hacernos contemplar el fracaso como un hecho irremediable. La consideración
del fracaso escolar como una realidad inmutable y fatal no se corresponde con
un planteamiento educativo serio. Por eso, nuestro enfoque pedagógico,
equilibradamente optimista, desde el reconocimiento del problema personal y
social que el fracaso comporta, se compromete con su neutralización, algo que
de modo más o menos explícito queremos que se advierta en este libro.
Tras lo expuesto, y con la pretensión de aclarar el concepto, ofrezco esta
definición: «fracaso escolar es toda insuficiencia detectada en los resultados
alcanzados por los alumnos en los centros de enseñanza respecto a los objetivos
propuestos para su nivel, edad y desarrollo, y que habitualmente se expresa a
través de negativas calificaciones escolares».
El análisis de la definición anterior nos lleva a reparar, al menos, en los dos
aspectos siguientes.
• La insuficiencia en los resultados informa en mayor o menor cuantía de un
malogro en el rendimiento esperado. Aquí se advierte un nuevo elemento de
complejidad, pues las causas del desajuste académico entre lo alcanzado y lo
deseado pueden ser numerosas, como después veremos.
• Aun cuando la equiparación de negativas calificaciones escolares con fracaso
implica una reducción del problema, lo cierto es que las «notas», nos guste o no,
son a menudo el indicador oficial del rendimiento académico.
Además de las apretadas consideraciones anteriores, es preciso consignar que,
aunque el estudio del fracaso escolar nos conduzca a una definición operativa
como la apuntada, la educación no es solo ni principalmente rendimiento, es
sobre todo un proceso de optimización personal; cognitiva, desde luego, pero
también ética, afectiva y social. ¿Cómo puede, por ejemplo, considerarse exitoso
al alumno que, a despecho de las elevadas calificaciones obtenidas, es
irrespetuoso y no acredita suficiente competencia cívica?
Sin soslayar el marco pedagógico esbozado, en el que la genuina educación se
inscribe, estamos en condiciones de señalar que el rendimiento académico en su
doble vertiente positiva (éxito) y negativa (fracaso) es fruto del aprendizaje, esto
es, de la adquisición de conocimientos y destrezas por medio de la acción
docente, del estudio y de la experiencia. Aquí centramos nuestra prospección en
los alumnos, sobre todo de Enseñanza Secundaria, siquiera sea porque la tasa de
fracaso escolar aumenta con el nivel de obligatoriedad, lo que explica que este
extendido problema afecte más a los alumnos adolescentes que a los niños, lo
que no impide que deba prevenirse desde la infancia, razón por la cual
brindaremos orientaciones que, mutatis mutandis, pueden ser útiles para los
diversos niveles educativos.
Debe tenerse en cuenta que, junto al rendimiento objetivado, el éxito y el fracaso
escolar presentan una dimensión subjetiva, pues algunos alumnos pueden, por
ejemplo, sentirse fracasados si únicamente obtienen un aprobado y no alcanzan
el anhelado sobresaliente. La pedagogía actual –al menos cierto sector– cada vez
se interesa más por esta vertiente interna, principalmente a la hora de explicar
algunos procesos complejos de bienestar, motivación, expectativas, esfuerzo,
realización de tareas, etc. La dimensión externa u objetivada, por su parte, viene
establecida por la Administración, que establece los criterios de promoción y
decide quién debe hacerlo.
En algunos aspectos, la preocupación por el rendimiento académico discurre
paralela al interés por la producción empresarial. Frecuentemente, los logros
escolares, aunque no se explicite, se asocian a la potencialidad laboral y
económica de un país. Acaso por ello se ha impuesto durante largo tiempo la
«escuela fabril», centrada únicamente en los resultados y en la clasificación de
los alumnos según su supuesta rentabilidad. A menudo, esta suerte de
mercantilización escolar, poderoso factor de estratificación y exclusión, ha
rebajado el nivel de la verdadera educación.
No podemos avanzar sin señalar los peligros de enfoques reductores como el
mencionado. El hecho de analizar el rendimiento escolar, lejos de degradar aún
más nuestra educación, ha de servir para mejorarla, pero para ello se precisa
consideración de numerosos aspectos humano-sociales que rebasan con creces la
mera calificación-clasificación académica, de continuo vinculada a una supuesta
competencia intelectual, cada vez más cuestionada por el reduccionismo
utilitario de que ha sido objeto.
La revisión de algunas investigaciones sobre el fracaso escolar permite distinguir
el perfil de un alumno con «escasas aptitudes», «poco inteligente» o «con bajo
cociente intelectual». A este respecto, nadie duda de que algunos alumnos tengan
capacidades cognitivas más elevadas que otros ni que pueda haber
intraindividualmente desemejanzas aptitudinales. Estas competencias pueden
explicar ciertos resultados escolares, pero es menester mostrarse muy prudentes
en las conclusiones, al menos por dos razones. La primera tiene que ver con el
concepto de inteligencia, sobre todo con su versión operativa, el cociente
intelectual (CI), discutido y discutible por un significativo sector de la
psicología, que con razón se queja, por ejemplo, de los abusos que en su nombre
se han cometido. La segunda, relacionada con la anterior, se refiere a las
variables que eventualmente pueden matizar la proyección académica de dicho
CI: estado emocional, motivación, ambiente escolar y familiar, nivel socioeconómico, etc.
Si al estudiar el rendimiento académico se pasan por alto los factores
«extracognitivos», se puede contribuir, aun sin pretenderlo, a desenfocar la
cuestión y a generar peligrosas discriminaciones individuales y colectivas.
Resulta evidente, sin embargo, que el conocimiento de la potencialidad
intelectual de cada alumno, en un marco amplio que también comprenda otras
vertientes personales, se torna labor necesaria para una adecuada orientación
educativa.
Es preciso, por tanto, que en los círculos psicopedagógicos se revise el
tradicional concepto de inteligencia. La visión maquinal preponderante ha
lastrado la labor educativa, muy centrada en una «rentabilidad artificiosa», así
como la investigación sobre el rendimiento, en cuya órbita solo se vislumbraba
el interés por unos resultados escolares expresados en forma de notas, preludio
de la productividad adulta en el mundo laboral.
1.3. El contexto social y político de la educación
La educación está condicionada por factores sociales, económicos, culturales,
políticos, sanitarios, etc. Sería totalmente desacertado acercarse a la escuela y a
sus protagonistas si se prescinde del contexto, pues la actividad escolar está
entretejida con la vida exterior, con cuanto acontece fuera de las aulas, algo que
ha quedado patente en la crisis generada por el coronavirus.
La educación rebasa la esfera privada y se convierte en un asunto público. Lejos,
pues, de sorprender el interés político, ha de celebrarse, siempre que no se
deslice por una senda estrecha de provecho partidista.
El conocimiento de la sociedad es necesario para el desarrollo de un programa
educativo. En este sentido, hoy nos hallamos en una sociedad crecientemente
tecnificada y compleja que es menester tener en cuenta. Lo educadores deben
hacerse cargo de esta maraña de condicionamientos psicosocioculturales y
sanitarios que facilitan o perturban su actividad. Y hasta puede suceder que si
continuamos indagando sobre qué elementos configuran esta intrincada malla de
influencias, descubramos que junto a la familia, cada vez más flexible,
mixturada y quizá debilitada, se encuentra la controvertida clase
socioeconómica, expuesta hoy, en medio de la grave crisis provocada por la
pandemia, a múltiples riesgos; la igualmente polémica estructura jurídico-política; la desgastada y preocupante actividad laboral, siquiera sea por el
elevado y creciente número de desempleados; la inquietante omnipresencia de
las tecnologías informativas y comunicativas, con la manifiesta brecha digital
advertida con crudeza durante la crisis del coronavirus, así como otras
influyentes fuerzas sociales.
Aunque resulte un acercamiento arriesgado, la aproximación al contexto
sociopolítico es imprescindible, dada su potencia moldeadora de la personalidad.
La convivencia, esto es, el entramado de relaciones en que la persona se
desenvuelve, posibilita el modus vivendi, advertido en el lenguaje, los valores y
los hábitos, y, en definitiva, en la cultura, entendida como un conjunto de
costumbres, tradiciones, conocimientos, sentimientos, actitudes y
manifestaciones artísticas, científicas, técnicas, sociales, industriales, etc., que
expresa la vida de los pueblos en una determinada época. La cultura lleva a los
miembros de una concreta comunidad humana a poseer una cognición y una
sensibilidad compartidas que se proyectan en sus acciones y producciones.
Cultura que, dicho sea de paso, no es inmutable, sino dinámica y susceptible de
revisión.
La palabra política, derivada del griego polis (πόλις, ciudad), incluye entre sus
objetivos fundamentales definir y asegurar el tipo de convivencia. Para lograrlo
no duda en ejercer presión sobre la ciudadanía, por ejemplo, a través de las leyes
y normas públicas, aunque puede afirmarse que, si no se respeta la dignidad de la
persona, no se trataría de un contexto sociopolítico genuinamente democrático.
A la postre, la pretensión esencial de las leyes es promover y garantizar distintas
relaciones sociales en un orden justo, de manera que se defiendan y equilibren
los intereses individuales y públicos. Obviamente, además del marco jurídico,
hay normas no escritas, como los usos o convenciones, que regulan igualmente
aspectos básicos de la convivencia. Ciertas opiniones, modas, valores, etc.,
entrarían en este grupo de reglas de relación interpersonal o social.
Ahora bien, admitido lo anterior, procede recordar, de acuerdo con el
planteamiento pedagógico que nos guía, que, sin la presencia de determinadas
condiciones personales, el marco normativo resulta inoperante. Si pensamos, por
ejemplo, en la falta de instrucción suficiente, resulta claro que queda lastrado el
desenvolvimiento personal. Se trata de una circunstancia limitadora que estrecha
el horizonte de posibilidades. La capacidad del sujeto para obrar con libertad se
reduce. Paralelamente, el déficit formativo abona el terreno a la arbitrariedad, a
la desigualdad y al autoritarismo.
Llegado este punto, y en nombre de la educación, merece la pena fortalecer el
compromiso con una realidad sociopolítica impulsora de libertad, igualdad de
oportunidades, dignidad del ser humano, cultura y convivencia. Todo educador
tiene ante sí el reto de considerar y, hasta donde sea posible, mejorar la
circunstancia del educando. A fin de cuentas, la educación, además de hacerse
cargo de la estructura social en que el sujeto se halla, debe procurar conquistar su
libertad, patentizada en la capacidad de asunción, de elección, de autocontrol y
de acción responsable ante sí mismo y ante los demás. En este avance gradual
hacia la libertad se verifica el valor de la educación en cuanto proceso de ayuda
a la persona para que se autogobierne y trace conscientemente su propio
proyecto de vida.
Un alumno catalogado como fracasado se encuentra en una situación
desventajosa y ve socavadas sus posibilidades personales. El fracaso escolar le
impone severas restricciones, hasta el punto de que disminuyen
considerablemente sus oportunidades. Se ve perjudicado en el plano psicológico,
a menudo con un descenso de su autoestima y con la aparición de un sentimiento
de pesar, y en la vertiente social, con menos posibilidades de conseguir trabajo,
independencia económica y reconocimiento. Desde luego, es absolutamente
necesario luchar para que se prevenga y elimine este grave problema que tanto
afecta a nuestra población estudiantil.
En la búsqueda de soluciones, claro que hay que tener en cuenta el contexto
social y político, pero no para parchear, sino para aportar elementos que
contribuyan a la transformación positiva de la realidad. No se debe renunciar a
un mundo más justo y equilibrado. Por ello, hemos de criticar a algunos políticos
de diversa ideología que, en lugar de aunar esfuerzos para combatir el fracaso
escolar, actúan pro domo sua, y lo acrecientan.
Demos desde aquí nuestro respaldo modesto al cada vez más demandado pacto
social y político por la educación, llamado a superar recelos, contradicciones y
egoísmos partidistas. Un consenso así, más allá de colores e intereses, es
absolutamente necesario. Puede y debe contribuir a corregir negativos aspectos
legislativos y líneas de actuación que han rebajado nuestra educación, con
elevado coste personal, laboral y social. Si queremos alcanzar una mayor calidad
de vida, se deben emprender, con el concurso de los diversos agentes, profundas
reformas que impulsen la libertad y el auténtico avance humano-social.
1.4. El pacto social y político por la educación
Se ha puesto de moda hablar de «pacto educativo» y lo cierto es que, según
venimos defendiendo, es totalmente necesario. La endeble situación educativa
española, agravada ahora por la pandemia del coronavirus, justifica
sobradamente un gran acuerdo. Las distintas administraciones y la sociedad en
su conjunto han de implicarse responsable y diferencialmente en la defensa y la
propulsión del «Estado del bienestar».
En nuestros días, la política educativa tiene escasa credibilidad, acaso por la
confusión generada con la errática legislación, por las múltiples contradicciones
encontradas y por los indeseados resultados cosechados. Para encarar los
numerosos retos que se presentan en un entorno de crisis y crecientemente
interconectado es preciso adoptar enfoques amplios y generosos. Con la vista
puesta en un horizonte de auténtico progreso se necesita mejorar la educación.
En este terreno han de sembrarse las semillas del porvenir, que representan el
origen del trabajo, de la libertad y de la convivencia.
La constatación de considerables sombras en la zigzagueante política educativa
de los últimos años (López Herrerías, Martínez-Otero y Romera, 2008) nos
anima a demandar un cambio de rumbo, lo cual exige diálogo y consenso. Un
pacto tal debe fundamentarse en el artículo 27 de nuestra Constitución y al
mismo tiempo está llamado a vigorizarlo. Por ello, el marco autonómico debe
armonizarse con el constitucional. En lugar de asistir a conflictos de
competencias que frenen el desarrollo conjunto, hay que impulsar políticas
comunes que den estabilidad a un proyecto compartido en el escenario europeo y
mundial.
No puede augurarse el éxito a las leyes nacidas sin el suficiente consenso. En
España, durante el «estado de alarma» se ha iniciado la andadura parlamentaria
de una nueva Ley de Educación, enésima ley educativa de la democracia, la
LOMLOE, Ley Orgánica de Modificación de la LOE, más conocida como «Ley
Celaá». Inquieta, sin embargo, que en un asunto tan importante como es la
educación no se abandonen los intereses partidistas y se busque el acuerdo y la
estabilidad.
La experiencia demuestra que las visiones estrechas y dogmáticas generan
contiendas y fragmentaciones, y, con ellas, lamentaciones. La política o el «arte
de lo posible» exige mirada abierta y diálogo reflexivo, participación de los
agentes sociales y económicos, de las instituciones y de los partidos. La
implicación colectiva en la situación educativa se ha de concretar en una serie de
objetivos y medidas que eleven la calidad de nuestro sistema educativo.
Un pacto que, desde la necesaria estabilidad, evite la manipulación política o
ideológica y fomente la calidad y el desarrollo de la educación. Las metas que
podría incluir se concretan en:
• Asegurar que la educación llegue a todas las personas en un marco de
formación a lo largo de la vida.
• Favorecer el uso responsable de las tecnologías de la información y
comunicación.
• Reducir la brecha digital.
• Apoyar la educación familiar, la primera y principal.
• Estimular la cooperación de padres y profesorado, es decir, de la institución
familiar y escolar.
• Poner los medios para que todos los escolares finalicen la Enseñanza
Obligatoria.
• Flexibilizar los itinerarios formativos con objeto de prevenir el fracaso y de
fomentar el estudio.
• Dignificar la formación profesional.
• Invertir en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i), particularmente en
el nivel universitario.
• Potenciar la educación integral, no la mera enseñanza, en las distintas etapas.
• Reforzar el sistema de becas y ayudas al estudio.
• Buscar la implicación de los medios de comunicación en la educación.
• Impulsar la formación inicial y permanente del profesorado de todos los
niveles, al tiempo que se mejoran sus condiciones laborales y su reconocimiento
social.
• Promover el aprendizaje de idiomas.
• Incorporar nuevas figuras profesionales al ámbito educativo: psicopedagogos,
pedagogos, educadores sociales, etc.
• Cultivar la educación inclusiva, lo que supone reconocer, valorar y acoger a
todas las personas en el marco de una comunidad educativa cohesionada.
• Evaluar el sistema educativo de forma cuantitativa y cualitativa. La evaluación
meramente estandarizada de resultados comparables ha de ceder el turno a una
evaluación integral, contextualizada y humanizada, que también tenga en cuenta
los procesos.
• Robustecer el compromiso de la Universidad con el saber, la ética, la
investigación auténtica, la comunicación y la educación.
El pacto que demandamos, al igual que en muchos ámbitos, exige
corresponsabilidad a todos los sectores y se extiende a toda la educación. Si
queremos avanzar hacia un horizonte de desarrollo personal y social, es menester
dialogar y trabajar juntos. De otro modo, los problemas y las deficiencias en
nuestro sistema educativo se acrecentarán, con altísimo coste humano y social.
Nos referimos al fracaso escolar, a la exclusión, a la falta de oportunidades, a la
insuficiente investigación, al desempleo, al malestar, a la debilitación de la
democracia, a la violencia en los centros, etc. Hoy advertimos en la sociedad un
descontento generalizado con la educación, claramente adentrada en la senda
estrecha y sombría de la conflictividad y de la estulticia, con merma evidente de
su elevada misión y sin norte definido. En estas circunstancias, queda justificado
pedagógica, social y políticamente el pacto en la educación, que, de no
alcanzarse, instala al país en una situación de cariz más grave.
1.5. Fracaso, éxito, excelencia y educación integral
La consideración del fracaso escolar como un exclusivo problema del alumno,
único causante de sus malos resultados, debe abandonarse por inadecuada e
injusta. La posición pedagógica y ética que defendemos reconoce la
responsabilidad del propio alumno, pero también la participación, de un modo u
otro, de la familia, la escuela, la Administración y la sociedad en su conjunto.
Hay toda una serie de deficiencias, usos inapropiados, incluso costumbres
refrendadas legislativamente que empujan hacia el fracaso. Podemos pensar en
la rigidez a veces observada en el currículum, en la intransigencia de algunos
docentes ante ciertas situaciones de sus alumnos, en la falta de atención
suficiente en el seno familiar, en la dificultad de aprendizaje no detectada, en la
escasez de recursos, en la insensibilidad evaluadora, más estandarizada que
personalizada, en los mensajes altamente seductores e insidiosos de los mass
media, etc. El llamado fracaso escolar, por tanto, no siempre es imputable al
alumno, inicial perjudicado. Cuantos constituimos la sociedad quedamos en
alguna medida concernidos: padres, profesores, responsables políticos,
legisladores, periodistas, etc.
No es raro que el alumno que «fracasa» quede abandonado a su suerte por la
comunidad educativa. Como no consigue obtener los resultados esperados, la
escuela le cierra sus puertas y le arrastra hacia un perverso circuito de exclusión
que puede sufrirse en el terreno laboral, social y personal. Ante tamaño y
frecuente yerro, de graves consecuencias, la pedagogía actual exige –o debiera
exigir– a la escuela que oriente suficientemente al alumno, pues tiene derecho a
recibir oportuno asesoramiento, igual que sus padres, sobre la situación que
atraviesa y sus remedios.
Así pues, la atención educativa de los estudiantes exige tener en cuenta sus
necesidades y características, identificar los problemas y comprometerse en la
búsqueda participativa de soluciones.
Debe precisarse, por otro lado, como indica García Hoz (1993), que la
preocupación en torno al fracaso escolar nos sitúa ante una concepción negativa
de la vida escolar, distinguida por la adversidad y contemplada desde una
perspectiva correctiva o, en el mejor de los casos, preventiva. Claro que, como
acertadamente plantea el mismo pedagogo español, la reacción frente a una
visión así puede llevar a considerar la institución escolar en función del éxito,
que, si bien supone un avance innegable respecto a la «escuela disfuncional», de
nuevo nos enfrenta con una realidad controvertida: el término éxito deriva del
latín exĭtus, «salida»; por tanto, puede llevar a pensar en el resultado, no en el
proceso educativo propiamente dicho. Así lo expresa este autor: «No es buena la
obsesión por el fracaso escolar, pero tampoco es recomendable concentrar todo
el sentido de la educación en el éxito» (ibíd., p. 308). Y más adelante continúa:
«Hay un término de no larga, pero noble tradición, que se viene usando en los
últimos años para compendiar en él los grandes objetivos de la educación. Es la
“excelencia”» (ibíd.).
Tras acercamiento al DRAE (Real Academia Española, 2019) encontramos que
la excelencia es la superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio
y estimación algo, en este caso la educación. Podríamos quedarnos con este
concepto, pero la verdad es que se ha manejado mucho en el mundo empresarial,
al igual que el término calidad, en un marco de gestión competitiva al servicio
exclusivo de la economía, de la ganancia. Un planteamiento así permanece
atento a los resultados, al coste, al beneficio esperado, etc. Aplicado a la escuela,
podría traducirse en el establecimiento de numerosos criterios o estándares de
excelencia encaminados a la evaluación y a la mejora continua del rendimiento
escolar (productividad) y del engranaje organizacional. Todo depende, por
supuesto, del sentido que se quiera dar a la palabra, y probablemente muchos de
los que la utilizan pretendan enfatizar con ella la dimensión humanizadora del
proceso formativo. Comoquiera que sea, y aunque no escape a un cierto
pleonasmo, mostramos nuestra preferencia por la noción «formación» o
«educación integral», con la que queremos hacer hincapié en el fomento del
desarrollo personal unitario en todas sus vertientes: intelectual, afectiva, social,
moral, física y espiritual. No se trata de acumular sumandos, sino de promover la
formación conjunta de la personalidad, que lleva en sí la unidad y la diversidad,
la esencia y el dinamismo, lo constitutivo y lo potencial. Una educación de la
inteligencia, del corazón, del alma y del cuerpo, abrigada por la familia, la
escuela y la comunidad, comprometida con el despliegue armónico, holístico y
saludable de la persona que se educa, a la que acompaña sensible y
comprensivamente según su circunstancia y a la que estimula en su proyecto
existencial.
2
Condicionantes del éxito y del fracaso escolar
2.1. Introducción
Aun cuando el concepto de «rendimiento», centrado en los resultados, es
controvertido, analizamos en este capítulo algunos condicionantes del éxito y del
fracaso escolar en la Enseñanza Secundaria. La razón principal es que ya hace
más de veinte años (Martínez-Otero, 1997) realicé la que se convirtió para mí en
una ardua y enjundiosa investigación sobre este complejo fenómeno. A despecho
de los años transcurridos, creo que aquel estudio aún me permite ofrecer algunas
pautas orientadoras, siempre con la condición de que el rendimiento se inserte en
el terreno más profundo de la genuina educación.
En las páginas que siguen se define operativamente el «rendimiento académico»
y se reflexiona sobre la situación actual de profesores y alumnos. A
continuación, se pasa revista a diversos factores psicológicos, pedagógicos y
sociales que influyen en el rendimiento escolar. Conviene advertir desde aquí
que, si bien se analizan los distintos condicionantes por separado, en realidad son
inextricables y es en extremo complejo ponderar la incidencia específica de cada
uno.
Así pues, los contenidos que a continuación se presentan se apoyan en gran
medida en el referido estudio propio publicado como libro con el título: Los
adolescentes ante el estudio. Causas y consecuencias del rendimiento académico,
lo que no es óbice para que se viertan también nuevas reflexiones pedagógicas
fruto de la propia experiencia, de encuentros con profesionales de la educación,
de lecturas, etc. Espero que al contar el capítulo con un doble respaldo: el
proveniente de la investigación y el correspondiente al análisis teórico, se gane
en profundidad. El acercamiento reflexivo y científico al rendimiento académico
ha de permitir fundamentalmente una comprensión suficiente del mismo, al igual
que un punto de partida para prevenir el fracaso escolar y optimizar la
educación.
2.2. Sobre el concepto de rendimiento académico
A semejanza de la definición de fracaso escolar ofrecida en el capítulo anterior,
ahora nos acercamos al rendimiento académico, concepto de mayor amplitud
entendido como «el aprendizaje conseguido por el alumnado en los centros de
enseñanza y que frecuentemente se refleja a través de las calificaciones
escolares».
En gran medida, el rendimiento académico, también llamado desempeño o logro
escolar, es fruto del aprendizaje, o sea, de la adquisición de conocimientos y
destrezas por medio de la acción docente, del estudio y de la propia experiencia.
Aunque también podríamos hablar de rendimiento del profesorado y aun de
rendimiento del sistema educativo, dada la complejidad del asunto centraremos
la prospección en los alumnos de Enseñanza Secundaria, etapa en la que hay
mayor fracaso escolar, sin que se soslaye que ya se advierten signos
preocupantes en la Enseñanza Primaria.
Hemos de extremar la cautela, porque la definición operativa recogida líneas
arriba se centra en los resultados y es bien cierto que la educación ha de atender
igualmente a los procesos. Por extraño que resulte, no siempre hay
correspondencia unívoca entre aprendizaje y rendimiento. Sea como fuere, «las
notas» constituyen objeto de general inquietud, a la par que son indicadores
oficiales del rendimiento, lo que justifica nuestra preocupación. El hecho de
considerar las calificaciones escolares como expresión del rendimiento
académico acaso también resulte relativo si pensamos que no hay un criterio
único para todos los centros, cursos, asignaturas ni profesores.
Habitualmente, las calificaciones son el resultado de pruebas periódicas que los
profesores, en función de su experiencia y formación, realizan a sus alumnos
durante el curso y constituyen el criterio legal del rendimiento de los estudiantes
en el ámbito escolar. Al calificar a los alumnos lo aconsejable es que se
combinen, siempre que sea posible, distintas vías de evaluación: exámenes
tradicionales, exposiciones orales, pruebas tipo test, intervenciones en clase,
observación, entrevistas, trabajos, etc. Al contar con diversidad de elementos
para valorar al educando se gana en rigor y objetividad. Es necesario, en sintonía
con trabajos como el Sanahuja y Sánchez-Tarazaga (2018), que los programas de
formación docente contemplen suficientemente el fomento de la competencia
evaluativa.
Ha de agregarse que las notas escolares generalmente reflejan los logros del
alumno en el dominio cognoscitivo. Las calificaciones expresan, en el mejor de
los casos, hasta qué punto el estudiante domina la materia de la que se ha
examinado, pero no suelen tenerse en cuenta otros aspectos de índole emocional,
moral, social, etc.
En definitiva, a pesar de las limitaciones de las calificaciones, por el momento
son los indicadores más invocados del rendimiento académico,¹ sin que ello
suponga aquiescencia por nuestra parte.
2.3. Diversos condicionantes del rendimiento escolar
Con objeto de iniciar la aproximación global al rendimiento escolar, se describen
resumidamente algunos de sus condicionantes en la Enseñanza Secundaria. Los
condicionantes se adscriben, en mayor o menor grado, al ámbito personal,
familiar, escolar o social. Desde otra perspectiva, se trataría de condicionantes
susceptibles de localizarse en el terreno psicológico, pedagógico o social.
Para facilitar la exposición se analizan los distintos factores por separado. No
hay que olvidar, empero, que en el rendimiento escolar influyen numerosas
variables que configuran una enmarañada red en la que es harto complejo
calibrar la incidencia específica de cada una.
Algunas investigaciones han desenfocado la cuestión al centrarse en un factor
único, generalmente la inteligencia, y otorgarle toda la responsabilidad de los
resultados escolares. En otros trabajos se han elaborado listas de condicionantes
tan amplias que son poco operativas a la hora de explicar el rendimiento
académico. En este capítulo optamos por una posición equidistante que puede
resultar práctica y contribuir a la mejora del rendimiento y la educación de
nuestros alumnos.
2.3.1. Inteligencia
El término inteligencia procede del latín intelligere («comprender», «entender»),
a su vez derivado de legere («coger», «escoger»). Más allá de la exploración
etimológica, no es tarea sencilla definir qué es la «inteligencia», pues los
sentidos que se dan a esta noción varían considerablemente según las escuelas
psicológicas y los autores. Pese a esta dificultad y a la pobreza de la habitual
definición operativa que equipara inteligencia y puntuaciones obtenidas en los
test de inteligencia, etc., en este apartado también tendremos en cuenta este
emparejamiento, por ser el más extendido en los estudios sobre rendimiento,
incluido el nuestro (Martínez-Otero, 1997).
La mayor parte de las investigaciones encuentran que hay correlaciones positivas
entre factores intelectuales y rendimiento, pero es preciso matizar que los
resultados en los test de aptitudes o de inteligencia, entendida ahora en un
sentido tradicional, no explican por sí mismos el éxito o fracaso escolar, sino
más bien el potencial de aprendizaje del estudiante. Hay alumnos que obtienen
altas puntuaciones en las clásicas pruebas de cociente intelectual (CI) y cuyos
resultados escolares no son especialmente brillantes, incluso en algunos casos
son negativos. Para explicar esta situación o la inversa, es decir, la de escolares
con bajas puntuaciones en los test y alto rendimiento, hay que apelar a otros
aspectos, por ejemplo, la personalidad, el hábito de estudio o la motivación. Se
sabe que cuando se consideran estos factores las predicciones sobre el
rendimiento académico mejoran.
Hay que evitar, por tanto, las interpretaciones simples, según las cuales el
fracaso escolar siempre se debe a la «cortedad de luces» o escasa dotación
intelectual del alumno. Para no caer en desacertadas conclusiones se debe
valorar cada caso de modo personalizado, porque es indudable que puede haber
significativas diferencias interindividuales. Valga como ejemplo el caso del
genial científico Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), que llegó a ser Premio
Nobel de Medicina, y durante su rebelde adolescencia se vio apartado de los
estudios por su progenitor y colocado como ayudante de rapabarbas y aprendiz
de zapatero.
Más allá del excepcional caso citado, la variable intelectual con mayor capacidad
predictiva del rendimiento académico es la «aptitud verbal», entendida como
comprensión y fluidez oral y escrita (Martínez-Otero, 1997). La competencia
lingüística influye considerablemente en los resultados escolares, dado que el
componente verbal desempeña una relevante función en el aprendizaje. También
hay que tener en cuenta que todo profesor, consciente o inconscientemente, tiene
muy presente al evaluar cómo se expresan sus alumnos. Una vez más
lamentamos que las respuestas «inverosímiles» de estudiantes españoles en la
última evaluación PISA 2018 (Ministerio de Educación y Formación
Profesional, 2019) hayan llevado a la OCDE a aplazar la publicación de los
resultados en competencia lectora en el marco de la competencia lingüística. La
lectura es llave de numerosos aprendizajes escolares –y de otra índole– e
impulsora de progreso intelectual. Su insuficiencia retrasa la adquisición de
contenidos, dificulta la comprensión de casi todas las disciplinas académicas;
estrecha el universo mental y, consiguientemente, empuja hacia el fracaso.
2.3.2. Personalidad
La personalidad es el conjunto de rasgos individuales que se poseen y que
explican la manera habitual de comportarse. Aun cuando engloba aspectos
morfológicos, generalmente se refiere a la estructura psicológica, esto es, a la
dimensión intelectual, afectiva y volitiva, de ahí que se manifieste en los
pensamientos, sentimientos, deseos y, por supuesto, en las acciones. La
personalidad constituye una globalidad dinámica y adaptativa. Es el resultado de
los factores hereditarios y ambientales. Es relativamente estable y consistente,
pero también experimenta cambios más o menos significativos, por ejemplo, en
función de los acontecimientos biográficos. En contra de lo planteado por alguna
oscura concepción psicológica, la personalidad no está determinada, lo que nos
lleva, por un lado, a reconocer el valor de la libertad, aunque sea con
limitaciones, y, por otro, a insistir en la posibilidad de mejora personal, incluso
en edades avanzadas de la vida.
Entre las condiciones que poseen mayor potencia modeladora de la personalidad
se encuentra, sin duda alguna, la educación. El legado genético no fija el camino
que hay que seguir. El ser humano, a diferencia de los animales o de las
máquinas, es capaz de trazar su propio rumbo con libertad. Enlazando con esta
bella noción, que choca con planteamientos pedagógicos mecanicistas y
sombríos, la educación se alza como la genuina impulsora de la autonomía
responsable.
Durante la adolescencia acontecen notables transformaciones físicas y
psicológicas que pueden afectar al aprendizaje y al rendimiento. Los profesores
han de ser sensibles a estos cambios para prevenir en lo posible problemas. No
se pretende que sean especialistas en salud mental, pero sí que posean el tacto y
los conocimientos psicológicos suficientes para tratar con adolescentes.
Un rasgo de personalidad que contribuye a obtener buenos resultados es la
«perseverancia». Todo éxito requiere constancia, esfuerzo prolongado, tolerancia
a la ambigüedad y a la frustración. El dicho «el que persevera alcanza» alberga
una profunda sabiduría. También Esopo (siglo VI a.C.) desde la Antigüedad nos
brinda el mismo mensaje con su célebre fábula de la liebre y la tortuga. La
moraleja que cabe extraer es que, así como la pereza y el exceso de confianza
pueden truncar los objetivos, la tenacidad conduce a buenos resultados, aun
cuando a priori se posean menos cualidades.
Nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997) confirma lo ya recogido por otros
acreditados autores (v. gr., Cattell y Kline, 1982; Eysenck y Eysenck, 1987), que
expresan que, en la Enseñanza Secundaria, suelen tener calificaciones más
elevadas los estudiantes algo introvertidos que los extravertidos, acaso porque se
concentran mejor.
Desde el Reino Unido, Crozier (2001) señala que diversos estudios revelan que
en la etapa Primaria los alumnos extravertidos tienen un rendimiento algo
superior, mientras que en la etapa Secundaria esta ventaja desaparece y se
invierte la tendencia. Estos resultados, sin embargo, pueden quedar matizados
por variables como el género, la edad, el estilo de enseñanza, el tipo de actividad
y materia escolar, otros rasgos de la personalidad, la situación concreta de
aprendizaje, etc. A fin de cuentas, al igual que el profesor de psicología de la
Universidad de Gales, Crozier (2001), en este trabajo rechazamos que el fracaso
escolar se explique mediante la simple apelación a un rasgo de personalidad. Es
preciso tener en cuenta la circunstancia discente y el sentido que el propio
alumno da a su experiencia.
La formación de los educadores ha de permitir manejar de la mejor manera
posible las turbulencias de los adolescentes, lo que equivale a brindarles apoyo,
confianza y seguridad, tan necesarios para el despliegue saludable y fecundo de
la personalidad. Así pues, en la capacitación docente es fundamental la
preparación psicológica acrecentadora de sensibilidad y facilitadora de
relaciones humanas. En toda actividad educativa ha de haber una oportuna
orientación del educando.
2.3.3. Afectividad y regulación emocional
En los últimos tiempos, cada vez adquiere mayor protagonismo el terreno
emocional en la escuela, tanto porque se aspira a formar íntegramente al
estudiante como porque se advierte la incidencia de dicha vertiente en los
resultados escolares. En el ámbito de la afectividad hay que pensar, por ejemplo,
en el beneficioso impacto que tienen en el alumno los sentimientos positivos
hacia su institución escolar, sobre todo porque pueden acrecentar la satisfacción,
la motivación, la confianza, etc. La autoestima y el autoconcepto, por otro lado,
favorecen la adaptación, el ajuste personal y el rendimiento académico. Esta
aseveración no impide que en ocasiones haya alumnos con alta autoestima y
bajas calificaciones, o a la inversa.
El respeto, la cordialidad, la confianza y el fomento de la autonomía son algunos
de los aspectos que educadores e instituciones escolares han de cultivar
cotidianamente. La exclusión y el desafecto son condiciones de riesgo que
empujan a los alumnos hacia el fracaso y los problemas de salud mental. La
incidencia de este tipo de nocividad se incrementa en los centros donde abundan
las situaciones estresantes, segregacionistas, etc. Desde una perspectiva crítica,
Harwood (2009) muestra en un interesante trabajo algunas vías de exclusión de
niños y adolescentes problemáticos, a los que quizá sería preferible denominar
«problematizados».
Los fenómenos afectivos, concretamente las motivaciones, los sentimientos, las
emociones y hasta las pasiones que se gestan en los contextos escolares pueden
impulsar o, en su caso, frenar el estudio y el rendimiento. Es probable, por
ejemplo, que el alumno temeroso y que se siente incapaz de aprobar el examen
de una determinada asignatura decida no prepararla. Y es que los pensamientos
de los escolares se acompañan de estados afectivos que repercuten en la
percepción de las materias, en las expectativas, en el trabajo académico, en el
aprendizaje y en el rendimiento.
El caso de la ansiedad resulta ilustrativo. Es frecuente que la ansiedad elevada
dificulte el rendimiento académico. Un alto nivel de ansiedad interfiere en el
aprendizaje, ya que disminuye la atención, la concentración y la extracción de
información relevante. Un alumno con intensa ansiedad es presa de la
preocupación y de la emotividad. La preocupación mal canalizada le lleva a
tener bajas expectativas sobre sí mismo en relación con la tarea, al tiempo que la
emotividad y su cortejo de síntomas fisiológicos como hiperhidrosis, tensión
muscular, temblores, etc., dificultan la entrega al estudio.
Recordemos a este respecto que la «inteligencia afectiva» (expresión equivalente
a la de «inteligencia emocional», muy popular gracias a trabajos como el de
Goleman, 1995), susceptible de mejora, ayuda a los estudiantes a enfrentarse a
las situaciones ansiógenas y estresantes. Por el contrario, los alumnos con escasa
inteligencia afectiva son más vulnerables al distrés (estrés perjudicial), corren
alto riesgo de ser asediados por pensamientos y sentimientos negativos y de que
su rendimiento disminuya. Serrano y Andreu (2016), a partir de su investigación
con adolescentes, concluyen que los alumnos que perciben y regulan
satisfactoriamente sus estados emocionales se implican y concentran con mayor
facilidad en las actividades académicas, muestran más energía y predisposición a
invertir esfuerzos y persisten en mayor cuantía ante las dificultades que puedan
encontrarse.
Por fuera de estas consideraciones adscritas a la personalidad del educando, no
hay que pasar por alto que un ambiente escolar altamente competitivo, rígido e
inclinado al etiquetaje de los alumnos se convierte fácilmente en caldo de cultivo
de la discriminación, la violencia y el sufrimiento.
2.3.4. Hábitos y técnicas de estudio
Procede enfatizar la necesidad de que los alumnos, con el concurso de los
profesores, estén suficientemente motivados y de que rentabilicen el esfuerzo
que conlleva el trabajo académico. El «hábito» –práctica constante de la misma
actividad– no se debe confundir con las «técnicas» –procedimientos o recursos–.
Uno y otras, sin embargo, coadyuvan a la eficacia y eficiencia del estudio. De un
lado, el hábito de estudio, en cuanto comportamiento estable, es necesario si se
quiere progresar en el aprendizaje. De otro, conviene sacar el máximo provecho
a la energía que requiere la práctica intencional e intensiva del estudio por medio
de unas técnicas adecuadas.
Capdevila y Bellmunt (2016), en su investigación con adolescentes a partir del
Cuestionario de hábitos y técnicas de estudio (CHTE), concluyen que el
rendimiento académico se relaciona positivamente con los hábitos de estudio y,
además, el género femenino es el que puntúa más alto tanto en rendimiento
como en hábitos de estudio. Estos autores indican que la planificación del
tiempo, la actitud o el lugar de estudio son aspectos relevantes para la mejora del
rendimiento académico.
Complementariamente, a través del Inventario de hábitos de estudio (IHE) de
Pozar (1989) se ha podido comprobar que la costumbre de estudiar tiene gran
poder predictivo del rendimiento académico, mayor incluso que las aptitudes
intelectuales (Martínez-Otero, 1997). En concreto, las dimensiones evaluadas
mediante esta prueba con más capacidad de pronosticar los resultados escolares
son las condiciones ambientales y la planificación del estudio. Ciertamente, el
rendimiento intelectual depende en gran medida del entorno en que se estudia.
La iluminación, la temperatura, la ventilación, el ruido o el silencio, al igual que
el mobiliario, son algunos de los factores que influyen en el estado psicofísico y
en la concentración del estudiante.
Igualmente importante es la planificación del estudio, sobre todo en lo que se
refiere a la organización y a la confección de un horario que permita ahorrar
tiempo, energías y distribuir las tareas sin que haya que renunciar a otras
actividades. No en vano, el estudio ha de realizarse ordenadamente conforme a
un plan personal, realista, flexible y equilibrado:
• Personal, porque es aconsejable que se adapte a las necesidades, intereses,
ritmo de aprendizaje, posibilidades, limitaciones y circunstancia de cada cual.
Exige, como puede comprobarse, un conocimiento de uno mismo. Hay que
procurar además que resulte atractivo, que no se perciba como una pesada carga.
• Realista, es decir, que verdaderamente se pueda cumplir. De nada sirve trazar
un plan muy ambicioso si es irrealizable. Es preferible comenzar por un plan
sencillo en el que se propongan metas alcanzables para después aumentar de
forma progresiva el nivel de exigencia.
• Flexible, o sea, susceptible de variar lo que sea menester, sin que se eche a
perder el plan. La flexibilidad permite introducir modificaciones en función de
imprevistos que surjan. Así como la rigidez extrema puede originar frustración y
sensación de agobio, la flexibilidad favorece el ajuste a las circunstancias. No se
ha de confundir flexibilidad con falta de compromiso, que lleva a incumplir
sistemáticamente las obligaciones.
• Equilibrado, ya que en virtud de esta propiedad el plan permite distribuir
racionalmente el tiempo de estudio evitando los períodos prolongados de
inactividad y los «atracones» de última hora. El estudio –bueno es recordarlo–
ha de ser diario.
En las cuatro notas mencionadas se condensan las características que debe tener
un buen plan de estudio. Es aconsejable escribirlo, pues facilita su control,
asunción y cumplimiento. Algunos alumnos lo tienen tan interiorizado que no
necesitan plasmarlo en un papel, pero si no se tiene mucha confianza en uno
mismo o si se tiende a la desorganización, es mejor contar con un plan de trabajo
escrito y colocarlo en lugar visible.
La planificación del estudio se debe hacer de acuerdo a tres niveles
interrelacionados: largo, medio y corto plazo:
• El plan a largo plazo se refiere a todo el curso y aunque hay muchas cuestiones
que se escapan al control del alumno al inicio del año académico, se debe hacer
lo posible por organizar de modo general el trabajo. Cabe atender, por ejemplo, a
aspectos tales como programas de las asignaturas, períodos de exámenes,
prácticas, cambios de materias según el cuatrimestre, entrega de trabajos,
exposiciones, etc. Con tanto tiempo por delante se producirán cambios que harán
necesario reestructurar el plan, sin que por ello se invalide.
• El plan a medio plazo puede abarcar todo un cuatrimestre o una evaluación. Es
más realista que el anterior, pero igual que aquél ha de permitir trazar con la
suficiente antelación el rumbo en cada una de las asignaturas, a fin de llegar a
buen puerto.
• El plan a corto plazo es el que se maneja cotidianamente y en él se recoge la
programación diaria y semanal. Hay que fijar en este plan todo lo que debe
hacerse y compararlo con lo que realmente se ha hecho. Si es preciso hay que
introducir variaciones cada semana según las necesidades.
Las tres modalidades de planificación descritas constituyen partes diferenciadas
de un único plan de trabajo académico racionalmente concebido, que invita a
pensar de forma global, es decir, sobre todo el curso, con objeto de mejorar la
actuación estudiantil cotidiana. Solo si se dispone de un mapa organizativo
general se puede ser eficaz en el diseño y cumplimiento de las acciones y
responsabilidades concretas y cercanas.
En resumen, la planificación del estudio ayuda a ahorrar tiempo y a rentabilizar
el esfuerzo. Un buen horario tiene en cuenta la importancia y la dificultad de las
asignaturas, el tiempo diario que se dedica a cada materia, así como la duración
de los descansos. Merced a la planificación –personal, realista, atractiva,
equilibrada y flexible– el estudiante, además de mejorar el aprendizaje, puede
llegar al período de exámenes suficientemente preparado, sin agobios y con la
confianza necesaria para salir airoso.
2.3.5. Intereses vocacionales-profesionales
Nos encontramos en un tiempo nefasto para el mundo laboral. La destrucción de
empleo provocada por la actual crisis sanitaria no tiene precedentes. El impacto
será desigual entre la población. Según Llorente (2020), entre los colectivos
laborales más perjudicados o vulnerables se hallan las mujeres empleadas en los
sectores de comercio, hostelería y turismo, los jóvenes, los trabajadores de más
45 años de edad, los inmigrantes, los trabajadores temporales y los menos
cualificados o que realizan ocupaciones elementales.
Resulta evidente que la toma de una decisión sobre el futuro profesional es una
de las más trascendentes en la vida, porque en gran medida determina cómo se
invertirá el tiempo, quiénes serán los compañeros, cuál será el sueldo, etc. En las
actuales circunstancias dicha decisión se complica, los adolescentes viven una
situación presidida por la inseguridad. El empleo, tan deteriorado, debe
contribuir al desarrollo psicosocial y la carencia de ocupación tiene, en la mayor
parte de los casos, efectos totalmente adversos para las personas y la sociedad en
su conjunto. No hay más que ver la alargada sombra que se cierne sobre la salud
física y mental de los parados, tanto si se trata de jóvenes que no encuentran su
primer empleo como de adultos que lo han perdido, lacerantes situaciones que
Alonso Fernández (2008) denomina respectivamente «paro primario», que
generalmente concentra sus nocivos efectos en el joven desocupado, y «paro
secundario», cuyas negativas consecuencias se dejan sentir en el trabajador y en
su familia.
Hay adolescentes que se plantean dejar los estudios y ponerse a trabajar, noble
actividad que se torna cada vez más difícil. Otros, decididos a continuar la senda
académica, se ven en la necesidad de elegir itinerario concreto o carrera. En
ambos casos –trabajo y estudio–, el abanico de opciones se abre y hasta donde
sea posible hay que elegir adecuadamente. Estas «decisiones» hacen necesaria
en los centros escolares la presencia de profesionales dedicados a tareas de
asesoramiento vocacional y laboral. Viene bien recordar que, ya en el siglo XVI,
el médico y filósofo de origen navarro Juan Huarte de San Juan (1529-1588), en
su Examen de ingenios para las ciencias (1991), realizó un estudio «científico»
de los tipos de inteligencia con la intención de orientar hacia la especialización
profesional según la naturaleza individual. Para Huarte, la inadecuada «selección
profesional» practicada en su época originaba la mayor parte de los problemas
sociales.
El interés vocacional-profesional, entendido sumariamente como inclinación o
atracción realista con base aptitudinal hacia un campo laboral, condiciona la
elección, la satisfacción y la continuidad en la profesión, así como la decisión de
realizar los estudios que conducen a dicha actividad ocupacional. Pues bien, en
lo que se refiere a la relación de los intereses vocacionales-profesionales,
medidos a través de test (Registro de preferencias vocacionales, Kuder-C) con el
rendimiento académico, se comprueba que tienen escaso poder predictivo de los
resultados escolares (Martínez-Otero, 1997), quizá porque las puntuaciones en
intereses adolecen, en general, de inestabilidad en buen número de estudiantes
adolescentes, aún inmaduros en muchos aspectos. Merced a nuestra
investigación, se comprobó también que los alumnos de rendimiento académico
alto, tomados en conjunto, se interesan más por el área científica que los
escolares de rendimiento medio y bajo. Por su parte, Hernández Franco (2001)
encontró que el interés vocacional-profesional hacia las áreas de investigación
científica, ingeniería, economía y negocios, humanidades y derecho es más
frecuente en las clases altas, mientras que los grupos de estatus sociofamiliar
bajo se inclinan más hacia las áreas de técnica aplicada, administración,
enseñanza, relaciones personales y estética.
En suma, el hecho de que los intereses profesionales no hayan cristalizado
suficientemente durante la adolescencia, al menos en un considerable número de
alumnos, hace aún más necesaria en esa etapa la orientación vocacional en su
vertiente profesional. De acuerdo con el carácter teleológico (del griego τέλος, εος, «fin», y -logía) de la educación, esta modalidad orientadora debe contribuir,
en el marco del proceso formativo, a que los alumnos organicen gradual y
adecuadamente la información recibida para que decidan responsablemente
sobre su futuro –si es que se despeja– y tracen proyectos realistas.
2.3.6. Motivación
Aunque la motivación puede incluirse en el dominio de la afectividad, brilla con
luz propia y aquí se le dedica un apartado independiente. Habitualmente se
acepta que la motivación se refiere al conjunto de procesos implicados en la
activación, dirección y persistencia de un determinado comportamiento. En este
sentido, resulta plausible la idea de que la motivación discente desempeñe un
papel relevante en el inicio y persistencia de la actividad de estudiar y que, por
tanto, favorezca los buenos resultados escolares. Cabe pensar que el alumno
motivado se involucre en su proceso de aprendizaje y haga lo posible por
alcanzar las metas establecidas. En la trama motivacional se descubren
mixturadas hebras de esfuerzo, curiosidad, afán de conocer, búsqueda de
recompensas (calificaciones, halagos, obsequios...), autoeficacia, etc. A menudo,
en la motivación, las vertientes intrínseca-interna y extrínseca-externa se
presentan entrelazadas. El deseo de mejorar personalmente se suele emparejar
con la necesidad de reconocimiento, algo que encontramos incluso en grandes
investigadores.
La motivación, en su doble vertiente intrínseca y extrínseca, es requisito del
rendimiento escolar. Esta necesaria concepción binocular puede correr peligro si
–como sucede en ocasiones– el discurso educativo (docente e institucional)
renuncia a la dimensión motivadora por considerar que no es de su incumbencia,
o si, por el contrario, se responsabiliza en exclusiva al profesorado de la
desmotivación del alumnado. Obviamente, la posición más cabal se mantiene
equidistante entre las dos señaladas y activa y canaliza el comportamiento del
alumno hacia el éxito escolar.
Usán y Salavera (2018), en su investigación con una muestra de más de 3000
adolescentes, encontraron que los alumnos con más motivación intrínseca hacia
experiencias estimulantes, el conocimiento y el logro presentaban más atención,
claridad y regulación emocional, al igual que un rendimiento académico más
alto.
La «motivación de logro», relacionada con el nivel de aspiraciones, activa y
orienta el comportamiento hacia el éxito. La comprensión del papel
desempeñado por la motivación de logro en los resultados escolares se enriquece
si, con arreglo a lo recogido por González Cabanach et al. (1996), se tiene en
cuenta que el alumno puede orientarse fundamentalmente hacia metas y
estrategias de aprendizaje o de rendimiento. Así como la respuesta ante el éxito
es semejante en cualquiera de los dos casos, la reacción ante el fracaso es
diferente. Los alumnos con metas de rendimiento suelen interpretar el fracaso
como una falta de capacidad que provoca sentimientos de incompetencia y
reacciones afectivas negativas en relación con las tareas; por ejemplo, ansiedad,
rechazo, etc., lo cual se traduce en una menor implicación en el aprendizaje y en
una disminución en la persistencia y en la utilización de ciertas estrategias que
permitan superar los obstáculos. En cambio, la reacción de los alumnos que
persiguen metas de aprendizaje ante los malos resultados no se centra tanto en
realizar atribuciones sobre su fracaso como en buscar estrategias
autorreguladoras que solucionen las dificultades, por lo que dedican mayor
esfuerzo y atención a las tareas.
Más adelante, en el capítulo dedicado a la motivación, abordaremos con mayor
profundidad sus relaciones con el rendimiento y la educación. Partimos sobre
todo de la base de que la motivación depende de aspectos personales, pero
también de las características contextuales. Los cambios positivos en la
enseñanza, en el discurso docente, en la relación interhumana, en el ambiente,
etc., generan muchas veces un poderoso efecto pedagógico sobre los estudiantes
y es oportuno que se favorezcan para aumentar su motivación.
2.3.7. Clima social escolar
El ambiente o clima social escolar no se reduce a la dimensión física, también
incluye la dimensión humana. Desde esta perspectiva psicosocial, el clima
escolar es el resultado de aspectos tan relevantes como la cohesión, la
comunicación, la cooperación, la autonomía, la organización y, cómo no, el
estilo de dirección docente. En general, el tipo de profesor sincero, dialogante,
comprensivo y cercano a los alumnos es el que más contribuye al logro de
resultados positivos y a la creación de un escenario formativo distinguido por la
cordialidad. La calidad de la comunicación, no siempre cultivada con el primor
requerido, es un valioso indicador de la profundidad educativa. Por esta razón,
hay que promover en los centros escolares la participación a través de la
interacción, el establecimiento consensuado de normas de convivencia, la
implicación de los alumnos en cuanto atañe a su educación, la asunción creciente
de responsabilidades, etc.; todo lo cual permitirá a los educandos avanzar por los
caminos de la maduración y la autonomía.
Moos et al. (1989) en su Escala de clima social en el centro escolar (CES)
identificaban nueve subescalas agrupadas en cuatro grandes dimensiones
destinadas a calibrar el ambiente del aula: relaciones (implicación, afiliación,
ayuda), autorrealización (tareas, competitividad), estabilidad (organización,
claridad, control) y cambio (innovación).
Los datos arrojados por nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997) permiten
pronosticar un mejor rendimiento académico a los alumnos que trabajan en un
ambiente presidido por normas claras y en el que no se promueve la
competitividad. Vendría, en cierto modo, a confirmarse el postulado de que el
establecimiento y el seguimiento de normas claras y el conocimiento por parte
de los alumnos de las consecuencias de su incumplimiento, ejercen una
influencia positiva sobre el rendimiento. Claro que, para que se favorezca la
convivencia y el trabajo escolar, las normas deben ser realistas, razonables y
alcanzables. Asimismo, se apoya la opinión de los investigadores que no son
partidarios de las estructuras de aprendizaje de tipo competitivo. Expresado de
forma positiva, es oportuno recordar que la cooperación entre alumnos, además
de favorecer el rendimiento académico, genera relaciones personales positivas
entre ellos.
Hay abundante bibliografía psicopedagógica que hace hincapié en los beneficios
de la cooperación entre alumnos, por ejemplo, Ovejero (1990), Slavin (1999),
León et al. (2011). La colaboración entre escolares contribuye a la mejora del
clima social del aula. A diferencia de situaciones de aprendizaje de tipo
individualista o competitivo, el ambiente cooperativo auténtico se caracteriza por
la cohesión grupal, esto es, por los lazos interpersonales positivos. Prestar y
recibir ayuda equivale a enriquecerse personalmente. La
cooperación/colaboración en la educación permite hacer algo por los demás,
pero también por uno mismo, al tiempo que se estrechan los vínculos entre
compañeros. Las bondades de la cooperación entre alumnos se dejan sentir en
varios frentes: aumento y fortalecimiento de los lazos interpersonales, reducción
de los conflictos intra e intergrupales y mejora del rendimiento académico.
Especialmente importante para la formación del educando es la «estructura de
aprendizaje» que se adopte y que en gran medida depende de la actividad, de la
recompensa y de la autoridad. Echeita y Martín (1990) siguiendo a Slavin,
describen tres modalidades paradigmáticas por las que puede optar el profesor a
la hora de organizar la estructura de aprendizaje:
• Organización individualista. Aquí el alumno se preocupa de su trabajo y de
alcanzar los objetivos propuestos en cada tarea, al margen de que los
compañeros logren sus metas y de que reciban reconocimiento por su esfuerzo.
• Organización competitiva. En este tipo de organización los alumnos se ocupan
de su trabajo, pero saben que solo podrán alcanzar la recompensa, v. gr., la mejor
calificación o el primer puesto, si los demás no lo consiguen.
• Organización cooperativa. En esta situación los alumnos están vinculados entre
sí y son conscientes de que su éxito personal ayuda a los compañeros. Los
resultados que persigue cada miembro del grupo son, por tanto, beneficiosos
para los restantes integrantes con los que se relaciona cooperativamente.
Coll (1984), tras revisar diversas investigaciones, afirma que la organización
cooperativa de las actividades de aprendizaje es superior a la estructura
individualista o competitiva, tanto en lo que se refiere al rendimiento de los
participantes como en lo concerniente a generar relaciones positivas entre
alumnos.
El aprendizaje cooperativo/colaborativo imprime dinamismo al proceso de
enseñanza-aprendizaje. Alarcón, Sepúlveda y Madrid (2018) enfatizan que se
trata de un planteamiento educativo que incluye métodos, técnicas o estrategias
didácticas concretas y, en consecuencia, una forma particular de organizar la
enseñanza-aprendizaje. Aunque hay autores, como Roselli (2016), que
distinguen entre aprendizaje cooperativo, más funcionalista, y aprendizaje
colaborativo, de naturaleza socioconstructivista; aquí los empleamos de forma
indistinta, al igual que realizan otros autores (Pazos y Hernando, 2016).
Por su parte, Ovejero (1993), en un artículo en el que subraya el carácter
psicosocial del fracaso escolar, señala que las técnicas de aprendizaje
cooperativo han demostrado su eficacia para mejorar la motivación intrínseca, la
autoestima y el funcionamiento de las capacidades intelectuales de los
educandos, ya que acrecientan particularmente la capacidad crítica y la calidad
del procesamiento de la información, todo lo cual se refleja en un considerable
incremento del rendimiento académico.
Por último, puntualizamos que la autonomía, de gran valor pedagógico, no está
reñida con la colaboración. No se puede abusar de las actividades cooperativas
hasta llegar a una especie de «siamesismo discente», una realidad escolar
paidopática que se caracteriza por la anulación de la iniciativa y de la
independencia personal. El trabajo autónomo o aprendizaje autorregulado, por el
cual los alumnos se involucran activamente en el propio proceso de aprendizaje,
debe equilibrarse con las metodologías cooperativas y colaborativas, una
andadura educativa en la que es clave la implicación y la formación docente
(Gaeta, 2014; Peñalva y Leiva, 2019).
2.3.8. Ambiente familiar
La crisis de la COVID-19, sin parangón en la historia reciente, se acrecienta con
rapidez y se deja sentir en todos los ámbitos, también en el familiar, con graves
consecuencias socioeconómicas y personales. El confinamiento y la merma en
los ingresos han empeorado la situación de pobreza en muchas familias. El
retroceso experimentado durante la pandemia es enorme y los efectos se dejan
sentir en el plano material y psicológico. El teletrabajo; la pérdida de empleo o el
recorte en los ingresos; el confinamiento, en ocasiones en condiciones de
hacinamiento; el cierre de escuelas; la brecha digital, etc., han golpeado y
alterado la vida familiar, particularmente en los sectores más frágiles, y se
precisa con urgencia que las administraciones desplieguen políticas de
protección, con recursos públicos suficientes, para neutralizar las consecuencias
negativas.
Tras el párrafo anterior, reclamado por la actual emergencia sanitaria y
socioeconómica, ha de señalarse que la familia es la institución natural y cultural
más importante en la formación y, por lo mismo, debería impulsarse una
«política familiar» que facilitase la conciliación de la vida familiar y laboral y
que apoyase a los progenitores en su labor educadora, hoy particularmente
amenazada por la sobrevenida crisis. Es preciso que las medidas que se adopten
y los recursos que se destinen a las familias contribuyan a fortalecerlas y, desde
luego, a minimizar los efectos adversos producidos en estos momentos
particularmente duros en que se advierte el incremento de la pobreza, la
debilitación de las relaciones en su seno y de la educación de los hijos. Una
política sensible a la realidad familiar contribuye a su estructuración, a mejorar
la salud mental de sus miembros, a reducir los comportamientos antisociales, a
prevenir el fracaso escolar y a favorecer el desarrollo integral de los hijos.
Bien indica García Hoz (1990) que la familia ejerce tanto una influencia
generalizada sobre sus miembros, consecuencia de la acción de todos los
factores que intervienen en la vida familiar, como diversas influencias
específicas que o bien proceden de los distintos integrantes (padre, madre,
hermanos, etc.), o bien se manifiestan en un ámbito concreto de la vida
(lenguaje, tiempo libre, utilización del dinero...).
Hay que pensar, en efecto, que el nivel instructivo y el nivel socioeconómico de
la familia condicionan el rendimiento escolar de los hijos. Aunque haya
excepciones, si los padres adolecen de analfabetismo es más probable que los
resultados escolares de los hijos sean insatisfactorios, mientras que si el nivel de
estudios de los progenitores es de grado medio o superior se favorece el
rendimiento, siquiera sea porque la escuela maneja y alzaprima valores y usos
lingüísticos dominantes, de manera que quienes presentan un bagaje
sociocultural y lingüístico distinto y considerado «inferior» son más vulnerables
al fracaso. En esta dirección apunta la explicación ofrecida por Bernstein (2001)
sobre los códigos manejados en la institución escolar, y que este sociólogo de la
educación entiende como dispositivos de posicionamiento sociocultural, por
cuanto sitúan a los sujetos y las relaciones que mantienen entre sí con arreglo a
las formas de comunicación dominantes y dominadas. En la escuela y en el aula,
los códigos actuarían, a menudo tácitamente, como principios reguladores que
seleccionan e integran significados, realizaciones y contextos supuestamente
relevantes y legítimos, al tiempo que prescinden de otros considerados
inapropiados e ilegítimos.
Por otra parte, la escasez de recursos económicos familiares, acompañada de
vulnerable situación social, puede frenar el proceso formativo y el rendimiento
académico de los hijos cuando las presiones y situaciones impuestas por la
penuria son tan grandes que ahogan a los menores en preocupaciones o impiden
disponer de las condiciones materiales necesarias para estudiar. Por fuera de
estas consideraciones, se sabe que las expectativas realistas y el saludable interés
de la familia por el discurrir escolar de los hijos estimulan el rendimiento.
Entre las condiciones que perjudican la educación y el rendimiento de los hijos
pueden citarse los problemas de desatención derivados de la orfandad, la ruptura
y, sobre todo, la hostilidad familiar. No es extraño que en estos casos disminuya
el rendimiento ni que emerjan trastornos psíquicos. De hecho, como
consecuencia de la pandemia, se ve afectada la salud mental, particularmente de
las personas más vulnerables, entre las que se encuentran los niños y
adolescentes (Unicef, 2020), con previsible aumento de trastornos del sueño,
síntomas depresivos, ansiedad, estrés, etc.
Gómez Dacal (1992) destaca que el clima familiar constituye un subsistema muy
importante del sistema de relaciones sociales en que vive el alumno, con mucha
influencia en la actividad escolar, pues de sus características depende que se
generen o no expectativas e intereses favorecedores del aprendizaje, que se
reciba mayor o menor apoyo tanto en el ámbito material como intelectual y
afectivo, que haya riqueza o pobreza de estímulos culturales y científicos, que se
perciba o no seguridad, que se realicen visitas a los profesores para pedir
información, que se valoren las actividades docentes, etc. El mismo autor
sostiene que si se quiere conocer de qué forma incide la familia en el
rendimiento de los estudiantes, es preciso recurrir a tres grupos de variables,
según se refieran a los intercambios (afectivos, motivacionales, intelectuales,
estéticos, etc.) que acontecen en el seno de la familia, a la utilización del tiempo
de permanencia en el domicilio por los diferentes miembros de la familia o a las
relaciones que se establecen entre la familia y su entorno.
Lo cierto es que en numerosas investigaciones se encuentran significativas
relaciones entre características de la familia y el rendimiento académico.
Chaparro, González y Caso (2016), a partir de su investigación con estudiantes
de la etapa Secundaria, afirman que los alumnos con perfil de rendimiento
académico alto presentaron un nivel socioeconómico y un capital cultural
elevados, así como una organización familiar distinguida por la implicación en
los procesos escolares. En cambio, los estudiantes con un perfil de rendimiento
académico bajo se caracterizaban por un nivel socioeconómico y un capital
cultural menores, así como por una organización familiar de escasa implicación.
A su vez, Pérez y Londoño-Vásquez (2015) señalan en su estudio que la
situación socioeconómica y los estilos de autoridad adoptados en la familia
influyen considerablemente en el rendimiento académico de los adolescentes.
Conviene matizar que el hecho de que, en algunos entornos familiares más
desfavorecidos, los índices de fracaso aumenten no ha de interpretarse como que
lo negativo de los resultados se debe exclusivamente a la desventajosa situación
familiar, que es condicionante, pero no determinante, y, por supuesto, llamada a
corregirse para que todas las familias se encuentren en una situación digna, con
recursos socioeconómicos y culturales suficientes.
En la investigación realizada por Serrano y Rodríguez (2016) se puso de
manifiesto que la interacción entre los padres, los hijos y las instituciones
escolares es clave para mejorar el rendimiento académico. En general, los
estudiantes se sienten motivados cuando reciben apoyo de sus padres, cuando los
progenitores asisten a los respectivos centros escolares y cuando hay una
adecuada comunicación entre padres, hijos y centro escolar.
Con nuestra investigación (Martínez-Otero, 1997), en la que se utilizó la Escala
de clima social en la familia (FES) de Moos et al. (1989), se pudo comprobar
que las actividades sociales y recreativas de la familia constituyen un buen
indicador de la influencia que esta institución ejerce sobre el rendimiento escolar
del alumno. Ha de aprovecharse este dato para recomendar una utilización
apropiada del tiempo libre, de forma que se combine, siempre que sea posible, la
formación y la diversión. En este sentido, por ejemplo, no sería conveniente
pasar tantas horas al día ante las pantallas electrónicas y sí resulta aconsejable,
en cambio, practicar deporte, acudir al teatro y al cine, interesarse por el arte,
leer, realizar excursiones, integrarse en grupos prosociales, etc. Actividades
estimuladas por un ambiente familiar genuinamente cultural-educativo
ensanchan los horizontes intelectuales y personales y, por ende, coadyuvan a
mejorar el rendimiento académico.
En síntesis, la familia ejerce una influencia considerable y duradera sobre el
rendimiento académico de los adolescentes. Los padres equilibradamente
preocupados por los estudios de sus hijos, comprensivos, dialogantes y
estimulantes, con holgura socioeconómica e instructiva pueden tener un efecto
beneficioso sobre el desempeño escolar de los adolescentes, por otro lado, muy
dependiente de numerosos factores. Finalmente, se torna preciso potenciar
cuanto tiene que ver con la «pedagogía familiar», que trasciende el rango
teórico, conecta con la realidad y busca el beneficio aplicativo, por ejemplo, a
través de educadores u orientadores familiares. Está llamada, pues, a tener un
gran alcance personal y social. En su marco, rompemos una lanza
específicamente por las «escuelas de familias», una iniciativa cada vez más
necesaria en una sociedad crecientemente compleja y que, si bien es variable en
sus concreciones, está teniendo un positivo impacto generalizado en la
formación de los progenitores, en el acercamiento entre la familia y el centro
educativo, al igual que en la prevención del fracaso escolar y de otros extendidos
problemas, ahora acrecentados con la crisis mundial.
2.4. El rendimiento académico: un complejo
entramado de factores
El rendimiento escolar en los distintos niveles de enseñanza es el resultado de
una constelación de factores personales, familiares, escolares y sociales. Pese a
los numerosos y heterogéneos estudios sobre el tema, permanecen las incógnitas
y dificultades del sistema educativo, en general, y de los educadores, en
particular, a la hora de erradicar el elevado fracaso escolar.
Tras revisar diversas investigaciones hemos podido comprobar que algunos
trabajos sobrevaloran el impacto de la inteligencia en el rendimiento escolar y
prescinden del estudio de otros condicionantes. De igual modo, hay estudios
harto ambiciosos que pretenden abarcar numerosos factores explicativos del
rendimiento y terminan por ser imprecisos.
Aunque en este capítulo se parte de una investigación propia (Martínez-Otero,
1997), ampliamente citada a nivel internacional por diversos autores, no se
prescinde del análisis reflexivo, y se describen sumariamente algunos
condicionantes del rendimiento escolar en la adolescencia. Se analizan algunos
relevantes factores, pero evidentemente no se abarcan todos. También se podía
haber calibrado, por ejemplo, la influencia del tipo de centro –público o
privado–, el carácter religioso o laico del mismo, el género, la metodología, etc.
A decir verdad, los factores que inciden en el rendimiento son numerosos y,
como se dijo anteriormente, constituyen una intrincada malla. En cualquier caso,
una taxonomía apropiada para acercarse al complejo fenómeno que nos ocupa ha
de permitir reconocer entreveradamente tres grupos de condicionantes:
psicológicos (rasgos de personalidad, aptitudes intelectuales, etc.), pedagógicos
(hábitos y técnicas de estudio, estilos de enseñanza-aprendizaje, discurso
educativo, etc.) y sociales (ambiente familiar y escolar, mass media, etc.). Desde
una perspectiva sistémica, no podemos dejar de señalar que la actual crisis
sanitaria y socioeconómica global gravita sobre todos nosotros e impacta
negativamente sobre nuestras vidas, particularmente en los más vulnerables.
Todo lo cual, en lo que se refiere a la prevención y erradicación del fracaso
académico, nos ha de llevar a actuar en diferentes frentes (familiar, escolar,
social) y sin perder de vista los niveles macro (políticas nacionales e
internacionales), meso (normativa de las Comunidades Autónomas, condiciones
institucionales...) y micro (actividad educativa directa con el alumno, etc.).
Con arreglo a los condicionantes analizados en las páginas anteriores, el perfil de
un alumno de alto rendimiento académico quedaría integrado por las notas
siguientes: buena aptitud verbal, perseverancia, hábito de estudiar y dominio de
técnicas, intereses científicos, motivación, organización e integración en el
centro escolar, ocupación saludable del tiempo libre y apoyo familiar. Por el
contrario, el perfil del alumno de bajo rendimiento vendría dado por el sentido
negativo de las características anteriores o por la ausencia de las mismas.
Naturalmente, estos retratos tienen valor orientativo y general, de ahí la
necesidad de calibrar de modo personalizado cada caso concreto.
Con el repaso realizado se ofrece, por un lado, una panorámica de los
condicionantes del rendimiento escolar en la adolescencia y, por otro, pautas que
optimicen la actuación de los educadores naturales y profesionales. A fin de
cuentas, entre todos se debe mejorar el proceso perfectivo de los educandos. Es
bueno recordar que cuando se modifican positivamente las condiciones
formativas muchos alumnos transitan del fracaso al éxito y, lo que es más
importante, participan en el propio proceso de despliegue integral.
2.5. Propuestas pedagógicas para mejorar el
rendimiento escolar
Después de haber descrito en las páginas anteriores algunos de los
condicionantes psicológicos, pedagógicos y sociales del rendimiento escolar, en
este último apartado se brindan algunas propuestas encaminadas a mejorarlo. Es
verdad que al tiempo que se repasaban los diversos factores se vertían algunas
orientaciones, algo que también en los próximos capítulos se seguirá haciendo,
pero ello no obsta para que compendiemos aquí algunas de esas ideas de alcance
práctico.
El problema del llamado «fracaso escolar» es tan complejo que, por fuerza, las
vías de solución reclaman el concurso de cuantas personas e instituciones tienen
responsabilidades educativas. Más allá de esta evidencia, es bien cierto
igualmente que cada alumno precisa una evaluación y un plan recuperador
personalizados en un marco de colaboración entre la familia y la escuela.
Acrecentar la distancia y la oposición entre ambas instituciones equivale a errar
educativamente. Por eso, es obligación de padres y profesores la apertura mutua
y la interrelación fluida.
Tras los párrafos precedentes y con arreglo al esquema psicosociopedagógico
seguido en el capítulo, estamos en condiciones de ofrecer diversas propuestas
concatenadas y resumidas que bien pueden optimizar el rendimiento escolar de
alumnos preadolescentes y adolescentes:
• Los alumnos/hijos deben recibir suficiente «estimulación intelectual» con
objeto de que se desplieguen sus capacidades. Es bien sabido que, aun cuando el
desarrollo intelectual está condicionado por la dotación genética, el ambiente
también tiene un considerable impacto. Asimismo, la información proporcionada
en la escuela, más que dogmática y masiva, ha de apostar por favorecer en el
educando el análisis crítico, la búsqueda y el pensamiento autónomo. De este
modo, se beneficia la consistencia intelectual, la dilatación cultural y el
aprendizaje autorregulado, cooperativo/colaborativo, heurístico y significativo.
• La trascendencia de la «aptitud verbal» (comprensión y fluidez orales y
escritas) en el rendimiento escolar nos lleva a insistir en que todo profesor, no
solo los de Lengua, ha de promover la competencia lingüística de los alumnos.
El lenguaje que discurre por los centros escolares no debe quedar circunscrito a
clichés ni sometido a modas injustificadas. Ha de recordarse que el
enriquecimiento verbal se acompaña de ensanchamiento cognitivo y, por ende,
personal.
• En lo concerniente a la «personalidad» los centros educativos deben favorecer
la estabilidad emocional, la maduración afectiva, la autoestima, el autocontrol, la
apertura y la perseverancia. Estas notas componen, aunque sea a grandes trazos,
un cuadro de deseable equilibrio psicológico para el trabajo, el rendimiento y la
educación en la escuela.
• El «hábito de estudiar» es condición necesaria, pero no suficiente para
mantener un rendimiento académico satisfactorio. Se precisa también el respaldo
de «técnicas de estudio» que permitan rentabilizar el esfuerzo realizado. Por
muchas cualidades intelectuales que se posean puede asegurarse que, sin trabajo
escolar suficiente y apropiado, tarde o temprano se fracasa. Precisamente para
facilitar el trabajo del alumno se han proporcionado con anterioridad algunas
claves sobre la planificación y las condiciones ambientales adecuadas para
estudiar, muchas de las cuales se han puesto a prueba durante el cierre de los
centros escolares y el confinamiento derivados de la pandemia.
• Respecto a los «intereses vocacionales-profesionales», es oportuno señalar que
constituyen una suerte de epicentro explicativo del trabajo estudiantil, sobre todo
en lo que se refiere a la orientación del mismo, los recursos desplegados y las
decisiones adoptadas. Un buen número de problemas de inadaptación y de bajo
rendimiento académico tienen su raíz en la incapacidad de las instituciones
escolares para «ganarse» a los alumnos. En este sentido, los centros educativos
tienen la responsabilidad de despertar el interés, en general, y los intereses, en
particular, de los estudiantes a través de programas y diseños formativos
suficientemente sensibles y atractivos, entre los que sobresalen las actividades de
orientación académica, vocacional-profesional y personal.
• La «motivación», en la que se entreveran la vertiente intrínseca y extrínseca, es
clave en el rendimiento escolar. Se trata de activar y canalizar la conducta del
estudiante hacia el éxito. Para ello es fundamental introducir cambios en el
discurso docente, en las metodologías y en el ambiente, pues en la medida en
que el alumnado exhibe una mejor disposición hacia el aprendizaje su
desempeño académico tiende a ser más elevado.
• En general, un buen «clima social» escolar se caracteriza por el trabajo, la
cordialidad, la cooperación y la seguridad. Con frecuencia la ausencia/quiebra de
estas propiedades nos sitúa ante centros deficitarios cuyo impacto negativo se
deja sentir en mayor o menor grado sobre los estudiantes en forma de
insatisfacción, temor, insuficiencia instructiva, fracaso escolar o desarrollo
anómalo de la personalidad. Para evitar este tipo de influjos nocivos y orientar
positivamente al alumno y su rendimiento se requiere un genuino compromiso
con la convivencia y la educación.
• Es de sobra conocido que la «familia» es el primer y principal ámbito
educativo. Ahora bien, para que esta institución despliegue su función educativa
y consiguientemente se mejore el rendimiento escolar de los hijos se necesitan
varias condiciones entre las que cabe destacar: las relaciones entre sus miembros
basadas en el amor, el cuidado y la atención; el diálogo abierto, respetuoso y
cordial; la autoridad de los padres, así como la estimulación cultural suficiente.
La constatación de la importancia del tiempo libre en el proceso formativo nos
anima igualmente a recordar el relevante papel de los padres a la hora de
encauzar saludablemente las actividades de los hijos, de forma que se combine
formación y diversión siempre que sea posible y, por supuesto, desde el respeto a
la libertad individual.
La magnitud del tema no permite abordar todas las variables que inciden en el
rendimiento escolar, pero sí se han descrito algunas de las más directamente
involucradas en el fracaso o en el éxito de los alumnos. Con las propuestas
pedagógicas realizadas, muchas de las cuales se ampliarán a lo largo del libro,
deseamos que los padres, profesores y responsables educativos obtengan
orientaciones suficientemente prácticas para mejorar el rendimiento escolar y el
proceso educativo de los estudiantes. Cabe pensar que, al incorporar, mutatis
mutandis, estas ideas a la política educativa, evidentemente con los necesarios
recursos, un significativo sector de los ahora catalogados como «fracasados» se
liberarían de tal etiqueta y pasarían a engrosar las filas de los «buenos
estudiantes», o, mejor aún, de los que avanzan por la senda de la educación
integral. Nos hallamos, en fin, en un momento crucial en que la solución de los
problemas de rendimiento escolar exige, además de esperanza, una considerable
dosis de adecuación pedagógica.
1. Cabe también la posibilidad de valorar el rendimiento escolar mediante
pruebas objetivas estandarizadas, generalmente costosas en su diseño y
aplicación, y más relacionadas con las evaluaciones internacionales, v. gr., PISA,
pero lo cierto es que, por el momento, no resultan prácticas, siquiera sea por la
inversión requerida en el centro escolar.
3
Teoría de la inteligencia unidiversa
3.1. Introducción
En este capítulo se presenta la original teoría de la inteligencia unidiversa
(Martínez-Otero, 2009), de gran alcance educativo, pues si bien es cierto que
sobre el concepto de inteligencia se ha escrito abundantemente, muchas de las
definiciones que se manejan, de las que se derivan implicaciones pedagógicas
más o menos afortunadas, llegan de allende nuestras fronteras. Ya dice Quintana
(2006), por ejemplo, que casi todas las aportaciones sobre la inteligencia
procedentes de Norteamérica introducen estrategias innovadoras que mejoran la
práctica, pero desde el punto de vista conceptual son pobres y confusas. A lo que
nosotros podemos agregar que esa «mejora» no siempre acontece, precisamente
porque arranca de endeblez teórica.
Lo dicho en el párrafo anterior carecería de trascendencia si no fuese porque la
educación, sin soslayar la existencia de cuestiones de carácter universal, está
muy condicionada por aspectos de índole sociocultural, con lo que no es fácil ni
recomendable un transvase acrítico de planteamientos psicopedagógicos que,
aunque den sus frutos en un determinado contexto, no tienen por qué arrojar los
mismos resultados en otro entorno. De hecho, como expresamos en este capítulo,
en el campo de la educación de la inteligencia, el susodicho seguidismo genera
más voluntarismo estéril, –cuando no insidioso– que logros pedagógicos
contrastados.
Se puede afirmar, además, que hay falta de consenso científico suficiente sobre
el concepto de inteligencia. Sobre este constructo circulan en nuestros ámbitos
universitarios nociones muy distintas y aun contradictorias. ¿Cómo vamos a
promover en esta parcela de la realidad personal un proceso educativo
consistente si carecemos de una noción de inteligencia suficientemente
reconocida?
El interrogante anterior tiene un indiscutible interés científico. Hay que decir sí a
la colaboración gnoseológica fecunda, pero no debemos ir siempre a la zaga de
otras disciplinas ni de lo que se haga en el extranjero. La pedagogía realmente
comprometida con el avance educativo debe nutrirse de hallazgos realizados en
otros territorios científicos, pero sin renunciar a un legítimo protagonismo
investigador que posibilite el progreso en el propio, anchuroso y trascendente
campo. Sin una atalaya pedagógica suficientemente elevada no podremos
mejorar, ni siquiera de forma modesta, nuestra maltrecha educación. Pues bien, a
este fin perfectivo de la realidad personal y social se ordenan estas páginas que
se centran en el constructo de inteligencia, sobre el que se ofrece una particular
noción revisada.
3.2. La inteligencia y la educación
El interés por la alianza conceptual entre la educación y la inteligencia se
remonta a mucho tiempo atrás. En Occidente es indiscutible el valor que los
griegos daban a la educación de la inteligencia. Los maestros helénicos, algunos
de los cuales lo son de la humanidad, como Sócrates, Platón o Aristóteles, ya
desde la calle, la Academia o el Liceo, promovieron el despliegue del término
inteligencia, que se deriva de la palabra latina intelligere («comprender»,
«entender»), a su vez compuesto de intus y legere, esto es, leer dentro de algo la
razón de su existencia. Y así aconteció que mediante la lectura interior o
inteligencia (en griego, noûs) nuestro mundo se tornó crecientemente inteligible,
comprensible.
Aunque según los momentos se haya hecho con mayor o menor acierto, la
legibilidad –interna y externa– es inherente al vivir humano. De ahí, quizá, la
invocación con peculiar grafía (letra «j») del excelso poeta onubense Juan
Ramón Jiménez: «¡Intelijencia, dame/ el nombre exacto de las cosas!». Es decir,
la inteligencia como vía regia, a la par cognitiva y cordial, hacia la realidad.
Si nos alejamos de las raíces griegas y de las expresiones poéticas señaladas,
encontramos que en el siglo XX se plantean las grandes polémicas en torno a la
inteligencia y su educación. Los nombres de Binet (1857-1911) y Simon (18721961), por ejemplo, permanecen ligados a los primeros test de inteligencia, por
cierto diseñados por estos autores desde una óptica humanista, lamentablemente
abandonada más adelante por quienes defendieron la tesis hereditarista del
cociente intelectual (CI), v. gr., H. H. Goddard (1866-1957), R. M. Yerkes
(1876-1956) y L. M. Terman (1877-1956).
La psicometría del CI ha sido realmente espectacular, según se advierte en el
copioso número de pruebas existentes. A menudo, esta actividad medidora –no
exenta de polémica– se ha acompañado de la pretensión de definir la
inteligencia, cuestión igualmente controvertida que llega hasta nosotros.
Autores como Gould (2017) o, en nuestro ámbito, Ovejero (2003) han
denunciado que, en nombre de la «ciencia» se han cometido múltiples atropellos.
Este último dice textualmente ibíd., p. 22): «En efecto, han sido muchos los
psicómetras –afortunadamente no todos, ni mucho menos– que, a lo largo del
siglo XX, y siempre escondiéndose tras la túnica sagrada de la ciencia, lo único
que han hecho es racismo científico, de tal manera que sus teorías, sus escritos y
hasta sus datos empíricos han estado permanentemente al servicio de las clases
sociales dominantes con la finalidad patente de justificar los privilegios de unos
y la exclusión de otros».
Las mediciones de la inteligencia y principalmente del CI han servido en
ocasiones para discriminar a sujetos y a grupos humanos, de manera que toda
precaución es insuficiente cuando lo que está sobre la mesa son aspectos
fundamentales de la vida de las personas, incluida su educación. Podemos
pensar, por ejemplo, en la inadecuada utilización de test para calificar/clasificar a
los alumnos según su supuesta inteligencia, sin tener en cuenta que lo que
muchas veces se ha medido es el nivel de conocimientos en un contexto
«artificial». Tampoco es raro que, desde posiciones geneticistas, algunos
educadores hayan cuestionado que los escolares con bajas puntuaciones en los
test de inteligencia puedan aprovechar la enseñanza recibida.
Como quedó dicho en un capítulo anterior, los resultados en las pruebas de
inteligencia o de aptitudes intelectuales, más que explicar por sí mismos el éxito
o fracaso escolar, informan del potencial de aprendizaje del estudiante. Solano
(2015) nos recuerda que la investigación ha revelado que junto a las aptitudes
intelectuales han de considerarse otras variables explicativas del rendimiento
académico, como la motivación, la adaptación, la personalidad, la madurez
social, la estabilidad emocional, la conciencia, la autosuficiencia, las actitudes,
los intereses y los métodos de estudio.
Hace unos años, Stobart (2010), de la Universidad de Londres, se mostraba muy
crítico con ciertos usos y abusos evaluadores, y señalaba que, al menos en
Inglaterra, aunque la evaluación se centra mucho menos en los test de CI y más
en las pruebas de rendimiento, la tradición psicométrica pervive en forma de test
de capacidad y de aptitud –muy extendidos–, que llevan a los profesores a
considerar que la capacidad –heredada y medible– es la responsable del
rendimiento. A lo que podemos agregar, a partir de nuestra experiencia
profesional con orientadores, que en España ocurre algo parecido, pues es
frecuente pensar que el rendimiento depende casi en exclusiva de las aptitudes
intelectuales.
Personalmente, considero positivo que se utilicen estos instrumentos, siempre
que no se tomen sus resultados de forma absoluta ni con finalidad perversa. Los
test han de ponerse al servicio del conocimiento personal y de la educación. Ha
de recordarse, por otra parte, que la exploración educativa sale beneficiada
cuando hay suficiente sensibilidad hacia la circunstancia del educando y cuando
se dispone de diversos elementos de estimación.
3.3. Algunas propuestas teóricas sobre la inteligencia
Tras esta llamada a la cautela, procede recordar sumariamente, guiados por Yela
(1987), la trascendencia de algunas investigaciones sobre la estructura
diferencial de la inteligencia, particularmente la de Spearman (1863-1945) y, en
menor medida, la de Thurstone (1887-1955) y la de Guilford (1897-1987).
Según Spearman (psicólogo inglés), la actividad inteligente es función de un
único factor general «g», común a todas las actividades, y de un factor específico
«s», propio de cada una. Por su parte, Thurstone (norteamericano) identificó
varias aptitudes mentales primarias que configuran la inteligencia. Dichas
capacidades manifiestan una tendencia a covariar, que apunta hacia un factor
general como el de Spearman. Los hallazgos de Spearman y Thurstone,
compatibles, dieron lugar a un paradigma muy estable. En cuanto a Guilford,
diseñó un modelo de la inteligencia al que denominó estructura del intelecto y
que se organiza en tres dimensiones: operaciones, contenidos y productos.
Estudios como los mencionados han generado una larga tradición psicométrica,
no exenta de críticas, que se mantiene en la actualidad. Tampoco nos podemos
olvidar del difundido CI, utilizado por primera vez por el psicólogo alemán W.
Stern (1871-1938), quien propuso relacionar la edad mental con la edad
cronológica, con objeto de superar ciertas deficiencias del concepto de edad
mental de Binet.
Hay también otros autores cuyas propuestas teóricas han alcanzado considerable
difusión, por ejemplo, R. B. Cattell (1905-1998), que propuso la existencia de
dos factores que se conocen como inteligencia fluida e inteligencia cristalizada.
Grosso modo, la «inteligencia fluida» tiene un componente hereditario y está
relacionada con el proceso madurativo y la capacidad para resolver problemas
ante situaciones o estímulos desconocidos, mientras que la «inteligencia
cristalizada», vinculada a la educación y a las experiencias, tiene que ver con el
funcionamiento intelectual en tareas que requieren cultura y aprendizaje previos.
Especialmente relevante en la gestación de nuestro planteamiento es la teoría del
continuo heterogéneo y jerárquico, correspondiente a Yela (1987). Este
psicólogo sostiene que las diferencias individuales en comportamiento
inteligente covarían sistemáticamente. Para este autor, la estructura diferencial
de la inteligencia está dominada –aunque según los casos– por un factor general
que actúa a través de grandes factores comunes (verbal, técnico, lógico), que va
ordenando y diferenciando el continuo de covariación en una multiplicidad
prácticamente ilimitada de subfactores, productos diferenciales de la interacción
entre la dotación genética y la experiencia de las personas y las sociedades. Así
pues, la estructura diferencial de la inteligencia consiste en un continuo de
covariación heterogéneo y jerárquico. Es una estructura relativamente «unitaria»,
con tendencia general a la integración abstracta, relacionante e innovadora. Es
una tendencia «múltiple», como se aprecia en las numerosas aptitudes. Se trata
de una estructura prefijada en ciertas propiedades generales que son comunes,
con matices, a todos los seres humanos y culturas, y abierta a la inventiva y al
aprendizaje. El conjunto de rasgos diferenciales, comunes o diversos, tiende a
organizarse jerárquicamente, desde el rasgo general, que se expresa en casi todo
comportamiento inteligente, a los rasgos específicos, tantos como
comportamientos, pasando por un número indefinido de niveles intermedios.
En el planteamiento anterior, cuya estela seguimos, cuando Yela se refiere a la
estructura diferencial de la inteligencia utiliza dos palabras claves que ex profeso
hemos entrecomillado más arriba: unitaria y múltiple. Procede avanzar a este
respecto que la originalidad de nuestra perspectiva teórica de alcance pedagógico
consiste justamente en apoyarse en esta posición bifronte, pues nos basamos
simultáneamente en la unidad y en la multiplicidad de la inteligencia. También la
educación, como después insistiremos, debe reconocer esa dualidad intelectual.
En esa síntesis de «unidad y diversidad», esto es, en esa «inteligencia
unidiversa» y en su proyección educativa hallamos la especificidad de nuestra
aportación.
Adelantado el núcleo de nuestro planteamiento, revisamos dos aportaciones
teóricas recientes procedentes de Norteamérica: una, la de Sternberg (1988);
otra, la de Gardner (2001), a la que dedicaremos más atención crítica.
En la teoría triárquica de Sternberg (1988), en la que armoniza las perspectivas
diferencial y cognitiva, cabe distinguir tres dimensiones encaminadas a
comprender y mejorar la inteligencia: componencial, experiencial y contextual.
Estas, a su vez, permiten hablar de otras tantas subteorías: la subteoría
componencial o analítica, que asocia el funcionamiento de la mente a una serie
de componentes propios de la actividad inteligente; la subteoría experiencial o
creativa, que especifica los procesos que tienen lugar cuando la persona se
enfrenta a situaciones más o menos novedosas, y la subteoría contextual o
práctica, que relaciona la inteligencia con el mundo exterior del sujeto, esto es,
con el contexto sociocultural en que se desenvuelve. De acuerdo con esta
subteoría, la adaptación del individuo a su ambiente y el afrontamiento exitoso
de las situaciones cotidianas refleja su grado de inteligencia.
Gardner (2001), por su parte, se ha hecho mundialmente famoso con su teoría de
las inteligencias múltiples. Tras reformular su teoría, este profesor de la
Universidad de Harvard identifica nueve inteligencias autónomas y dotadas de
poder ejecutivo:
• Inteligencia lingüística: sensibilidad especial hacia el lenguaje hablado y
escrito, capacidad para aprender idiomas y para alcanzar determinados objetivos
a través del lenguaje. Entre las personas que destacan en esta inteligencia cabe
citar a los oradores, los poetas, los escritores y los abogados.
• Inteligencia lógico-matemática: capacidad para analizar problemas de una
manera lógica, para realizar operaciones matemáticas e investigaciones
científicas. Destacan en este tipo de inteligencia los matemáticos, los lógicos y
los científicos.
• Inteligencia musical: capacidad para interpretar, componer y apreciar pautas
musicales. En su estructura es análoga a la inteligencia lingüística. Han de
incluirse aquí músicos, compositores, críticos musicales, etc.
• Inteligencia corporal-cinestésica: capacidad para utilizar partes del propio
cuerpo o su totalidad en la resolución de problemas o en la creación de
productos. Destacan en esta inteligencia los bailarines, los actores y los
deportistas, pero también es importante para los cirujanos, los artesanos, los
científicos de laboratorio, los mecánicos, etc.
• Inteligencia espacial: capacidad para reconocer y manipular pautas en espacios
grandes (como hacen, por ejemplo, los navegantes y los pilotos) y en espacios
más reducidos (como hacen los escultores, los cirujanos, los jugadores de
ajedrez, los artistas gráficos o los arquitectos).
• Inteligencia interpersonal: capacidad de una persona para entender las
intenciones, las motivaciones y los deseos ajenos y, por tanto, su capacidad para
trabajar eficazmente con otras personas. Los profesores, los médicos, los líderes
religiosos y políticos, los actores y los vendedores necesitan una gran
inteligencia interpersonal.
• Inteligencia intrapersonal: capacidad para autocomprenderse, para tener un
modelo útil y eficaz de uno mismo, con inclusión de deseos, miedos y
capacidades, y para emplear esta información adecuadamente en la regulación de
la propia vida.
• Inteligencia naturalista: capacidad para reconocer y clasificar las numerosas
especies –la flora y la fauna– del entorno. Es capacidad para categorizar
organismos nuevos o poco familiares. La persona con inteligencia naturalista es
«biófila». se siente a gusto en el mundo de los seres vivientes y puede tener
especial aptitud para cuidar e interaccionar con muchos de ellos. Los biólogos
son a menudo personas con elevada inteligencia naturalista.
• Inteligencia existencial: inquietud por las cuestiones «esenciales». Es la
capacidad de situarse uno mismo en relación con las facetas más extremas del
cosmos y de enlazar con determinadas características existenciales de la
condición humana, como el significado de la vida y de la muerte, el destino final
del mundo físico y el mundo psicológico, y ciertas experiencias como sentir un
profundo amor o quedarse absorto ante una obra de arte. Se supone que los
líderes religiosos, entre otras personas, han de poseer elevada inteligencia
existencial.
Se trata, sin duda, de una interesante teoría con enormes implicaciones
educativas, sobre la que conviene recordar que el propio Gardner ha aumentado
el número de inteligencias, según puede constatarse, por ejemplo, en su libro La
inteligencia reformulada (2001), respecto a obras anteriores, como la titulada
Inteligencias múltiples (1998). Sirva el dato para advertir que, si el mismo autor
puede replantear su teoría, también es lícito introducir críticas desde posiciones
externas.
3.4. La teoría de la inteligencia unidiversa
Un rápido recordatorio me lleva al curso 1993-1994, en el que impartí un
seminario sobre la mejora de la inteligencia en la Universidad Complutense de
Madrid. Al menos desde entonces vengo interesándome por el constructo
inteligencia desde una perspectiva teórico-práctica, y creo oportuno esbozar una
teoría, a la par estructural y funcional, sobre esta compleja facultad.
Debo adelantar que la teoría de la «inteligencia unidiversa», aún en ciernes, no
surge ex nihilo. Como ya consigné, coincido con Yela (1987) cuando dice que la
inteligencia es, a la vez, «una y múltiple». Así pues, lo que me propongo es
robustecer este fundamental planteamiento tanto por razones teóricas como
educativas.
En lo que a educación se refiere, no es raro comprobar que Estados Unidos lleva,
como en otras cuestiones, la «voz cantante». Con frecuencia, por ejemplo,
quedamos deslumbrados por teorías foráneas, como la de las inteligencias
múltiples, sobre la que expreso mi preocupación, porque me parece que uno de
los peligros de esta formulación es que, junto a la escisión de la propia
inteligencia, se quiebre también la educación. La vieja consigna «divide y
vencerás» está dando sus frutos en forma de pingües beneficios económicos,
pero está sembrando de confusionismo nuestro campo pedagógico. Ahora, so
pretexto de que se ha democratizado y ensanchado la inteligencia, asistimos
perplejos a una lista interminable de «nuevos inteligentes»: sexuales o
psicosexuales, eróticos, visuales, auditivos, mecánicos, ecológicos, económicos,
estratégicos, comerciales, sanitarios, danzantes... y hasta criminales, como
«certeramente» precisaba un diario para referirse a determinados delincuentes
buscados internacionalmente. En verdad, el que no se contenta es porque no
quiere.
Considero que al utilizar el sustantivo inteligencia tan profusamente pierde su
verdadera significación. Es cierto que este término, investido de dignidad, realza
el discurso, lo que explica en buena medida su uso creciente, pero su frecuente
manejo arbitrario lo desvirtúa. La frivolidad con que se está utilizando la noción
ha oscurecido esta área de investigación que tantas implicaciones educativas
tiene.
La calificación de la inteligencia como «unidiversa» es quizá una de las
aportaciones de nuestro planteamiento. Hasta donde conozco es un término que
no se había manejado antes aplicado a la inteligencia. Con este neologismo, más
o menos afortunado, se enfatiza la unidad de esta facultad, al tiempo que se
reconoce su valor interno, su versatilidad y su proyección sobre diversos
campos. Esta concepción de la inteligencia como unitas multiplex no quiebra su
unidad ni niega su polivalencia. Por ello, podría hablarse también de
«inteligencia múltiple» o de «inteligencia compleja», que vendrían a ser
expresiones sinónimas.
Es sabido que algunos teóricos, acaso llevados por una comprensible reacción
frente a la visión hegemónica, monolítica y unitarista de la inteligencia, cayeron
en el craso error de atomizarla.
Otra novedad de la teoría de la inteligencia unidiversa se descubre en sus
fundamentos, más psicológicos y antropológicos que matemáticos, pero
justificados para emprender la necesaria labor explicativa de la realidad
estructural y funcional de la inteligencia.
Todavía hay otra contribución que, en cierto modo, compendia las anteriores. Y
es que se trata de una teoría de alcance pedagógico, social, histórico y cultural,
sensible, respetuosa y comprometida con la unidad y la diversidad intelectual de
nuestra especie.
En definitiva, aquí nos acercamos a la inteligencia desde una perspectiva
sintética y superadora de los enfoques unitaristas y pluralistas. Con la debida
modestia, pero con rotundidad, hay que afirmar que nos hallamos ante una
noción del intelecto más rica desde la óptica psicológica, pero también con más
enjundia pedagógica. Por eso, una aspiración irrenunciable es mejorar la
educación en este ámbito.
3.5. La inteligencia unidiversa: unitas multiplex
En este apartado se ahonda en el potencial educativo de la teoría de la
inteligencia unidiversa, para lo cual se estudia la estructura diferencial de la
inteligencia a partir de distintas disciplinas y se buscan vías pedagógicas para
desplegarla.
Pretendemos que la revisión de la literatura científica dé solidez a nuestro
planteamiento, de manera que nuestra propuesta teórica sobre la inteligencia sea
consistente y tenga el mayor alcance educativo posible.
En aras de la claridad y de la progresión investigadora, seguiremos un esquema
exploratorio de conceptos y de sus respectivos avales científicos.
Tras las declaraciones previas, recordemos que en el solar hispano se remontan a
mucho tiempo atrás los estudios de alcance pedagógico en los que se destaca la
necesidad de identificar las principales aptitudes personales. Es el caso del
Tratado de la enseñanza (2004) del valenciano Juan Luis Vives (1492-1540) y
del Examen de ingenios para las ciencias (1991) del navarro Juan Huarte de San
Juan (1529-1588). Pese a los antecedentes renacentistas, es en el siglo XX
cuando aumenta de forma considerable el interés por las aptitudes, en gran
medida por la expansión de la metodología experimental en la investigación
educativa.
En la pasada centuria, al hablar de los estudios sobre inteligencia, es obligado
citar nuevamente a Mariano Yela (1921-1994). Su afirmación (1987) de que «la
inteligencia no es simple, sino compleja» nos permite reparar en que nos
encontramos ante un constructo unitario (sistema) y múltiple (numerosas
aptitudes). La inteligencia es, en efecto, una estructura de múltiples aptitudes,
desde la general, que interviene en casi todo, hasta las más vinculadas a cada
situación particular, pasando por aptitudes de amplitud variable. Frente a
enfoques que defienden la parcelación/modularidad de la mente (véase, v. gr.,
Fodor, 1986), admitimos cierta autonomía y especificidad en la esfera intelectual
y reconocemos, a la vez, la relativa interdependencia de las capacidades.
Estamos convencidos de que la inteligencia es unitas multiplex. Por ejemplo,
desde la perspectiva neurofisiológica, Castelló (2001) ofrece algunos datos
valiosos que nos asisten y que resumimos:
• La estructura y organización del cerebro revelan una marcada especialización
de ciertas áreas de este órgano en determinadas formas de procesamiento de la
información. A pesar de la especialización, el cerebro funciona de una manera
bastante global, lo que implica la acción coordinada de diversas áreas,
particularmente en las actividades cognitivas complejas.
• Hay poca evidencia de la arquitectura cerebral centralizada, es decir, hay
escasos indicios que apoyen un enfoque unitario de la inteligencia. El registro de
la actividad neural por medio de sistemas de tomografía por emisión de
positrones (TEP) demuestra la especificidad de determinadas áreas. No obstante,
los estudios que ofrecen estos datos sobre la especificidad cerebral, suelen
destacar la importancia de las interconexiones en el cerebro o funcionamiento
global del mismo. Parece, pues, que en el cerebro se combinan de forma
compleja las ubicaciones concretas y las interacciones entre áreas; de hecho,
pueden resultar más significativas las comunicaciones entre zonas que la acción
de las propias áreas.
• El cerebro ni se organiza en unidades independientes ni funciona de manera
centralizada. Los datos revelan que la configuración del cerebro combina zonas
especializadas –muy puntuales– con gran flexibilidad de conexión funcional, de
acuerdo con el azar y las propias limitaciones del organismo y del ambiente.
En resumen, las investigaciones sobre topografía cerebral demuestran que el
cerebro combina de manera compleja la globalización y la localización, lo que
apoya el concepto de inteligencia unidiversa que defendemos. Recurrimos
también a un trabajo de Pinillos (1999), en cierto modo clásico, para recordar la
actuación global del cerebro como un todo orgánico, lo que supone la interacción
coordinada de sus estructuras mediante sistemas funcionales muy plásticos,
definidos por sus respectivas tareas u objetivos vitales.
Con objeto de profundizar en los postulados anteriores y robustecer la teoría,
procede revisar, entre otros, trabajos como los que se citan a continuación, de los
que extraemos algunas ideas valiosas.
Ortiz (2009), en su obra Neurociencia y educación, relaciona los conocimientos
sobre el cerebro con el mundo de la educación. Básicamente pretende aproximar
la neurociencia a la práctica cotidiana de la enseñanza en la infancia y la
adolescencia. Obviamente no podemos equiparar el cerebro, que es un órgano,
con la inteligencia, que es una capacidad compleja, pero sí que podemos
comprender mejor esta facultad mediante los conocimientos que hoy se poseen
sobre su soporte físico. Desde luego, si desde nuestro campo pedagógico
permanecemos atentos a los avances neurocientíficos, particularmente a cuanto
tiene que ver con la plasticidad y el desarrollo cerebral, estaremos en
condiciones de establecer principios y normas de actuación parental y docente
que promuevan un adecuado despliegue intelectual.
En relación con el despliegue organizativo del cerebro, Ortiz (2009) recuerda
que en el período que va desde el nacimiento hasta los 3 años acontecen los
grandes desarrollos de conexiones sinápticas entre áreas corticales próximas, lo
que permite absorber indiscriminadamente enorme cantidad de información. A
este respecto, se pronuncia educativamente de un modo que compartimos, pues
dice que la estimulación ambiental temprana integrada, ordenada, novedosa y
rica, sin pretender que el cerebro se especialice en un determinado tipo de
conducta, habilidad o destreza constituye el proceso formativo más apropiado en
este tramo vital. El autor señala que en el período comprendido entre los 4 y los
11 años se produce la gran armonización en el desarrollo global del cerebro,
debido a las numerosas interacciones córtico-corticales y subcórtico-corticales,
tanto de las áreas anteriores (lóbulos frontales) como de las áreas asociativas
temporo-parieto-occipitales. La integración de estas áreas permite la
proliferación de conocimientos, procesos, valores y aprendizajes, algo que ha de
tenerse en cuenta en las programaciones educativas. La estimulación ambiental,
sistemática, ordenada y novedosa, debe incidir tanto en los aprendizajes
escolares (lengua, matemáticas, lectura, etc.) como en el crecimiento emocional,
social y moral del niño, de manera que se generen redes neuronales estables
capaces de consolidar las adquisiciones. En cuanto a la adolescencia, se trata de
una etapa de gran desarrollo neurohormonal que afecta a diferentes áreas
cerebrales, sobre todo a las prefrontales y cerebelosas, responsables del
aprendizaje y de la adaptabilidad motriz. Estos cambios, llamados a
contemplarse pedagógicamente, permiten la realización de funciones cognitivas
complejas, pero también abren enormes posibilidades desde el punto de vista
social, ético y emocional.
Ortiz (2009) indica que los nuevos estudios realizados mediante neuroimagen
funcional dejan entrever un cerebro más holístico en funciones complejas. En lo
que a desarrollo cerebral se refiere, el futuro pasa por generar de modo creciente
nuevas conexiones y redes neuronales a través de la educación. Se trata de
estimular el desarrollo tanto de áreas y capacidades específicas, según las
necesidades y posibilidades personales, como del cerebro en su conjunto. En
resumen, como expresa el propio autor, la neuropedagogía pretende conocer
mejor el funcionamiento del cerebro, investigar cómo generar más neuronas y
conexiones cerebrales mediante la educación y contribuir a un desarrollo integral
del cerebro infantil.
Mora (2009), en su libro Cómo funciona el cerebro, citando a Gross (2001), nos
ofrece, entre otros muchos, un interesante dato sobre el proceso de abstracción,
del que afirma que no queda limitado a un área del cerebro, sino que
posiblemente se trate de circuitos distribuidos en amplias zonas cerebrales a las
que llegan los estímulos tras pasar los procesamientos neuronales primarios y
básicos.
Trabajos como el de Mora (2009) pueden apoyar neurofisiológicamente nuestra
teoría de la inteligencia unidiversa, en la que se enfatiza, a un tiempo, la
localización/especialización y la interconexión/globalización del sistema
intelectual, integrado por numerosas aptitudes. Una original concepción teórica
de la que se derivan, como después mostraremos, relevantes implicaciones
pedagógicas. Es más, no se trata únicamente de que las aptitudes intelectuales
sean interdependientes, sino de que el cerebro –y con él la inteligencia– se
relaciona con el resto del cuerpo. En este mismo sentido se expresa Mora (ibíd.
pp. 57-58) al referirse a la cuestión: «Digámoslo ya, mi cerebro interactúa con el
mundo a través de mi cuerpo (representado en mi cerebro y actualizado en él
constantemente).» Y agrega: «El cuerpo así es “uno” con el cerebro en su
interacción con el mundo, tanto cuando se percibe algo, sea un depredador o la
comida, como cuando se actúa sobre ese algo». Merced a la aptitud corporal,
contemplada en nuestro planteamiento –y de la que tantos beneficios podemos
extraer para la teoría de la educación física o, quizá mejor, psicofísica–, ya se
vislumbra la relación entre inteligencia, cerebro y cuerpo.
Desde Inglaterra, las neurocientíficas Blakemore y Frith (2010), con la obra
Cómo aprende el cerebro, proporcionan abundante material valioso del que
puede nutrirse nuestra concepción de la inteligencia, abierta al diálogo
interdisciplinar. Nuestra formulación teórico-educativa sobre la inteligencia
unidiversa no se circunscribe a las etapas del desarrollo. Interesa profundizar
igualmente en cómo se produce el aprendizaje intelectual en la etapa adulta y
aun en la vejez. A este respecto, conviene adelantar, a partir de estas autoras, que
la plasticidad cerebral se extiende a todo el discurrir vital, aunque sin soslayar
que el cerebro envejecido se vuelve menos maleable y nuevos aprendizajes
requieren más tiempo. Indiscutiblemente se abren muchas posibilidades para la
gerontopedagogía.
Blakemore y Frith (2010) se sirven, en general, de la atinada y bella metáfora del
jardín cerebral que permite contemplar a los educadores (profesionales y
naturales) como las personas encargadas de cuidarlo y cultivarlo con esmero. De
acuerdo con este tropo, podemos y debemos sembrar semillas intelectuales
según la naturaleza de cada educando. La educación no cambia solo la mente
sino también el cerebro. Según las autoras, la educación es a este órgano lo que
la jardinería al paisaje. Conviene, pues, que los programas educativos recojan
aportaciones como las que vamos mostrando a partir de distintos trabajos. Se
trata, al fin, de desplegar formativamente todo el potencial intelectual y personal.
Entre las obras que, además de las citadas, pueden revisarse incluimos las de
Delgado (1994), Jensen (2010) y Damasio (2010). Si nos detenemos en la
consideración de ciertos aspectos neurofisiológicos, es porque un conocimiento
básico del cerebro resulta imprescindible para robustecer nuestra formulación
sobre la inteligencia y para conocer sus implicaciones pedagógicas.
3.5.1. Estructura arbórea de la inteligencia unidiversa y su potencialidad
educativa
La estructura de la inteligencia unidiversa puede presentarse, siquiera sea a
grandes trazos, mediante la clásica metáfora del árbol, que nos permite
contemplar una planta cuyas raíces se hunden en la personalidad y que se eleva
gracias a un tronco común a todo comportamiento inteligente ramificado en
aptitudes de especificidad variable. De acuerdo con este tropo, la inteligencia es
viva y requiere cuidados para desarrollarse. Es preciso conocer, a este respecto,
la familia a la que cada árbol pertenece, no sea que neciamente nos empeñemos
en pedir «peras al olmo». Ahora bien, este reconocimiento de las diferencias
individuales y de la necesidad de atención educativa respetuosa de la
singularidad no debe llevarnos a pasar por alto el calendario madurativo de
nuestra especie en los primeros tramos del desarrollo. El proceso natural de
crecimiento infantil, cualquiera que sea la vertiente en que nos centremos, ha de
concordar con la estimulación proporcionada, de manera tal que ni se frene el
desarrollo ni se perturbe por aceleraciones desmesuradas. En este punto, la
metáfora no debe tornarse engañosa y servir de excusa a actuaciones educativas
regidas por la precipitación y ancladas en la idea de que hay «numerosas
inteligencias» (autónomas y ejecutivas) que han de recibir atención formativa
diferencial desde la cuna. Esta peligrosa interpretación puede extenderse y dar
lugar a categorizaciones prematuras sobre el tipo de inteligencia de cada escolar.
La desigual presencia de aptitudes intelectuales en las personas no es pretexto
para desatender la estructura troncal de la inteligencia. Solo desde el cultivo de
este minimum se puede obtener un maximum, lo que equivale a decir que
únicamente si se cuida el tallo intelectual es posible desarrollar alguna de las
capacidades que de él se derivan. Por el contrario, el empecinamiento en que
cada individuo ha de desplegar su «particular inteligencia» nos conduciría en su
interpretación extrema a la formación de «talentos retrasados»; es decir, sujetos
muy dotados para una determinada actividad, pero deficientes en todas las
demás.
La teoría de la inteligencia unidiversa ofrece –dicho sea con toda la modestia–
una perspectiva más flexible y completa de la inteligencia y al mismo tiempo
abre posibilidades educativas de mayor alcance que las derivadas de las teorías
unitaristas y de las teorías multiplicistas. Con esta concepción doctrinal sobre la
que seguiremos reflexionando e investigando a partir de fuentes de diversa
índole: antropológica, psicológica, pedagógica y neurofisiológica, no
pretendemos haber hallado mecanismos o elementos intelectuales desconocidos.
De un modo u otro, los datos que estamos ofreciendo se citan en publicaciones,
pero de una forma asistemática y sin reparar en la trascendencia de ofrecer una
visión de la inteligencia que fusione y supere las parciales concepciones sobre la
inteligencia, unitaristas y multiplicistas. A esta innovación se agrega la
identificación de una distribución aptitudinal original, que se presentará más
adelante en el seno de la estructura arbórea completa de la inteligencia
unidiversa, que procedemos a describir.
Comenzamos por las «raíces», que se hunden en la personalidad. Ha de
reconocerse que la inteligencia humana no actúa aisladamente. No se puede
desgajar de la realidad personal en que permanece enclavada. El marco
biográfico condiciona la actuación intelectual y, por tanto, al estudiarla no parece
apropiado, como a veces ha hecho cierta psicología cognitiva radical, soslayar la
circunstancia del sujeto. Según revelan numerosos trabajos experimentales y aun
la evidencia, hay factores psicológicos, sociales, biológicos, culturales,
educativos, económicos, sanitarios, etcétera, que influyen en la personalidad y en
la actividad intelectual. A este respecto, nuestra teoría, al presentar una visión
compleja, flexible, contextualizada y más humana de la inteligencia, avanza
científicamente en su comprensión.
Kincheloe (2004) señala con acierto que la psicología educativa dominante no
reconoce nuestro marco cultural, lo que frecuentemente conduce a explicaciones
erróneas. Con sus propias palabras (ibíd., p. 22): «En este contexto, el
cognitivismo que ha dominado el campo de la psicología educativa durante las
últimas décadas, aunque ha sido brillante a veces, está echado a perder por su
desconexión de una visión más compleja del ser, su propia historicidad como
una manera de ver construida socialmente y una visión democrática para guiar
las preguntas que formula».
Desde luego, las anteriores declaraciones de Kincheloe rebasan el ámbito de la
psicología educativa y se dejan sentir en el terreno pedagógico, hasta el punto de
que puede hablarse de un modelo pedagógico cognitivista (Sarramona, 2000).
Resulta evidente que la actividad intelectual del sujeto está condicionada por su
entorno. Si acercamos la lente a las raíces de la inteligencia, se observa la
trascendencia de la experiencia afectiva temprana, de la que va a depender en
gran medida la organización moral de la realidad. Como afirma Castilla del Pino
(2000, p. 87), «a lo largo del desarrollo del sistema cognitivoemocional, el sujeto
construye un repertorio de bipolaridades axiológicas que aplica a los objetos de
su universo, incluido él. Los sentimientos o valores abstraídos de los objetos
componen la tabla de valores positivos y negativos de cada sujeto».
Defendemos que la inteligencia permanece ligada a la afectividad e incluso a la
moralidad. Tengo la certeza de que la genuina inteligencia ni es neutra ni se
subordina a intereses aberrantes. En apoyo de esta idea podemos citar trabajos
como el Hauser (2008) sobre la mente moral.
La cognición humana no se puede analizar de forma aislada. Por más que
algunas concepciones computacionales se empecinen en lo contrario, la persona
no piensa con gelidez maquinal. La persona tiene valores, sentimientos, etc., que
es preciso tener en cuenta para comprender el comportamiento inteligente.
Obviar la importancia de la moralidad o la afectividad conduce a una pobre
visión de los procesos intelectuales. Se abre, a este respecto, un largo camino
investigador que puede iniciarse con el reconocimiento de la estructura
constitutivamente moral del ser humano, idea defendida por Zubiri y difundida
por López Aranguren (1981). También el eximio filósofo vasco (1991) se
muestra elocuente al enfatizar la naturaleza sentiente de la inteligencia, pues el
sentir humano y la intelección no son dos actos numéricamente distintos, sino
que constituyen dos momentos del mismo acto de aprehensión sentiente de lo
real.
En síntesis, la inteligencia unidiversa tal como se conceptualiza implica reparar
en el marco emocional, moral, social, cultural, histórico y económico en el que
la cognición se gesta y actúa. Nuestra formulación, aunque original, tiene en
cuenta e integra numerosos datos parciales procedentes de fuentes diversas,
advierte la existencia de múltiples condicionantes y enlaza con planteamientos
posformales, siquiera sea porque, además de insistir en la pobreza del constructo
«inteligencia» según lo maneja determinada perspectiva cognitivista de la
educación, subraya la trascendencia de estudiar la ética/moral, la afectividad, la
cultura, la historia, la sociedad, etc., si de verdad se quiere comprender y
enriquecer la inteligencia y, en último término, al ser humano.
Llegamos ahora al «tronco» en el que se sitúa el núcleo de la inteligencia. En
esta parte troncal, de índole humano-social, nos topamos primordialmente con la
capacidad intelectual general involucrada en la planificación, la resolución de
problemas, la abstracción, el aprendizaje, etcétera. Se relaciona con el
rendimiento intelectual en gran número de tareas. En sintonía con lo señalado
por Yela (1987), este tronco cognoscitivo manifiesta unidad de acción de una
estructura compleja en la que pueden identificarse numerosas aptitudes.
Guardemos prudentemente las distancias con Spearman (1927), porque no hay ni
pretende haber equivalencia entre nuestro tronco intelectual con el factor «g»,
que representa estadísticamente a la inteligencia general. Sin embargo, si
pasamos el polémico concepto del psicólogo inglés por el tamiz
fenomenológico, tal vez podamos rescatar para nuestro planteamiento la
existencia de un tronco vinculado a toda actividad inteligente. Entre esas
funciones troncales sobresalen la abstracción –que posibilita la consideración
atenta de los objetos y la captación de lo esencial–, el establecimiento de
relaciones entre datos y la generación de conocimiento. Nos informa igualmente
de la capacidad reflexiva y de la energía mental del sujeto, por supuesto muy
condicionadas por el ambiente. Finalmente, en este afán comprensivo,
estructural y pedagógico señalamos la coexistencia del tronco con múltiples
aptitudes intelectuales de amplitud variable y cultivables por la educación.
Nos hallamos, por tanto, ante un tronco duro de roer y al que, sin embargo, es
preciso hincar el diente.
En lo que se refiere a las «ramas», prolongación del tronco, representan las
diversas aptitudes intelectuales existentes. En la historia de la psicología se
descubren considerables esfuerzos por identificar y explicar la estructura
diferencial de la inteligencia; sin embargo, más allá de las semejanzas y
aproximaciones teóricas, sigue habiendo significativas diferencias entre
investigadores.
La senda fenomenológica, empero, permite mostrar una provisional estructura
diferencial de la inteligencia. Por supuesto, no se desdeñan otros modelos y
datos obtenidos por metodologías o técnicas distintas, pero de momento vamos a
transitar la mencionada vía investigadora. En definitiva, esta propuesta de
alcance funcional, abierta a cualquier contribución enriquecedora, permite
distinguir, al menos, las siguientes aptitudes intelectuales interdependientes
ordenadas alfabéticamente y sobre las que se espera que ulteriores aportaciones
arrojen más luz:
• Aptitud afectiva:² capacidad para conocer, expresar y canalizar la afectividad
sobre todo los sentimientos, las emociones, las pasiones y las motivaciones. Esta
aptitud permite identificar los fenómenos afectivos propios y aun ajenos. Abre
las puertas a la discriminación e interpretación correcta de los estados de ánimo.
La persona con conocimiento de la afectividad advierte fácilmente la naturaleza
de los sentimientos, emociones, pasiones y motivaciones, los relaciona y juzga
con acierto.
• Aptitud artística: capacidad para expresarse bellamente mediante recursos
plásticos, lingüísticos o sonoros. A menudo exige combinación de procesos
lógicos e intuiciones, extraordinaria interpretación de lo real o imaginado y
acreditada habilidad ejecutiva.
• Aptitud corporal: capacidad para actuar físicamente en el entorno. Implica que
el sujeto es consciente de su propia realidad corporal. Es habilidad psicomotriz
que permite la canalización energética, el ajuste y el desenvolvimiento personal,
así como la apertura, expresión y relación con los demás.
• Aptitud espacial: capacidad para comprender y manejar las relaciones de los
objetos en el espacio. Permite imaginar y concebir objetos en dos o tres
dimensiones. Las personas con una elevada aptitud espacial se orientan
fácilmente en el espacio.
• Aptitud ecológica: capacidad para reconocer que formamos parte de un
ecosistema, de una misma comunidad de seres vivos. Gracias a esta aptitud se
exhibe una conducta beneficiosa para el ambiente.
• Aptitud espiritual: capacidad para desarrollarse interiormente y abrirse a la
trascendencia. Esta aptitud permite una mayor conciencia de uno mismo, de los
demás y del mundo. Si bien va más allá de lo meramente sensible, permite vibrar
con la realidad toda y se proyecta en la actividad cotidiana del sujeto.
• Aptitud ética/moral: Cabe hablar de aptitud ética/moral, no solo de actitud. La
persona con esta capacidad se orienta hacia el bien. Sus actos se distinguen por
el compromiso, la responsabilidad, la justicia, la entrega y el perfeccionamiento.
Se caracteriza por la buena conducta o eupraxía.
• Aptitud lingüística: capacidad para comprender y expresar conceptos y estados
anímicos a través de palabras, tanto de forma oral como escrita. Merced a esta
aptitud cognoscitiva las personas organizan su mundo, piensan sobre sí mismas y
se comunican.
• Aptitud manipulativa: capacidad para utilizar instrumentos. Es habilidad para
realizar actividades manuales, en las que, en general, hay que tener destreza y
precisión de movimientos. Las tareas pueden exigir, según los casos, rapidez,
coordinación, equilibrio, control postural, etc.
• Aptitud matemática: capacidad para manejar y utilizar con rapidez y precisión
números y relaciones matemáticas. Implica habilidad lógico-matemática que
permite hacer cálculos mentales y resolver problemas. Con frecuencia supone
formulación y verificación de hipótesis.
• Aptitud social: capacidad que permite interesarse por los demás y trabar
relaciones con ellos. Es fundamental para vivir y convivir. Esta habilidad
comporta apertura y es incompatible con la intransigencia. En efecto, la persona
con esta aptitud está en condiciones de iniciar y mantener interacciones
saludables.
• Aptitud temporal: capacidad para orientarse en el tiempo e integrar el fluir de
las vivencias. Es percepción del tiempo interno, subjetivo. Supone conciencia y
manejo de la temporalidad según se advierte en los proyectos, estructuración y
po-sicionamiento ante los sucesos, organización y realización de la propia
narrativa existencial, etc. Es igualmente ajuste de la acción personal al tiempo
físico-matemático, técnico-racional, convencional, social, público, objetivado,
exteriorizado, espacializado y medido a través del reloj y el calendario.
Una rápida revisión de la literatura científica permitiría comprobar que algunas
de las aptitudes intelectuales anteriores, sucintamente descritas, figuran en
diversos modelos explicativos de la estructura diferencial de la inteligencia. En
cambio, es más extraño que se localicen otras en las propuestas teóricas sobre
este complejo constructo. Es el caso de la aptitud espiritual, la aptitud
ética/moral, la aptitud temporal e incluso la aptitud afectiva. Las incorporo
porque sin ellas se torna muy difícil, si no imposible, explicar el comportamiento
inteligente.
Habrá ocasión igualmente de prestar atención a los «frutos» de la inteligencia
unidiversa, lo que equivale a interesarse por la creatividad, complejo concepto
que, como es sabido, no solo depende de la cognición. Puede ligarse a aspectos
técnicos o estéticos y designa un amplio conjunto de acciones, entre las que se
han de incluir los inventos, los descubrimientos y las producciones artísticas de
toda índole.
Enfaticemos, por el momento, que la inteligencia es dependiente del entorno
sociocultural. Solo en la medida en que se acepte este hecho estaremos en
condiciones de valorar aptitudes como las últimas mencionadas. Se precisa, en
verdad, avanzar hacia un concepto de inteligencia más completo, menos
maquinal. A este respecto, nuestro planteamiento teórico enfatiza la importancia
de las circunstancias personales, sin las cuales la aproximación a la inteligencia
se torna artificial. Ha de consignarse, además, que la inteligencia y sus diversas
aptitudes se activan –o se inhiben– precisamente en determinadas situaciones,
que han de tenerse en cuenta a la hora de explicarlas y de promoverlas
educativamente.
Por otro lado, sin negar la relativa autonomía de ciertos procesos, la teoría de la
inteligencia unidiversa hace hincapié en la interdependencia existente entre todas
las aptitudes. Esta compleja vinculación entre aptitudes confiere integración al
funcionamiento intelectual, algo que, como venimos sosteniendo, parece
soslayarse en algunas propuestas teóricas recientes. Con carácter general,
nuestro planteamiento se aleja de la visión estrecha que resquebraja el sistema
intelectual al elevar a categoría de inteligencia independiente lo que es mera
aptitud. Desde la perspectiva pedagógica, el reconocimiento de la unidiversidad
intelectual alberga, además, el compromiso de desplegar la inteligencia básica en
cada educando al tiempo que se atiende su singularidad aptitudinal, de manera
que se despierten sus potencialidades y se compensen sus limitaciones.
Aunque desde la óptica ontogenética algunas de las aptitudes puedan
manifestarse antes que otras, todas están presentes a lo largo del discurrir vital y,
mutatis mutandis, están llamadas a desplegarse educativamente en grado
suficiente. La escuela debe garantizar nivel competencial básico a los alumnos
en todo el entramado intelectual, siempre desde la consideración de las
necesidades, fortalezas y flaquezas personales.
3.5.2. Relevancia de lo «humano-social» en la inteligencia unidiversa
La inteligencia unidiversa enfatiza la trascendencia de lo humano-social, por ser
la realidad en que brota y se sostiene y que, al mismo tiempo, explica su
naturaleza y despliegue en la familia, en la escuela y en la sociedad. De hecho,
con esta noción se robustece la visión de la persona como ser cultural, afectivo,
social, moral e histórico. El reconocimiento de estos esenciales atributos
antropológicos permite abandonar la visión biologicista con que a veces se ha
contemplado al hombre. Desde luego, se precisa un acercamiento fisiológico a la
naturaleza humana, pero nunca debe ser reduccionista. En lo que a la realidad
personal se refiere, es cierto que la biología no lo explica todo, pero tampoco se
puede soslayar que sin ella no se comprende bien nada.
Admitida la sustantiva unidad psicofísica del ser humano, es factible aventurar
una interpretación de esta esencialidad en términos que se corresponden con lo
defendido hasta ahora. Así, nos encontramos con que el cerebro humano es el
órgano dotado de mayor significación psicológica. Entre sus complejas
funciones psíquicas se halla, por fuera de la controversial noción, la inteligencia.
Consabido es que no hay equivalencia entre cerebro e inteligencia, aunque
también es evidente que sin el soporte del prodigioso órgano no habría
intelección.
La postura, pues, que interesa defender aquí es la que hace hincapié en la
relevancia «humano-social» de la inteligencia. Con objeto de explicar esta
afirmación, conviene señalar de nuevo que, con arreglo a la teoría de la
inteligencia unidiversa, esta facultad humana no opera fríamente, es decir, al
margen de la moral, la afectividad, la convivencia o la situación. La concepción
maquinal de la inteligencia, sostenida durante largo tiempo, además de pobre,
encierra cierta dosis de cinismo, pues con facilidad abre las puertas a procesos
cognitivos y a conductas que se ponen al servicio de intereses particulares y que
hoy, acaso con mayor intensidad que en cualquier tiempo pretérito, revelan su
potencia destructiva.
Aun cuando se posean aptitudes cognitivas destacadas y relativamente
independientes, si la actuación intelectual no se pone al servicio del progreso
humano/social no debería calificarse de verdadera inteligencia. En su íntima
configuración, la inteligencia es social, convivencial. No se trata únicamente de
que la relación interpersonal y el ambiente social posibiliten el despliegue de la
inteligencia, sino de que la inteligencia se ponga al servicio del encuentro
interhumano y de la sociedad, cualquiera que sea el camino aptitudinal
transitado.
Las afirmaciones anteriores pueden causar extrañeza, pero de nuevo ha de
recordarse que la inteligencia humana no opera en el vacío, sino en un
abigarrado marco de realidad psíquica tejida de cognición, sensibilidad, ética y
compromiso. Si se examinan, siquiera sea fugazmente, estas complejas notas, se
comprobará que no tiene mucho sentido seguir premiando por su supuesta
inteligencia a la persona que adolece de déficit empático o de insuficiente
conciencia de sí misma, de los demás o del mundo; carencias que, si bien
pertenecen a un terreno privado, a menudo se desvelan en la conducta cotidiana.
Aspiramos a destronar una concepción de la inteligencia harto limitada que, sin
embargo, continúa vigente en muchos ámbitos, incluido el escolar. Mantener en
la hegemonía una noción tal constituye un grave desvarío que se deja sentir en la
convivencia. En resumen, lo que se pretende resaltar en el seno de la teoría de la
inteligencia unidiversa es que esta potencia se organiza merced a elementos
cognoscitivos, pero también cordiales, morales, espirituales, culturales y
sociales. Si no se reconoce la trascendencia de estos aspectos en la inteligencia
humana, difícilmente se podrá educar adecuadamente en la familia y en la
escuela.
Nuestra teoría, alejada del cognitivismo radical, es sensible a la hondura de la
persona y se esfuerza por favorecer que el educando, ya desde el inicio de la
escolaridad, se implique en su propio proceso educativo. La educación integral
exige responsabilidad, compromiso, conciencia, comprensión y participación.
Únicamente así se puede evitar el fracaso y abrazar el genuino éxito, el que se
advierte en el saludable despliegue de uno mismo y en la calidad de la propia
vida en relación con los demás.
El discurso eminentemente teórico de estas páginas aspira a reforzarse con la
práctica. Así pues, si el capítulo que concluye se ha dedicado fundamentalmente
a la descripción de la teoría de la inteligencia unidiversa, en el que sigue, sin
perder de vista la íntima ligazón entre saber y hacer, se busca su aplicación
educativa. Se brindan para ello algunas claves susceptibles de adaptación por
parte de los educadores.
2. En otros trabajos, por ejemplo, Martínez-Otero (2007) hablo de «inteligencia
afectiva», mientras que aquí utilizo el término aptitud en el marco más amplio de
la estructura diferencial de la inteligencia, para centrarme en aspectos concretos.
En cualquier caso, es oportuno consignar, en sintonía con lo que sostiene Zubiri
(1991) cuando se refiere a la «inteligencia sentiente», que la realidad siempre
afecta, en mayor o menor cuantía, al ser humano. La intelección y la afectación
están forzosamente unidas. Ahora bien, que la inteligencia siempre sea afectiva
no nos impide distinguir ahora en su estructura unidiversa una aptitud específica
como la que nos ocupa.
4
La práctica de la educación intelectual unidiversa
4.1. Introducción
En este capítulo se presenta una programación de educación intelectual
unidiversa, esto es, un diseño flexible que puede servir de referencia a los
educadores abiertos a la innovación y en el que, a partir de la teoría de la
inteligencia unidiversa y sin perder de vista la realidad de cada centro escolar, se
detallan los diversos elementos de alcance formativo. Una propuesta
programática, en fin, que, por su compromiso con la personalización, debe
adaptarse a las posibilidades de cada educando.
La teoría de la inteligencia unidiversa tiene relevantes implicaciones
pedagógicas. De hecho, hay tres aspectos interrelacionados, en cierto modo
avanzados en el capítulo anterior, que reclaman nuestra atención:
1. La necesidad de tener en cuenta la circunstancia del sujeto a la hora de
estudiar y cultivar la inteligencia. Si la educación intelectual abstrae de
considerar los condicionantes sociales, culturales, afectivos, sanitarios,
económicos, biográficos, etcétera, resultará en extremo difícil alcanzar objetivos
formativos valiosos. El olvido de la persona complica considerablemente el
despliegue de su inteligencia. Se ha de hacer un esfuerzo pedagógico por
personalizar la educación en este ámbito, a menudo descontextualizado y
expuesto a prácticas rígidas y aun excluyentes.
2. La relevancia de promover formativamente el desarrollo global de la
inteligencia. Las diversas aptitudes intelectuales están vinculadas entre sí y es
menester que la educación estimule el progreso de la inteligencia tomada en su
conjunto. Cuanto más robusto sea el sistema intelectual unitariamente
considerado más ricas serán cada una de sus facetas.
3. La urgencia de abrir caminos para la intervención educativa en cada aptitud
intelectual a través de métodos concretos. En un marco pedagógico global, es
necesario activar y enriquecer cada aptitud mediante vías específicas que, lejos
de quebrar la unidad intelectual, la fortalezcan, naturalmente desde el cultivo de
la singularidad de cada educando.
La triple acción pedagógica señalada asegura que todos los educandos alcancen
mediante una praxis contextualizada una estructura intelectual mínimamente
consistente, al tiempo que se cultiva la unicidad intelectual de cada escolar. Estos
objetivos, en definitiva, permiten personalizar la educación, como se verá más
adelante con nuestro programa.
El seductor impacto, por ejemplo, de la teoría de las inteligencias múltiples está
generando en algunas personas, instituciones y aun programas políticos
peligrosas metas educativas. En concreto, esta suerte de moda teórica y su
espejismo acompañante puede llevar en algún caso a soslayar programas
formativos intelectuales de índole nuclear para centrarse radicalmente en
determinada «inteligencia» supuestamente detectada en el niño o que se quiere
desplegar en él a cualquier precio. A este respecto, Wrigley (2007) advertía que,
en Inglaterra, el Gobierno estaba incrementando el número de escuelas
especializadas dispuestas a seleccionar a alumnos de 11 años en función de su
capacidad en áreas específicas, por ejemplo, matemáticas, idiomas, deporte y
negocios. En palabras del propio profesor del Reino Unido (ibíd., p. 92): «Puede
parecer que esto es un avance sobre la idea de una inteligencia general fija, pero
ya que no hay mecanismos creíbles para identificar el potencial en estos campos,
puede resultar que el sistema es únicamente una nueva forma de discriminación
social. Servirá para seleccionar a aquellos niños cuyo entorno les ha dado
mayores oportunidades de experimentar estos campos, o cuyos padres pueden
expresarse mejor al abogar por su admisión». A lo que podemos agregar que
planes educativos como el comentado también pueden perjudicar a esos mismos
escolares a los que hipotéticamente se quiere beneficiar, sobre todo porque, en
aras de una pretendida especialización precoz, se les puede privar de la deseada
robustez formativa troncal en la esfera intelectual.
Por tanto, la política educativa no debe obviar la unidiversidad intelectual, esto
es, ni los aspectos troncales de la inteligencia ni sus aptitudes específicas. Así
como una visión anacrónica y monolítica en este terreno puede conducir a una
educación de corto alcance negadora tanto de la complejidad de la inteligencia
como de las diferencias interindividuales, la óptica atomizadora puede deslizarse
no solo hacia planteamientos pedagógicos elitistas sino también endebles pues,
al empeñarse en desplegar «inteligencias autónomas», puede restar consistencia
formativa a la plataforma intelectual sobre la que se erigen las aptitudes
interdependientes.
En el marco general descrito se enclava la praxis educativa derivada de la teoría
de la inteligencia unidiversa. Tras estas primeras ideas, ampliaremos enseguida
la descripción de procedimientos y condiciones que posibilitan la práctica en
este terreno mediante un ejemplo de programación.
4.2. La educación intelectual unidiversa
A priori identificamos una serie de rasgos de la teoría de la inteligencia
unidiversa que pueden servir de referencia pedagógica para su educación en
entornos escolares:
• Reconoce la unidad y la complejidad de la inteligencia.
• Identifica una nueva estructura aptitudinal, con doce aptitudes
interdependientes.
• Enfatiza la índole humano-social de la inteligencia.
• Subraya que la inteligencia está integrada en la personalidad.
• Hace hincapié en el dinamismo intelectual, susceptible de mejorarse.
• Destaca la necesidad de cultivar tanto el tronco intelectual como las distintas
aptitudes en función de la singularidad de cada educando.
• Impulsa la personalización educativa en el terreno intelectual.
La eficacia de la educación intelectual basada en nuestra formulación va a
depender de que directivos y profesores conozcan suficientemente la teoría y
participen de sus fundamentos, así como de su capacidad didáctica y motivadora
para interesar a los alumnos en las actividades que se realicen.
Además, la proyección pedagógica de todo lo descrito en páginas anteriores
sobre la inteligencia reconceptualizada pasa por tener en cuenta algunos
principios generales como: implicación de toda la comunidad educativa,
actuación colegiada del profesorado, disposición a innovar, asunción por parte de
las distintas áreas de enseñanza –con el asesoramiento de orientadores y
técnicos– de las aptitudes que puedan integrarse en el propio ámbito,
sensibilidad a las características y circunstancias de los educandos.
Todas las consideraciones anteriores sobre la educación intelectual han de
entenderse en un contexto formativo integral. No en vano, lo que nos planteamos
es que el despliegue de la inteligencia unidiversa contribuya al desarrollo de la
personalidad. Desde un punto de vista pedagógico, esto comporta la exigencia de
buscar caminos concurrentes tanto en lo que se refiere al desenvolvimiento de
las distintas aptitudes intelectuales como al cultivo de la unidad de la persona en
un marco relacional.
Nuestro planteamiento rechaza que se ensalce una noción de inteligencia
desvinculada de la persona. Un error así es el que ha exhibido cierto
cognitivismo desentendido del ser humano y centrado en una mente maquinal y
desvirtuada. Interesa recordar que la acción educativa sobre la inteligencia
responde a la necesidad de dar a la vida humana su profundo y verdadero
sentido, ligado al discurrir social, y por el cual la persona, en este caso el
alumno, se interesa por el mundo (interior y exterior), trata de comprenderlo y se
conduce con libertad. Operativamente, la autonomía personal, iluminada por la
inteligencia, se patentiza en la formulación de un proyecto existencial.
Se llega por esta senda reflexiva a la práctica educativa, es decir, al proceso
concreto que se quiere promover. Queda atrás la descripción de la inteligencia
unidiversa y se asume ahora una perspectiva normativa, pues nos planteamos
cómo debe ser la educación en el terreno intelectual: la formulación teórica
aspira a verificarse en la praxis, concretamente a través del currículum.
4.2.1. El currículum de la educación intelectual unidiversa: hacia el
metacurrículum
Más allá de su polisemia, el currículum (del latín curricŭlum, «carrera») se nos
presenta como el engarce entre la especulación y la acción, o, lo que es
equivalente, entre la teorización y la practicidad. El puente que une las dos
dimensiones en apariencia irreconciliables es el currículum. Este eslabón
muestra con claridad que la separación entre teoría y práctica es a menudo
artificial, pues es de sobra conocido que el saber pedagógico es a un tiempo
soporte doctrinal y obra.
Con la vista puesta en la realidad escolar, interesa resaltar la significación que
ofrece Gimeno (2007) sobre el currículum, entendido como proyecto concretado
en un diseño en el que se conectan unos principios y la realización de los
mismos. Este autor indica que el currículum puede advertirse tanto en un
macrodiseño (estructura general de ideas y contenidos), como en un
microdiseño, propio de prácticas concretas, por ejemplo, el que puede realizar un
profesor/orientador –o investigador– para desarrollar un determinado tópico.
Pues bien, en este último contexto conceptual, de carácter específico, se ubica
nuestra consideración del currículum de la educación intelectual. Se trata de una
previsión próxima, aplicable por un profesor, orientador o equipo docente en el
marco de lo establecido por la política educativa.
En lo que se refiere a la programación que a modo de ejemplo mostraremos,
podemos incluso dar un paso más y decir que se trata de una suerte de
metacurrículum, en el sentido que maneja Perkins (1995), ya que, por un lado, el
diseño previsto se centra preponderantemente en la metacognición, a diferencia
del currículum escolar regular, que sobre todo dirige su atención a los contenidos
o mera cognición, y, por otro lado, no se agrega a la enseñanza ordinaria, sino
que la entrelaza con la pretensión de ampliarla y enriquecerla.
4.2.2. Diseño educativo: elaboración de un programa de educación
intelectual unidiversa
Ofrecemos inicialmente unas pautas generales sobre la educación intelectual
unidiversa, cuya concreción, en última instancia, dependerá del nivel educativo
(infantil, primario o secundario) y de las características de los participantes,
sobre todo de los alumnos, pero también de los profesores u orientadores que lo
apliquen.
Lo que ahora realizamos es una representación educativa o mapa pedagógico,
susceptible de recorrerse con detalle en la aplicación. Adelantamos el plano de la
acción formativa en el terreno intelectual. En este diseño programático se analiza
la situación, se explicitan sus fundamentos teóricos, se determina quiénes son los
alumnos con los que se va a trabajar, se fijan los objetivos y el camino a seguir
para alcanzarlos, la metodología, las actividades, los recursos y materiales, la
organización temporal y los criterios de valoración.
La adecuación de la intervención educativa a través de programa cuenta con
suficientes avales; entre otros: Vélaz de Medrano (1998), Bisquerra (coord.)
(1998) o Santana (2003). Naturalmente, se trata de una senda pedagógica que
puede complementarse con otras como la consulta entre el orientador y el
profesor/tutor, ambos en el doble rol de consultor y consultante, o la
transversalidad, ya que la educación intelectual debe promoverse por todo el
claustro, etc.
4.2.2.1. Esquema del Programa de Educación Intelectual Unidiversa (PEIU)
En el proceso de programación se distinguen seis fases que enunciamos a
continuación, con algunos cambios, a partir del resumen ofrecido por Álvarez
González (coord.) (2001).
1. Análisis del contexto. Más que referirnos a un centro escolar concreto,
algo que debería hacerse una vez tomada la decisión de aplicar el programa,
basamos nuestra «investigación-acción pedagógica» mediante programa en
la significativa situación de fracaso escolar en la Educación Secundaria
Obligatoria (ESO). Creemos que un programa de educación intelectual
unidiversa, aunque no tiene por objetivo principal la mejora de los
resultados escolares, bien puede contribuir al aumento del rendimiento
académico, dado que acrecienta los recursos intelectuales y personales del
educando.
2. Destinatarios. La Educación Secundaria Obligatoria es una etapa
educativa (obligatoria y gratuita) que se extiende a lo largo de cuatro años,
de los 12 a los 16 años, después de la etapa de Educación Primaria. Con las
modificaciones oportunas podrá aplicarse igualmente en escolares de menor
o mayor edad.
3. Identificación de potencialidades y limitaciones. El éxito de una
programación de este tipo depende en gran medida del conocimiento
concreto de los alumnos. El trato suficiente con los escolares, con los demás
profesores, con los padres, etc., proporciona relevante información sobre las
fortalezas y flaquezas formativas de los estudiantes. Lógicamente, si el
programa lo aplicase un investigador externo a la institución, debería
esforzarse más en este quehacer exploratorio. Por otra parte, el
conocimiento de las potencialidades y limitaciones no se circunscribe al
alumnado. También hay que recoger información sobre el propio centro
escolar (organización, ambiente, servicios, etc.) y el entorno (recursos
sociales, culturales, deportivos, económicos, etc.).
4. Fundamentación del programa. Se refiere principalmente a las bases
teóricas de la intervención. Se trata de elaborar un programa que tenga por
cimientos, además de la racionalidad pedagógica y numerosas experiencias
educativas, diversas formulaciones epistemológicas como:
• La dilatada tradición humanista en el ámbito pedagógico. De hecho, se advierte
en todo el proceso la preocupación por la persona y la confianza en el saludable
desarrollo de sus potencialidades.
• Las bases antropológicas y filosóficas perennes, por favorecer la comprensión
integral del educando, así como por estimular la reflexión y el cultivo de la
inteligencia.
• La teoría de la inteligencia unidiversa, según queda descrita en este libro.
• El conocimiento sistematizado y actual sobre el cerebro y el funcionamiento
intelectual, así como sus implicaciones educativas, tal como se ha recogido
sumariamente.
• La teoría de la dinámica de grupos, porque brinda claves para organizar las
actividades con los educandos.
5. Formulación de objetivos. El objetivo general de un programa (PEIU)
como el que se propone es favorecer la educación de la inteligencia
unidiversa. Esta meta puede alcanzarse mediante diversos objetivos
específicos distribuidos a lo largo de las sesiones del programa y que
compendiamos en los siguientes:
• Cultivar las raíces de la inteligencia unidiversa, lo que supone tener en cuenta
la circunstancia personal de cada educando, así como el terreno emocional,
moral, cultural y social en el que el sistema intelectual emerge y se desarrolla.
• Fortalecer el tronco de la inteligencia unidiversa, esto es, la capacidad
intelectual general involucrada en la reflexión, la planificación, la resolución de
problemas, la abstracción –a medida que el niño crece es cada vez menos
«empírica» y más «elaborada»–, el aprendizaje escolar, etc.
• Estimular el despliegue de las ramas o diversas aptitudes de la inteligencia
unidiversa.
6. Selección de actividades. Más que contenidos propiamente dichos, que
corresponden a las distintas asignaturas que los educandos reciban, se
realizaría una previsión de actividades encaminadas a la educación de la
inteligencia unidiversa (raíces, tronco y ramas). Ha de recordarse también
que nuestra labor mediadora es predominantemente estimulante y
orientadora, lo verdaderamente importante es la actuación de los escolares.
Las actividades del programa se incluirían en sesiones constituidas por una
justificación, objetivos, tiempo, estructuración, información, material,
descripción de la tarea y valoración de la misma. Las actividades deben
promover las distintas aptitudes que integran la inteligencia unidiversa y
conexionarse con las respectivas áreas de aprendizaje: lengua y literatura;
matemáticas; biología y geología; geografía e historia; educación física;
música; educación plástica, visual y audiovisual; tecnología; religión o
valores éticos, cultura clásica, etc. A falta de un plan detallado, conviene que
las diversas actividades contempladas en el programa se distribuyan en
estas modalidades interrelacionadas: las tareas cognitivas (lectura
comprensiva, composiciones escritas, cálculo, etc.), ejercicios estéticos
(musicales, poético-literarios, cantos, dibujos, modelados, etc.), prácticas
psicomotrices (movimientos, danzas, deportes, juegos, dramatizaciones,
etc.), e interrogaciones y coloquios sobre el sentido de la vida (diálogo
socrático que favorezca la apertura a uno mismo, a los demás, al mundo
objetivo y a la trascendencia).
La educación de la inteligencia unidiversa no es un cúmulo de sumandos y, por
lo mismo, la programación se ha de distinguir por su carácter sistémico. Según
las actividades, además, adquieren gran importancia las relaciones humanas
cordiales, la orientación espacio-temporal, la asunción de valores y el
crecimiento moral, el fomento de la creatividad, la actividad lúdica, etc. Para que
no queden cabos sueltos, la programación final tendrá en cuenta el ritmo
psicobiológico de los escolares y buscará la alternancia de actividades grupales e
individuales, así como la complementariedad de tareas que exijan atención y
manipulación.
El hecho de que actividades como las propuestas ya se estén realizando de un
modo u otro en nuestros centros escolares nos lleva a preguntarnos qué aporta un
programa como el propuesto. La respuesta pasa por hacer hincapié en la
unidiversidad de la inteligencia, esto es, en su carácter holístico, precisamente
derivado del reconocimiento de su multiplicidad. Así como la inteligencia
humana, en última instancia, se torna fértil cuando se pone al servicio de la vida,
también la educación escolar, pese a la diversidad de tareas, ha de mantener la
integración si quiere posibilitar el despliegue unitario de la personalidad.
Hoy, en cambio, hay muchos profesores desbordados por el aumento de
asignaturas, ya de por sí extensas, y por otras responsabilidades profesionales, lo
que torna muy complicado mantener el sentido unitario del proceso educativo.
Con facilidad se llega a una desintegración del currículum que, a su vez, empuja
al propio educando hacia la disgregación escolar y aun personal. Las reflexiones
de Morin (2001, p. 66) sobre la necesidad de cultivar la unidad y la diversidad
respaldan nuestro planteamiento: «La educación debe ilustrar este principio de
unidad-diversidad en todos los campos».
Así pues, creemos que la adopción de un programa educativo como el que se
propone permite estimular esa complejidad intelectual, sin quebrar su
integración, de la que carece hoy el currículum en buen número de centros
escolares, lo que, por otro lado, quizá explique, al menos parcialmente, por qué
fracasan tantos alumnos.
También la idea del metacurrículum, a tenor de lo defendido por Perkins (1995)
–según se comentó con anterioridad–, apoya nuestra contestación. Si el
currículum ordinario en la escuela se ocupa de los contenidos convencionales, es
decir, de la mera cognición, el metacurrículum que prevemos realizar con la
investigación se centra sobre todo en la búsqueda del conocimiento y en el
fomento de la comprensión, o sea, en la metacognición. Desde esta perspectiva,
se trata de profundizar la enseñanza habitual de las asignaturas, ampliándolas y
enriqueciéndolas, en beneficio de la inteligencia y de la persona que se educa.
Damos fin a este apartado y a la pregunta formulada párrafos atrás mediante la
complementaria respuesta inspirada en el Círculo de Educación Personalizada
(1993) cuando señala que un currículum basado en las materias escolares es
sobre todo «lógico» –sustentado en materias de conocimiento que se hacen
objeto de enseñanza–, mientras que un diseño como el que proponemos –
fundamentado en la estructura intelectual, con sus diversas aptitudes– tiene un
carácter claramente «antropológico», pues halla su razón de ser, más que en
aspectos administrativos, en la unidad de la persona y de su inteligencia.
7. Recursos materiales para la realización de actividades. Estos recursos
adquieren gran significación porque permiten el desarrollo de las
actividades y el alcance de los objetivos. Esperamos contar con los siguientes
medios:
• La realidad propiamente dicha. Como hay muchas limitaciones para acceder a
parte suficiente de la misma, se aprovecharán todos los elementos que la propia
institución y los alumnos puedan aportar: instalaciones, objetos naturales o
hechos a mano, etc.
• Medios tecnológicos, material impreso y audiovisual, material curricular,
material fungible (pegamento, pinturas, lápices, etc.), material de desecho
(corchos, trapos, periódicos...), etc.
La sumaria relación de recursos ha de utilizarse con flexibilidad, según las
necesidades y las actividades. La adecuada organización y selección de los
mismos será fundamental para la conquista de las metas. Por último, no es
ocioso señalar que los materiales deben cumplir unos criterios de seguridad, de
manera que no se ponga en peligro al alumnado.
8. Previsión temporal. Se destinará una hora semanal durante un curso casi
completo, siempre en función de la organización del centro escolar. Se
pretenden evitar interferencias con la planificación institucional, de ahí que
se pueda comenzar la implementación del programa una vez iniciado el
curso y terminar su aplicación algo antes de la finalización del año
académico en junio. También se buscará la coordinación con los demás
maestros y con el equipo de orientación.
9. Valoración de las actividades. Al final de cada actividad se hará una
evaluación de la misma, por ejemplo, a partir de preguntas del tipo: ¿cómo
ha resultado la experiencia?, ¿qué opinan los alumnos de la actividad?, ¿se
fomentan las relaciones positivas entre los alumnos?, ¿se ha alcanzado el
objetivo?, ¿se ha desplegado la aptitud pretendida?, etc.
10. Costes. Ha de calcularse el presupuesto económico a partir de los
materiales que previsiblemente se adquirirán y del trabajo realizado por el
profesor/aplicador en la preparación, ejecución y evaluación del programa.
No se debe soslayar que en este tipo de programas, sobre todo en la fase de
ejecución, pueden surgir imprevistos y variaciones en el gasto. En cualquier
caso, no se requiere un gran desembolso, lo fundamental es contar con el
equipo directivo y con profesorado dispuesto a realizar la innovación.
11. Aplicación del programa. Debe regirse por un enfoque metodológico
integrador, motivador, activo, participativo y flexible que, según las sesiones
y situaciones, optará por distintos procedimientos y agrupaciones de los
alumnos. Consabido es que la incorporación de numerosas estrategias
quiebra la monotonía y favorece la implicación de los escolares. En general,
son recomendables los siguientes criterios: diálogo socrático entre aplicador
y alumnos; carácter holístico de las actividades; fomento de la participación
y el dinamismo en un entorno lúdico-formativo; interconexión de las
actividades con las distintas áreas curriculares; compromiso con el
aprendizaje significativo y operativo; estímulo de la actividad psicomotriz,
racional y extracognitiva, al igual que de la resolución de problemas y de la
toma de decisiones; selección y secuenciación de actividades en función de
las características de los escolares; búsqueda del equilibrio entre objetivos y
medios utilizados; empleo de recursos de diversa índole en función de las
metas; evaluación dinámica y formativa durante todo el proceso de
aplicación, etc.
En definitiva, este planteamiento metodológico se encamina a activar funciones
de índole perceptiva, reflexiva/cognitiva, heurística, expresiva/comunicativa,
afectiva, estética, social, moral, volitiva, corporal, pragmática, etc. En la medida
en que los escolares tienen diferentes estilos y ritmos de aprendizaje intelectual
es oportuno que la labor docente a lo largo de todo el programa sea
suficientemente amplia, dinámica y diversificada, de manera que las estrategias,
recursos y métodos utilizados se correspondan todo lo posible con las
desemejantes condiciones personales.
12. Evaluación del programa. La evaluación es parte esencial del programa.
Para conocer su funcionalidad nos interesa una valoración inicial, pero
también una evaluación a lo largo de todo el proceso y, por supuesto, al
final, pues se trata de comprobar si realmente se han alcanzado los objetivos
establecidos.
La «evaluación inicial» del programa puede basarse en la propuesta de Pérez
Juste (1994), que facilita la toma de decisiones sobre su aplicación, según sea su
diseño, y llegado el caso orienta sobre las modificaciones que conviene
introducir en su redacción o incluso si procede desestimarlo. Se atiende, por lo
mismo, a varias dimensiones:
• La calidad intrínseca del programa. Su finalidad es analizar el programa, sobre
todo los siguientes aspectos:
– Contenido del programa. En este sentido, el Programa de Educación
Intelectual Unidiversa (PEIU) ha de contar con argumentaciones, formulaciones
teóricas y técnicas de intervención pedagógica ampliamente contrastadas. Los
contenidos y actividades del programa pretenden ser coherentes con sus
fundamentos.
– Calidad técnica. Debe estructurarse de forma racional, con congruencia interna
entre sus diversos elementos y ajuste a los destinatarios: alumnos de Educación
Secundaria Obligatoria. El PEIU, además, tendrá en cuenta las diferencias
personales (ritmo, características, necesidades e intereses) de los educandos y se
adaptará a las circunstancias de cada centro escolar.
– Evaluación. El PEIU ha de ser evaluable de forma rigurosa, tanto en lo que se
refiere al lenguaje utilizado y a la metodología como a sus actividades y
contenidos. En el diseño se utilizará un lenguaje claro y preciso para facilitar su
aplicación. Se describirá el marco teórico del programa y se ofrecerán
referencias sobre las técnicas que se propongan.
• Adecuación del programa al contexto. El cuidado de los aspectos anteriores
hará que el programa gane en finura pedagógica, muy necesaria para hacer frente
a algunos de los retos de la educación actual, presidida por la sobrecarga
curricular, la desconexión y el «fracaso». Un programa así no aspira a ser la
panacea, pero puede ayudar a reestructurar algunos aspectos escolares, en aras
del despliegue intelectual de los educandos.
• Ajuste a la situación de partida. El respaldo pedagógico, neurofisiológico,
psicológico, antropológico, etc., la adecuación a las características de educadores
y educandos, así como la facilidad para aplicarse hacen que un diseño como el
propuesto tenga muchas posibilidades de alcanzar sus metas.
Entre los criterios que guiarán el diseño del PEIU pueden mencionarse: realismo
en los objetivos, claridad en los procedimientos, adecuación en las actividades,
sencillez en la aplicación, disponibilidad de materiales y corrección en el
lenguaje.
En definitiva, la evaluación inicial sugiere que un programa así puede ser un
instrumento adecuado para promover el desarrollo intelectual en la Educación
Secundaria Obligatoria.
Además de la evaluación inicial prevista, ha de realizarse una «evaluación de
todo el proceso» de aplicación. Grosso modo, en este segundo momento interesa
valorar el cumplimiento de la previsión temporal, la consecución de los objetivos
parciales, la adecuación de la metodología y de los recursos, el tipo de relación
entre el aplicador (orientador o tutor) y los alumnos, las actitudes despertadas en
los escolares, los imprevistos surgidos, etc. También se recogerá información
sistemática sobre el desarrollo de las diferentes sesiones y sus respectivas
actividades. Junto a la observación y el registro de hechos relevantes, es
fundamental conocer opiniones y comentarios a través del diálogo con los
alumnos, así como con los otros profesores, miembros del equipo pedagógico y,
si es posible, con los familiares.
Esta evaluación del proceso de aplicación pretende verificar si se lleva a efecto
lo planificado. Ya dice Pérez Juste (1994) que cuando el programa es novedoso
la primera aplicación se orienta a su validación, tanto en metas como en
metodología y medios. Recuerda también este autor que la evaluación en este
segundo momento se centra en dos dimensiones interrelacionadas: la
«aplicación» –lo más importante– y el «marco» en que se lleva a cabo. Llegado
el caso, esta evaluación permitirá realizar ajustes, de ahí la conveniencia de la
apertura y la flexibilidad del diseño, sin que se altere su esencia.
Dimensiones
Objeto de la evaluación
Aplicación del programa
Objetivos parciales Actividades Metodología Recursos T
Marco en que se aplica
Clima social escolar Coherencia con el contexto instituci
Cuadro modificado a partir del propuesto por Pérez Juste (1994) sobre
dimensiones y contenidos de evaluación de los procesos de aplicación de
programas.
En íntima relación con lo anterior, se encuentra la «evaluación final». Este tercer
y último momento se encamina a valorar los logros y a constatar si se consiguen
los objetivos fijados en el programa. Es, como señala Pérez Juste (1994), una
evaluación de la eficacia, realizada a partir de «datos objetivos» derivados de la
medida de los resultados y de «datos subjetivos» relativos a la mayor o menor
satisfacción de los implicados y de la correspondencia entre el esfuerzo y los
frutos obtenidos. Todo ello proporcionará información sobre si procede
mantenerlo, cambiarlo o eliminarlo. Conviene optar por una evaluación mixta, a
la par cuantitativa y cualitativa. Por un lado, se tendrán en cuenta porcentajes
sobre el grado de cumplimiento de cada uno de los aspectos observados y
registrados sistemáticamente en las sesiones a través, por ejemplo, de las listas
de control, los anecdotarios, los cuestionarios elaborados ad hoc y las escalas de
valoración. Por otro lado, interesa igualmente el nivel de satisfacción generada
en el profesorado, en los alumnos y en el propio docente/orientador aplicador.
Esta valoración participativa, en que son especialmente relevantes las
aportaciones de los otros profesores y tutores, se fundamenta en una práctica
investigadora y profesional de carácter cooperativo y reflexivo, y se enriquece
con los análisis continuos de los comportamientos y realizaciones de los
escolares.
En definitiva, lo que se pretende es evaluar holística, contextualizada y
participativamente el programa, de manera que se identifiquen sus fortalezas y
flaquezas, y se mejore.
4.3. Metodología
Ha de recordarse que en el programa que se aplique hay dos partes bien
diferenciadas. La primera, se refiere a la revisión teórica sobre la inteligencia,
que aporta y consolida conocimiento de alcance pedagógico y, la segunda,
relativa al diseño e intervención educativa a través de un programa. Esta
variedad y complejidad de la investigación-acción, a la par teórica y práctica,
lleva a utilizar, de modo más recurrente que sucesivo, recursos metodológicos de
diversa índole, que a continuación enunciamos de modo sumario:
• Análisis y descripción de conceptos y teorías sobre la inteligencia, tal como se
hace en este mismo libro, pues es conveniente recabar información procedente
de distintas disciplinas científicas (neurofisiología, pedagogía, psicología,
antropología, etc.), que ulteriormente se valore en función de sus implicaciones
educativas.
• El estudio, a partir de múltiples publicaciones, de la problemática pedagógica
en torno a la inteligencia. Algo que también queda abordado en esta obra.
• Búsqueda y examen de vías de intervención y programas pedagógicos
encaminados a la educación de la inteligencia. Valoración de su adecuación
formativa en los niveles escolares, principalmente en el nivel secundario.
• Revisión de trabajos sobre el diseño educativo y realización del programa
pedagógico para desplegar la inteligencia unidiversa.
• Aplicación del programa pedagógico en un marco de investigación-acción, lo
que supone contar con el beneplácito de la institución escolar en que se
implemente.
En síntesis, la metodología combina rutas para ensanchar el saber pedagógico y
vías para mejorar la actuación educativa. En cuanto al conocimiento, cabe decir,
con Prellezo y García (2003), que el amplio conjunto de factores que giran en
torno a la actividad teorética justifican el pluralismo científico de las fuentes
consultables. También procede consignar, en lo que se refiere a la aplicación del
programa, que se puede complementar el enfoque cualitativo con la recogida y
análisis de datos. En el diseño-aplicación del programa, en su sentido extenso y
con toda la flexibilidad metodológica necesaria, habrá momentos técnicos,
hermenéuticos y críticos.
5
Motivación, rendimiento y educación
5.1. Introducción
El rendimiento escolar no puede entenderse al margen de la motivación. Interesa,
por ejemplo, conocer qué lleva a un alumno a implicarse en el estudio, así como
las estrategias que despliega para hacer frente exitosamente a las demandas
escolares. Por supuesto, estos aspectos no permanecen ajenos a la actividad
docente y por ello es fundamental que el profesorado haga lo posible para
estimular al alumnado en su aprendizaje.
Son muchos los profesores que se quejan de la desmotivación de sus alumnos, al
tiempo que se preguntan qué pueden hacer para atraer su interés por la
asignatura y por implicarles en su propio aprendizaje. La motivación desempeña
un papel capital en el proceso académico y es de suponer que, en la medida en
que los alumnos estén suficientemente motivados, desplegarán recursos para el
cumplimiento de las tareas escolares, así como para la superación de las
dificultades que eventualmente se puedan encontrar.
Lo natural no es estar desmotivado, pero es cierto que no siempre hay
coincidencia entre lo que los profesores y los alumnos consideran motivador.
Algunos estudiantes se desmotivan, ya sea porque no les gustan los contenidos,
ya porque les resultan particularmente difíciles. En estas circunstancias no es
extraño que el rendimiento académico disminuya. La explicación es compleja,
porque pueden entrar en escena muchas variables, pero sí resulta conveniente, en
cualquier caso, al estilo de lo que defiende Rodríguez Fuentes (2009), que el
profesorado utilice diversos itinerarios motivacionales para suscitar el interés del
mayor número posible de alumnos hacia las distintas actividades y contenidos.
Se precia igualmente un conocimiento suficiente de las necesidades e intereses
de los estudiantes, fomentar su autoconcepto y autoestima, establecer
expectativas realistas sobre el aprendizaje de las asignaturas, potenciar el clima
cordial durante las clases, utilizar metodologías participativas y, en definitiva,
buscar que los alumnos encuentren un sentido a lo que hacen y estudian.
Además de los aspectos señalados, pretendemos destacar en este capítulo la
relevancia de la motivación en el desarrollo integral. La educación afectiva no
soslaya el importante papel que la motivación desempeña en el proceso de
crecimiento personal y social.
5.2. Las motivaciones humanas
El término motivación se deriva del vocablo latino motivus, relativo al
movimiento, emparentado con la palabra emoción. Efectivamente, el
comportamiento humano es motivado, lo que explica el inicio de la actividad, la
orientación de la conducta y su estabilidad o persistencia.
Dada la amplitud y heterogeneidad de la cuestión, manejamos en este momento
el plural: motivaciones. Pinillos (1999) indica que presentan una doble
naturaleza. Una «energética», que activa la conducta, y otra «direccional», que
regula y orienta el comportamiento, con frecuencia están fundidas en una sola.
Es posible ensayar una clasificación de las mismas en la que no pueden faltar las
dos modalidades siguientes:
• Motivaciones biológicas: Son de naturaleza fisiológica y vienen establecidas
por las necesidades del organismo. También se las denomina motivaciones
básicas o primarias. Entre ellas sobresalen el hambre y la sed, la sexualidad y
otras encaminadas a garantizar la supervivencia y que se relacionan con la
protección y la crianza.
• Motivaciones psicosociales: Son específicamente humanas y presentan
variantes culturales. Aunque hay gran amplitud, cabe citar, por ejemplo, las
motivaciones de carácter ético y estético, al igual que las relacionadas con la
obtención de información, con el prestigio, con ser querido, etc. No es extraño
diferenciar entre motivaciones de afiliación (pertenencia, interdependencia...) y
motivaciones egocéntricas (afán de dinero, ansia de poder, etc.).
Es evidente que, en la mayor parte de las personas, las motivaciones son
abigarradas, integradas por elementos heterogéneos de índole biológica y
psicosocial. No sorprende que también en esta área hayan surgido numerosas
teorías: conductistas, cognoscitivas, humanistas, etc. Sin entrar en la descripción
pormenorizada de las mismas, fácilmente localizables por el lector interesado, sí
procede recordar a vuelapluma que la corriente conductista explica la motivación
como algo que media entre el estímulo y la respuesta. Enfatiza, de hecho, la
importancia que en la conducta motivada tiene la estimulación, y así se
explicaría la motivación extrínseca, es decir, la que se activa desde el exterior,
por ejemplo, mediante la administración de premios y castigos.
La línea cognitiva destaca el papel de los aspectos internos. A la hora de explicar
la motivación se tienen en cuenta proyectos, expectativas, etc. Desde esta
perspectiva, el sujeto es capaz de autorregular racionalmente su motivación.
Por su parte, la corriente humanista sitúa la motivación en un marco de
desarrollo personal. Aun cuando a esta dirección se le critique en ocasiones su
falta de rigor científico, ha alumbrado teorías harto difundidas, como la
perteneciente al psicólogo norteamericano Maslow (1991), en la que se descubre
una popular jerarquía de necesidades básicas ordenadas de modo ascendente.
Las primeras necesidades humanas son las fisiológicas, como alimento, oxígeno,
etc. Son las más poderosas de todas, en el sentido de que, si alguien carece de
comida, seguridad y estima, probablemente se planteará en primer lugar la
búsqueda de alimento. Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas surgen las
de seguridad: estabilidad, dependencia, protección, ausencia de miedo, etc. En el
tercer escalón y cuando los dos tipos de necesidades anteriores están satisfechas
aparecen las de amor, afecto y sentido de pertenencia. El cuarto nivel
corresponde a las necesidades de estima. Todas las personas, salvo excepciones,
tienen necesidad de respeto, aprecio, etc. Por último, nos encontramos con la
necesidad de autorrealización. Se refiere al deseo de la persona por la
autosatisfacción, o sea, la tendencia en ella a hacer realidad todas sus
posibilidades.
En esta célebre pirámide se aprecia con nitidez el escalonamiento de las
necesidades.
Como dice el propio Maslow (1991) –y en contra de lo que a veces se sostiene–,
no debe dar la falsa impresión de que una necesidad tiene que estar totalmente
cubierta antes de que aparezca otra. La mayor parte de las personas están
parcialmente satisfechas e insatisfechas en todas las necesidades básicas a la vez.
A los cinco grupos de necesidades mencionadas, más conocidas, el propio autor
agrega las necesidades cognitivas básicas (de saber y entender), al igual que las
necesidades estéticas. La dinámica del despliegue motivacional humano que
Maslow presenta puede ayudarnos a comprender mejor qué nos incita a actuar.
Con todo, debe permanecer la idea de que el comportamiento, en mayor o menor
cuantía, está motivado de forma múltiple, con necesidades adscritas a
modalidades diferentes. Asimismo, es claro que la observación de los distintos
niveles de necesidades puede permitirnos conocer mejor qué cambios cabe
introducir en nuestra vida para satisfacerlas.
La concepción de Maslow (1976 y 1991) es claramente optimista, por cuanto
considera las distintas necesidades básicas como meros peldaños en la escalera
que conduce a la autorrealización. El propio psicólogo (1976, p. 211) dice: «El
ser humano está estructurado de tal forma que presiona hacia un ser cada vez
más pleno, lo cual significa hacia aquello que la mayoría de nosotros calificaría
de valores positivos: hacia la serenidad, la amabilidad, la valentía, la honestidad,
el amor, el altruismo y la bondad».
5.3. La motivación y el aprendizaje
La motivación es un proceso dinámico muy relacionado con el aprendizaje. Así
como un alumno motivado tiene más probabilidades de alcanzar las metas
escolares, un estudiante desmotivado está más expuesto al fracaso. Hay alumnos
que consideran que merece la pena esforzarse y, coherentes con esta idea, ponen
los medios para realizar las tareas escolares y aprender. Aunque es cierto que
entran en juego otras variables, el resultado de su estudio, lato sensu,
previsiblemente será la obtención de conocimientos valiosos y de calificaciones
positivas. Sin duda, estamos simplificando la cuestión, mucho más compleja, ya
que, por ejemplo, no siempre coincide la motivación por aprender con la
motivación por aprobar. Además, la motivación no permanece desligada de otros
aspectos personales (cognitivos, metacognitivos, afectivos, etc.), familiares,
escolares y sociales que también condicionan el aprendizaje.
Comoquiera que sea, trataremos de explorar algunas claves motivacionales que
pueden facilitar el aprendizaje y, por ende, el rendimiento académico. En
principio, recordemos con Pintrich y De Groot (1990) –que se basan a su vez en
trabajos anteriores– que hay tres componentes de la motivación vinculados al
aprendizaje autorregulado: a) un componente de «expectativa», que incluye
creencias de los estudiantes sobre su capacidad para realizar una tarea; b) un
componente de «valor», relativo a las consideraciones de los alumnos acerca de
la importancia y el interés de la tarea; c) un componente «afectivo», que se
refiere a las reacciones emocionales ante las tareas y las metas, la estimación de
sus propias competencias y las atribuciones causales que realizan.
A partir de los autores citados, revisaremos con cierta libertad cada uno de los
componentes:
• La expectativa. Queda conceptualizada en la literatura psicológica de diversas
maneras, por ejemplo, percepción de competencia, autoeficacia, estilo
atribucional y creencias de control. Implica que los alumnos se perciben capaces
de realizar la tarea y que se sienten responsables de su propio rendimiento. La
expectativa se vincula a la pregunta: «¿Puedo realizar esta tarea?». Diferentes
aspectos de la expectativa se han relacionado con la metacognición de los
alumnos, con el uso de estrategias cognitivas y con la gestión del esfuerzo. En
general, la investigación sugiere que los estudiantes que se consideran capaces
activan más procesos metacognitivos, estrategias cognitivas y son más
persistentes en las tareas que los alumnos que se sienten incapaces.
• El valor. Se refiere sobre todo a las razones de los estudiantes para realizar una
tarea. Se relaciona con la pregunta: «¿Por qué estoy haciendo esta tarea?». La
investigación sugiere que los estudiantes que consideran interesante, valiosa y
desafiante la tarea y que se plantean objetivos en términos de destreza y
aprendizaje utilizan más estrategias cognitivas y metacognitivas, y gestionan
mejor el esfuerzo.
• La afectividad. Este componente se refiere a las reacciones emocionales de los
alumnos ante la tarea. Podría concretarse en la pregunta: «¿Cómo me siento al
realizar esta tarea?». Hay una gran variedad de reacciones afectivas posibles:
orgullo, satisfacción, aburrimiento, culpa, etc. En el contexto del aprendizaje
escolar es muy frecuente la ansiedad, por ejemplo, ante los exámenes. De
cualquier modo, dado que el componente emocional puede influir
significativamente en el alumno, se trata de que tenga un impacto positivo en su
aprendizaje.
La motivación de los adolescentes dependerá entreverada y equilibradamente de
los tres componentes señalados. Es conveniente que los alumnos conozcan estas
cuestiones, porque así se puede favorecer su implicación en el aprendizaje. Es lo
que se conoce como «aprendizaje autorregulado» (self-regulated learning), que
comporta que el educando participa activamente en su propio proceso de
aprendizaje, se orienta emocionalmente hacia el estudio, al que confiere valor, y
tiene expectativas realistas. El aprendizaje autorregulado supone la activación
conjunta de elementos cognitivos (estrategias cognitivas, metacognitivas, etc.),
afectivos (motivacionales, reactividad emocional facilitadora, etc.) y
conductuales (realización de tareas, persistencia, etc.) para alcanzar los propios
objetivos.
El aprendizaje autorregulado corresponde a alumnos que confían realista y
suficientemente en sí mismos, automotivados, comprometidos, previsores,
tenaces, conscientes del impacto que el ambiente físico y psicosocial tiene sobre
su actividad, etc. La autorregulación del aprendizaje permite avanzar por la
senda de la autonomía personal (Gaeta, Teruel y Orejudo, 2012).
5.4. Tipos de motivación: intrínseca, extrínseca y de
logro
En el marco del concepto complejo y multifacético de la motivación nos
acercamos ahora a tres modalidades muy presentes en la literatura
psicopedagógica y cuyo conocimiento puede resultar útil para potenciar el
aprendizaje.
La «motivación intrínseca», que brota del interior del sujeto, está vinculada a la
curiosidad y a la satisfacción que se experimenta al realizar la tarea, al margen
de cualquier incentivo externo. Cuando un alumno está motivado
intrínsecamente se esfuerza y persiste para alcanzar los objetivos.
Probablemente, al resultarle gratificante la actividad de estudiar, obtendrá un
mayor rendimiento que el alumno que únicamente trabaja si espera recompensas
externas. En este segundo caso, nos hallamos ante la «motivación extrínseca»,
regulada por factores externos al estudiante.
En la práctica, ambos tipos de motivación –intrínseca y extrínseca– suelen
combinarse, aunque pueda predominar una u otra. En relación con esta cuestión
nos topamos con las «metas académicas» o fines de los alumnos, muy
dependientes de su orientación motivacional, y así identificamos las «metas de
aprendizaje» (con predominio de la motivación intrínseca) y las «metas de
rendimiento» (con predominio de la motivación extrínseca). Aunque hay
diversos estudios sobre esta temática, seguiremos a Núñez (2009), quien, tras
revisar algunos trabajos, nos recuerda que los alumnos con metas de aprendizaje
se encaminan a incrementar su capacidad mientras que los que optan por metas
de rendimiento tratan de demostrar su capacidad. En lo que se refiere a estas
últimas metas, cabe distinguir entre las de «aproximación» –que corresponden a
alumnos orientados a superar en rendimiento a los compañeros, a demostrar su
capacidad y a conseguir juicios favorables de los demás– y las de «evitación» –
las de estudiantes orientados a evitar el fracaso, la imagen de incompetentes y
los juicios negativos de los demás–. Pues bien, las metas de aprendizaje se
relacionan positivamente con el interés y parece que predicen la persistencia, el
esfuerzo y el procesamiento profundo. Por su parte, las metas de aproximación al
rendimiento muestran relaciones positivas con el procesamiento superficial, la
persistencia, el esfuerzo y el rendimiento escolar, y las metas de evitación del
fracaso se relacionan negativamente con el interés, con el procesamiento
profundo y con el rendimiento.
Barca-Lozano et al. (2012), en un estudio que analiza el impacto de variables
personales relacionadas con las metas académicas y las estrategias de
aprendizaje del alumnado de Educación Secundaria en su rendimiento escolar,
encuentran que cuanto más altas son las metas de aprendizaje y las de
rendimiento, más se incrementa el rendimiento académico. Por el contrario,
cuando las metas de valoración social –encaminadas a lograr el reconocimiento
de padres, profesores, compañeros y amigos– y las de miedo al fracaso son altas,
el rendimiento académico disminuye o es negativo. Esta investigación revela
también que el rendimiento escolar mantiene correlaciones positivas y
significativas con las «estrategias de organización y comprensión» del
alumnado. Destaca sobre todo la correlación de la variable «autoeficacia,
autorregulación y estrategias de apoyo» con el rendimiento académico. Se trata
de una dimensión en la que se entrecruzan dos aspectos importantes. Por un
lado, la capacidad percibida y la valoración de uno mismo como persona y como
alumno, y, por otro, las estrategias de apoyo (metacognitivas, socioafectivas),
que proporcionan seguridad y motivación al aprendiz cuando afronta las tareas
de estudio. Complementariamente, en la misma investigación se observa que la
variable «estrategias superficiales y ansiedad ante exámenes» guarda una
correlación negativa y significativa con el rendimiento de los alumnos. Esto
indica que el rendimiento académico disminuye si se afronta negativamente el
proceso de estudio. Es el caso, por ejemplo, de un excesivo nerviosismo ante los
exámenes que dificulta la concentración y, por ende, la adecuada realización de
los mismos.
El interés en torno a las metas académicas nos lleva en este momento a
preguntarnos por la «motivación de logro», vinculada a la intención y al esfuerzo
del educando para alcanzar sus objetivos. Con carácter general, la motivación de
logro se ha venido considerando en la literatura como una clave del éxito escolar.
Es la disposición a realizar bien algo, lo que puede generar un sentimiento
positivo en el sujeto.
Como señala Bueno (1995), cuando la persona se enfrenta a la tarea tiene ante sí
dos motivos contrapuestos: la motivación para alcanzar la meta y la motivación
para evitar el fracaso o el miedo de no alcanzar el objetivo. Estas dos facetas
mantienen un constante juego de equilibrios que determinará si se hace o no la
tarea. Si el motivo para alcanzar la meta es mayor que el miedo a no conseguirla
estará más motivado hacia el logro que si aconteciese lo contrario. Es, por tanto,
un concepto de gran valor educativo. En el ámbito escolar, por ejemplo, los
alumnos con alta motivación de logro, al contrario que los estudiantes poco
motivados, consideran que sus éxitos se deben a su habilidad y esfuerzo, tienen
más autoestima, no se desaniman ante los fracasos, persisten en la realización de
las tareas, se interesan por los beneficios que pueden obtener y demandan
retroalimentación inmediata.
La motivación de logro permite reparar en que hay alumnos cuyas expectativas
les llevan a desplegar activamente estrategias para alcanzarlas. La dialéctica
entre la búsqueda del éxito y la evitación del fracaso brinda una mejor
comprensión del comportamiento de los educandos, sobre todo en lo que se
refiere al esfuerzo y a los métodos que utilizan para realizar tareas, resolver
problemas, etc. Es de esperar, por ejemplo, que un alumno con alta motivación
de logro trabaje con ahínco, esté verdaderamente interesado en aprender y se
implique en las actividades escolares y que, por el contrario, un alumno poco
orientado a la conquista de metas no estudie lo suficiente.
Un alumno desmotivado, pusilánime o que se infravalora presenta unas
negativas condiciones personales para la adecuada realización de la actividad
estudiantil. El trabajo académico exige, junto a la capacidad, una nítida
tendencia autoperfectiva y buena dosis de esfuerzo. Así como se torna difícil
alcanzar el éxito escolar si no se reúnen estas características, los alumnos
trabajadores y con equilibrado nivel de aspiraciones propenden a conquistar las
metas.
En el estudio y comprensión de la motivación de logro puede ser muy relevante
la Teoría de Metas de Logro (Nicholls, 1989). En el ámbito escolar esta
formulación permite distinguir a los alumnos según estén orientados al «ego» (al
rendimiento, al resultado) o a la «tarea» (a la maestría, al aprendizaje). Los
estudiantes orientados al ego tratan de superar a los demás y conseguir
aprobación social. En cambio, los que están orientados a la maestría, centran sus
esfuerzos en mejorar y aprender.
La investigación realizada por Delgado et al. (2010) permitió concluir que las
orientaciones motivacionales de los alumnos de Educación Secundaria son
dinámicas y adaptativas y varían según el género y el curso académico. Los
varones suelen orientar sus estudios hacia la comparación social, la obtención de
juicios de aprobación y evitación del rechazo de padres y profesores, y las chicas
se orientan sobre todo hacia la adquisición de conocimientos, la mejora
competencial, el logro y el avance en sus estudios.
En general, a la hora de promover la motivación se ha de aprovechar la
tendencia natural a aprender que todo alumno posee. Por desgracia, a veces la
insensibilidad pedagógica de ciertos docentes e instituciones escolares
desaprovecha o trunca esta disposición estudiantil.
Reconocer el valor de la motivación en todo linaje de educación ha de traducirse
en el compromiso docente de despertar o mantener el interés de los alumnos por
las asignaturas. Todo ello pasa por mejorar la comunicación, por ejemplo, a
través de un proceso discursivo suficientemente estimulante que lejos de
marchitar a los alumnos les haga vibrar. Sobre esta potencia del discurso en la
educación hablaremos más adelante. De momento ofrecemos algunas propuestas
generales que pueden acrecentar la motivación en el aula:
• Dar a conocer a los escolares los objetivos de las lecciones.
• Seleccionar actividades de aprendizaje suficientemente atractivas.
• Fomentar la autonomía del educando en función de sus características.
• Optar por una metodología flexible y participativa.
• Favorecer la comunicación con los padres.
• Reconocer los logros de los alumnos.
• Construir un ambiente cordial en el aula y en el centro.
• Promover estructuras de aprendizaje cooperativo/colaborativo.
A la hora de explicar los resultados escolares de los alumnos intervienen muchas
variables, pero no se puede negar la relación entre motivación y rendimiento
académico. ¿De quién depende esa motivación? La respuesta no es sencilla y
desde luego no podemos responsabilizar en exclusiva a los alumnos o a los
profesores. La cuestión es compleja y procede recordar que en la motivación y
en el rendimiento, tomados por separado y en interacción, además de la escuela,
también influyen la familia, los medios de comunicación, la coyuntura
socioeconómica, la política educativa, etc. Como dice Broc (2006), en la
motivación intervienen muchos factores y aunque tiene un difícil abordaje
psicopedagógico, se precisa abrir un amplio debate en el que participe la
comunidad educativa en su conjunto. Este mismo autor, en su estudio (2006)
sobre la motivación y el rendimiento académico en alumnos de Educación
Secundaria Obligatoria y Bachillerato LOGSE, encuentra que las dimensiones
motivadoras no son, en principio, unas variables «predictoras» todo lo potentes
que pudiera sospecharse a la hora de pronosticar el rendimiento académico. En
dicha investigación, el rendimiento escolar final se predice, en su mayor parte, a
partir de las calificaciones obtenidas en las evaluaciones y cursos previos,
aspecto que, según Broc, pone en entredicho la relevancia de los programas de
orientación e intervención psicopedagógica en el sistema educativo actual e
impregna de cierto determinismo la consecución o no del éxito académico.
Efectivamente, numerosas investigaciones revelan que el mejor predictor del
éxito académico es el rendimiento escolar previo. Con carácter general, cuanto
más cercano sea el rendimiento anterior considerado más acertado tiende a ser el
pronóstico. Desde esta perspectiva, es más probable predecir bien el rendimiento
de un alumno de 2.º de Bachillerato si, en lugar de tener en cuenta los resultados
escolares de 1.º de Educación Primaria, se toman como referencia los obtenidos
en 1.º de Bachillerato. Una explicación puede hallarse en el hecho de que, ante
situaciones parecidas y próximas temporalmente, el comportamiento humano,
incluido el exhibido en entornos escolares, aunque impredecible en su totalidad,
presenta relativa consistencia/estabilidad, observable en el plano de los intereses,
valores, aptitudes, actitudes, motivaciones, estrategias, etc. Ahora bien, también
hay que tener presente que junto a esta regularidad personal/conductual, el ser
humano se distingue por su ductilidad, lo que nos aleja del determinismo y abre
las puertas al optimismo pedagógico moderado. En términos concretos, esto
supone que, sin exacerbar la trascendencia de la motivación, se puede y se debe
hacer lo posible para mejorar el proceso de aprendizaje-enseñanza, en el que la
motivación desempeña un destacado papel. Más aún, el interés pedagógico por
la motivación se explica por la pretensión de mejorar la educación, esto es, la
acción personalizadora, que rebasa lo estrictamente escolar.
Parafraseando a Gilbert (2005), podemos decir que la escuela no es un destino en
sí misma, aunque ciertamente es una realidad significativa en el proceso
formativo que dura toda la vida. Los alumnos deben salir de los centros escolares
con valores, habilidades y conocimientos que les permitan seguir creciendo a lo
largo de su trayectoria existencial. Por eso conviene que reflexionemos
igualmente sobre la motivación social del alumnado, una cuestión
insuficientemente atendida en muchas publicaciones sobre la adolescencia.
5.5. Motivaciones sociales
Hemos hablado en páginas anteriores de la motivación como realidad
académica, con implicaciones en el aprendizaje y en el rendimiento de los
alumnos, pero la cuestión tiene mucha más enjundia educativa. De forma
general, la motivación humana, cuyas fuentes son internas y externas, activa y
dirige nuestro comportamiento, según se advierte, por ejemplo, en planes y
actuaciones de diversa índole. Su fuerza en la orientación de nuestra conducta es
tal que conviene estimularla adecuadamente.
En la actualidad, buen número de las metas de los adolescentes están muy
influidas por los medios. Los efectos de los mass media no siempre son positivos
y a veces la exposición inadecuada o abusiva a los mismos activa ciertas
conductas peligrosas que, en mayor o menor grado, dejan un rastro de
sufrimiento. No podemos culpar de todos los males a las tecnologías. Nos
hallamos en una sociedad crecientemente compleja y en una coyuntura
socioeconómica y sanitaria dura, lo que dificulta la realización del proyecto de
vida. El horizonte de muchos jóvenes se reduce o ensombrece y no es extraño
que en circunstancias así, más aún si se carece de asideros sociofamiliares
sólidos, la salud mental corra el riesgo de resquebrajarse.
Desde una perspectiva pedagógica amplia y comprensiva, se precisa educar
conjuntamente la motivación y la voluntad del educando. Así como la
motivación activa, regula y orienta el comportamiento, la voluntad decide y
aproxima o aleja de algo. La fuerza de la voluntad energiza la motivación. El
comportamiento es motivado por metas, pero el esfuerzo para alcanzarlas
depende de la voluntad. Vázquez (2009), tras subrayar la relación entre
motivación y voluntad, afirma que el momento motivacional no se puede
desgajar del volitivo, sino que es un aspecto de este.
En cierto modo, el dinamismo del comportamiento adolescente puede verse
perturbado cuando las metas que se le presentan son insuficientes o están
desdibujadas, tal como sucede en la actual situación de crisis. El despliegue de
sus potencialidades, su autonomía y desarrollo personal se ven ralentizados y
aun escorados peligrosamente si el horizonte se estrecha y ensombrece. Cuando
menos, los adolescentes precisan referencias axiológicas, experiencias y modelos
sólidos para construir su propio sistema motivacional. Hoy, muchas de esas
referencias son endebles, las experiencias escasas y los modelos inapropiados. El
resultado es que les cuesta dar sentido a su vida y desplegar una identidad
saludable. Sus motivaciones muchas veces no rebasan el reducido terreno de la
inmediatez y de la superfluidad. Desde una perspectiva psicosocial y existencial
quedan a merced de las circunstancias, sin proyecto que articule sus
motivaciones, sin dirección personal definida. Hay diferencias entre los
adolescentes, pero esta confusión vital, que rebasa la crisis de la propia franja
etaria y se patentiza en problemas de diversa índole, está muy extendida.
La motivación, en el marco de un proyecto vital consistente, realista y positivo,
se orienta al logro, a la conquista de objetivos saludables, por ejemplo, sobre
mejora formativa y profesional. De igual modo, en circunstancias así, los
adolescentes tienden a establecer relaciones interpersonales estrechas y
acrecentadoras, muy distintas a las que se caracterizan por la conflictividad o la
falta de compromiso. El impulso psicosocial que anida en todo adolescente debe
canalizarse hacia el compañerismo y la amistad dentro y fuera de las
instituciones escolares, pero para ello es fundamental, como recientemente
defendía Echeita (2020), que nuestros sistemas educativos sean más inclusivos.
Del informe Juventud en riesgo: análisis de las consecuencias socioeconómicas
de la COVID-19 sobre la población joven en España (Injuve-CJE, 2020) se
recogen algunos relevantes datos de naturaleza sociolaboral sobre la población
comprendida entre los 16 y los 29 años:
• El mercado laboral juvenil con anterioridad a la pandemia ya era segregado,
precario, eventual y mal remunerado, aunque en los últimos meses de 2019
presentaba síntomas de una relativa recuperación.
• La tasa de desempleo juvenil en España se situaba en el 25,2 % durante las
primeras semanas del confinamiento, con un incremento trimestral más de dos
veces superior al registrado entre la población de 30 a 64 años.
• Los jóvenes son el colectivo con mayor riesgo de perder el empleo ante el fin
de los expedientes de regulación temporal de empleo (los ERTE).
• El 33,0 % de los jóvenes ocupados en el primer trimestre de 2020 se dedicaban
al comercio y a la hostelería, dos de los sectores de actividad en riesgo.
• La precariedad laboral amenaza a los jóvenes de dos maneras: de forma
inmediata, ya que serán los primeros en ser despedidos cuando finalicen los
ERTE. A medio plazo, porque los que conserven sus empleos estarán más
expuestos al despido si se materializa la amenaza de una crisis económica
provocada por el coronavirus.
• El 72,1 % de los jóvenes empleados lo hacen en trabajos vulnerables, lo que
supone que se exponen a irse al paro ante la coyuntura de una crisis económica.
Las motivaciones psicosociales de los adolescentes actuales, sus necesidades de
reconocimiento, logro, poder, relación interpersonal, etc., no se pueden entender
sin tener en cuenta este sombrío panorama sociolaboral. La expectativa de
conseguir un trabajo digno y la actividad laboral ofrecen, en general, bienestar
personal. El trabajo se asocia a beneficios económicos, psicológicos y sociales,
pues además de permitir el acceso a bienes materiales, impulsa el desarrollo
personal, especialmente si se ejercitan aptitudes intelectuales o se realizan tareas
creativas, favorece el reconocimiento social, así como las relaciones humanas.
No es extraño, por ello, que las personas que están inadaptadas laboralmente o
que carecen de empleo estén más expuestas a alteraciones psíquicas.
Previsiblemente, en el caso concreto de los adolescentes y jóvenes, ante el
angosto y oscuro horizonte laboral, se acreciente el pesimismo, el desánimo y la
frustración. Alonso Fernández (2008) señala que esta negativa coyuntura no deja
impasibles a los estudiantes, que experimentan temor al paro desde el primer año
de la carrera universitaria. Algunos alumnos reaccionan con un redoblado
esfuerzo competitivo, pero también hay adolescentes que optan por la evasión, el
pasotismo, la violencia o la contracultura.
6
La familia
6.1. Introducción
En el transcurso del desarrollo individual se atraviesan diversas etapas en las que
se advierte la influencia formativa de la familia y la escuela. Desde una
perspectiva psicoevolutiva se ha prestado especial atención a la intervención
educativa en los primeros años de la vida infantil (0 a 6 años), sobre todo en lo
que se refiere a aspectos relacionados con el crecimiento físico y con el
desarrollo cognitivo, lingüístico, socioafectivo, psicomotor, moral y de la
personalidad en su conjunto. Posterior a este período de la primera infancia, a su
vez susceptible de división entre los 0 a 3 años y los 3 a 6 años, y que sirve de
base a la organización en dos ciclos de la Educación Infantil, nos encontramos
con la segunda infancia (6 a 12 años), coincidente con la Educación Primaria, y
en la que persiste el interés por comprender y describir los cambios que se
producen en las vertientes del desarrollo señaladas. El despliegue de la
personalidad es progresivo. Es como si se subiese una escalera, en la que cada
peldaño eleva las posibilidades personales.
Tras la dilatada infancia sigue la adolescencia, etapa que, al menos, encuentra su
correspondencia escolar en la Educación Secundaria Obligatoria y el
Bachillerato, y que se distingue, en el marco del continuum madurativo
señalado, por las grandes transformaciones de tipo biológico (pubertad),
intelectual, afectivo y psicosocial. La adolescencia, que una vez completada se
coronará con la juventud, nos interesa también aquí, al igual que las etapas
anteriores, por los desafíos que plantea desde el punto de vista educativo familiar
y escolar. Pasemos, pues, revista a algunas cuestiones de interés académico y
formativo.
6.2. La familia hoy
Al adentrarnos en la exploración etimológica del término ‘familia’ encontramos
que procede del latín famŭlus («sirviente, esclavo»), que, a su vez, parece
derivarse de fames («hambre») y, por ello, quedaba definida la familia como el
conjunto de personas alimentadas por el pater familias. Inicialmente la familia
designaba a los esclavos y criados de una persona. El prestigio del señor
dependía en gran medida del número de esclavos poseídos. Con el discurrir del
tiempo la familia incluiría también a los parientes.
El concepto de familia ha evolucionado considerablemente, pero la controversia
llega hasta nosotros. No siempre hay acuerdo en torno a la noción, menos aún si
nos atenemos a las diversas agrupaciones familiares existentes. Se ha dicho,
incluso (véase, por ej., Rodríguez, Araque y Salazar, 2009), que hay una
manifiesta incoherencia entre la noción de familia propia de las construcciones
teóricas y el concepto manejado en la vida cotidiana.
Entre los cambios más destacados, procede recordar los que tienen que ver con
la mayor dilación actual para fundar una familia. De hecho, cada vez más
personas se deciden a formar una familia con más edad que hace unos años. Este
dato se explica por la ampliación del nivel de estudios, por problemas
económicos y laborales que retrasan la emancipación de los jóvenes, algo que se
agrava en la actual crisis, etc.
Otros cambios se refieren al incremento de las nulidades, así como de los
divorcios y separaciones, muchos de mutuo acuerdo, aunque en un número
significativo de casos se producen contenciosos. Han aumentado también las
familias monoparentales y reconstituidas con niños que no conviven con ambos
padres biológicos. Asimismo, junto a la estructura propia de la familia
tradicional se han extendido otras realidades familiares como las que cuentan
con progenitores de igual género.
Se constata igualmente que el tamaño de la familia ha disminuido
considerablemente. En España es especialmente llamativo el descenso de
nacimientos y nos hallamos en situación de «natalidad crítica», algo mitigada
por las madres extranjeras, cuyo índice de fecundidad (1,71) es un poco más alto
que el de las madres españolas (1,25), sin que por ello se frene la inversión de la
pirámide poblacional (Instituto de Política Familiar, 2019). Por otro lado, los
hijos permanecen más tiempo con personas a las que no están unidos
consanguíneamente, por ejemplo, con maestros, cuidadores diversos, etc.
La familia en España se ve afectada igualmente por el fenómeno general del
envejecimiento. Este hecho es en principio muy positivo, pero en la práctica hay
personas mayores con serios problemas de salud o de otra índole que no cuentan
con ningún tipo de protección, como ha quedado demostrado durante la
pandemia.
En lo que se refiere a la familia tradicional, Altarejos (2005) sostiene que
experimenta su específica situación crítica. El modelo de familia tradicional se
caracteriza por el contrato legal entre un hombre y una mujer, el compromiso de
futuro, los hijos nacidos de la unión y la marcada desemejanza de roles, con un
padre-marido como proveedor de recursos y una madre-esposa como ama de
casa. Aunque esta estructura está expuesta a críticas, como la concerniente al
disímil reparto de papeles entre géneros, nos interesa principalmente recoger el
dato para que cada cual lo valore como estime oportuno, al tiempo que
consignamos que, en ocasiones, más allá de la oficialidad o de la
consanguinidad, la verdadera familia es la que se vive como tal, sobre todo por
el afecto que se profesan los integrantes del grupo de convivencia.
Los datos ofrecidos, aun sin ser exhaustivos, revelan que la familia es hoy más
inestable que la de hace unos años. Esto obliga a sus miembros a rápidas
adaptaciones no siempre fáciles. Los niños evidentemente son muy vulnerables a
las continuas mudanzas y a veces se deteriora su salud mental y su calidad de
vida. La erosión de la trama familiar produce estrés y otros trastornos psíquicos
y físicos. Se trata, en definitiva, de una situación nociva que atenta contra el
desarrollo infantil. Si nos detenemos en la pandemia provocada por el
coronavirus, Cabrera (2020) en su estudio muestra, por ejemplo, que el cierre de
los centros escolares en España, con la asunción diferencial desde el hogar de la
enseñanza telemática ha incrementado la desigualdad de oportunidades
educativas por las carencias materiales de dispositivos electrónicos en los
hogares más desfavorecidos, con menores rentas y recursos, más aún en los
hogares monoparentales y con progenitores con nivel de estudios secundarios
obligatorios o menos, lo que se agrava en los alumnos de centros públicos, así
como en los que viven en Galicia y en las comunidades autónomas del sur,
incluida Canarias.
Ante los profundos cambios acontecidos en la familia, algunos acrecentados por
la crisis del coronavirus, las administraciones públicas deben reaccionar. Es
menester diseñar políticas públicas en consonancia con la nueva realidad, con
medidas específicas encaminadas a paliar el negativo impacto psicológico,
educativo y socioeconómico.
Por desgracia, la cacareada «cogobernanza» entre el Gobierno y las
comunidades, esto es, un necesario modelo de gestión basado en la coordinación
fecunda, llega tarde y se ha aplicado mal.
6.3. Familia y educación
La función educadora de la familia está fuera de toda duda, por tratarse del
primer y principal grupo humano en la vida personal. A esta unidad fundamental
de convivencia llega el recién nacido, en ella crece y, con frecuencia, cuando es
adulto, se decide a fundar otra familia. A esta familia recién creada, cada
miembro aporta su forma de pensar y de sentir, sus valores, que dejan una huella
profunda y duradera en los hijos. Cada familia es única, con una organización
peculiar y una manera igualmente singular de relacionarse interna y
externamente, en función de su circunstancia y de las características de sus
integrantes. En su seno, salvo aberraciones, los vínculos son estrechos y cálidos.
En su apertura, la familia no permanece ajena a los condicionamientos,
costumbres y normas del contexto sociohistórico. El entramado y las actividades
de la familia se orientan a satisfacer las necesidades de sus miembros. Esta
unidad esencial, que posibilita el desarrollo saludable, se rige por las sagradas
leyes del cuidado, del afecto y de la responsabilidad. El futuro personal se ve
condicionado por la familia, en la que se ponen los cimientos cognitivos,
afectivos, morales y espirituales del adulto.
De un modo u otro, la familia satisface diversas necesidades básicas. Por un
lado, la «seguridad», pues el niño es en muchos aspectos un ser indefenso. Esto
supone que la familia ha de proporcionar unas condiciones ambientales, físicas y
psicosociales, libres de riesgos y, en un sentido positivo, adecuadas a las
características infantiles en lo que se refiere, por ejemplo, a vivienda,
alimentación, vestido, higiene, salud, escolaridad, juego, descanso y sueño,
relaciones interpersonales, elementos materiales, etc. Estos aspectos, que no
constituyen un compartimento estanco, son fundamentales en el cuidado y
protección de la infancia. En íntima relación con ellos encontramos la necesidad
de «afecto», pues es bien sabido que las primeras experiencias de afecto y, por
desgracia también de desafecto, se dan en la familia. Al considerar la
configuración y la organización de la personalidad, desde la temprana infancia,
no se puede prescindir del relevante papel de la afectividad. El desarrollo
psíquico del niño se perturba sin suficiente afecto. Rof Carballo (1997) tuvo el
enorme acierto de consagrar el término urdimbre para designar el substrato del
mundo emocional, cuya alteración tiene impacto negativo en la salud mental y
corporal. En su obra Violencia y ternura, este eximio humanista sostiene que la
urdimbre primigenia o constitutiva, cuando es equilibrada y segura, fomenta la
confianza básica del niño hacia su cuerpo, el mundo exterior y la propia
mismidad. Esta urdimbre primera, cálida y segura, fruto de la unión armoniosa y
amorosa con la madre, es condición fundamental para que el esbozo del «yo» sea
consistente. En mayor o menor grado la urdimbre inicial subsiste siempre y
colorea decisivamente las etapas segunda y tercera del desarrollo humano: la
urdimbre de orden, en los cuatro o cinco primeros años de la vida, a la que sigue
la urdimbre de identidad, en la adolescencia.
El desarrollo es un proceso continuo, un progresivo camino de enriquecimiento
que está condicionado por la familia. Aunque haya necesidades distintas según
las etapas y las diferencias individuales, siempre es fundamental la vida familiar,
la primera y más importante. Cuando falta o falla surgen problemas que pueden
lastrar considerablemente el discurrir existencial. Es verdad que, por duras que
sean las condiciones familiares, por ejemplo, en casos de violencia, no todo está
perdido. Sobre esta idea se alza con fuerza en nuestros días el concepto de
«resiliencia», es decir, la capacidad de adaptación y de superación frente a los
sucesos adversos. Un constructo que, si bien no se circunscribe al ámbito
familiar, ofrece relevantes implicaciones educativas en beneficio de la
prevención y de la solución de diversos problemas acaecidos en su seno. Y es
que, aunque resulte paradójico, la familia es a menudo una institución violenta
en la que las agresiones suelen permanecer invisibles y silenciadas de puertas
hacia afuera por tratarse de un ámbito privado.
La familia cumple un papel fundamental en el desarrollo afectivo del niño. Los
lazos amorosos paterno-filiales constituyen la base para el despliegue saludable
de la personalidad. Este vínculo emocional, patente en la comunicación afectiva
que se establece, favorece el progreso intelectual, moral, social y físico durante
la infancia. Las vertientes del desarrollo tienen valor en sí mismas, pero no
pueden entenderse de forma aislada. Están íntimamente interconectadas y se
retroalimentan. El desarrollo es un proceso integral y, por supuesto, complejo
que no puede entenderse sin la familia, núcleo de la educación.
Algunas de las principales funciones educativas de la familia son:
• Satisfacer las necesidades infantiles básicas: alimento, vivienda, vestido,
higiene, asistencia sanitaria, protección, actividad física, afecto y seguridad.
• Transmitir la lengua, así como tradiciones, costumbres, valores, creencias,
normas de convivencia, formas de comunicación y de relación con los demás. La
familia garantiza que la herencia cultural pase de una generación a otra. Por
supuesto, en todo este proceso de transferencia adquiere gran relevancia el
fomento del sentido crítico.
• Promover la maduración de los hijos, de manera que puedan conducirse
libremente. La educación en la familia es senda de humanización que prepara
para la vida.
La familia es una comunidad abierta, dinámica, en continua interacción con el
entorno. La familia no permanece aislada de la sociedad y precisa en su labor
educadora de otra gran institución: la escuela. Es una institución compleja que
ha experimentado notables modificaciones en su historia. En la sociedad
preindustrial, la llamada «familia extensa» (la que excede el grupo familiar
nuclear y cuyos miembros suelen estar emparentados) cumplía una función
económica relevante, algo que en gran medida se ha perdido en la «familia
nuclear» (pequeña unidad constituida por los padres y los hijos) de nuestros días.
En general, con la llegada de la Revolución industrial, la familia dejó de ser un
centro de producción y muchos de sus miembros pasaron a trabajar fuera del
hogar.
Al acercar la lente hasta el siglo XX, en España advertimos, a partir del trabajo
firmado por Del Campo y Rodríguez-Brioso (2002), algunas significativas
transformaciones en la familia. Así, la transición desde la familia extensa a la
familia nuclear se produjo en nuestro país antes de los años cincuenta, cuando se
impuso el patrón de la conyugalidad, junto con una fecundidad limitada y
decreciente. En los años sesenta, muchos cambios en la familia tuvieron gran
repercusión, como la reducción del tamaño medio de la familia, el descenso de la
natalidad y la salida de los hogares de otros parientes. A partir de los años
ochenta, la evolución se acentuó. Con todo, la nueva transformación de la
familia se alejó de los parámetros estructurales que caracterizaron el tránsito de
sociedad tradicional a sociedad industrial avanzada, pasando a ser
eminentemente cultural, según se advierte en aspectos tales como el aumento de
los hijos extramatrimoniales y de las parejas consensuales, las familias
monoparentales y la mayor flexibilidad familiar derivada del recién asumido
estatus femenino en la sociedad. Complementariamente, se generaliza la
planificación de la familia y hay más igualdad entre los cónyuges, reflejada en la
toma de decisiones y en la asunción de tareas.
Con independencia de los cambios señalados y de los que previsiblemente se
puedan generar, resulta indudable la primacía de la familia en la educación.
Salvo aberraciones, es la institución en que primero y de modo más profundo se
expresa el afecto hacia sus miembros. Es la más trascendente comunidad de
personalización. Los niños emprenden su camino por la vida merced a sus
padres, de quienes reciben el apoyo material y espiritual que necesitan para
descubrir nuevos horizontes. En todo este proceso educativo familiar,
verdaderamente complejo, asumen especial importancia ciertas condiciones
generales concatenadas:
• Relaciones basadas en el amor: Las relaciones amorosas conyugales, paternofiliales y fraternales son esenciales para el despliegue saludable de los hijos. Para
que haya educación familiar cada miembro ha de sentirse acogido y querido.
• Interacciones continuas y positivas caracterizadas por el cuidado y la atención.
• Comunicación y participación de sus miembros, patentizadas en el diálogo
abierto, respetuoso y cordial.
• Autoridad de los padres, entendida como facultad racional y ética capaz de
suscitar la adhesión de los hijos, particularmente cuando son menores. Se
encamina a fomentar la autonomía responsable de los vástagos. La autoridad no
debe confundirse con el autoritarismo.
En los fundamentos de amor, cuidado, atención, comunicación, autoridad, etc.,
se asienta la educación familiar. Desde una perspectiva práctica, tienen mucho
sentido las llamadas «escuelas de familias», a las que dedicaremos el siguiente
apartado.
6.3.1. Escuelas de familias
Son tan rápidos y tan profundos los cambios que acontecen en la sociedad que
las familias no siempre saben cómo afrontar los nuevos desafíos que se plantean.
Conviene que los progenitores y otros familiares conozcan cómo actuar ante
determinadas situaciones que pueden atravesar los hijos. En este sentido, las
escuelas de madres y padres o, quizá mejor, las escuelas de familias constituyen
espacios de encuentro y de formación en los que se dan a conocer aspectos
relevantes de la educación familiar. Estas iniciativas permiten a los padres y
madres asistentes compartir sus experiencias, miedos, inquietudes, alegrías y
dificultades, lo que contribuye a que se sientan más acompañados y a que mejore
la dinámica familiar. Algunos de los contenidos que pueden incluirse en los
programas de estas escuelas son:
• La familia y la educación.
• Características de la educación familiar.
• Relaciones familia-escuela.
• El desarrollo en el período infanto-juvenil. Aspectos esenciales y etapas.
• Estímulos y recursos de educación familiar. El amor, el diálogo, habilidades
sociales.
• La convivencia familiar: autoridad, normas, disciplina, cohesión.
• Situaciones y problemas concretos: uso de la tecnología, salud y enfermedad,
pérdida de un ser querido, adicciones, educación psicosexual, actividad físicodeportiva, alimentación, acoso y ciberacoso, estudio y rendimiento escolar,
resolución de conflictos, ocio y tiempo libre, premios y castigos, deberes
escolares, agresividad/violencia, autoestima, etc.
Dada la gran variedad de realidades familiares, resulta muy complejo, cuando no
imposible, incluir en un programa de formación para padres todas las situaciones
posibles. Sin embargo, puede asegurarse que muchos de los contenidos
apuntados interesan a todos. En una escuela de familia ha de brindarse ocasión
para que se expresen confidencialmente ciertas preocupaciones y si es preciso se
debe derivar a los padres hacia servicios especializados.
No hay duda de que muchos padres, quizá por sus propias ocupaciones, tienen
dificultades para estar con sus hijos. A esto se agrega la significativa
desorientación axiológica de nuestro tiempo y el influjo, a veces pernicioso, de
los medios de información y las tecnologías. El hecho de que las escuelas de
familias a menudo estén enclavadas en los centros escolares favorece la
colaboración entre las dos grandes instituciones educadoras. Estas iniciativas
formativas promueven la adquisición de conocimientos, actitudes y valores
necesarios para la adecuada educación familiar. Los padres requieren formación
y, por ello, estas escuelas constituyen en nuestros días unas extraordinarias vías
pedagógicas que pueden surgir por iniciativa de los propios progenitores o de los
centros escolares. Con independencia de sus concreciones, estas experiencias
están resultando muy enriquecedoras para todos, especialmente para los hijos,
verdaderos destinatarios de las mismas.
6.4. Estilos educativos de los padres
Al hablar de estilo educativo parental nos referimos a la manera habitual de
obrar de los padres para promover el despliegue formativo de sus hijos. El estilo
educativo es una «manera de educar» que, sin escapar a las influencias
culturales, se vincula con la forma de ser del progenitor y condiciona el
comportamiento del hijo. Los estilos educativos de los padres y su repercusión
en los hijos se describen sumariamente a continuación:
• Los padres de estilo «permisivo» son excesivamente tolerantes. En la práctica
reniegan de su función educadora. Son indiferentes ante muchos aspectos de los
hijos, quienes pueden manifestar numerosos problemas escolares y psicológicos.
• Los padres de estilo «sobreprotector» son los que tienen una preocupación mal
entendida y excesiva. Esta actitud puede generar inseguridad en el hijo y
también rebeldía.
• Los padres de estilo «autoritario» imponen las pautas de conducta con rigidez.
Es un estilo represivo que se apoya en sanciones. En estos casos se dificulta la
espontaneidad y la autonomía.
• Los padres de estilo «democrático» ejercen la autoridad, no el autoritarismo.
Son participativos, dialogantes y estimulantes. Favorecen la autoconfianza en los
hijos, una positiva actitud ante la vida y buena salud mental. Es el estilo más
apropiado, que fomenta la autoestima en los hijos, respeta sus derechos e
impulsa el cumplimiento de deberes.
Ha de consignarse que al hablar de estilo educativo de los padres nos referimos a
ambos progenitores. Empero, no siempre coincide la práctica predominante del
padre y de la madre. Lo ideal es que los dos progenitores tengan estilo
democrático, pues es el que, en general, más beneficios parece reportar a los
hijos.
Por otro lado, no siempre es fácil encontrar un estilo educativo único.
Generalmente, se combinan aspectos correspondientes a distintos estilos, al
tiempo que pueden producirse variaciones en función del género, de la edad, etc.
Se sabe, por ejemplo, que antaño el estilo educativo parental podía variar
considerablemente según se tratase de un hijo o de una hija. Hoy, en cambio, en
consonancia con las nuevas concepciones sociales sobre el género, el patrón de
actividad educadora exhibido por los padres respecto a sus hijos e hijas tiende a
aproximarse.
La estructura familiar actual es más igualitaria y se advierte un mayor
acercamiento en los roles de ambos progenitores. Esto es absolutamente
necesario cuando el padre y la madre trabajan fuera del hogar. Es preciso seguir
impulsando la idea de responsabilidad compartida. En cuanto a la disciplina,
afortunadamente se están abandonando modelos autoritarios y se adopta cada
vez más un sistema de reglas razonadas y razonables, en cuya elaboración hay
que buscar la implicación de los hijos.
6.5. Los padres ante los deberes escolares de los hijos
La magnitud humanizadora de la familia, una de las más celebradas y evidentes,
ha menguado considerablemente en los últimos tiempos, sobre todo por razones
sociales y laborales, a la par que ha aumentado la función educativa exigida a los
centros escolares. Aunque la delegación educativa de los padres en la institución
escolar sea una constante, parece recortarse el papel de los progenitores en la
formación de sus hijos. Por muy equipadas que estén las escuelas no pueden ni
deben sustituir a los padres en su responsabilidad educativa. Se sabe que la
acción directa, acogedora y benigna de los padres en el proceso formativo de los
hijos es clave en su desarrollo saludable y que la ausencia injustificada e
imprudente de esta participación no se compensa con matrículas colegiales
costosas.
Defendemos que en el hogar haya una actuación parental apropiada y suficiente
adscrita a un patrón educativo cálido y razonable integrado por el ejemplo, la
autoridad, la confianza, la comunicación y el amor. Ahora bien, para que esta
constelación de notas cumpla su cometido formativo es preciso que los padres
permanezcan atentos al rumbo escolar de sus hijos. Cuando los esfuerzos
educativos de la familia y la escuela concurren el horizonte del niño o
adolescente se despeja. El antagonismo entre las dos instituciones es tan artificial
como perjudicial. Naturalmente, cada una presenta unos rasgos diferenciales,
pero no tienen por qué contraponerse. Acrecentar la distancia y la oposición
entre ambas equivale a errar educativamente. Por eso es obligación de padres y
profesores la apertura mutua y la interrelación fluida. Tan negativo resulta para
el hijo o alumno unos padres que no se acercan a su colegio ni por casualidad
como unos profesores encerrados en su torre de marfil. Sin embargo, es justo
precisar que no todo es cuestión de visitas y reuniones. Uno de los aspectos
donde se patentiza la sana preocupación por los hijos es el referido a los
estudios, genuina labranza personal que se extiende a toda la vida escolar y que,
si bien es tutelada por los centros escolares, ha de realizarse con el concurso de
la familia.
El rol de escolar y la responsabilidad estudiantil del hijo no presentan
uniformidad. A medida que se crece se producen significativos cambios
psíquicos y corporales en el niño que le enfrentan con nuevos retos y le
capacitan para aprendizajes más complejos. El período de desarrollo, intenso y
dilatado, se caracteriza por el paulatino enriquecimiento comportamental. Este
proceso de cambio incesante desborda las leyes estrictamente biológicas y está
claramente influido por las condiciones familiares y socioculturales. Es aquí
donde la educación se manifiesta con todo su valor, pues resulta decisiva para
compensar las limitaciones y desplegar las potencialidades personales. No
obstante, conviene advertir que tan negativo puede ser el proceso formativo lento
como el acelerado. Los riesgos derivados de una actuación parental inadecuada o
precipitada se evitan en gran medida con asesoramiento docente y técnico, labor
esta que se beneficia a su vez de la información que los padres proporcionan.
Con el ingreso en el centro educativo y su participación en el fluir programado y
sistemático asume el niño su nueva identidad de alumno que comporta la
asunción progresiva de responsabilidades. La vida infantil toma así una nueva
trayectoria en la que ya no queda todo confiado al quehacer natural de los
progenitores. En sentido estricto, entra en escena la pedagogía escolar, cuya
fuerza reguladora desborda el salón de clase y penetra en el hogar.
Los deberes muestran nítidamente que el estrenado rol de estudiante también
comporta obligaciones. Estas actividades, no exentas de controversia, han de
complementar a las realizadas en el colegio y deben encaminarse a recuperar,
afianzar o avanzar distintos aspectos del aprendizaje. En el amplio espectro de
ejercicios posibles cabe citar, por ejemplo, el estudio de un determinado tema, la
redacción, el dibujo, la resolución de problemas o la realización de un trabajo
manual. El establecimiento arbitrario o abusivo de deberes ha de descartarse. La
imagen del hijo privado de esparcimiento y juego, sobrecargado de actividades
inconexas y abrumado por la escasez de tiempo para realizarlas configura una
estampa tan triste como la que ofrece el difundido retrato adolescente en que su
ocioso y solitario protagonista no se despega durante horas de la pantalla
electrónica.
Un estudio realizado por Pan et al. (2013) con el objetivo de comprobar si había
diferencias significativas en el compromiso con los deberes y en algunas
variables motivacionales vinculadas a las tareas para casa entre los alumnos de
Educación Primaria con rendimiento alto, medio y bajo, concretamente en
Matemáticas y Lengua Inglesa, reveló que los estudiantes con rendimiento alto
estaban, en general, más motivados intrínsecamente y más implicados en hacer
los deberes (cantidad y aprovechamiento de los mismos).
Suárez (2015), a partir de diversos estudios que constituyen su tesis doctoral
sobre los deberes escolares y el rendimiento académico en alumnos de educación
obligatoria (Educación Primaria y Educación Secundaria), llega a las siguientes
conclusiones:
• Realizar los deberes solicitados es mejor que no hacerlos.
• Dedicar más tiempo a los deberes no siempre es mejor, pues la clave está en
aprovechar bien el tiempo.
• La relación entre el curso académico y el aprovechamiento del tiempo es
inversa; de hecho, los alumnos de mayor edad (Educación Secundaria)
desaprovechan más el tiempo dedicado a los deberes que los alumnos menores
(Educación Primaria).
• Si se prescriben deberes, los profesores han de retroalimentar a los alumnos
(por sus efectos beneficiosos sobre la implicación y el rendimiento); de lo
contrario, es mejor no prescribirlos.
• Cuanto más elaboradas sean la retroalimentación y la información
proporcionadas a los alumnos, mejores serán los resultados escolares.
• Una mayor implicación parental conduce a un mayor compromiso del
estudiante en los deberes y a un mayor rendimiento, si bien esta relación queda
matizada por el tipo de implicación de los padres (es mejor el apoyo que el mero
control) y por la edad de los estudiantes (se ha observado en la Educación
Secundaria, pero no en Educación Primaria).
Para que los deberes sean beneficiosos han de enmarcarse en una estrategia
pedagógica que valore y estimule el esfuerzo personal, pero que no impida al
hijo/alumno disfrutar de la compañía de familiares y amigos, de actividad lúdica
ni de descanso. Asimismo, las tareas encomendadas, fruto de la coordinación del
equipo profesoral, han de respetar las diferencias existentes entre los estudiantes
y acomodarse a su edad, ritmo de aprendizaje, situación, necesidades, aptitudes e
intereses.
Con las condiciones anteriores presentes, las tareas escolares en casa pueden
abrir una ruta formativa equilibrada y complementaria para conquistar
autonomía y consolidar aprendizajes y hábitos de trabajo. En la medida en que
los deberes permiten aplicar en el hogar los conocimientos y destrezas
adquiridos en el colegio, fortalecen la demandada comunicación entre padres y
profesores. Llegado este punto es oportuno señalar que carece de sentido que los
padres realicen los deberes de sus hijos. El trabajo escolar responde a una
finalidad educativa que se esquiva cuando son los progenitores quienes lo
realizan, con el consiguiente perjuicio para sus hijos. Tampoco es recomendable
que en torno a los deberes predomine la postura permisiva ni la rigidez
sancionadora, porque pueden conducir respectivamente a que el hijo haga lo que
quiera o a que realice las tareas por temor y no por verdadero compromiso. Es
muy saludable, en cambio, la actitud de los padres presidida por la conversación,
el equilibrado control, el acompañamiento, la orientación y siempre presta a
garantizar las condiciones ambientales apropiadas para el trabajo escolar, sobre
todo en lo que se refiere al lugar, la planificación y los recursos utilizados. Esta
disponibilidad parental, expresión de comprensión y ayuda, resulta muy
estimulante, al tiempo que fomenta la autoexigencia, el hábito de estudio y la
responsabilidad.
7
Clima social en la institución escolar
7.1. Introducción
Los conceptos de ambiente y clima social, términos que manejaremos
indistintamente, cuentan con larga tradición teórica y es frecuente citar como
uno de los primeros trabajos la investigación de Halpin y Croft (1963) sobre el
clima organizacional escolar. Desde entonces, los estudios de alcance
psicológico y pedagógico sobre el clima se han multiplicado y diversificado,
hasta el punto de que no es difícil encontrar investigaciones centradas en el
ambiente laboral, escolar, familiar, etc. La significación del constructo, del que
más adelante ofreceremos alguna definición, está fuera de toda duda, sobre todo
porque hay creciente conciencia de la relevante influencia que las condiciones
físicas y psicosociales de un ámbito concreto ejercen sobre las personas que
habitualmente despliegan algún tipo de actividad en él. Aun cuando entren en
juego muchas variables, son innegables las relaciones entre ciertas dimensiones
del mundo escolar y determinadas conductas de los alumnos. En cuanto al
ambiente familiar, es bien sabido que ejerce un gran impacto, no siempre
positivo, en todos sus miembros, aunque, al igual que ocurre en otros contextos,
no es fácil conocer el signo y la intensidad de los efectos producidos, a menudo
diferentes según se trate de una persona u otra.
Admitida la relación entre el sujeto y el entorno, la relevancia del estudio del
ambiente deriva de su influencia en la conducta humana, y a la inversa, pues,
como dice Wiesenfeld (2001, p. 4), persona y ambiente se encuentran «coimplicados».
Proponemos que se estudie el clima institucional a partir de un modelo a la par
humanista y sistémico. Es frecuente que los modelos teóricos y los dispositivos
técnicos evaluativos tengan en cuenta tanto los aspectos materiales como los
psicosociales que configuran el ambiente. Con todos los matices que se quiera, la
vertiente física y la vertiente relacional, interdependientes, presentan
consistencia en los distintos ambientes. Junto a los elementos tangibles del
ambiente, como los recursos económicos y tecnológicos o los propios espacios
institucionales, hay otros intangibles como las relaciones interpersonales o la
implicación de sus integrantes. Entre todos los aspectos contextuales, patentes o
latentes, se producen interacciones complejas que no siempre es posible evaluar
en detalle.
La mejora del ambiente puede contribuir positivamente a que se alcancen los
objetivos educativos. Es indiscutible que el ambiente influye sobre las personas,
y a la inversa, algo que se advierte en la cotidianeidad de la vida institucional,
particularmente en los valores y las actitudes, así como en las relaciones que se
establecen. Por ello, ofrecemos seguidamente algunas ideas y propuestas que
pueden fortalecer y enriquecer aspectos ambientales directamente vinculados
con la calidad de la educación.
7.2. Acercamiento conceptual al ambiente
Aunque en cierto modo ya hemos ido acotando el concepto, en aras de una
delimitación aún mayor debe recordarse que, con arreglo a su etimología, la
palabra ambiente se deriva del lat. ambiens, -entis, «que rodea o cerca», que nos
remite a lo que está alrededor de algo o de alguien. Los trabajos existentes desde
mucho tiempo atrás han venido explorando y continúan haciéndolo las
complejas relaciones entre las personas y su entorno natural o cultural. De
hecho, como afirman Pol, Valera y Vidal (1999), la psicología ambiental tiene
por objeto de estudio la interacción entre las personas y sus entornos.
Estamos en condiciones de definir el ambiente como «un contexto físico y
psicosocial en el que se halla el sujeto, sobre el que influye y que a su vez es
influido por él». Este clima o ambiente, que adopta diversas concreciones, por
ejemplo, familiar, escolar, laboral o penitenciario, ha sido evaluado mediante
distintos instrumentos, entre los que citamos, por su difusión hace unos años, las
Escalas de clima social de Moos, Moos y Trickett (1989), diseñadas y elaboradas
en su versión original en el Laboratorio de Ecología Social de la Universidad de
Stanford (California).
El ambiente es un conjunto organizado –y dinámico– de la realidad física y
psicosocial que está integrado en estructuras o sistemas más complejos. A este
respecto, es inevitable recordar la valiosa contribución de Bronfenbrenner (1987)
a la comprensión del desarrollo humano y en concreto su concepción del
ambiente ecológico como conjunto de estructuras seriadas. A semejanza de las
muñecas rusas, cada estructura cabe dentro de la siguiente. El nivel más interno
corresponde al entorno inmediato que contiene a la persona en desarrollo, por
ejemplo, el hogar, la clase... Las complejas interrelaciones dentro del entorno
inmediato reciben el nombre de microsistema. El siguiente nivel, conocido como
mesosistema, está formado por las relaciones entre los entornos, que pueden ser
tan decisivas para el desarrollo como lo que sucede dentro de un entorno
determinado. En un tercer nivel, llamado exosistema, se sugiere que el desarrollo
de la persona en su ambiente inmediato está afectado profundamente por lo que
ocurre en entornos en los que el sujeto no está necesariamente presente, por
ejemplo, las condiciones laborales de los progenitores. Ha de agregarse para los
tres niveles mencionados que, dentro de un mismo patrón cultural generalizado o
macrosistema, los entornos de una misma clase, como el hogar, la calle o la
oficina, tienden a ser parecidos entre sí, y a diferenciarse claramente de unas
culturas a otras. Complementariamente, ha de subrayarse la importancia que el
ambiente percibido tiene sobre la conducta y el desarrollo, en ocasiones más que
el ambiente en cuanto realidad «objetiva».
Aun cuando la perspectiva ecológica sumariamente descrita permite advertir la
complejidad del ambiente y brinda un marco referencial para comprender la
interrelación de entornos, ponemos el foco en lo que denominamos
específicamente clima o ambiente sociocultural, del que no se excluyen los
elementos físicos o materiales.
7.3. Clima escolar, rendimiento académico y bienestar
Nos interesa conocer qué relación hay entre el clima social en la escuela y en el
aula y el rendimiento académico. Al respecto, el estudio realizado por Andrade
(2015) mediante la Escala de clima social en el centro escolar (CES) y algunos
cuestionarios, a partir de más de 9000 estudiantes y más de 600 docentes
ecuatorianos de séptimo grado de Educación Básica (coincidente con 6.º de
Educación Primaria en España), reveló lo siguiente: 1) el clima social escolar
influye en el rendimiento académico; 2) las habilidades pedagógico-didácticas
del profesorado y las relaciones que se establecen entre los docentes y los
estudiantes tienen un efecto directo sobre los resultados escolares y otro
indirecto a través de su impacto en el clima escolar.
Como sostiene Sandoval (2014), la investigación sobre el clima social escolar ha
arrojado resultados sobre la relación de esta dimensión con aspectos tan
relevantes como la capacidad de retención de las escuelas, el bienestar y
desarrollo socioafectivo del alumnado, el bienestar docente, el rendimiento y la
efectividad escolar, entre otros.
Al hablar de bienestar volvemos nuestra mirada hacia el Informe PISA 2018,
porque acertadamente consigna que una de las metas fundamentales de los
sistemas educativos es promover el bienestar de niños y adolescentes en el
entorno escolar, para lo cual se debe promover el desarrollo integral del
alumnado en sus dimensiones física, psicológica y social. Con arreglo a este
informe, una mayor satisfacción de los estudiantes conduce a una motivación
más alta y, por ende, a mejores resultados escolares y sociales. Aunque PISA
2018 (Ministerio de Educación y Formación Profesional, 2019) reconoce la
multidimensionalidad del constructo «clima escolar» y la ausencia de consenso
en torno a los indicadores que permiten medirlo, destaca cuatro esferas en él:
• Seguridad: acoso, disciplina, abuso de ciertas sustancias, absentismo escolar,
normas, adaptación al entorno escolar, etc.
• Enseñanza y aprendizaje: apoyo académico, retroalimentación y entusiasmo,
aprendizaje cívico y habilidades socioemocionales, indicadores de desarrollo
profesional docente y liderazgo escolar como la cooperación, la evaluación, el
apoyo administrativo y la visión de la escuela.
• Comunidad escolar: relaciones entre estudiantes y profesores, cooperación y
trabajo en equipo de los estudiantes, respeto a la diversidad, participación de los
padres o asociaciones comunitarias, apego a la escuela, sentido de pertenencia
(superior en los estudiantes españoles al de la media de países OCDE),
compromiso con el centro escolar.
• Entorno institucional: recursos escolares, como edificios, instalaciones,
recursos educativos y tecnología, organización escolar como tamaño de la clase
y de la escuela o la agrupación en función de las capacidades.
PISA 2018 se ha centrado sobre todo en la seguridad y en la comunidad escolar.
En concreto, se trata de factores relacionados con cuatro aspectos: el
comportamiento disruptivo de los estudiantes; la comunidad escolar, sobre todo
en lo relativo a las relaciones dentro del entorno escolar; bienestar de los
estudiantes y sentido que encuentran a su propia vida en plena adolescencia; y
los sentimientos de los estudiantes, referidos, en este caso, a la creencia en sus
propias capacidades para enfrentarse a las tareas cotidianas, incluso en
situaciones de adversidad. Sobre esta última cuestión, debe destacarse de nuevo
el importante trabajo que se puede realizar en los centros escolares en aras de la
«resiliencia», una capacidad que permite a las personas, ya desde la infancia,
afrontar circunstancias negativas, como la actual crisis sanitaria, con posibilidad
incluso de salir fortalecidas.
7.4. Ambiente sociocultural y educativo
El ambiente sociocultural, fruto de la interacción entre características personales
e institucionales, está constituido por los elementos físicos y humanos. Es el
conjunto de condiciones materiales y psicosocioculturales complejas e
interrelacionadas que configuran la vida institucional en un determinado
momento.
Desde un punto de vista pedagógico, adquiere capital importancia el estudio del
influjo del ambiente en el desarrollo de la personalidad.
El entorno educativo puede calibrarse a partir de las dos dimensiones
interrelacionadas señaladas. De un lado, la vertiente física, que comprende el
espacio, el edificio, el mobiliario, los materiales, etc. De otro, la vertiente
psicosocial, en la que sobresalen por su virtualidad formativa la comunicación y
las relaciones entre los miembros de la institución.
A la hora de acercarse al ambiente apropiado para el proceso educativo un
aspecto de gran trascendencia y aún poco investigado desde la perspectiva
psicopedagógica es el discurso del educador. El discurso ha de considerarse
como una variable constitutiva y estructurante del clima educativo. Si bien el
ambiente depende de un amplio conjunto de factores de diversa índole, desde la
óptica psicosocial y formativa es menester prestar atención al discurso
educativo. De acuerdo con el modelo pentadimensional para el análisis del
discurso (Martínez-Otero, 2008), se identifican cinco dimensiones
interdependientes: instructiva, afectiva, motivadora, social y ética. A partir de
dicho modelo, con significativo recorrido científico, se puede ensayar una
clasificación del ambiente educativo según la dimensión discursiva alcanzada:
• Dimensión instructiva (ambiente intelectualista): Son espacios distinguidos por
la enseñanza de corte tradicional, organizados en torno a la transmisión de
contenidos. El profesional, un mero enseñante, asume el protagonismo en
perjuicio del alumno, quien se ve forzado a adoptar el papel de receptor. Este
proceso de enseñanza-aprendizaje de tipo «vertical», con el docente arriba y el
estudiante abajo, deja poco lugar a las relaciones interpersonales.
• Dimensión afectiva (ambiente domiciliario): Estos espacios, bien distintos a las
anteriores, se caracterizan por cultivar exclusivamente los aspectos emocionales.
Aunque en este ambiente suele haber mucha interacción, se soslayan las bases
técnicas de la educación y, por lo mismo, queda con frecuencia a merced del
voluntarismo estéril o infortunado.
• Dimensión motivadora (ambiente espectáculo): Siempre hay un aire festivo, lo
cual en sí mismo no es malo, si no fuese porque en un ambiente tal se busca ante
todo encandilar a los alumnos aunque para ello haya que renunciar al esfuerzo y
al proceso educativo en su conjunto.
• Dimensión social (ambiente politizador): La educación recibe una orientación
política sesgada en función de la parcial ideología del profesor, que pretende a
toda costa la adhesión del educando a sus ideas. La educación adopta un carácter
instrumental al servicio de la ideologización.
• Dimensión ética (ambiente sectario): Corresponde a lugares de
adoctrinamiento. En un clima así no hay lugar para la reflexión o la crítica, todo
se ordena de acuerdo a la moralina correctora de las supuestas conductas
desviadas.
En los cinco tipos de climas descritos hay una perversión ambiental, derivada de
la descompensación y la presión, de efectos claramente adversos sobre el
educando. El equilibrio ambiental de naturaleza educativa vendría dado por la
presencia suficiente de las cinco dimensiones del discurso, aunque insistimos en
que se trata sobre todo de tendencias, ya que el ambiente depende de otros
factores. Sea como fuere, la estructura discursiva pentadimensional, en la que se
acreditan las cinco dimensiones (instructiva, afectiva, motivadora, social y
ética), actúa como plataforma facilitadora de las condiciones
psicosociopedagógicas propias del clima genuinamente educativo.
Así, el ambiente educativo es el que corresponde al clima formativo integral. El
discurso pentadimensional favorece la creación de un ambiente de aprendizaje,
presidido por la cordialidad, la motivación, la proyección social, la moralidad y
la espiritualidad, una metadimensión discursiva. Esta atención a la vertiente
espiritual facilita el despliegue pleno de la personalidad por medio de la
participación y la interacción dialógica.
Hemos pretendido establecer las notas propias de un ambiente adecuado desde el
«plano humano». Si hacemos un esfuerzo de síntesis e incluimos aspectos
deseables en el «orden físico», el clima educativo personalizado quedaría
integrado por las siguientes características agrupadas en dos niveles:
• Plano humano:
– Comunicación interpersonal: Es una comunicación auténtica y circular en la
que tanto profesores como alumnos participan en ella actuando a la vez como
emisores y receptores. En este tipo de comunicación, aunque haya desigual
distribución del uso de la palabra, hay verdadera interacción entre educador y
educandos.
– Relaciones personales: Son relaciones en las que hay mayor consideración del
otro, más profundidad y cercanía.
– Cordialidad: Se refiere a la sinceridad y al trato afectuoso. La actitud cordial
favorece la aproximación y el encuentro.
– Empatía: Es la capacidad para ponerse en el lugar del otro. La empatía permite
entender a los demás, generalmente en lo que se refiere a los estados de ánimo.
– Proyección social: Sensibilidad a los problemas y necesidades sociales. Se
cultiva la dimensión social del educando de manera que esté en condiciones de
participar responsablemente en la familia, en el centro escolar, en la comunidad,
etc.
– Cooperación/colaboración: Frente al individualismo o la rivalidad rampantes,
se tejen las relaciones interhumanas a partir de la ayuda y la solidaridad.
– Aprendizaje: Se estimulan el estudio y la experimentación como sendas para
adquirir destrezas y contenidos significativos. Se cultiva el pensamiento, la
reflexión y la creatividad.
– Alegría: Acaso se condense en este estado anímico el impacto positivo que el
ambiente atrayente y motivador tiene sobre el desenvolvimiento del sujeto.
– Diálogo: La educación acontece a través del diálogo. El despliegue de la
personalidad únicamente es posible desde la pluralidad de voces o intercambio
polifónico.
– Marco ético: Sin la presencia de un contexto regido por valores universalmente
deseables la personalización queda suspendida, porque la atmósfera moral en la
escuela impregna todo el proceso educativo.
– Espiritualidad: Rezuma humanismo y compromiso pedagógico con la
elevación del sentido vital. Posibilita la apertura a la trascendencia.
• Plano físico:
– Entorno natural: Mantenimiento de un ambiente lo más natural posible, que no
está reñido con la utilización racional de ordenadores, vídeos y otras tecnologías.
Dada la actual situación de pandemia, quizá habría que aprovechar, siempre que
sea posible, los espacios exteriores de las instituciones escolares. Lo relevante es
que exista esta opción y que los centros se organicen para que algunos profesores
puedan elegirla. Una medida así permitiría ganar espacio en los respectivos
centros. La propuesta de utilización organizada de espacios exteriores, cuando el
tiempo lo permita, compatible con el uso de aulas convencionales y de la
educación a distancia, requeriría un pequeño estudio institucional y poca
inversión: algunas cubiertas protectoras del sol y de la lluvia, sillas y poco más.
– Condiciones estimulares apropiadas: Son de sobra conocidos los positivos
efectos que las adecuadas características del aire, la temperatura, la iluminación,
el color, el olor y el sonido, entre otros factores ambientales, ejercen sobre las
personas.
– Asientos y mesas movibles e individuales, de suerte que se puedan realizar
variedad de actividades. La educación personalizada precisa flexibilidad.
– Espacio suficiente dentro y fuera del aula/taller que garantice la comodidad,
así como la libertad de movimientos y juegos necesarios para el óptimo
desarrollo. Es recomendable, asimismo, disponer de dependencias de amplitud
variable en las que se puedan realizar distintas tareas.
La relación ofrecida, aun sin ser exhaustiva, revela que la presencia de los
factores mencionados da cuenta de la riqueza ambiental, mientras que su
ausencia explica el incremento de problemas de salud y de conducta. Las
condiciones ambientales aversivas se asocian a problemas y trastornos de diversa
índole, como estrés, depresión, agresividad, etc., sin contar en nuestros días los
elevados riesgos de contraer el coronavirus en espacios escolares caracterizados
por el hacinamiento o la falta de ventilación. La psicología ambiental tiene que
recorrer todavía un largo camino antes de esclarecer las relaciones concretas
entre las variables del entorno, el comportamiento y la salud. Lo que resulta
indudable es que el ambiente educativo saludable impulsa el proceso formativo
integral.
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Xavier Zubiri.
Índice
Sumario
Presentación
1. El fracaso escolar: concepto y panorámica
1.1. Introducción
1.2. ¿Qué se entiende por fracaso escolar?
1.3. El contexto social y político de la educación
1.4. El pacto social y político por la educación
1.5. Fracaso, éxito, excelencia y educación integral
2. Condicionantes del éxito y del fracaso escolar
2.1. Introducción
2.2. Sobre el concepto de rendimiento académico
2.3. Diversos condicionantes del rendimiento escolar
2.3.1. Inteligencia
2.3.2. Personalidad
2.3.3. Afectividad y regulación emocional
2.3.4. Hábitos y técnicas de estudio
2.3.5. Intereses vocacionales-profesionales
2.3.6. Motivación
2.3.7. Clima social escolar
2.3.8. Ambiente familiar
2.4. El rendimiento académico: un complejo entramado de factores
2.5. Propuestas pedagógicas para mejorar el rendimiento escolar
3. Teoría de la inteligencia unidiversa
3.1. Introducción
3.2. La inteligencia y la educación
3.3. Algunas propuestas teóricas sobre la inteligencia
3.4. La teoría de la inteligencia unidiversa
3.5. La inteligencia unidiversa: unitas multiplex
3.5.1. Estructura arbórea de la inteligencia unidiversa y su potencialidad
educativa
3.5.2. Relevancia de lo «humano-social» en la inteligencia unidiversa
4. La práctica de la educación intelectual unidiversa
4.1. Introducción
4.2. La educación intelectual unidiversa
4.2.1. El currículum de la educación intelectual unidiversa: hacia el
metacurrículum
4.2.2. Diseño educativo: elaboración de un programa de educación intelectual
unidiversa
4.2.2.1. Esquema del Programa de Educación Intelectual Unidiversa (PEIU)
4.3. Metodología
5. Motivación, rendimiento y educación
5.1. Introducción
5.2. Las motivaciones humanas
5.3. La motivación y el aprendizaje
5.4. Tipos de motivación: intrínseca, extrínseca y de logro
5.5. Motivaciones sociales
6. La familia
6.1. Introducción
6.2. La familia hoy
6.3. Familia y educación
6.3.1. Escuelas de familias
6.4. Estilos educativos de los padres
6.5. Los padres ante los deberes escolares de los hijos
7. Clima social en la institución escolar
7.1. Introducción
7.2. Acercamiento conceptual al ambiente
7.3. Clima escolar, rendimiento académico y bienestar
7.4. Ambiente sociocultural y educativo
Referencias bibliográficas
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