EL ALFARERO Y EL ALZHEIMER El alfarero de mi pueblo era un hombre feliz. Quería muchísimo a su mujer y a sus hijos, tenía buenos amigos, y el negocio le iba viento en popa. Su patio siempre estaba lleno de vasijas secándose al sol, y sus botijos y alcancías eran apreciados en toda la comarca. Todo parecía irle bien en la vida hasta que a su mujer empezó a fallarle la memoria. Al principio eran despistes sin importancia; errores perfectamente achacables al estrés producido por la próxima boda del hijo mayor. Pero cuando después de la boda los olvidos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y de más entidad, el matrimonio decidió ir a ver al médico. Éste los envió al hospital, y allí, después de realizarle numerosas pruebas, le dijeron al alfarero que su mujer tenía la enfermedad de Alzheimer. La noticia le conmocionó, pero procuró que no se le notara. Volvió a su casa con ella, buscó en sus adentros la fuerza y se dispuso a afrontar la situación. Con ayuda de sus hijos y de asistentes que le mandaba el Ayuntamiento, la estuvo cuidando durante años. Asistió conmovido e impotente a su deterioro mental y físico, y cuando acabó en una silla de ruedas vegetando, siguió cuidándola. Todos los días, para entretenerse, se iba un rato al bar a echar una partida de dominó o a tomar el aire con los amigos; y cuando ya no podía más y estaba al borde del desmoronamiento, hacía una escapada a la capital para visitar a su amigo Antonio, que era la mar de divertido, y recobraba fuerzas. Más tarde, con el casamiento de los hijos y los recortes presupuestarios y de personal del Ayuntamiento, el alfarero comprendió que él solo no podía cuidar a su mujer, así que, con un inmenso dolor, la llevó a una residencia. Poco tiempo después, a él también le empezó a fallar la memoria. A veces se olvidaba, por ejemplo, de echarle al cocido los garbanzos y el tocino, y otras veces no recordaba para qué servía un lebrillo. Un día, estando en la calle, se desorientó, y no sabía volver a su casa. Evidentemente, el primer vecino que se percató de su situación lo llevó al sitio dónde vivía, pero él pasó una angustia terrible y quedó muy afectado. Particularmente dramático fue lo sucedido en el velatorio de su amigo Ginés: se le fue la cabeza y se puso a cantar el pasodoble “Francisco Alegre”. Cuando los hijos se dieron cuenta de que no podía vivir solo, lo metieron en la misma residencia en la que estaba su mujer. Dicen que de vez en cuando tiene algún momento de lucidez, y yo me pregunto: si en esos momentos no tiene a su alrededor caras y cosas conocidas que le sirvan de referencia, cómo puede saber el alfarero que está en el mundo real y no en su mundo de tinieblas. También me pregunto si sacar a estos enfermos de su medio en los primeros estadios de la enfermedad no acelera su deterioro. Y por último: si alguna vez se cruza con su mujer por un pasillo, ¿le concederá Dios un instante de lucidez para reconocerla y recordar lo vivido con ella?