VIAJE A UCRANIA, AGOSTO DE 2009 Reconozco que toda la culpa es mía por no informarme como es debido antes de ir a un viaje. Y es que con tantos años de llamar Rusia a todo lo que anda por ahí arriba, la confusión ha llegado a ser de tal calibre que confundimos Siberia con Ucrania, la tundra con los jardines de Peterhof y los Cárpatos con los Urales. Así, cada vez que comentaba con alguien que iba a ir a visitar Ucrania lo primero que oía era: ¡Uf, que frío! Llevarás buena ropa, ¿no? O: es que a mi la nieve, en esta época, no me atrae. Luego está mi cultura previa sobre el país: De Kiev mi única idea era a través de Musorsky: La puerta de Kiev, de los cuadros de una exposición. De Yalta, unos cuantos grandes del mundo repartiéndose Europa, como unos buenos amigos una merienda. De Sebastopol, eso de “De aquí a…”. Y de Odessa, eso sí: la escalera de Potemkin y el cochecito de niño dando saltos. Pues llegamos a Kiev, yo lleno de jerséis, bufandas y guantes, por si acaso, y de frío nada. Una ciudad hermosísima a orillas del Dnieper y con la mayor cantidad de arbolado por metro cuadrado que uno pueda imaginar; como un inmenso parque con edificios entre medias. Ahora, eso sí, de puerta nada. Era un invento del señor Musorsky, a medias con un pintor amigo, parece ser. Al llegar a Yalta ya había tirado alguno de mis jerséis por la ventanilla del tren. Menos mal, porque Yalta ha sido, es y será la ciudad de veraneo por excelencia para las altas esferas, zares incluidos, si no de todo el que puede permitírselo: jardines magníficos, palacios espléndidos, y las chicas más guapas de a pie; rubias, altas, con las piernas más largas y las minifaldas más cortas que uno se pueda imaginar, machacando, arriba y abajo, el pavimento del Paseo Marítimo. Y después, la Dacha Blanca donde Chejov vivió sus últimos años y que su viuda, la actriz Olga Knipper, ha cuidado amorosamente durante cincuenta años tras la muerte del dramaturgo, para que cuando uno entre en ella no se extrañe para nada de que él no esté; parece que acaba de salir para una cita con ese loco de Platonov en un huerto de cerezos cercano. Y de clima, ¿Qué decir? Está en el mismo paralelo que Venecia y a la altura del Sur de Francia. Después, Sebastopol, ciudad varias veces mártir, la víctima repetida de esa locura llamada guerra. Machacada en la guerra de Crimea por los franceses y los turcos y posteriormente por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. ¡Ojalá lo de la distancia se refiera a la última vez que fue destruida, y no lo vuelva a ser nunca más! Y, por fin, Odessa, una de las ciudades más bellas a orillas del mar Negro, que, por otra parte no es tan negro, y que, para mayor sorpresa, fue fundada por un español llamado José Rivas. ¡Y yo sin enterarme! Yo, ya lo he dicho, lo único que conocía de esta ciudad era lo del Potemkin, pero no tenía ni idea de su belleza, de que haya sido la ciudad predilecta de los escritores y artistas ucranianos y rusos del siglo XIX y XX, con un teatro de Ópera que ya quisiéramos tener. En fin: la Gloria, y para terminar, al fin la escalera de Potemkin. Una de las grandes ilusiones de mi vida era subir y bajar esos doscientos míticos escalones que inmortalizó S.M. Eisenstein. Pues al fin los bajé y los subí, acompañado de los botes imaginarios del cochecito, y llevando liados al cuello, ya que no la bufanda (que hacía tiempo había dejado por el camino), algunos metros de celuloide del Acorazado Potemkin. Volvería a Ucrania, desde luego, pero volvería como fui, sin información previa, sin prejuicios, dispuesto a lo que encuentre, que siempre será mejor que lo previsto. Y es que ¡se aprende tanto viajando! Luis Garrido